Sueños de tinta y papel

By MarchelCruz

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El Instituto Salazar de Artes y Letras es un refugio para almas maltrechas, y ellos son justo eso, son un gru... More

NOTA.
Dedicatoria.
Cita.
Prefacio.
Capítulo 1: Nuevos aires. (1/2)
Capítulo 1: Nuevos aires. (2/2)
Capítulo 2: Acondicionamiento. (1/2)
Capítulo 2: Acondicionamiento. (2/2)
Capítulo 3: Amigos. (1/2)
Capítulo 3: Amigos. (2/2)
Capítulo 4: Personalidades. (1/2)
Capítulo 4: Personalidades (2/2)
Capítulo 5: Súbito incremento de palpitaciones. (1/2)
Capítulo 5: Súbito incremento de palpitaciones. (2/2)
Capítulo 6: Tal vez. (1/2)
Capítulo 6: Tal vez (2/2)
Capítulo 7: La playa. (1/2)
Capítulo 7: La playa. (2/2)
Capítulo 8: Intenso vivir (1/2)
Capítulo 8: Intenso vivir. (2/2)
Capítulo 9: Fragmentos del pasado. (1/2)
Capítulo 9: Fragmentos del pasado. (2/2)
Capítulo 10: La casa azul. (1/2)
Capítulo 10: La casa azul. (2/2)
Capítulo 11: Un sentimiento nuevo. (1/2)
Capítulo 11: Un sentimiento nuevo. (2/2)
Capítulo 12: Una mala noticia. (1/2)
Capítulo 12: Una mala noticia. (2/2)
Capítulo 13: Sueños distantes.(1/2)
Capítulo 13: Sueños distantes. (2/2)
Capítulo 14: Sentido de urgencia. (1/2)
Capítulo 14: Sentido de urgencia. (2/2)
Capítulo 15: Antes de la tormenta. (1/2)
Capítulo 15: Antes de la tormenta. (2/2)
Capítulo 16: La traición. (1/2)
Capítulo 16: La traición. (2/2)
Capítulo 17: Días de fuego. (1/2)
Capítulo 17: Días de fuego. (2/2)
Capítulo 18: Grandes evidencias (1/2)
Capítulo 18: Grandes evidencias. (2/2)
Capítulo 19: Trapitos al sol. (1/2)
Capítulo 19: Trapitos al sol. (2/2)
Capítulo 20: Con olor a hierba. (1/2)
Capítulo 21: Los niños perdidos. (1/2)
Capítulo 21: Los niños perdidos (2/2)
Capítulo 22: Navidad. (1/2)
Capítulo 22: Navidad (2/2)
Capítulo 23: Un dulce hogar. (1/2)
Capítulo 23: Un dulce hogar. (2/2)
Capítulo 24: Mala compañía. (1/2)
Capítulo 24: Mala compañía. (2/2)
Capítulo 25: La prueba (1/2)
Capítulo 25: La prueba (2/2)
Capítulo 26: Sueños de tinta y papel. (1/2)
Capítulo 26: sueños de tinta y papel. (2/2)
Capítulo 27: El tres es de mala suerte. (1/2)
Capítulo 27: El tres es de mala suerte. (2/2)
Capítulo 28: A Dios (1/2)
Capítulo 28: A Dios (2/2)
EPILOGO
A Riverita.
LISTA DE REPRODUCCIÓN.
Y el fin.

Capítulo 20: Con olor a hierba (2/2)

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By MarchelCruz

Indecisa, entre si debía darme la vuelta o no, aunque eso me dolería más que seguir intentando, una de las muchas puertas del pasillo se abrió. Levanté la mirada de prisa y noté que era justo la suya. Todos mis músculos se tensaron y mis ojos se abrieron sobremanera. El miedo me recorrió la piel, erizando los vellos de mis brazos, pero solté el aire, aliviada al notar que no era él, era el compañero de cuarto de Diego, Kike.

Aunque estuve a punto de echar a correr, me quedé en donde estaba, no tenía caso correr, el chico ya me había visto. Llevaba consigo una pequeña maleta de color gris, seguro sólo cargaba con lo necesario para pasar unos días en su casa. Kike tenía mi edad, estaba en el primer año de la carrera de pintura, y sus padres eran personas muy pobres, por ello, a pesar de vivir muy cerca de la escuela lo mantenían como interno, pues les resultaba mejor a su economía. Era mucho más alto que yo, y por ello, cuando se acercó a mí, sentí un estremecimiento recorrerme la espalda. Él no era amigo de Diego, era mucho peor, era admirador de su trabajo, adoraba sus cuadros, siempre hablaba bien de él, y trataba de aprender todo lo que podía de su compañero de cuarto.

—¿A dónde vas? —preguntó, y yo bajé la mirada, no pude verlo más que un par de segundos. Era un chico delgado, moreno, nada imponente, pero sabía que todos los que apreciaban a Diego de alguna forma, me tenían cierto resentimiento. Además no había conversado con el chico más que en una ocasión, así que era en realidad un desconocido.

—Voy con Diego —Contesté en un murmullo.

—Pues él no está—contestó, con voz monocorde.

—Yo sé que está ahí—seguí, y ahora me atreví a levantar la cara. —Hablé con él por teléfono, y dijo que podía venir —mentí.

Kike asintió sin dejar de mirarme.

—¿Y por qué es que no te creo?

—Pues no me importa si me crees—dije, ya fastidiada, el chico me obstruía el paso. —Es asunto de él y mío.

E intenté apartarlo, pero me detuvo, aunque sin tocarme.

—Pues resulta que también me incumbe—contestó Kike, y yo lo miré con ojos de rendija —Desde el momento en que mi compañero se comporta como un pendejo, se queda en la cama todo el día, y tiene el cuarto hecho una porquería, también es asunto mío.

Volvía a bajar la mirada, sus argumentos eran buenos.

—Mira, lo siento—dije, ya derrotada—si me dejas pasar intentaré solucionarlo ¿Sale? Hasta voy a ordenar el cuarto. Cuando vuelvas de vacaciones encontraras todo limpio.

Esas palabras parecieron atenuar la dureza en el rostro del chico, cambió el peso de un pie a otro, y puso la maleta en el piso.

—Está hecho una porquería—contestó.

—No importa, lo limpiaré—dije, pero el chico negó con la cabeza.

—No el cuarto,—dijo— él. Se encierra en el baño por largo rato, no quiere comer, no quiere hablar con nadie desde hace como tres días, ni con su hermano.

—No importa—repetí, y un pequeño gemido se escapó de mi garganta—lo arreglaré.

Kike se quedó un momento frente a mí, sólo mirando el gesto miserable que le ofrecía, rogando en silencio porque me dejara pasar, hasta que al fin, metió la mano en la bolsa delantera de su pantalón y de ahí sacó un pequeño llavero.

—Yo no te di nada—dijo, mientras sacaba una sola llave del aro de metal—ni he hablado contigo, esa no es mi bronca.

Asentí con fuerza, mirando la llave que ponía frente a mí.

—Si falta algo en el cuarto cuando yo regrese—continuó—ya sabré a quien culpar.

—Todo va a estar en orden cuando regreses—dije de inmediato, mientras tomaba la llave, como si fuera la cosa más preciosa del mundo —Gracias, gracias.

—Arregla el desmadre que hiciste —dijo, y luego se dio la vuelta.

Me quedé en el pasillo un momento, hasta que Kike desapareció, entonces miré la puerta con el número de la habitación de Diego, pero no me atreví a abrirla, en verdad tenía miedo de lo que podría encontrar, así que, como la cobarde que era, retrocedí hasta llegar a la puerta del otro extremo, y una vez ahí, me deslicé por ella, hasta quedar sentada en el suelo del pasillo. Calvé la mirada en la puerta, como si con ello pudiera hacer que todo mejorara, apretaba la llave con los dedos, hasta que ésta se quedó marcada en mi piel.

Y cuando las horas pasaron y la sangre comenzó a manar de debajo de mis uñas, producto de introducirles la llave, me puse de pie, y con un movimiento rápido, antes de poder sentir miedo, introduje la llave y abrí la puerta.

Su rostro fue lo primero que vi, y el humo escapando de sus labios, luego noté las condiciones en las que se encontraba y qué era lo que estaba haciendo. El alma me tembló. Se encontraba sentado en el suelo a un lado del buró y recargado en la cama, tenía una pierna recogida, y el brazo izquierdo descansando sobre ésta. Tenía un cigarro en la mano, pero éste desapareció en el segundo en que llevé la mirada a la habitación para ver el cuadro completo, al segundo siguiente ya no estaba, Diego se había movido con tal rapidez que no alcancé a ver a donde lo había escondido.

La habitación estaba hecha un asco, justo como Kike lo había prometido, y olía horrible, pero era un olor extraño, no el característico de la suciedad, era un olor que se impregnada en todas partes, un olor que era el resultado de quemar algo, de fumar algo que no era simple tabaco, era un olor penetrante, que me traspasaba las fosas nasales y subía hasta mis sienes, haciéndome sentir mareada.

—¿Qué estás haciendo? —Exclamé, y me eché a correr a donde estaba, me incliné a su lado, le tomé el rostro, y con la mirada busqué sus manos —Diego, mi cielo, ¿Qué estás haciendo?

Pero él no me miraba, tenía los ojos cerrados con fuerza e intentaba bajar la mirada.

—¡Diego!—dije, ya con la histeria haciéndose presente en mi voz —¡Mírame, Diego!

Le tomé las manos, que cerraba en puños, una de ellas la abrió de inmediato, pero la otra la mantenía cerrada con firmeza y por más que trataba de separarle los dedos, que le hacía daño con las uñas, él se negaba, permanecería con la mirada baja, encerrado.

—Diego, por favor—dije, sin poder evitar que las lágrimas se me escurrieran—mírame, mi cielo. ¿Es marihuana? ¿Estás fumando marihuana?

—No...—gimió él, sin mirarme, mientras se hacía cada vez más pequeño, cada vez se encogía más.

—Diego, por favor—lloré.

—No—siguió diciendo, en un sonido lastimero.

Pero yo no era estúpida, quizá no sabía nada del mundo de las drogas, pero mi vida había sido lo suficiente difícil como para intuir ciertas cosas y aunque jamás había visto de cerca un problema como aquel, yo sabía que eso tenía que ser hierba, no podía ser otra cosa, el olor se encontraba por toda la habitación.

—No te voy a juzgar, mi cielo—dije, intentando apartarle el cabello del rostro, con las manos lo llevé detrás de sus orejas, y le acaricié la espalda. —Sólo dímelo.

—Bueno, sí...—admitió al cabo de los minutos, y abrió por fin la mano que apretaba. — pero es tu culpa

Solté un gemido al ver el cigarro, pues aún tenía la esperanza de ser muy idiota como para confundir el olor del tabaco con el de la hierba, después de todo yo no conviví nunca con fumadores, quizá me había equivocado. Pero ahí estaba, el pequeño cigarro blanco, deforme, roto, atiborrado de fragmentos de un verde olivo, un verde seco. Tomé la mano de Diego, que ahora tenía una nueva herida, una pequeña en forma circular cerca de la coyuntura entre el dedo pulgar e índice y la sacudí con cuidado, retiré los fragmentos que se adherían a la poca sangre que había manado.

—¿Por qué te haces esto? —pregunté en un llanto contenido.

—Por tu culpa—contestó, y por fin se atrevió a levantar la mirada.

Solté un pequeño gemido, no se veía hermoso, no se veía poético como los héroes de antaño que resisten a la soledad de una manera admirable, se veía lastimado, en toda la extensión de la palabra y de muchas formas diferentes. Estaba peor que la última vez, tenía los ojos irritados, la ceja hinchada, los puntos de sutura ya no estaban pero la herida se veía lejos de estar sanando, lucía enrojecida, infectada. Estaba tan desmejorado que me eché a llorar con fuerza, dejé ese impulso desenfrenado que sólo liberaba en la soledad de mi cuarto.

—Perdóname—dije, entre las lágrimas, de forma tan ahogada que seguro él no comprendió nada. —No sabes cuánto lo siento, a mí ódiame todo lo que quieras, pero a ti no te hagas daño, mi cielo, por favor... Diego, por favor.

—Sólo quería ya no sentirme tan mal—gimió, ahora entre lágrimas. —quería poder verte sin querer golpearte, quería mirarte sin sentir tanto resentimiento...

—Me voy a ir—lo interrumpí, desesperada, mientras le acariciaba el mentón, más áspero que nunca, intentando gravarme su cara. Deseaba que tuviera mejor aspecto para no llevarme un recuerdo tan lamentable de él—me voy a ir de tu vida para siempre, pero por favor no te hagas daño, porque no puedo soportar ver a una persona como tú haciéndose esto —y con desdén aparté el cigarro que yacía en el suelo a lado de nosotros.

—¡No!—gimió. —¡No te vayas!

—Lo haré si es lo que necesitas—contesté—pero no te hagas esto.

Le acaricié la cara, deseando que fuera el chico de día de la playa, que fuera el muchacho que me besaba como loco, que fuera el hombre que adoraba a su hermano y a sus padres, deseaba que fuera todo eso, y no el tipo que tenía enfrente, tan patético, tan parecido al vago desaliñado con quien me topé el primer día, y aunque lo deseaba no podía irme y dejarlo así, él tenía razón, era mi culpa.

—Perdón—dije, porque no sabía que más decirle y contra mi voluntad me aparté un poco —sé que no soy nadie para que me perdones, me porté como una mierda pero...

—No, Ingrid—exclamó—yo soy un pendejo.

—No, no, mi cielo—dije, casi aterrada, y le tomé otra vez la cara para hacerlo mirarme—tú no eres ningún pendejo. Esto es un resbalón, a todos nos pasa, sólo no vuelvas a hacer.

—¡No, Ingrid!—contestó, y por fin se soltó a llorar—soy un pendejo, soy un pendejo...—y se pasaba las manos por la cara con fuerza, en ese gesto extraño que siempre hacia, como si quisiera arrancarse la piel.

Yo no sabía qué hacer, había agotado toda mi fuerza, verlo así me ponía tan mal. Sólo me quede ahí, frente a él, gimoteando, esperando el momento en que se enfadara, se pusiera de pie y me sacara de su vida, ahora para siempre. Pero no lo hacía, de cierta manera se encontraba accesible, blando, no sabía si se debía a la hierba, o al dolor, pero no me gritaba.

Sólo lo miré, ahí derrotado como estaba con sus ojos cafés, tan preciosos, ahora enrojecidos, con su barba que me había parecido tan varonil, ahora asquerosa, con sus cabellos largos, ahora enredados, y lloré también, lloré porque yo había matado una partecita de él, quizá no la más importante, porque su esencia seguía ahí, pero una parte dulce que me gustaba ya no estaba, se había ido.

—Vamos a solucionarlo—le dije, luego de tragar con fuerza —vas a pasar de esto, mi amor, ni siquiera es tan grave.

—No lo había hecho en meses—contestó, en ese llanto extraño —Te juro que no quería hacerlo. Y sólo es marihuana, sólo eso.

—No pasa nada...—susurré —no pasa nada.

—Es que quería tener la fuerza para hablar contigo—continuó—quería hablar contigo...

Me inquieté, el corazón me latió con fuerza.

—...porque perdoné a Alex y no sé si es justo o soy muy pendejo, pero...

—Diego—susurré, acariciándole la espalda. —Es tu hermano, claro que lo perdonas, siempre lo vas a hacer. Así eres tú.

—Ese es mi problema—asintió él—que no puedo soportar que hagan eso. Que me miren así como lo estás haciendo ahora, porque me ganan, ustedes me ganan, Ingrid.

Una piza de esperanza se instaló en mi pecho, misma que me permitió acercarme a él sin temor a ser herida de nuevo.

—Perdón—dije otra vez—no quería lastimarte.

—Soy un imbécil—contestó, bajando la mirada. —, porque quiero hacer lo mismo contigo. Quiero perdonarte, quiero que todo siga igual.

Yo estaba a punto de decir otra cosa, lo que sea, cuando reaccioné que eso era un perdón, me estaba aceptando las disculpas, no sabía todavía en qué términos pero aun así era suficiente para mí, fuera del tipo que fuera. Me abalancé a sus brazos, con tanta fuerza que lo pude escuchar soltar el aire de sus pulmones.

—Perdóname por esto, —siguió, y se refería a su persona, la forma en la que lo encontré——perdóname por gritarte, por insultarte, ¡Que puto soy! Sólo debí alejarme hasta que se me pasara el coraje, casi te golpeo...

—No, Diego, perdóname tú...—dije, ahogando el llanto entre su hombro—tú no hiciste nada, mi cielo, no tienes que disculparte por nada.

—Sí —asintió él, apretándome contra su pecho con fuerza, podía sentir sus dedos huesudos enterrados en mi espalda —Perdóname por todo, Ingrid.

—Diego...—dije, pero ya no pude agregar nada más, porque las lágrimas me salían con tanta fuerza que no me permitían formular palabra, la garganta me temblaba, las manos, el alma, todo. No podía concebir como alguien podía ser tan noble como él, cómo tenía ese poder de perdón en su persona. Me aferré a él como si me fuera a morir al día siguiente. Y él me abrazó y me besó el cabello.

—Perdón por lo que pasó en esa fiesta —siguió, mientras lo tenía entre los brazos, —por el desmadre que se armó por mi culpa, es que no quería que me vieras así. Perdón por lo que pasó en el pasillo de la escuela ese día, estaba tan encabronado...

—Shhh—hice, pero él ya no se detenía.

—Estaba tan emputado, Ingrid. Cuando te vi con Alejandro me dio tanto coraje que creí que los golpearía a los dos...

—No hables así, Diego —gemí, y por fin me aparté de él.

—No tenías que acostarte con él—siguió, soltando las palabras a borbotones —eras mi novia, si no querías serlo, si te gustaba él desde el principio debiste decirlo, jamás me hubiese metido entre los dos.

—Diego...

—Pero tenías que meterte con él ¡mierda, Ingrid! Hay más de quinientos cabrones en la escuela y tú te fuiste a fijar en él.

—Por favor ya no...—dije.

—Es que si yo lo tuve que vivir por lo menos te lo voy a decir—continuó, pero no me soltó—¡Me fui como un idiota creyendo que dejaba a mi novia segura con mi hermano! ¡Qué porquería! ¡Y todavía voy como pendejo a contarle a mi mamá sobre ti!

Me solté a llorar cuando escuché eso, me sorprendió aún tener esa capacidad, me creía ya seca.

—No, no...—reaccionó Diego, cuando se dio cuenta del daño que estaba haciendo al decirme todo aquello, me tomó el rostro entre las manos—Ingrid, perdóname, ya no voy a seguir.

Pero no eran sus palabras las que me dolían, eran mis acciones.

—Es que todo eso ya lo sé—gemí, —yo sé que fallé, yo sé que te hice daño.

Diego estiró el brazo y me atrajo hacia él, puse el mentón en su hombro y ahí sollocé. Como si fuera yo la que necesitaba consuelo, como si la afectada fuera yo, y no al contrario. Aun en los momentos más amargos de Diego él me sostenía a mí.

—Ya no llores, Ingrid, te perdono —dijo—Haz conmigo lo que quieras, tómame, engáñame, úsame, no sé, pero no te vayas, no hables de dejarme porque eso no me va hacer mejor.

—¡No digas eso! —lo regañé, porque en el fondo sabía que podía hacerle daño, aunque no me lo propusiera. Y él me estaba dando permiso con tal de que no me alejara de él ¡Que enfermo, que retorcido!

Nos quedamos un momento callados, abrazándonos en ese extraño silencio que logramos, que solo era interrumpido por mis sollozos.

—Tú ni te imaginas las veces en que pensé en llevarte a la cama—comentó Diego en voz baja, y yo me aparté un poco para mirarlo—también por eso estaba emputado, por todas las veces en que deseaba besarte, y tenerte conmigo, pero cada vez que lo intentaba tú te apartabas como si tuvieras miedo...

Mi corazón golpeteó mis costillas, mis mejillas se enrojecieron. Bajé la mirada, avergonzada.

—Yo pensé que era por algo, —siguió él, entre susurros—pensé que aún eras virgen y que por eso no querías hacerlo, o que eras muy tímida, y yo iba a esperar, ¡Mierda, Ingrid, te juro que iba a esperar! Pero luego, cuando me hablaste de tu papá, pensé que el desgraciado te había hecho algo, o que alguien te había violado y por eso no te gustaba que te tocaran, y yo no sabía qué hacer para acercarme a ti...

Un jadeo enorme se escapó de mis labios. No tenía idea de que a los ojos de los demás yo lucía tan dañada, tan mal. En mi vida había pasado algo horrible, pero no a ese nivel.

—Pero tú no tenías nada, sólo no querías acostarte conmigo, es sólo que no me amas tanto como yo a ti. Fue sólo que preferiste a mi hermano, preferiste a Alejandro por cualquiera de las razones idiotas por las que las mujeres prefieren al pendejo de ojos bonitos, aunque las trate como mierda.

Y entonces comprendí que había dicho ciertas cosas en presente, hablaba de amor en presente por primera vez en mucho tiempo.

—¿En serio aún me quieres, Diego? —pregunté, olvidando todo lo demás que había dicho después de decir que me amaba.

—Ya te dije que soy un pendejo—comentó —así que sí.

Me abalancé a abrazarlo otra vez, a escurrirme entre esos brazos en los que quería estar el resto de mi vida.

—Te amo—dije, — y no sabes cuánto, quizá no de la forma tan noble en que lo haces tú, pero con todo mi ser lo hago.

Diego no contestó, se quedó recargado en mi hombro, agotado, derrotado, como si decir todo aquello lo dejara sin cuerda.

Pero ya no lo presioné, ya tenía todo lo que quería, lo tenía a él entre los brazos. Cerré los ojos, y solté los últimos sollozos de mi garganta. Lo abracé por varios minutos, respiré con fuerza contra su pecho, intentando tranquilizarme, acompasar mi corazón, luego me di cuenta de que tenía a alguien que además de herido, estaba terriblemente sucio.

—Hueles horrible, mi cielo—dije al cabo de los minutos, acariciándole el cabello, como si de un cachorro se tratara. Era consciente de que estaba rompiendo nuestra burbuja, pero no soportaba verlo así de mal.

Él soltó un ligero gruñido.

—Perdón.

—Vamos a bañarte—comenté, colocándole los cabellos necios detrás de la oreja. Él me miró, receloso aún. —Anda, párate—insistí, al tiempo que me incorporaba del suelo.

Corrí a la puerta que cerré con seguro, y luego volví a donde estaba él, tirado como un viejo soldadito de plomo. Me arrodillé a su lado, y comencé a desanudarle las agujetas, tenía puestas unas botas estilo militar de color negro, con nudos ciegos. Por varios minutos estuve intentando quitarle las botas pero al final corté los nudos con unas tijeras que encontré en el buró de Kike.

—Párate, mi cielo—insistí, hasta que por fin cooperó. Ya de pie le saqué la playera gris que vestía y semidesnudo lo llevé de la mano hasta el cuarto del baño, que era diminuto para los dos pero aún así entramos. Una vez ahí, Diego ayudó más, se sentó en el retrete y se quitó los calcetines y luego me miró.

—Me siento como una mierda—susurró, y se talló los ojos.

—Todo está bien—le dije, e intenté sonreírle. —No estoy decepcionada de ti.

Aunque lo estaba en extremo, casi tanto como de mi misma, y tenía miedo, mucho miedo, pero no se lo dije nunca.

Me acuclillé a su lado y comencé a quitarle el cinturón, él sólo me dejaba hacerlo, y cuando terminé se puso de pie y me ayudó a quitarse el pantalón, se quitó la ropa interior también y así quedo frente a mí, pero no me sentía incomoda mientras lo miraba, me sentía dolorida por el daño causado, estaba delgadísimo, se le marcaban las costillas a los costados, y se veía algo más también, algo que él se apresuró a ocultar, se agarró una costilla como si le doliera, para cubrir el tatuaje que tenía en el costado derecho. Fingí que no había notado aquel gesto y fui a revisar la regadera, por suerte había agua caliente en ese edificio, a diferencia del mío, en donde tenía que bañarme todas las mañanas con agua helada.

Dejé que saliera un poco del agua fría y otro poco de la caliente hasta que conseguí un punto medio.

—Ya está, —susurré, intentando mantener mi mirada en sus ojos—iré a buscarte ropa.

Y cuando pasaba a su lado él me detuvo, me besó el cabello y luego me dejó ir.

—Gracias—comentó.

Revolví el armario de Diego en busca de ropa limpia, pero al igual que en la habitación de su hermano, todo era un caos, no había casi nada limpio. Lo único que encontré fue una playera blanca y un pantalón de pijama. Me pareció bien, pues seguro ninguno de los dos iríamos a ningún lado esa noche.

Cuando dejé de escuchar el agua, me acerqué a la puerta del baño y sin asomarme, lo llamé.

—¿Estás bien?

—Sí —contestó, luego de un rato—dame mi ropa.

Y su voz se escuchaba áspera, cansada, desgastada, ya no era esa voz calmada y serena que estaba acostumbrada a oír, esa que me tranquilizaba en las noches de ansiedad.

Con la mirada clavada en el piso me acerqué, lo encontré de pie, fuera de la zona de la regadera, se estaba secando el cabello con una toalla, lo hacía con movimientos torpes, desganados. Con un suspiró le tomé la mano, lo llevé de vuelta al retrete y lo hice sentarse, porque de otra forma no podía ayudarlo, era demasiado alto para mí.

—Echa la cabeza hacia el frente —susurré, y antes de obedecerme me miró de una manera desconcertante, de una forma en que no supe interpretar. Sólo esperaba que no me odiara demasiado, esperaba que apreciara lo que estaba haciendo y que notara lo difícil que me resultaba verlo de esa forma, y aun así seguía ahí, con él, porque lo quería.

Con los dedos llevé todo su cabello café hacia el frente, y una vez ahí, lo envolví con la toalla, e hice lo más parecido a un turbante, del mismo tipo que usaba yo al salir del baño para no empapar el piso. Y así, con el rostro limpio, con la mirada más centrada, me parecía más mi Diego. Seguía herido, pero era mi Diego.

—Te quiero—le dije, —aunque tú ya no me creas.

—Y yo te creo—contestó—aunque ni tú te lo creas.

Medio sonreí.

—Mira lo que estás haciendo—continuó, bajando la mirada y encorvándose en su lugar—recogiendo a un drogadicto para que recapacite.

—Tú no eres...—dije, pero él me interrumpió.

—Tú no sabes.

Me acerqué a abrazarlo, porque me dolía escucharlo hablar de eso, no sabía cómo hacerlo, era un problema demasiado grande con el cual lidiar, y no quería hacerlo todavía, aún no me entraba en la cabeza, no terminaba de digerirlo aun teniéndolo en frente, aun viendo las condiciones en las que lo encontré. Seguía negándolo todo, era más fácil.

Solté su cuello, poco a poco aflojé el agarre de mis brazos alrededor de su cuerpo y me permití verlo de nuevo, lo veía como si en realidad jamás lo hubiese visto, lo veía con atención, intentando captarlo todo, como si pudiera congelarlo con la mirada, que se quedara para siempre en mi memoria. Y al fin, el corazón se me ablandó y me acerqué a besarlo, lo besé con delicadeza, el tipo de beso lastimero que sólo podía ocurrir en una situación como aquella, él me correspondió, pero sólo por un momento, luego nos separamos y nos miramos, cada uno admirado del otro.

Con una mano le sostuve el mentón y con la otra toqué el mío, en donde aún sentía el cosquilleó de su barba, de su beso. Sus ojos cafés me miraban cansados, ojerosos. Suspiré y lo solté.

Le puse la ropa sobre su regazo y mientras él se la ponía con movimientos parsimoniosos yo fui en búsqueda de algo de crema para afeitar, navajas o rastrillos, lo que fuera para dejarlo presentable. Abrí el compartimento detrás del espejo pero ahí no había nada más que cajas y cajas de medicamentos que cayeron al piso, les dediqué una mirada fugaz y luego las ignoré. No iba a pensar en eso.

Busqué un momento más, hasta que él me llamó.

—Está aquí—dijo, y me mostró un rastrillo de afeitar que no vi de dónde sacó. Me acerqué a él y lo tomé—se acabó la crema—agregó.

—Está bien—dije, —lo haremos con jabón, cuando era niña veía a mi papá utilizarlo cuando se le acababa la crema.

Volví a acercarme al lavado, abrí la llave y tomé una barra de jabón, le di incontables vueltas entre mis manos para conseguir espuma, y mientras lo hacía, podía sentir su mirada clavada en mí, podía sentirlo escaneándome, comiéndome con los ojos. Puse la mejor cara al darme la vuelta, él ya se había puesto la ropa y quitado la toalla de la cabeza, ahora los cabellos le caían en líneas gruesas y negras a lado de la cara.

Como un pequeño al que su madre lo va a besar los labios, le tomé el rostro, y le distribuí toda la espuma por el mentón y debajo de la nariz, pero él me detuvo, me agarró amabas muñecas.

—Sólo la barba—dijo.

Y aunque sonara raro, me reí un poco, porque me causaba gracia que quisiera conservar parte de aquel gran desastre. Así era él, extraño.

—Te dejaré como Velázquez —comenté, entonces él sonrió también, la primera sonrisa que le saqué en semanas.

—Ok—asintió.

El problema con el estilo de Diego radicaba en que había que ser constante, porque de lo contrario, sólo con dejarse un par de días la barba, (que ni siquiera era espesa, era muy escaza en realidad) lucia desaliñado y sucio. El cabello tampoco ayudaba a hacerlo lucir mejor, pero él no me dejaría hacer nada al respecto, por ello ni lo intenté, sólo le pase la navaja por la barbilla, logrando un sonido áspero, como de lija, y una vez limpio, le aparté el cabello.

—Gracias, —susurró de nuevo, con evidente vergüenza.

Le besé la mejilla, que ardía al contacto con mi piel.

—No, mi cielo, gracias a ti.

&E

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