Parente

By EstherVzquez

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Mercurio renace tras el Gran Colapso que lo llevó a la destrucción hace más de cien años lleno de incognitas... More

Parente
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Epílogo

Capítulo 26

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By EstherVzquez

Capítulo 26

Del portal emanaba poder.

Nadie de los presentes era consciente de ello salvo Van Kessel, el cual, de pie frente a la gran mole de piedra y rodeado por miles de aquellos extraños seres que una vez habían sido hombres, podía percibirlo. El Parente sospechaba que quizás Erinia también podía sentirlo, pero por el modo en el que miraba al vacío, perdida en sus pensamientos, era probable que se equivocase. Después de tanto tiempo en letargo era normal que sus sentidos hubiesen quedado adormecidos.

Van Kessel se sentía extraño. A pesar del miedo y el nerviosismo que el estar al borde de la muerte le generaba, había algo en aquella extraña corriente de poder que surgía de la piedra y el cristal que le reconfortaba. Algo que no podía explicar con palabras pero que, desde luego, le hacía sentir más vivo que nunca.

Era una lástima que fueran a ejecutarle.

Todo había sucedido demasiado rápido para su gusto. Tras el asalto en la sala del trono, Aidur y el resto habían sido conducidos a la ahora renovada galería del portal donde los grandes huevos dorados habían dejado ver al fin su inquietante interior. Un interior en el que, muy a su pesar, ahora se encontraba gran parte de sus hombres, o al menos los que habían sobrevivido. El resto se encontraba en una de las esquinas, conformando una pirámide de cadáveres que, probablemente, no tardaría en empezar a arder.

La imagen era desesperante.

Claro que los suyos no solo se encontraban encerrados en las esferas. A pocos metros tras él, tanto a mano derecha como a izquierda, se encontraba el resto de los suyos: Kaine, Thomas y Tanith. Apresados, con las manos atadas en la espalda y arrodillados, los tres curianos aguardaban su momento final en silencio, perdidos en sus pensamientos. El primero pensaba en cómo escapar; se negaba a morir allí. El segundo, a pesar de las circunstancias, en cómo habrían logrado convertirse en lo que actualmente eran Bicault y los suyos. Estaba casi tan fascinado como horrorizado. La tercera, en cambio, pensaba en su hijo. En Daryn, en la tienda, en el futuro que les aguardaría a ambos sin ella y, por supuesto, en la ironía de su destino. Después de haberse criado los tres juntos, ¿acaso había mejor compañía que aquella?

 Alrededor de ellos se había formado un gran círculo de antiguos curianos que, siguiendo el ritmo de lejanos golpes de tambor, entonaban antiguos cánticos de oración al Planeta. Van Kessel sabía de su existencia gracias a los archivos secretos de Tempestad, aunque era la primera vez que los escuchaba en vivo. Aquellas voces y aquellos cantos eran lo poco que les quedaba ya del viejo mundo.

Su amado Mercurio...

Después de tantos años dedicados a su protección y estudio, ¿cómo imaginar que iba a morir víctima de él? En otros tiempos Kaiden Tremaine le había hablado del alto riesgo que comportaba el estudio de los secretos y los misterios; ahora, por fin, le entendía... Pero al igual que le había pasado a él, había valido la pena. Y es que, si realmente aquella tarde iba a morir, ¿acaso podía sentirse desgraciado? Ciertamente hubiese preferido alargar su vida unos cuantos años más, desde luego, ¿pero acaso no era el destino de todo Parente el de morir por su causa?

Más allá de los rezos y los gritos se podían escuchar los gritos de los prisioneros procedentes de las jaulas circulares. Aidur estaba demasiado confuso como para poder entender lo que decían, pero por el modo en el que gritaban y aullaban era de suponer que la mayoría estaban aterrorizados. Aidur tan solo había necesitado echar un vistazo a la maquinaria ahora al descubierto para saber cómo iban a morir: calcinados. Una muerte no muy agradable, aunque quizás menos agónica como la que probablemente le esperaba a él teniendo en cuenta el gran cuchillo que empuñaba Bicault.

Bicault... Aidur no podía evitar sentirse confuso ante lo ocurrido. ¿En qué cabeza cabía que una heroína de tiempos antiguos volviera convertida en un engendro biomecánico para darle muerte y ganarse así su pasaporte a otra dimensión?

De todas las posibilidades en las que había pensado que encontraría en las profundidades del planeta aquella era la más descabellada... Aunque también la más lógica. Después de todo, su existencia respondía al fin a las decenas de preguntas que habían rodeado al gran misterio de Mercurio: el Gran Colapso. Ahora sabía qué había sucedido; cual había sido el motivo y el desenlace de sus víctimas. Al fin el gran secreto había sido descubierto... y todo gracias a él.

Demonios, Tremaine tenía razón al decir que él era especial. ¿Quién sino iba a poder conseguir algo tan grande? Era una lástima que no fuese a poder compartirlo con nadie. A Anderson le hubiese encantado saberlo... y a Daryn. ¿Y qué decir de Daniela? Cerrarle esa gran bocaza a base de verdades como puños le habría sentado francamente bien...

Precisamente por ello, entre otras cosas, no podía acabar así. Van Kessel tenía que encontrar una solución... ¿pero cuál?

Si al menos hubiesen respondido a su llamada...

Aprovechó que Bicault le daba la espalda para volver la vista atrás. Merian miraba de izquierda a derecha, buscando algo entre los túneles y las jaulas. Parecía bastante concentrado, aunque también nervioso. Pero no nervioso por estar a punto de morir; para nada. Aidur conocía aquella mirada.

Thomas, en cambio, parecía fuera de sí. El científico estaba tan concentrado en los monstruos que le rodeaban que apenas era consciente de que, probablemente, fueran a cortarle el cuello de un momento a otro. Era una suerte, desde luego. En momentos como aquel en los que su mente empezaba a trabajar era como si, de alguna forma, abandonase su cuerpo físico.

Aidur solo esperaba que, llegado el momento, la mente del científico siguiese fuera, lo suficientemente lejos como para no enterarse de su triste final.

¿Y qué decir de Tanith? Si bien lamentaba que todos los suyos fuesen a morir, lo podía llegar a comprender y asimilar. Los miembros de Tempestad únicamente tenían un destino, y ése era el de la muerte durante el servicio. En el fondo, ellos vivían para morir. Pero ella no. Tanith no debería haber estado allí. Ella debería haberse quedado en su maldita tienda, con el niño, lejos de toda aquella locura. Por desgracia estaba allí, ante sus ojos, temblorosa, y ni tan siquiera podía estrecharle la mano.

Jamás podría perdonárselo.

—No me mires así, Aidur —murmuró de repente la mujer, alzando la mirada hacia él—. Aún no estoy muerta.

A su lado, el guardián que la vigilaba hizo ademán de decir algo, pues se les había ordenado que se mantuviesen en silencio, pero Kaleb, el guardia al mando, se lo impidió. A aquellas alturas ya no importaba. Además, teniendo en cuenta lo que su muerte iba a proporcionarles, ¿qué menos podía hacer?

—¿Estás enfadada?

—¿Enfadada? —Tanith arqueó las cejas, sorprendida ante la pregunta—. ¿A qué te refieres? ¿Contigo?

Aidur asintió. No era la primera vez que le formulaba aquella pregunta. Durante su infancia y adolescencia habían sido varias las ocasiones en las que, no sin motivo, se lo había preguntado. Y ella había respondido siempre con la misma palabra.

Aquella era la primera vez que la respuesta había sido distinta, y le gustaba.

—Estoy enfadada con la situación, no contigo. Tú no tienes la culpa de esto... O eso quiero creer. —Tanith hizo una breve pausa—. Oye Aidur, eso que dicen de ti... Ya sabes, que eres uno de ellos... Al menos en parte... ¿Es eso cierto?

Se encogió de hombros. En los últimos días había preferido no pensar demasiado en ello, y menos teniendo en cuenta todo lo que estaba sucediendo, pero era innegable que había algo en él que evidenciaba que estaba conectado con todo aquello. Aquella fuerza; aquella energía que surgía del portal y tan solo él podía percibir era la clara evidencia.

—No estoy del todo seguro, pero parece que sí. Mi madre era uno de ellos.

—¿Entonces Daryn...?

—Daryn estará bien protegido; no le van a poner una mano encima, te lo prometo —respondió con seguridad—. Ni a él ni a ti. Te voy a sacar de ésta.

—Un poco tarde, ¿no crees?

Tanith sonrió sin humor. Frente a ellos, entonando las que probablemente serían las últimas notas del himno que predecía a su muerte, Bicault seguía con su ceremonia. Su voz, la más potente de todas, se extendía por toda la galería arrancando inquietantes ecos a las paredes y los túneles que en éstas habían sido excavados.

Era como si, de algún extraño modo, hablara con el planeta y éste le respondiera.

—¿No habías dicho que aún seguías viva?

—Sí, pero...

—Entonces aún hay tiempo.

Tanith sonrió con sinceridad, agradecida. Lanzó una fugaz mirada hacia los guardias que la vigilaban, para asegurarse de que no miraban, a Thomas y Kaine y, en apenas un susurro, pronunció las últimas palabras que diría antes de que la ceremonia llegase a su fin.

—En el fondo sabes que aún te quiero.

—Y tú sabes que nunca lo he dudado.

Van Kessel volvió la vista al frente, huyendo así de la probable decepción que aquella respuesta despertaría en Tremaine. Por supuesto que sabía que le quería, pues así se lo había demostrado siempre a pesar de no merecerlo. Aidur lo sabía, y gracias a ello había logrado llegar tan lejos. Ella siempre había sido uno de los grandes motivos por los que aquel trabajo tenía sentido. Y por supuesto que él también la quería. La quería más de lo que seguramente ella pudiese imaginar, pero eso era algo que nadie debía saber. Pertenecer a Tempestad comportaba algunos sacrificios, y el poder compartir aquel sentimiento era uno de ellos. Pero que no lo expresase no significaba que no lo sintiera.

Al contrario.

Y era por ella, por Thom, por Kaine y el resto por los que no podía dejarse vencer tan pronto. No ahora, ni mucho menos por un monstruo como Bicault. Si Aidur tenía que morir moriría, pero no así.

—Vamos preciosa, acabemos con esto de una vez.

Y finalmente, acabaron los cánticos.

—Llevamos mucho tiempo esperando este gran momento, hermanos —proclamó la Condesa en voz en grito, ayudándose de la magnífica acústica del lugar para que su voz se extendiera a lo ancho y alto de toda la galería—. Nosotros, los auténticos hijos de Mercurio, hemos sufrido la crueldad y el odio que tanto caracterizan a los hombres. Hemos sido marginados, humillados, atacados y, por último, olvidados. Los hombres no nos quieren, al igual que nosotros ya no les queremos a ellos. Nuestro lugar está más allá de los muros de esta dimensión en la que erróneamente nos ha tocado vivir. Nuestro futuro está... —La mujer se volvió hacia el portal y lo señaló con el largo cuchillo que empuñaba con la mano derecha—... al otro lado de esa gran Puerta, junto al único Dios que ha velado por nuestra supervivencia, y Sus hijos... Hombres y mujeres como nosotros a los que el Reino les dio la espalda. —Volvió la vista al frente y abrió los brazos—. Ellos una vez fueron hombres, al igual que lo fuimos nosotros, pero de eso hace ya demasiado tiempo. Ahora todos somos Taranios, y nuestro deber es estar juntos. Nuestro deber es cruzar ese Umbral... y todos sabemos cómo hacerlo. Sangre por sangre; vida por muerte. —Bicault avanzó hasta Van Kessel y se detuvo a su lado, justo entre los dos guardias que ahora le inmovilizaban por los brazos con la cabeza casi pegada al suelo—. Taranis, sé que nos estás escuchando... Somos tus hijos perdidos. Para ti son las almas que hoy liberamos: sé que es un sacrificio muy pobre en comparación a lo que tú nos ofreces, pero te suplico que nos des la oportunidad. Confía en nosotros... No te fallaremos.

Finalizada aquella última frase, Bicault hizo un rápido gesto con la mano derecha a través del cual se dio por acabado el discurso. Los vigilantes al cargo de los quemadores de las jaulas encendieron los motores y, rápidamente, mezclándose con los cánticos de júbilo de los presentes, empezaron a oírse los gritos de los prisioneros dentro de las jaulas.

El fuego no tardaría en alcanzarles.

Sujeto por los hombros, pues tenía las manos unidas por unos grilletes magnéticos, Aidur vio la sombra de Bicault caer sobre él con el arma entre las manos. Probablemente, pensó mientras veía cómo sus brazos dibujaban el arco en el aire, iba a cortarle la cabeza. La cercenaría de un tajo y la alzaría orgullosa, con la sangre aún chorreando por el corte. Después, en plena celebración de sangre y muerte, la lanzaría contra el portal, o la Suprema sabía qué haría. Quizás, incluso, la guardaría como trofeo... Y él tendría que verlo, claro. Al menos durante los primeros segundos. Después todo se apagaría, pues su vida se esfumaría como hacían las de los prisioneros que empezaban a arder dentro de las jaulas, pero hasta entonces tendría que ser testigo de su propia muerte en primera persona.

Se preguntó si le daría tiempo a ver su propio cuerpo. El espectáculo sería realmente bizarro... tremendo, pero sorprendente. Único desde luego. Lástima que tampoco fuera a poder contárselo al resto...

Claro que eso sucedería si llegaba a alcanzarle, claro. Pero eso no iba a suceder. Desde luego que no. Aidur había prometido que les sacaría de allí con vida, y no iba a faltar a su palabra... Kaiden jamás se lo perdonaría... Y él tampoco.

Jamás.

El arma de Bicault ya caía sobre su cuello cuando el tiempo se paralizó a su alrededor. En la lejanía, procedente de uno de los túneles, Aidur vio un destello. Un destello que precedía a un disparo procedente de un arma que, incluso sumido en la más profunda de las oscuridades, reconocía.

Sonrió para sí mismo. Sabía que aquel maldito lunático le seguiría hasta el mismísimo infierno. Lo sabía y, desde luego, le daba las gracias por ello. Después de todo, ¿qué era de un Parente sin sus camaradas de Tempestad?

El disparo atravesó la sala con rapidez, dibujando una línea perfecta con un único y claro objetivo: la frente de Bicault. Inmediatamente después, como una tormenta de fuego, centenares de armas lo secundaron.

Con Anderson a la cabeza, Tempestad hizo al fin su aparición estelar.

El impacto en la frente de la Condesa la hizo salir disparada hacia atrás, evitando así que pudiese finalizar el golpe. Aidur se incorporó entonces con rapidez, aprovechando la sorpresa de la repentina aparición de los suyos, y apartó de dos fuertes patadas en la caja torácica a sus guardias, los cuales, sin tiempo a reaccionar, cayeron al suelo. Van Kessel dio entonces la espalda a los recién llegados, consciente de que a su alrededor una cruenta batalla estaba a punto de empezar, y aguardó a que un segundo disparo le liberase de las muñequeras.

No iban a fallarle... y no lo hicieron.

Aquella vez, sin embargo, no fue Anderson el que disparó el arma. Ni muchísimo menos.

—¡Maestro! —gritó con perplejidad al girarse y ver a Schreiber aparecer entre la marea de agentes, seguido muy de cerca de Novikov.

Rápidamente, como una ola al estrellarse contra las rocas de un acantilado, centenares de bellator al servicio de Tempestad irrumpieron en la galería, disparando a diestro y siniestro a cuanto les rodeaba. Tras sus cascos, muchos se mostraban anonadados ante lo que veían, pues jamás habían imaginado que nada así pudiese encontrarse en el corazón de su planeta, pero no dejaban que la sorpresa les paralizase. Había una misión que cumplir y bajo ningún concepto iban a fallar.

Ni ellos ni todos aquellos que les seguían guiados por Morganne, la cual, lejos de abandonarles, había logrado convencer a su legítimo padre, el gobernador, de que tenían que acudir al rescate de Van Kessel.

Mercurio no podía abandonar a su Parente favorito... y mucho menos a sus ciudadanos.

Ya libre de sus cadenas, Van Kessel arrebató una de las armas al guardia que tenía más cerca y la hundió en su pecho, logrando atravesar la armadura y hundirse en uno de los pocos órganos vitales que aún quedaban en su interior. Inmediatamente después, guiado más por el instinto que por la vista, alzó el arma justo a tiempo para detener el cuchillo de Bicault, la cual, tras el golpe inicial, había logrado incorporarse. Aidur y ella chocaron un par de veces las armas, calibrando así la fuerza del otro, y se separaron varios metros.

A su alrededor, ahora ya convertida en una batalla campal, los nuevos curianos combatían ferozmente contra los antiguos.

—Vuestros disparos rebotan contra nuestros cuerpos, Parente —se carcajeó Bicault con la máscara facial ennegrecida por el disparo—. Ya podéis ser cientos o miles, que el desenlace va a ser el mismo. No podéis vencer a los Taranios.

Aidur no necesitó volver la vista atrás para saber que estaba en lo cierto. Los disparos salían rebotados al impactar contra los férreos cuerpos de metal de los habitantes del corazón del planeta. Aquello era un problema, desde luego, pero confiaba en que el maestro y Anderson harían lo correcto. Después de todo, si Tempestad no vencía aquella batalla, nadie podría hacerlo.

—Podemos y lo vamos a hacer, Condesa —respondió Aidur a gritos, haciéndose oír por encima de todo el estruendo que le rodeaba. Disparos, golpes metálicos y gritos le rodeaban imposibilitándole incluso escuchar sus propias palabras.

Varias explosiones hicieron saltar por los aires a un grupo de futuros taranios. Tras ver el poco éxito de sus disparos, varios agentes habían optado por empezar a utilizar explosivos. Aidur, por su parte, aprovechó la ocasión para lanzar un par de estocadas que Bicault logró esquivar fácilmente retrocediendo con rápidas zancadas.

Su cuerpo, aunque pesado, era rápido.

Empezaron a batirse en duelo.

En la lejanía, una de las jaulas se convirtió en una gran bola de fuego. Varios agentes de Tempestad habían intentado forzar los barrotes y sacar así a los prisioneros, los más fuertes de los cuales habían logrado encaramarse a los barrotes y alejarse así de las llamas. Lamentablemente, habían llegado demasiado tarde. La ropa de los prisioneros había empezado a arder y en apenas unos instantes todo había acabado por convertirse en un infierno.

Bicault dibujó un rapidísimo arco lateral que Aidur pudo esquivar. Seguidamente, sin darle tiempo a reaccionar, lanzó cuatro estocadas y dos arcos más gracias a los cuales le hizo retroceder lo suficiente como para acabar tropezando con el cuerpo del guardia que él mismo había derribado. Van Kessel cayó entonces de espaldas, emitiendo un grito de dolor al chocar contra el suelo, y la Condesa cayó sobre él, con el cuchillo entre manos. Alzó los brazos para tomar impulso, lanzó un grito de júbilo en nombre de Taranis y, logrando de nuevo que el tiempo se paralizase a su alrededor, descargó el arma.

—¡¡Llegáis tarde!! —aulló Schmidt con la suela de las botas ya derretidas por el calor.

El agente se dejó caer desde lo alto de la jaula donde se había encaramado junto al resto de los suyos y salió, empleando para escapar el gran agujero que sus camaradas curianos, las tropas del Gobernador, habían logrado abrir para que huyeran. Los quemadores habían dejado de funcionar, pero el metal aún estaba lo suficientemente caliente como para que la piel se les hubiese empezado a cubrir de llagas.

—¡Pero hemos llegado, Schmidt! —respondió Morganne con el rostro enrojecido por el calor.

Al igual que el resto de los suyos, los cuales iban y venían por la galería esquivando disparos y golpes de alabarda, la muchacha se estaba encargando de sacar de sus jaulas a los supervivientes. El combate quedaba en manos de los agentes de Tempestad.

Morganne le ofreció una pistola a Varick, pero éste la rechazó. Caminó hasta uno de los cuerpos mecánicos que yacían en el suelo y le arrebató de las manos el arma.

Seguidamente, el resto de prisioneros le imitaron.

—Creía que te habías ido.

—Y me fui, pero solo para volver. Seguí la señal de Kaine... —Morganne enfundó su pistola, la cual parecía enorme en sus manos, y desenfundó el largo cuchillo que llevaba colgado en el cinto—. Todos la seguimos: no ha dejado de emitir.

Schmidt asintió. No esperaba menos de su compañero. Incluso en manos del enemigo, desarmado y al borde de la muerte, Kaine Merian no había permitido que los hombres de Bicault diesen con el dispositivo de transmisión.

—Y les has convencido...

—¿Qué menos? Aunque algunos no lo quieran admitir, todos sois ciudadanos de Mercurio... Y Mercurio no abandona a sus ciudadanos, Varick.

—Ni Tempestad a sus agentes... —Schmidt chasqueó la lengua. Le dolían las manos y la cabeza al haber estado tan cerca de las llamas, pero sabía que no había tiempo para tonterías: había demasiado en juego—.Vamos, el tiempo juega en nuestra contra. Sacad a los que aún quedan en las jaulas: nosotros nos ocupamos de estos cerdos.

Morganne asintió y salió corriendo tras los suyos, los cuales, ya al otro lado de la galería, luchaban por liberar a otros tantos prisioneros antes de que las llamas les consumieran. Tal y como había asegurado la joven Moreau, Mercurio no iba a abandonar a los suyos, y mucho menos a los nifelianos.

Tanith seguía muy de cerca a Kaine a través de la batalla, el cual había logrado deshacerse de los guardias sorprendentemente a base de golpes y empujones, cuando un disparo perdido la alcanzó en la pierna. La mujer perdió el equilibrio, viéndose propulsada hacia un lateral, y cayó al suelo, quedando así expuesta a los pies de uno de los guardias taranios. El ser giró la alabarda con agilidad entre las manos, volviéndose hacia la mujer, y empleando toda su fuerza para impulsarla, lanzó una punzante estocada contra su pecho. Aterrorizada, Tanith giró sobre sí misma, logrando esquivar por unos centímetros el arma, y trató de incorporarse. Hincó la rodilla en el suelo, dispuesta a levantarse, pero una lluvia de disparos se lo impidió. La mujer volvió a tirarse al suelo, empapando cuanto le rodeaba de sangre, y observó con sorpresa como su atacante caía también, abatido por casi un centenar de disparos.

No muy lejos de allí, abatiendo a los seres a base de disparos, Anderson iba avanzando hacia el portal rodeado de los suyos, seguramente en busca del desaparecido Van Kessel. A su lado, empuñando una de las alabardas robadas y con el rostro bañado en sangre, se encontraba Bastian Demirci, su mano derecha, uno de tantos agentes que había conocido durante su breve estancia en el Templo de Anderson.

Aidur decía que era uno de los mejores, y por el modo en el que se movía, atacaba y contrarrestaba los golpes del enemigo, no se equivocaba.

Tanith intentó llamar su atención gritando su  nombre, desesperada ante la idea de quedarse allí herida y desarmada, pero el ruido a su alrededor era tal que apenas logró escucharse a sí misma. La mujer vio con amargura como se alejaban y, rápidamente, volvió a quedarse sola, rodeada de cuerpos de ambos bandos.

A su alrededor la batalla continuaba sin cuartel, arrebatando vidas por doquier.

—¿Merian? —gritó. Intentó incorporarse, pero la herida en la pierna la obligó a permanecer en el suelo, sin otra opción que la de arrastrarse—. ¡¡Merian...!!

Kaine estaba a punto de alcanzar a Varick, el cual combatía en aquel entonces con dos engendros a la vez, cuando alguien chocó contra él y cayó al suelo. El agente rodó varios metros, aún maniatado, y se detuvo al chocar con uno de los cadáveres mecánicos del enemigo. A pocos metros de él, con un profundo corte en el cuello que prácticamente le había decapitado, se hallaba un joven agente de Tempestad que jamás volvería a levantarse.

Y tras éste, con el metal ensangrentado en las manos, se hallaba su asesino.

El mismo que, con los ojos ardiendo en las cuencas, le miraba fijamente.

Por un instante, Kaine vio su propio rostro reflejado en el filo del arma del enemigo. Sorprendentemente estaba sereno. Bastante sereno teniendo en cuenta lo que le aguardaba.

Se preguntó si sería a causa de su habitual seguridad en sí mismo. Merian se consideraba un hombre de recursos incluso en los momentos que no le quedaban ases en la manga... como en aquél preciso instante.

El ser cargó contra él. Kaine se incorporó con rapidez, aguardó hasta el último instante en su posición y, empleando ambas manos para ello, golpeó la punta de la lanza hacia abajo, echándose a un lado. El arma se clavó en el suelo con fuerza, empleando para ello la fuerza del impulso, provocando así que el mango se hundiera profundamente en el pecho del ser al chocar contra éste. El engendro aulló de dolor al hundirse la caja torácica. Fue un aullido intenso y profundo, pero no demasiado largo puesto que, aprovechando que con la caída había liberado el arma, Kaine se apropió de ella y la hundió, ahora por el filo, nuevamente en su pecho.

Tan solo necesitó un par de golpes más para quebrar el metal y hundir la punta del arma en el corazón.

Aún maniatado y sujetando con dificultad el arma por el extremo, Merian volvió la vista hacia Schmidt se encaminó hacia él. El combate contra los dos Taranios le estaba debilitando, y muestra de ello era los fallos que su defensa empezaba a dejar ver. Las alabardas pasaban muy cerca de la carne, dibujando incluso a veces cortes en ella, pero de momento no eran capaces de hundirse. No obstante, era cuestión de tiempo. Así pues, Merian cargó contra ellos, con el objetivo fijo en los ojos. Recorrió la distancia que les separaba a grandes zancadas y, alcanzada la espalda del primer engendro, hundió la alabarda con todas sus fuerzas.

O al menos lo intentó.

A pesar del esfuerzo, el metal resbaló sobre la superficie hasta la juntura del hombro, dibujando una gran línea horizontal. Schmidt, sobresaltado, perdió por un instante la concentración, permitiendo así que el arma del otro enemigo le mordiera hambrienta el costado. El agente aulló, sintiendo como la sangre empezaba a brotar copiosamente, y cayó de rodillas al suelo. Inmediatamente después, rodando sobre sí mismo para ello, esquivó el siguiente golpe.

El adversario de Merian giró sobre sí mismo, aún con la alabarda clavada en la espalda, y lanzó un corte horizontal frente al cual el agente no pudo más que lanzarse al suelo para esquivar. Inmediatamente después, preso de un ataque de ira, empezó a lanzar rapidísimas estocadas al suelo. Kaine intentó esquivarlas, brincando de un lado a otro, clavándose así en manos y piernas las esquirlas de cristal y piedras que había repartidas por toda la cueva, pero tras cuatro golpes el metal finalmente alcanzó su muslo derecho. Kaine cayó de espaldas, retorciéndose de dolor, y por un instante, tan solo unos segundos, zambulléndose en una nube roja de sangre y agonía, perdió de vista todo cuanto le rodeaba. El Taranio alzó el arma, dispuesto a dar el último golpe, saboreando ya su muerte, y, a punto de descargarla, sintió como una sombra caía sobre él. Una sombra alargada y sombría que, tras acabar con su propio enemigo, había acudido al rescate de su camarada. Schmidt lo derribó, empleando para ello todo su peso, y una vez en el suelo se apresuró a girar su arma y golpear repetidas veces el casco del monstruo para destruir sus sensores oculares. Una vez ciego y aferrándose el rostro de metal con las garras que tenía por manos, la vida del androide no tardó en esfumarse. Schmidt se puso en pie, hundió la alabarda en la juntura del torso, hizo palanca y, haciendo un gran esfuerzo para ello, hizo saltar por los aires la cobertura. El resto, ya con los órganos vitales al descubierto, fue muy fácil.

Demasiado fácil.

Con los cadáveres de los dos engendros ya en el suelo, sin vida, Schmidt se apresuró a arrodillarse junto a Kaine. El agente tenía sujeta firmemente la herida de la pierna, la cual no dejaba de sangrar copiosamente, y se convulsionaba. Los ojos en blanco y la espuma que, de repente, empezó a surgirle de entre los labios no eran buena señal precisamente. Le apartó las manos de la herida y se apresuró a cubrirla con la suya, alarmado ante la evidente gravedad.

Empleó la otra mano para coger a Kaine firmemente del mentón y obligarle así a suavizar las bruscas convulsiones. Seguidamente, sintiendo el terror crecer en su interior al comprender por la localización del corte que probablemente la arteria femoral había sido seccionada, empezó a gritar fuera de sí.

—¡Un médico, por favor! ¡¡Un médico!! Maldita sea, ¡¡un médico!!

Aidur logró girar sobre sí mismo antes de que el arma alcanzase su rostro. El Parente se incorporó con rapidez, dibujando así una finta con el cuerpo, y golpeó con fuerza el pecho de la mujer con el metal, obligándola así a retroceder unos pasos. Inmediatamente después, con Bicault algo desconcertada, Aidur lanzó tres golpes seguidos, uno tras otro, hacia su rostro. Bicault retrocedió aún más, incapaz de detener los golpes, y cayó de espaldas, perdiendo al fin el equilibrio.

Aidur hizo girar sobre las manos el arma, dibujando enormes círculos a su alrededor mientras avanzaba hacia ella, y apoyó el pie sobre su abultado pecho. Bicault, intentó entonces incorporarse, pero el Parente no le dio tiempo. Van Kessel tomó la alabarda con ambas manos, concentró todas las fuerzas y, de un solo y único golpe en el nexo de unión entre ambas piezas, separó la cabeza del cuerpo. A sus pies, Bicault colapsó; el cuerpo primero se sacudió víctima de un ataque a nivel neuronal, el esqueleto bio-mecánico se empezó a retorcer, adoptando los miembros extrañas posturas, hasta que, finalmente, las células de energía de su interior empezó a arder, convirtiéndola en una pira humana. Aidur retrocedió varios metros, deleitándose con la imagen del cuerpo de Bicault en llamas, y no se detuvo hasta que éste quedó inerte, convertido en escombros humeantes. Aidur volvió entonces la vista hacia el portal, el cercano y a la vez tan lejano portal, y comprendió que mientras estuviese en pie, aquella batalla no llegaría a su fin.

—¡¡Van Kessel!!

Una de las jaulas de oro estalló en llamas justo cuando el Parente volvió la vista atrás. El brillo del fuego le cegó momentáneamente, pero los gritos a su alrededor le bastaron para comprender que todos cuantos luchaban a su alrededor habían sido consumidos por las llamas. Aidur alzó la mano para protegerse del resplandor y, poco a poco, empezó a recuperar la vista. A su alrededor, sumidos en el pánico y el caos, los nuevos curianos combatían ferozmente y a muerte entre llamas y explosiones contra las máquinas en las que se habían convertidos los antiguos habitantes del planeta. Y en mitad de la lucha, desorientados, heridos y aterrorizados, decenas de civiles iban y venían en busca de una vía de escape a través de la cual lograr alejarse el máximo posible.

Niños, mujeres, hombres, ancianos...

Aquello tenía que acabar.

—¡¡Van Kessel!! ¡Maldito seas, Van Kessel!

Rodeado por sus hombres, Adam surgió de entre la batalla, disparando en todas direcciones. El fuego y la batalla habían mermado sus fuerzas, pero no su determinación. Los ojos de su amigo, más que nunca,  brillaban llenos de vida y fuerza.

—¡Tenemos que destruir el portal! —respondió Aidur a voz en grito, señalando con la alabarda la gigantesca construcción—. Derribarlo.

—¿Derribarlo? —Adam se detuvo a unos metros para contemplar los restos ardientes de Bicault—. Vaya, llego tarde. Venía con la idea de salvarte el culo, amigo.

—Y lo has hecho.

—No vengo solo.

No muy lejos de allí, combatiendo espalda contra espalda, se hallaban Novikov y Schreiber. Al igual que Anderson, ambos habían acudido al rescate del Parente arrastrando consigo a centenares de hombres y mujeres que, a ciegas, habían viajado hasta el corazón del planeta para abrazar la muerte.

—Sabía que vendrían —admitió Van Kessel—. Al menos confiaba en ello.

—Pues no deberías haberlo hecho, Aidur. Han venido, sí, pero puede que la próxima vez ya no lo hagan. Tempestad no es lo que era.

—¿Qué quieres decir con eso?

Anderson disparó una última vez antes de acudir al encuentro de su amigo y apoyar la mano sobre su hombro, a modo fraternal. Acercó el rostro a su oído.

—Lo que quiero decir es que yo me voy, amigo —dijo en apenas un susurro—. Aunque venzas esta batalla, la guerra, la auténtica guerra, la que te espera ahí fuera, está perdida. —Le dio una fuerte palmada en la espalda—. Ahora acabemos de una vez por todas con esto. ¿Quieres destruir el portal? Yo tengo explosivos.

Tanith yacía en el suelo, desconcertada, superada por los acontecimientos, cuando Erinia pasó a su lado, corriendo a gran velocidad. Nadie parecía darse cuenta de su presencia. Nadie la miraba, nadie intentaba frenarla; nadie la veía. Era una especie de espectro que, envuelta en su velo invisible, iba y venía sin ser vista por nadie. Tanith, sin embargo, sí pudo verla y, por el modo en el que esta la miró antes de desaparecer entre los combates, supo que se había dado cuenta.

Intentó levantarse para darle caza; impedir que pudiera escapar sin recibir el castigo merecido, pero para cuando logró ponerse en pie una potente explosión procedente del corazón de la galería la hizo caer. La sala entera empezó a temblar y a crujir a su alrededor, provocando violentos movimientos y desprendimientos de tierra y, durante un instante, Tanith tuvo la certeza de que la mina iba a derrumbarse sobre ellos.

Aquella iba a convertirse en su tumba de piedra.

Se lanzó al suelo con el rostro lleno de lágrimas de terror y se cubrió la cabeza con los brazos. A partir de entonces, simplemente esperó. Esperó a que la muerte acudiese a ella y la sacase de aquel infierno en el que se había convertido la galería.

Esperó a que los incendios se apagasen, los gritos, golpes y disparos se silenciasen y que el suelo dejase de temblar.

Esperó a que todo quedase en silencio, a que el hedor a carne humana quemada se esfumara y que la brisa suave arrastrase su alma a la otra orilla, allí donde ya nada ni nadie la perturbaría.

Tanith esperó lo que a su entender pareció una eternidad, pero nada de aquello sucedió. Los temblores cesaron, sí, pero no los gritos ni los incendios. Al contrario. De repente, como si todo estallara a su alrededor, todas las desgarradores voces de los habitantes de la mina se unieron en un grito de desesperación inaudito.

Un grito que logró helarle la sangre de tal modo que siempre quedaría grabado en su memoria.

Aquel era el sonido de la derrota, de la muerte; de la destrucción de todas las esperanzas y los sueños. Era el sonido de la locura, de la angustia y de la decepción... pero también de la victoria.

El sonido de su victoria.

Tanith ni tan siquiera necesitó abrir los ojos para comprenderlo, pues podía percibirlo en lo más profundo de su corazón: una vez más, a pesar de todo, Tempestad había vuelto a salvar el planeta.

Bicault y los suyos habían sido vencidos.

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