Chicle de Naranja

By CallmeJane3

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Hinata estudia Educación Física en Kyoto y Kageyama intenta sobrevivir a las clases de Derecho en Tokyo. Aunq... More

♔Entre dos ciudades
♔Dedos
♔Lobo feroz
Post-resaca
En el que se monta la gorda.
Donde quiera que estés
Sonrisa de acero
Whatever a spider can
Saturday Night
Lie with me
Make them do the do
Déjame ver cómo tus ojos me ven
Come out and haunt me

♔ Dulces sueños

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By CallmeJane3



NdA: subir las ediciones me producen un conflicto increíble, por una parte quiero de todo corazón enseñaros las nuevas escenas, las partes remendadas que encajan mejor con la trama y los personajes, pero por otra detesto con todas mis fuerzas que vuestros comentarios se descuelguen TT_TT porque son un tesorito y los guardo siempre con cariño.  

De todos modos, aquí vamos con el capítulo 4 editado, espero que os guste Ü

¿Sería muy raro que te diera un beso?

Un beso. Lo ha escuchado con total claridad. BE-SO. Los labios cerrando la interrogación en forma de piñón, como si hubiera querido atrapar la frase antes de que escapara y, a su vez, le fuera imposible retenerla dentro de la garganta un minuto más. Los segunderos del reloj se descomponen, uno a uno, pierden el ritmo. Kageyama nota que el techo pierde su consistencia sólida, para volverse elástica y moldeable precipitándose sobre su cabeza, pero procura despejar la idea de que sea culpa de un terremoto, porque lo más seguro es que haya perdido el juicio.

Embolia cerebral. Se le ha atascado el "beso" dentro de la corriente sanguínea y ahora no sabe sumar dos más dos.

¿Raro? No es raro. ¿Raro? No. Qué va. No.

Raro es aprobar un examen sin estudiar. Comprar un cupón del rasca-y-gana y descubrir tras las vetas de pintura el bote del millón. Cruzarse Tokio tres veces en coche y que no haya ni un solo semáforo en rojo. Eso es raro. Algo poco probable.

Esto... esto es. ESTO. ¿Sería muy raro que te diera un beso? Esto es pura ficción.

—Qué —Kageyama se oye farfullar, ajeno, la lengua confeccionada de trapos—. ¿Qué acabas de decir, Hinata? —Toma carrerilla, como los latidos bombeando adrenalina dentro de sus venas. Frunce el ceño— ¿Estás seguro de que el Monster no te ha frito la sesera? Porque no pillo la gracia de la broma.

Le ofrece la excusa perfecta para desviar el tema. Prácticamente le abre una vía humorística con la que dar carpetazo al tema mediante un insulto. Separados por el largo de una cama ataviada en un mimoso edredón blanco y dos largas almohadas viscoelásticas.

Para su horror, Hinata boquea. Tres veces.

—A ver —se muerde los labios antes de continuar—. Me refería, pues eso —Cruza y descruza las manos, repartiendo la mirada entre sus dedos y algún punto más allá de su cara. A Kageyama le suda el corazón esperando el veredicto—. Hay amigos que se besan, co-como, pues yo qué sé, Joey y Chandler. Ya sabes, en Friends. Se dan besos y abrazos y para ellos está bien, ¿no? —Inspira— Y ahora que nos vemos menos me parecíauna buena propuesta —titubea para luego añadir—. Ser más cariñosos.

Entre el sueño y la vela, su ciega esperanza crece a contra marea.

Hinata siempre ha sido así, coqueto y táctil.

Un apretón mañanero a la altura del hombro, tras la carrera que todavía le revoluciona la respiración, justo antes de colgarse de su antebrazo mientras entranjuntos al gimnasio. Un "psss, ven aquí. Tengo que contarte algo" apresándole la muñeca entre sus dedos para arrastrarlo a un hueco privado en el que cotillear tranquilamente. Le sale natural, recargar su espalda contra el costado de Kageyama, tendidos sobre la aterciopelada alfombra garza que centra su habitación de Miyagi, leyendo revistas deportivas.

Lo ha hecho siempre y Kageyama no ha puesto una querella ni una sola vez.

Así que perdónenlo si la petición le reblandece las paredes que había levantado alrededor de sus sentimientos. Pero le resulta inevitable.

Hinata le ha dado la vuelta a las cartas, bocarriba sobre la mesa, planteándole algo tangencialmente distinto. Quiere confirmar que a Kageyama no le molesta. Raro, había preguntado, que si le parecería raro. Ese matiz a consideración le descarna, de dentro hacia afuera como el ascenso de la lava de un volcán por su cavernoso cuello.

Hasta estallar.

—¿A dónde quieres llegar?

—Pues... Joder, Kags, no es tan complicado, ¿sabes? —le increpa, destrenzando los dedos para gesticular con las palmas un trecho ínfimo, frustrado de pies a cabeza— Estoy a esto de pegarte.

Claro, eres tú el que propone una locura y soy yo el que tiene que recibir.

Kageyama se pinza la nariz, insuflando los pulmones de paciencia. Rodea la cama en dos zancadas. La vergüenza todavía le da coletazos dentro del estómago.

—Como si necesito un croquis, alelado —Cuando llega a Hinata, este eleva la barbilla para confrontarlo—. En menos de cinco horas tenemos que levantarnos para que cojas el tren, así que perdóname si me he perdido durante esta conversación como un pulpo tratando de salir de un garaje.

Su amigo enarca las cejas, sorprendido.

—Un pulp-

Al muy idiota le ha hecho tanta gracia que el asomo de una sonrisa reverbera entorno a sus comisuras.

Escupe una carcajada y trata de retenerla contra las palmas, echándole una mirada casi de disculpa porque no ha podido evitarlo. Le ha hecho gracia y adiós-muy-buenas toda la seriedad. A la mierda. El aire espeso que se había ido hinchando entre ellos se desinfla a ráfagas de risa.

(Lo peor es que Kageyama no puede evitar contagiarse de él).

—Eres imbécil. ¿Qué ha sido? ¿La palabra pulpo o imaginártelo?

Hinata amaga un puntapié, risueño, pero Kageyama es rápido y le esquiva.

—Cállate, tú —le pica, a un palmo de distancia. Se pegan, golpes flojísimos que, en vez de alejarlos, les aproxima—. He pensado que tú eras el pulpo. Te pega.

Alza los brazos y hace de sus rizos un cuadro abstracto.

No es justo.

Ni soportable.

Hinata en pijama, abarcando toda la habitación oliendo a pasta de dientes, mientras las horas juntas que habían sanado la herida de septiembre lo amenazan con abrirse cada vez que recuerda mañana se va; mientras se ríe y propone tratos peligrosos.

—¿Si hubiera dicho otro cefalópodo también te habría hecho gracia o solo son los que tienen ocho tentáculos? Para apuntármelo.

Enreda y peina los mechones caracoles a través de sus dedos sorteando las tentativas de Hinata por zafarse.

—También me van las palabras chorras, como "camorrista".

Slam Dunk te ha hecho mucho daño, deberías-

-ver series con protagonistas que se parezcan menos a ti.

No alcanza a vocalizarlo.

Hinata se agacha, escapándose del agarre para luego rellenar el hueco entre sus brazos. Al menos hay un escalón de altura desde su nariz hasta la de Kageyama, quien se prepara para lo peor. Qué viene ahora, ¿un cabezazo por burlarse del mejor spokon de todos los tiempos? Entonces nota el hormigueo de unos nudillos bordearle los costados; camino arriba, el trazo escala sus costillas y él, hipnotizado, persigue el movimiento conteniendo la respiración.

No deja de mirarlo. No puede. Lindante al horizonte de sus pupilas, descubre las estrías ocres que se le acurrucan como las llamaradas del sol que, causadas por una explosión interna, se ensanchan y retraen despidiendo calor.

Kageyama deja que le acune la nuca, solícito a esa luna de la madrugada. Muy quieto. Mudo. Hinata entierra los dedos, bordea el cuello de su camiseta y le pone la carne de gallina.

—Te voy a dar un beso —le advierte, apenas en un susurro—. Para ponerlo en práctica y que no nos resulte raro la próxima vez.

Habrá una próxima, considera. Fascinado con la facilidad con la que Hinata lo dice y no se atraganta. El tirón de la cruda gravedad sotierra sus pies en el parqué. Un gesto en falso y quizás la escena se evapore. Más besos en la mejilla.

Antes de continuar, Hinata estudia su expresión y, cuando Kageyama cree que va a dar marcha atrás, se eleva de puntillas.

Si alguien les sacara una fotografía, vería un abrazo delineado por el albor cárabe que bosquejan dos acampanadas lámparas blancas colindantes al cabezal oscuro, rodeados por una nube pálida en la cual los muebles se pierden, difuminados hasta confinarlos al mundo de las sombras. Blanco y negro, y el punto medio donde el color se concentra como los molinillos de viento. Si observaran desde la ventana, cuyas persianas filtran delgadas franjas de una ciudad insomne, no serían más que dos siluetas, destinadas a inclinarse por un beso.

Kageyama había cerrado los ojos de la impresión, las últimas gotas de oxígeno petándole las arterias y las venas, así que no había presenciado cómo Hinata sonreía (observándole) antes de presionar la boca contra su mejilla. El sonido húmedo y cálido se le clava dentro del pecho, ardiendo en oleadas concéntricas que le obligan a flexionar los dedos contra el algodón de su pantalón para evitar hacer lo que le piden las tensiones.

La caricia no cesa, se arrastra, entreabierta y aviesa, para detener sus andaduras sobre el abismo de su mandíbula.

Le muerde.

¡Oye! —jadea, abre los párpados de par en par, palpándose la dentellada—. Eres un bestia.

—Me lo pusiste a huevo —le dice, con sonsonete—. Me voy a dormir.

Y se va.

Tal como llega, se va. Como las tormentas que desenganchan las casas de sus cimientos. Tan tranquilo.

Quizás Kageyama necesite un cardiólogo mientras su mejor amigo apaga la candelilla de su lado (el izquierdo, alejado de la puerta, sin dejar que tome partido en la decisión de cuál es el hueco de la cama que más le gusta) y se entierra entre las capas de abrigo.

—¿No vienes? ¿O es que mi pericia al besar te ha petrificado?

Lo mato. Un día de estos me lo cargo.

Se estremece, de pie como un pasmarote. El chico que le gusta lo contempla, tumbado sobre un costado con ojos magos, la mirada anudada entre sus largas pestañas de cobre.

Posiblemente debería decirle algo, repara, cogiendo aire por la nariz. Cualquier tontería sería viable, la verdad.

—Lo reconozco —acepta, ignorando la pesada carga que se le instala alrededor del corazón—. Lo haces tan mal que no tengo palabras para describir lo que acaba de ocurrir.

—Mentiroso.

—Del uno al diez, te doy lo que quieras y lo multiplico por cero —insiste.

Se descalza las pantuflas y en un impulso inflado de valor, apaga la luz, se abriga y lo encara. Dicen que en la oscuridad aparecen los monstruos, pero en momentos como aquel, atrapado por un permanente sonrojo, Kageyama la recibe como a una vieja amiga.

—Quién te crees, ¿Bart Simpson?

—Creo que deberías dormirte.

Hay sonrisas que van acompañadas de un sonido, que denotan asentimiento, o ironía. A veces resuellan y otras jadean, a medio camino de una carcajada. A la de Hinata le escolta un rumor profundo y claro, incluso medio dormido o dentro del mar, sabría que es de él.

—Buenas noches, Kags.

Pronto, la mañana desgaja los nudos de Morfeo contagiado por una lentitud que las entrañas de Tokio no terminan de comprender. Pinta las fachadas con la suave brocha empapada de colores agrios hasta quemar tejado a tejado, entinándolos de un bruñido ocre.

Habían programado la alarma para que sonara a las seis y medias, con el propósito de desayunar algo medianamente decente y casero que a Hinata no le supusiera mil yenes de su bolsillo (casi lo que cuesta un bocata rancio de jamón y queso y a veces sin el jamón). Infructuosamente. Extrajeron hasta la última gota de las horas de cama y, con andares traspuestos y el pelo sin peinar, pusieron pies en polvorosa rumbo a la estación de Tokio. Pintada de teja y al más puro estilo holandés, el puño ferroviario los recibe con sus diez andenes encapotados por una alta bóveda compuesta por dos plantas. En la cima brota una acristalada cúpula sellada y decorada por una pieza redonda de madera.

—No me puedo creer que me convencieras de que nos daría tiempo —le riñe Kageyama, recargando las palmas en las rodillas frente a un titánico panel electrónico en el cual se escriben y describen las salidas y entradas de tren.

—¿Te pongo las noticias de las ocho? —Hinata suelta el asa de su maleta y curva la espalda hasta hacerla crujir—. Hemos llegado a tiempo, Einstein.

Ni caso.

—Hasta que no estés dentro existe la posibilidad de que pierdas el viaje, idiota.

Kageyama revisa el billete bañado en una expresión diligente, desliza la vista por sus datos para luego alzarla y fijarla en la cartelera, que en ocasiones cambia precedido por el sonido de una ficha al caer. La marca de la almohada que divisó treinta minutos atrás al levantarse ha empezado a desaparecer. La cola sibilina de una arruga que, durante demasiadas horas, hizo presión contra su garganta y parte de la barbilla hasta enrojecerla. Pero todavía está ahí, resurgiendo de su camiseta negra para torturarlo.

—¿Me dejas? —No es el momento. Carraspea, leyendo la hora en el papel. Va a llegar tarde. El estómago se le vuelve del revés. Va a llegar tarde pensando en morderle el cuello a Kageyama. Fantástico—. Creo recordar que la última vez salí por-

—Calla, ya lo tengo. —Una dulce determinación le planta una sonrisa en la cara y Hinata se muere, un poquito—. Vamos.

Y, por si acaso, rodea su muñeca con dedo largos y nervudos, adentrándoles en el tropel de pasajeros que cargan sus bártulos de tiendas a cafeterías y de cafeterías a los baños.

Zigzaguean, sin soltarse.

Detrás, el mar de personas se difumina en un rastro de tinta disuelta en agua, sinuosas acuarelas que van desapareciendo a trazos del puntillismo. Frente a él, la espalda de Kageyama parece más ancha de lo usual, protectora, sólida; tuerce el perfil, para comprobar que sigue ahí pese a llevarlo de la mano y a Hinata se le incrusta la palabra hogar entre las cosquillas. Una tonta angustia emerge y flota dentro su garganta, traicionera.

Dos noches. No había necesitado más.

Un fin de semana y Hinata lamenta la distancia más de lo que las estrellas sufren las noches de luna nueva. Se recuerda que Kioto fue su mejor opción y que, ante todo, disfruta vivir allí porque está haciendo que se conozca mejor; se convence de que pronto volverán a verse y de que no tendrá tiempo de añorarle, haciendo malabarismo con las clases y los trabajos y los entrenamientos.

Repite el proceso todo el camino. Apretando los dedos entrelazados.

—¿Me echarás de menos? —pregunta, cien metros después. A su espalda el tren ya ha abierto sus compuertas.

Medio cuerpo dispuesto a irse, y el otro. En fin. El otro siempre se quedaría junto a Kageyama.

—Tú qué crees —a medio caballo de una sonrisa. Evasivo y a su vez claro como el pacífico. Cristalino como las olas que se retuerce alrededor de sus pupilas—. No quiero decir que debes subirte...

—...pero me echas —se ofende Hinata, de broma. Le dedica un gesto dramático de brazos mientras se aleja—. Lo pillo. Me voy. Espero que te muerda una rata de camino a casa, intente comerte y se dé cuenta que sabes a coliflor podrida.

—Eres un idiota, ¿te lo he dicho alguna vez?

—No las suficientes como para créemelo.

Por megafonía, se apiñan una retahíla de oraciones prediseñadas y lacónicas traducidas en varios idiomas. Dos señoras ataviadas de punta en blanco lo adelantan, gorgojando sobre el ministro Shinzo Aze, que desde julio ha estado pataleando por cambiar la constitución del país.

Hinata no se mueve. Kageyama da un paso, chasqueando la lengua como si claudicara de una lucha interna y tirara por la borda todo un enjambre de oposiciones sesudas.

Es entonces cuando se da cuenta de que algo ha cambado. Lo nota en la forma en que le mira. En la suavidad de su semblante. Sobre las líneas de expresión, semipermanentemente en guerra, le aseguran de que (lo que sea que ha ocurrido esos días) ha plantado sus semillas.

Y ya se verá si crecen o no.

Lo atrae de la sudadera rosa chicle, por lo menos dos tallas más grandes de lo debido, cercándolo en un abrazo que le va a recargar las energías hasta dentro de dos décadas.

—Si consideras esta otra forma de decirme que soy imbécil —murmulla Hinata, hundido en el hueco de su cuello. Huele a desodorante y a un almizcle pesado, con toques a madera pintados de limón—, a título personal, lo prefiero.

Kageyama resuella una risilla contra la curva de su oreja. Lo deja sin aire.

—¿No querías que fuéramos más cariñoso? Estoy practicando.

Stephen King narra (entre las mil quinientas páginas de IT que abandonó sobre la doscientos cuarenta) que el hogar es ese sitio donde, cuando tenemos que volver, están obligados a recibirnos. Para Hinata, en cambio, es el puzle al que migra cuando todo lo que conoce se desmorona y deja de ser comprensible. Fragmentos de paisajes distintos que unidos harían la peor obra de arte del mundo pero que a él le sirve para coger aire cuando el resto le aprieta la garganta y ahoga.

El mix de canciones que ha ido coleccionando en una lista de youtube. El recuerdo de la primera vez que ganó un partido de voleibol con el Karasuno. Natsu, sus abrazos y el trino de su risa. Los desayunos en familia. Una tarde intercambiando gominolas y anécdotas con Izumi y Koji. Kageyama. A veces los evoca, dentro de las paredes de su mente; saborea las tostadas crujientes untadas en mermelada y mantequilla o la oleada de júbilo denotado por ese último punto, y se relaja como si tuvieran el poder de desacelerar el ritmo de los problemas, de marchitarlos.

Últimamente el peso metálico de las llaves en su bolsillo, ese milisegundo entre girar los engranajes de la cerradura y percibir ese mundo que poco a poco ha ido componiendo con sus compañeros, también le proporcionan esa sensación.

Abre la puerta y un estallido plácido eclosiona alrededor del ombligo. Calma rasa.

Encorvado contra la entrada, desengancha las deportivas negras colando un par de dedos por el borde negro del talón, tira y se los quita, sin molestarse en desanudar el lazo. Un par de goterones le surcan la frente, donde nace el pelo, y le mojan la camiseta. Ha callejeado diez manzanas corriendo.

Su plan inicial era pillar el bus, porque caminando son unos cuarenta minutos y a esas alturas de la mañana el hambre ya no le advertía que a su sistema le faltaban suministros —no—, lo amenazaba con devorarle las tripas si no arramplaba con todo un supermercado entero.

Pero va el muy sucio del chofer y le da por levantar el vuelo antes de tiempo.

Casi podría considerarse una falta de respeto. Una ofensa a la ordenanza activa y pasiva del transporte público en el cual brilla una norma: siempre empezarán cinco minutos después de lo estipulado.

Y hoy, precisamente hoy, que se había despertado a las seis de la mañana, que el cansancio se le pegaba a las tensiones y a los párpados y que solo quería acurrucarse en alguna parte de su piso a replantearse todo lo que tendrá que hacer durante la semana, va el rastrero del conductor y decide salir antes. Inaudito.

Pues muy bien, gracias.

—Oh, pero si es nuestro niño pródigo —Iñaqui asoma los rizos por el marco de la cocina—. ¿Has matado al dragón o te ha dejado con el rabo entre las piernas?

Hinata agarra el dobladillo de la sudadera y se la saca de un tirón, colgándola en el perchero negro aledaño a la cómoda de la entrada, donde guardan los calzados, las carteras y las llaves. El pobre se corva un poco, soportando dos cazadoras (una gris y otra negra), más paraguas de los que usan, y una larga casaca añil.

—Estoy tratando de domarlo, pero requiere paciencia y muchos muslos de pollo —le informa, aireándose la camisa, ondeándola como una bandera para que la corriente le refresque un poco la tripa. ¿Quedarán galletas Príncipe?

Iñaqui toma leche condensada con café. Rellena el vaso, relamiéndose en la idea, mientras aprieta el bote dándole vueltas hasta crear una pirámide blanca y cremosa y luego, solo cuando ha considerado que puesto la cantidad justa y necesaria para petarse las venas, vierte el hilo oscuro y tostado, que lo funde todo en un mar acaramelado.

Dice que le recuerda al tiramisú.

—Pensé que los dragones se limpiaba los dientes con huesos humanos —considera Iñaqui, apoyado contra la encimera. La cuchara tintinea contra las paredes del tazón.

Una serpiente húmeda y vaporosa asciende y le empaña las gafas marrones de cerca mientras Hinata rebusca algo que echarse a la boca.

Dentro de las fauces de un armario universitario puede encontrarse de todo.

Para empezar, en el estante superior se apiñan tres paquetes abiertos de macarrones (en forma de espiral, de plumín y caracolas), una cabeza de ajo deshojada, cuatro latas de salchichas y un bote de garbanzos que flotan en agua misteriosa, al fondo vislumbra un par de cartones de arroz, un saquito de sal gruesa y, hermana y vecina, recostada sobre ella, un paquete de azúcar se pliega con una pinza de madera adornando su cabeza.

Si baja un escalón, se extiende el ejército de especias, enjaezadas por cristal y tapas de plástico con doble trampilla, una sin filtro y otra agujereada para dosificar las proporciones. Pimienta negra, pimienta blanca en grano, pimientas variadas, eneldo, curry, cayena, orégano, hojas de laurel, ramas de canela, tomillo, cúrcuma, nuez moscada, comino en polvo y en grano, anís, clavos, perejil y un dispensador enorme llamado Hot Chilli Pepper (a fiesta of hot and spicy flavours). La mitad a desvalijada y la otra con la pretina reluciente alrededor de la cintura.

Colindante a esa gaveta su espejo se abre para mostrar la turba enharinada. Embolsados como si fueran un regalo de navidad, Hinata cuenta hasta cuatro panes de molde diferentes y dos de tostadas crujientes, las primeras más finas que las segundas. Con corteza y sin corteza, blanco, integral y con seis semillas. Atascados unos sobre otros, los packs de zumo sabor a uva con manzana y melocotón se retuercen entre sí, algo aplastados por los seis tetrabriks de leche. Semidesnatada y desnatada, de la casa más barata que pillaron a principio de mes en el súper.

Al final está lo que Hinata ha bautizado (redoble, por favor) El Armario Estrella. Su billete dorado. La fábrica de sueños. Las vacaciones de verano perfectas para Willy Wonka. Donde anidan los unicornios y prolifera la diabetes. El mausoleo que todo crío querría tener en su casa. El Pica Muelas. La armería ApruebaExámenes y DestruyeEstómagos. Henchido en fardos compuestos por tabletas de chocolate, chocolatinas, paquetes de patatas, gominolas, nubes, grajeas, piruletas, chicles y caramelos. Casi no hay hueco. Lo abres y el perfume barniza la cocina de izquierda a derechas. Y, oh, sí, huele a la gloria. De todas las marcas. Hi-chew, Meiji, Pokkī, Dagashi, Kitkat, Cheetos, Usuyaki, Doritos.

Empujado por la gula, Hinata pesca dos sobres de oreos bañados en chocolate negro.

El papel plástico de un plateado iridiscente rasguea la cocina.

—A este dragón le faltan dientes para comerme —contesta, la boca llena de su tercera galleta. Todos los labios manchados de un rastrojo negro y arenado.

Iñaqui casi escupe el café por la nariz.

—¿Seguimos hablando de un caso hipotético o...? —carraspea, cortando varios recuadros de servilleta para limpiarse la cara—. ¿Kageyama se llamaba? Al amigo que has ido a ver.

El calor le funde la piel de los pómulos. Ni siquiera se había percatado de que—no es como si ocultara sus sentimientos por él. Retiene el oxígeno. Bueno, evidentemente de Kageyama sí, eso es otro tema, pero si el resto se entera tampoco lo consideraría un problema mayor, lo que le da vergüenza es comprender que prácticamente ha dicho que le falta experiencia para. En fin.

Abre la segunda bolsita de oreos bajo la inquietante mirada de Iñaqui, a quien se le ha puesto toda la cara de me lo vas a terminar contando, quieras o no, pedante hasta las cejas. Una sonrisa lobuna que le augura el peor de los interrogatorios.

—No sé de qué me hablas.

Hinata se sirve un vaso de agua registrando la mejor forma de desviar el tema sin que se note. Hasta que se escucha un portazo procedente del pasillo. Un goteo de pasos medianos. El torpedo de zancadas detrás.

—Te has librado por muy poco —le avisa Iñaqui, inclinándose hacia atrás dejándose la espalda para descubrir por el quicio de la entrada qué demonios han entrado en la casa—, empieza el tercer round.

Kenma.

Y por extensión, Kuroo.

Una avalancha de preocupación le enfría los hombros.

Se encarama a la espalda de Iñaqui, asomándose tras su brazo, para apreciar mejor la escena. Inquieto y curioso y algo culpable porque se trata de algo íntimo.

Antes de mudarse Hinata no los había visto discutir jamás. Tener desacuerdos sí, pero ahora es distinto. Kenma puede llegar a ser inflexible y hace de sus relaciones a lo que la alquimia llama ley de la equivalencia. No se puede obtener nada si no das algo a cambio, y espera que el resto responda a consecuencia. Y eso no es realista. No es humano. Kuroo da más de lo que recibe la mayoría del tiempo y aunque es decisión suya, una parte de Hinata comprende que es inevitable querer que la otra persona se involucre más.

Sin embargo, a medidas que las clases se llevaron septiembre, Kuroo dirigió sus esfuerzos y energías en conocer gente nueva. Conectar con otras personas. Y aunque Hinata no considera que Kenma sea una persona celosa, puede que ahora que no esté se haya dado cuenta del hueco tan grande que ha dejado a su lado.

—Kenma.

Es como colarse en el cine y ver una película con el constante temor de ser descubiertos por el revisor.

—Kem.

Desde su posición la habitación del salón está a su alcance. La mesa redonda y los sofás desteñidos por el tiempo y ese ventanal amaderado que casi nunca cierran. Kenma enchufa el cargador de su portátil junto a su silla, (porque cada uno acostumbra a sentarse en un lado como si lo hubieran hecho toda la vida), chirriando las patas para hacerse un hueco. Abre la tapa del ordenador. Todo ojeras y coleta desecha. Un par de mechones rubios se le esparcen por la capucha de su sudadera mostaza.

Kuroo lo observa abatido, lánguido. Bajo la curva de sus ojos unas medias lunas violáceas se le hunden en la piel. A Hinata le duele mirarlos.

—Vamos, Kenma. Deberíamos hablar —suena tan cansado. Apoya la mano junto al ratón, el perfil ladeado. Su pijama largo le cae sobre el cuerpo y Hinata nunca había considerado que Kuroo podría ser alguien desgalichado pero en ese instante le falta de todo para volver a ser el mismo—. No podemos seguir así.

El ambiente es espeso. Si respira se contrae. Si se mueve podría cortarlo.

—Al principio era gracioso porque pensaba que no era tan serio —farfulla Iñaqui, torciendo el gesto, y apura el culo de su taza para luego separarse y dejarla en la encimera—, pero he tratado de hablar con los dos y no hay manera.

—¿Y si les hacemos una intervención? —cuchichea, abandonado las oreos junto a la tostadora. Se cruza de brazos—. Ya sabes, los amarramos al sillón y les obligamos-

—Espera. —Iñaqui prácticamente le estampa la palma en la cara—. Cállate.

—Cómo que me calle, qué te pasa.

Shhhhh —se acerca a él como un desquiciado, apretándole la mano en la boca—. ¿No hay demasiado silencio?

Es verdad. Aguza el oído, sin mirar a ninguna parte.

Una afonía agónica que solo tartamudea cuando el rumor de un motor circula calle abajo. Hay otro sonido, mucho más débil. Apenas reconocible.

Iñaqui y Hinata cruzan un profundo entendimiento y como si de dos críos a quienes les puede la curiosidad por ser el primero en mirar se tratara, se abalanzan tropezándose entre sí sobre el marco de la puerta.

—Se están... —masculla Iñaqui, no termina de decirlo porque es muy fuerte.

—Sí, creo que sí.

Se están comiendo la boca.

Más bien, Kuroo devoraba a Kenma, agarrándole la cara con una mano en la barbilla sin cambiar de posición, sin dejarlo respirar. A ninguno de los tres.

Eeeeeehhhhh.

Sus amigos se separan de golpe. Jadeando. Los labios hinchados y una expresión de pánico materializándose en sus facciones. Hinata se da tal manotazo en la cara para callar la impresión que se hace daño dentro de la boca contra los dientes.

Están juntos. La realización le cala las vértebras. Le falta información y le enfada un poco no enterarse por Kenma pero están juntos y es tan natural y obvio que Hinata se siente tonto al no haber visto las pistas. Y a saber desde cuándo. Llevan siendo amigos tres cuartos de su vida, ¿cómo descubrieron que se gustan? ¿Quién se lo confesó a quién? (Aunque probablemente fuera Kuroo, la verdad. Tiene toda la pinta) ¿Tenían miedo de perder su amistad? ¿Han hablado del "y si no funciona"? Un chaparrón de preguntas le congela el cuerpo.

—Ay, la virgen —Iñaqui rompe el globo.

Kenma se eriza, todavía sentado y envuelto en una sudadera que le queda grande, murmurando un "¿estás contento?" en el que Hinata sabe que no hay maldad. Vergüenza, una migaja de incomodidad, aunque debajo de su nariz se retuerce algo parecido a una sonrisa y eso es lo único que cuenta. Aledaño, como un juguete al que le han cambiado las pilas, Kuroo enseña sus dientes de mil vatios, gatuno, alarga el brazo y encaja un mechón rubio que se le había deshilado detrás de la oreja sin terminar de sentarse del todo sobre la mesa.

—Bastante —asiente, luego los escudriña a ellos. Apoyando las palmas en la mesa mientras cruza los pies—. Siempre y cuando, a vosotros no os moleste tener una pareja en casa.

Hinata e Iñaqui abren los ojos de par en par, pegan un brinco y se precipitan a la sala de estar llevados por la adrenalina.

Empieza un fuego cruzado de "no, no" y "estás loco" y "pero si nos parece genial" que decrece a medida que los cuatros se relajan.

—Ojalá todos los problemas se resolvieran con un beso. —Iñaqui le palmea los hombros a Kuroo—. Hay que ver, nos teníais asustados. Este de aquí estaba planeando comprar una sogas para amarraros al sofá hasta que hablarais.

—Sin comer —advierte Hinata, le queman la punta de los dedos. Una parte de él quiere contárselo a Kageyama para saber qué opina. Si le resulta raro que dos mejores amigos acaben queriéndose de esa forma—: ¿Es un secreto?

Pregunta porque no quiere cagarla. Será una tumba aunque le duela la lengua de morderse la noticia.

—Bueno —empieza Kuroo. Se rasca la coronilla un poco perdido—. La verdad es que-

—Supongo que no —Kenma abre distraídamente el LoL, los pies orillados en la silla.

Los otros tres los miran de hito en hito.

—¿En serio? —lo más sorprendente es que sea Kuroo quien lo cuestione. Se encarama sobre él, despidiendo chiribitas por los ojos negros—. ¿De verdad?

Kenma gira la cara y a Hinata se le corta la respiración durante tres latidos de corazón. Se quedan a nada de tocarse, prácticamente nariz con nariz, y hay algo tan bonito en la forma en que contempla a Kuroo (sosegado, los párpados caídos, las comisuras colgadas de las mejillas) que le cuesta apartar la mirada para darles ese momento.

—Que sí, pesado.

El lunes se sienta a tomar el té y se esfuma junto al martes y al miércoles, atiborrado de prácticas absurdas sobre películas malas de juicios interminables, informes kilométricos de la historia de guerras que puestas en fila parecen iguales, una presentación hecha al tuntún cuarenta minutos antes de una clase porque sus compañeros se han rascado los huevos todo el finde y a él ha tocado apañárselas como puede con resúmenes de mierda googleados y robado de páginas con poca veracidad para completar un poco las diapositivas en blanco y no meter emoticonos ni efectos que producen epilepsia. Ha bebido mucho café, no ha limpiado la casa en cuatro días y ha comido peor que terrible. Lo único que salva un poco el avance de las horas —un poco, lo mínimo, casi nada. Kageyama no quiere reconocer que ayudan mucho, pero admite que algo aligera la carga— son ciertos mensajitos que lo llevan de cabeza y en picado.

Mensajes cortos y largos. Contadores de sueños a las siete de la mañana. Quejas amargas sobre profesores de mierda que le hierven la sangre y parte de la tarde. Despedidas que no quieren irse y saludos que duran una hora. Montoncitos de iconos que no siempre sabe lo que significan. Y la peor parte.

Imágenes.

(La mejor peor parte).

Por norma, Kageyama sobrevive a las fotografías de Hinata con una templanza ejemplar. Titánica. Las descargas con la escotilla respiratoria sin abrir. Aguantando. El oxígeno espeso, las ganas de verle y el nerviosismo líquido que deja regueros fríos entre las vértebras. Lo retiene todo dentro de un cuerpo que quiere jubilarse por culpa de un enamoramiento y se prepara para apaciguar la sonrisa absortar que suele nublarle las facciones durante media hora. Razón por la cual solo las abre en absoluto privado. Lo que le faltaba es que alguien le viera la geta de tonto, y por alguien se dice Yū y Arata, lo únicos cabrones de su entorno que gastarían la memoria de sus móviles en retratarla.

Lo tenía engañado. Subterfugios benevolentes.

Una buena y tranquila tarde comete el error de coger el móvil en los vestuarios, después de entrenar. No estaba pensando, en su defensa, que Hinata lo atacaría con un vídeo de él saltando. Precisando: un gif casero que perseguía la parábola de su movimiento. Tan rápido que le daba adrenalina. Seis segundos en bucle infinito de tensión muscular y tres cuartos de abdominal duro que se entrevén un poco. Demasiado. Lo suficiente como para dejarle un poco roto.

—Ahora salta mucho más, ¿no? —Ushijima, un armario de hombre y una montaña de sombra asoma desde su espalda con analítica expresión—. Va a ser un problema si nos toca jugar contra su universidad.

—¿Es Hinata? —porque el cabrón de Yū tiene muy asimilado que solo usa el móvil con un grupo muy reducido de personas: ellos, sus padres y Hinata—. A ver, a ver —prácticamente le arrebata el móvil, echando goterones desde sus rastas, pasando olímpicamente de las protestas de Kageyama—. Bro, ven a ver esto, ¿cómo vas a pararle con saltos así? Yo creo que si no tiene mucha potencia puedo detenerle, soy bastante bueno, pero tú, con lo coleguita que te has hecho de él te va a dar pavor verlo una cabeza más alta.

Arata abraza por el hombro al rubio, una toalla enrollada y enganchada a la altura de la cadera y otra absorbiendo la humedad de su pelo. Ushijima, quien se había vestido en un tiempo record, se les acerca.

—Tiene buenas piernas.

Buenas piernas.

Vale. Suficiente para un miércoles noches después de un inicio de semana quejumbroso.

—A la próxima que fisgoneen entre mis cosas les dejo sin ropa y se van con el culito al aire por todo Tokio. —Les quita el móvil de un zarpazo que deja a Arata sudando porque casi se ve medio morado—. ¿Es que no sabéis lo que significa "privacidad"?

A lo que Yū no tarda en responder.

—Somos un equipo, hombre, no te traigas el porno al trabajo o querremos compartirlo.

Es una broma, Kageyama lo sabe. Una broma pesada que no quiere llegar a ningún puerto pero la verdad es que le sienta fatal. Como algo en mal estado, le deja un regusto amargo en el paladar, principalmente porque no quiere que nadie hable así sobre Hinata, pero tampoco de le parecería correcto en otras personas. Le incomoda. Así que, antes de que se vuelva crónico, le tira lo primero que pilla a la jeta (por suerte, una toalla empapada) y le advierte:

—Guárdate esos comentarios donde nadie pueda escucharlos, Yū, solo te hacen ver como un capullo.

Y parece que lo pilla al vuelo.

Le da una palmadita en el hombro y dice "vale, perdón, me he pasado", tirando la llave del conflicto al mar. Para no volver a desenterrarlo.

El jueves se desliza con mejor humor.

Descarga la presión de las clases con el útil recuerdo de que en una semana estará de camino a Miyagi. Ver a sus padres, reunirse con la gente del Karasuno por el evento de Tsukimi, jugar contra el Nekoma en un amistoso... reencontrarse con Hinata.

No precisamente en ese orden de prioridades.

Desde el fin de semana que vino la normalidad se anidó alrededor de montones y montones de mensajes por Line, continuaron las fotos mañaneras y los audios que a veces solo contenían una risa particular, pero que a Kageyama lo mantenían a flote el resto del día, largas listas de emoticonos y, cuando se podía, el símbolo de Skype tintineaba hasta que al otro lado del país se descolgaba la línea.

Pero, (y sí, esta es una de esas ocasiones en las que el punto y aparte no finaliza la sentencia), la base de su amistad había mutado. Como si a un bote de acrílico blanco le hubiera caído una gota diminuta de rojo y poco a poco las moléculas fuera entremezclándose hasta tornarse en otra cosa. Más cálida. Kageyama no termina de encajar muy bien hacia dónde conduce este cambio. Y le produce vértigo. Mira la caída que podría suponer creer que Hinata siente por él algo más que una amistad y se agarra a la pared haciéndose daño en los dedos. Comprender que le gustaba no fue fácil, aceptar que sus emociones no saldrían de su cabeza tampoco, así que teme que todo esto sea una ilusión, de esas mojan el asfalto al final de la carretera los días de verano. Claramente se ve el agua, pero a medida que te acercas, la superficie se seca.

HinataIdiota (17:31)

¡Mira, Yama-yama! Me encanta [Imagen]

Si estás bebiendo lo mismo podría ser un beso indirecto.

Sin embargo, todo el convencimiento ciego que le nubla la visión la mayor parte del tiempo se tambalea y se desliza lejos cuando le mandas fotos así, diciéndole eso.

Kageyama habitúa una marca de batido en concreto. De hecho es la que está tomando ahora mismo. Tiene el sabor adecuado. Compensado. Sin exceso de azúcar, pero con ese rastro sedoso que siempre deja la leche en la parte trasera de la lengua. A veces se pilla el que sabe a fresas y, en ocasiones, una de plátano, y entonces la cubierta del tetrabrik cambia de logotipo.

Se nota el sofoco en los pómulos, curvándose a los costados de la cara, extiende la imagen desde el móvil y ojalá lo primero que le llamara la atención fuese la jirafa rodeada de nubes que saluda desde el envase de cartón. Ojalá no deslizara su atención por los cuatro dedos que se enganchan al borde ni subiera por la pajita blanca hasta una sonrisa que augura los siete males.

Y, ojalá, no estuviera en la cafetería.

—Ey, Kags, tenemos que ir yendo para entrenar. —Yū, que se había ausentado unos segundos para pillarse una botella de agua, le clava la palma en el hombro y cotillea su móvil sin vergüenza—. Pero bueno, qué ven mis ojos. ¿Estáis de flirteo y no me lo cuentas?

—¿Qué? —Kageyama solo quiere que la tierra se lo trague y aparezca en otro lado—. No.

—Vaaaale, voy a hacer como que te creo por un segundo. —Se lleve la punta de las yemas a la boca, pensativo, y en contra de todo lo razonable se la ingenia para robarle su Samsung—. Me lo he pensado mejor —declara, alejándose de él como una sucia rata. Kageyama lo intenta cazar, pero juega con ventaja porque no le apetece hacer un numerito, así que pone la mesa de por medio y le sonríe—. Vamos a hacer una cosa tú me haces caso en lo que debes contestarle y yo dejo que copies mis apuntes de Derecho Románico durante.

Kageyama sopesa brevemente si a alguien le dolería que lo apuñalara con su cuchillo de mantequilla.

—Pero si no tomas notas.

El muy imbécil tiene la poca entereza de parecer sorprendido, desplomándose en la silla.

—Es verdad, lo siento, tienes un amigo erudito y no puedes utilizarlo, qué faena, eh.

—Lo que tengo es a un gilipollas delante que dentro de diez minutos será pienso para gatos.

Yū silba y ojea su móvil descaradamente.

—¿Sabes lo fácil que sería enviarle al pequeñajo un mensaje confesándole lo que sientes por él?

El corazón baja de ritmo.

—Siempre puedo decirle que fuiste tú —balbucea.

—Ya —reconoce, engancha una rasta detrás de la oreja y prosigue—: pero entraríais en una dinámica incómoda que posiblemente aceleraría todo este numerito de mala comunicación típica de las comedias románticas —se queja, abriendo y cerrando aplicaciones. De pronto las cejas le llegan a las raíces—. ¿Juegas al Candy Crush y no me ayudas?

A Kageyama le está superando la mañana más de lo que esperaba. Coge aire y antes de expulsarlo se echa las palmas a la cara para no gritar.

—Venga —la voz le sale amortiguada—. Dime que tengo que hacer para que acabes con este sufrimiento.

A través de los dedos lo ve sonreír.

Yū se endereza, con esa postura de victoria que le ha visto hacer alguna vez en los partidos cuando ha parado un buen remate, y chasquea la lengua.

—Tú... simplemente quédate ahí y sonríe. —Después de varios intentos guiados, Yū deja el móvil sobre la mesa en un gesto hastiado—. ¿De verdad esa es tu mejor sonrisa? ¿Dónde te criaste? ¿En Mordor?

—¿Puedes sacarla de una vez? —francamente, le están empezando a doler las mejillas—. Además, Hinata ya la ha visto y... no le importa.

La caída de ojos que le envía es tan esclarecedora que no tendría porqué añadir más, aun así, Yū dice:

—¿Puedo ser más sexy? Sí. ¿Sacarte una foto con tu sonrisa de culo? Dalo por hecho.

Manda el mensaje antes de que Kageyama pudiera formular un reproche. Murmura un "enviado" y sale corriendo fuera del recinto como alma que lo lleva el diablo. Y a Kageyama solo le queda ir trasél, porque una cosa es dejarse mangonear y otra muy diferente es dejarse mangonear sin consecuencia.

Bastante más tarde, después de recuperar su móvil y meterle un canillazo, atender a dos profesores amargados que desearían estar en cualquier lado menos delante de cien alumnos dispersos, justamente al salir de los entrenamientos descubriría el mensaje que acompaña a su foto:

Lo es.

Es domingo. La noche toca el número diez con las agujas del reloj, debería hacer su tabla de estiramientos, en cambio se retuerce a lo largo de su cama, caza el móvil y lo desbloquea, suspirando.

Despliega la galería de imágenes y, entre un meme de la rana Gustavo y la nuca borrosa de Iñaqui, encuentra la suya. Una presión cálida aparece justo en el centro de su pecho y se extiende en oleadas hasta sus clavículas, el contorno de las costillas, el espinazo. En la foto, Kageyama no le devuelve la mirada, mortificado con quien la saca, pero está sonrojado y el disimulo de una sonrisa tira de sus mejillas y es guapo, ataviado en una de esas camisetas informales que parecen pijamas aceptados sociablemente, sujetando el mismo batido que se había comprado porque al verlo en la máquina dispensadora había pensado en él y en todos los almuerzos que compartieron durante secundaria

Por qué tienes que ser tan condenadamente guapo, Kageyama, y a qué viene eso de "Lo es", de qué hablas.

De hecho, no se ha atrevido a responderle a ese mensaje ni al resto que le habían seguido. ¿Qué es lo que espera? ¿Qué continúe la broma o cambie radicalmente de tema? Mientras cierra la galería le llega otro. Es corto. Tanto como un balazo entre las costillas. Aprieta la boca unos segundos, planteándose seriamente la posibilidad de apagar el móvil y dormir, para luego coger aire y entrar a Line.

Lee los más antiguos primero.

Tontoyama (18:35)

La entrenadora ha comprado muñequeras y tobilleras con pesas para los entrenamientos y he pensado que te vendría bien añadir eso a tu rutina.

Tontoyama (20:08)

Recuérdame que tengo que comprar avena esta semana.

Para ellos es usual que estén varias horas sin contestarse, ambos tienen sus vidas, les dedican mucho tiempo al voleibol, a los estudios y también necesitan su espacio propio, así que si bien en esta ocasión Hinata lo ha hecho por una fuerza vergonzosamente patética no se siente culpable porque sabe que Kageyama no se lo toma mal.

Tontoyama (22:55)

¿Me llamas ya?

Estaba terminando un cuestionario, por eso no te había dicho nada.

Se levanta de un salto y se tira en la silla, moviendo el ratón. La pantalla pasa de negro a una brillante claridad. Pese a sus nervios había dejado Skype preparado, con la sesión empezada, así que solo tiene que darle a descolgar. Un tono. Tres tonos. Cinco tonos.

—¿Qué haces con mi camiseta puesta?

Kageyama no cabe en sí mismo.

—¡Qué haces tú sin camiseta!

Pero Hinata ha tenido una tarde muy dura y lo que le faltaba por vivir era una acusación vacío precisamente de él, que lo señala como si hubiera cometido homicidio cuando se pasea por el mundo como si fuera suyo. Dios. Kageyama reposa los antebrazos sobre la mesa, o eso intuye, la cámara tiene un radio diminuto y tan solo le permite atisbar la inclinación de sus abdominales. La inflexión amenazante que cruza sus bíceps. El regato entre las clavículas. El otoño los ha envuelto en una cúpula de ráfagas polares y días cada vez más oscuros pero contemplar esa franja de piel es como si las estaciones retrotrajeran su flujo temporal, trasladando a Hinata otra vez a un sofocante agosto.

—¿No tienes frío? —atina a decir.

Kageyama encoge los hombros, desinhibido.

—Tengo calefacción, imbécil.

—¿Si no me insultas cada dos frases te da una aneurisma o algo?

—Puedo reducirlo a un insulto por frase pero no creo que fueras capaz de soportarlo —admite, contento de sí mismo por la ocurrencia del siglo. Tiene el cabello húmedo y el flequillo se le pega a la frente, por debajo de las cejas—, caraculo.

Guau.

De verdad.

—Qué suplicio de persona —resopla—. ¿Me explicas cómo es que Yū y Arata son tus amigos?

—Por esa regla de tres, ¿qué haces hablando conmigo?

Tocado y hundo.

—Bueno —de perdidos al río—, yo ya estoy echado a perder, que al menos ellos se salven.

Una risotada atraviesa miles de kilómetros de metros y le caracolea el tímpano.

—Eres imbécil.

Hinata no quiere, trata de retenerlo, pero su risa es contagiosa y se encuentra a sí mismo cubriéndose la boca con las manos.

—Ya, últimamente lo escucho muy a menudo, ¿sabes? Acabará por afectándome a la autoestima.

Por un instante se observan y no necesitan nada más, hasta que Kageyama se le ocurre la buena idea de abrir la boca y dejarlo del revés:

—Me gusta cómo te queda —lo suelta de corrido, desviando las pupilas a otro punto que claramente no es la pantalla, carraspeando—. Mi camiseta.

Hay un número limitado de acontecimientos que Hinata Shōyō puede soportar en el mismo periodo de veinticuatro horas: que tres profesores se alineen cósmicamente y envíen un trabajo para el lunes sin que les tiemble el pulso. Cien burpees seguidos. Darse cuenta de que le queda una jícara de Nesquik al fondillo del tarro. Las dos prácticas sobre músculos internos y externos del brazo. Es un guerrero. Que va a empezar a padecer de arritmia por culpa de un chico que no tiene la más mínima idea del poder que tienen sus palabras.

Aun así, pese a todo, sonrojo crónico y valentía líquida en sangre incluida, se cuadra el torso y estira por el dobladillo la camiseta de Babo-chan gris que un buen día le pilló del armario al darse cuenta de que no la usaba.

—¿Tú crees?

La voz no le tiembla, sin embargo Kageyama desliza la mirada de arriba abajo y Hinata agradece internamente estar sentado porque la siente encima.

—Acorde a tu estilo infantil.

—Bien, vale. Sí. —¿Había más formas de afirmar algo? Quizás, a lo mejor, no se sabe. Su cabeza es un amasijo de ganas incomprendidas, deseos lejanos y nervios torpes—. ¿Te han llamado?

—De qué.

—Ya sabes, Despistadoyama, de la Se-lec-ción —susurra a voces—. Sé que todavía es pronto porque la lista definitiva no sale hasta invierno pero eres tú, deberían avisarte antes.

—No sé. —Hinata observa que deja de mirar al móvil y vuelve su vista a la pantalla del ordenador—. Oikawa es el preferido desde que llegó a la universidad.

Detrás de una capa gruesa de hielo, debajo de esa crisálida de cristal hecha de confianza y estabilidad, habitan aguas salvajes impregnadas de inseguridad.

—Sabes perfectamente que Gran Rey lleva en rehabilitación dos meses, no te hagas el tonto, te van a llamar —le sonríe—. Además, te lo mereces, eres de lo mejor que tiene ahora mismo Japón.

No lo dudes nunca. Normalmente cuando Hinata piropea a Tobio pasan dos cosas que adora: la primera es que parece quedarse en blanco unos milisegundos, la cara se le congela y se queda mudo, la segunda es que, como no sabe qué decir, comienza a balbucear "Qu-e, qué dice" y "Yo, cállate idiota" o, tal vez, "No es verdad", hasta mirarle con el ceño fruncido por hacerle sentir tonto y querido.

Fuerte horror.

—Cállate, no es verdad, subnormal. —En esta ocasión ha unificado las tres cosas—. Y tú qué.

Bosteza como un gato, negando con la cabeza y reposando la cabeza en sus brazos que a su vez usan de cojín las rodillas. Cómodo y casero.

—Lo harán, confío en que este es nuestro año Kageyama. Ya hemos ido dos años seguidos a la concentración. —El bostezo le hincha los mofletes y le cierra los ojos por segunda vez—. Gran Rey no podrá jugar este año, al menos hasta verano, de verdad, Boboyama, sabes que tengo la razón: nadie podría igualarte.

—Si te vas a quedar dormido, idiota, lo dejamos para otro día.

O háblame hasta que me quede dormido. Me gusta tu voz.

—No entiendo por qué te pones tan nervioso cuando te digo la realidad. Supéralo, eres el mejor colocador del mundo mundial. —repite, simple y llano. Ha ido cerrando los ojos pero todavía puede ver a su mejor amigo más allá del ordenador y de dos horas en tren—. Para mí siempre lo has sido, estoy deseando que el resto lo vea.

—Hinata. —Escucha, el tono agarrotado dos octavas por debajo—. Vete a dormir, anda, sólo dices tonterías.

Si eres tú nada es tontería.

Desenreda la postura y baja los pies, no quiere despedirse, pero tampoco tiene mucho más que decir sin soltar algo más que rompa la burbuja y derrame lo que lleva queriéndole decir desde segundo. Apoya la barbilla en la palma, luchando contra el cansancio, ignora la estúpida preocupación que emerge cuando piensa en sus pintas, porque es Kageyama lo ha visto moquear por Naruto que esté medio sopa cerca de las doce no es nada nuevo, y le sonríe.

—Dulces sueños, Smileyama.

Lo último que muestra la cámara es un guiño de sonrisa.

Últimamente por las noches no para de pensar en él, en los mensajes que le ha mandado a lo largo del día, desde esas pequeñas caritas sonrientes, que a veces enseñan la lengua, unicornios, hasta cada palabra que denotan algo más allá que colegueo.

Aunque sin lugar a duda lo peor son los audios:

—Kageyama, mañana, cuando me veas después de dos semanas. ¿Me darás un beso o un abrazo? Porque como me des palmaditas en el hombro me sentiré herido de por vida y no pienso recibir ninguno de tus pelotas. NIN-GU-NA.

Añadiendo, por supuesto, la maldita taza. Una vez leyó en internet sobre el condicionamiento operante. En él se busca que el sujeto repita una respuesta siempre que se presente un estímulo concreto, puede ser positivo o negativo. Kageyama no tiene muy claro si las dichosas fotos son buenas o malas pero siempre surten en él el mismo efecto y tiene miedo de que un día se ponga a ver con alguien las películas de Harry Potter y tenga un grave problema por su culpa.

—Pero, no entiendo el problema. Tener pecho y tetas es más o menos lo mismo, ¿no? —había soltado Ushijima la tarde del martes, cuando practicaban remates.

Porque sí, Hinata se había vuelto el tema preferente de conversación para todos sus compañeros de equipo por culpa de Yū. Y desconoce cómo, pero Kageyama se había dejado engatusar por los consejos de unos tíos que por lo menos tenían más experiencias que él.

—Tú hazme caso —insistió Arata—. No te pongas camiseta. Si te mira —le guiña un ojo—, ya tú sabes.

No.

No entiende nada.

Es decir, le había gustado que Hinata le prestara cierta atención porque era una forma de sentirse deseado pero eso no significaba mucho. La atracción física es lo que menos le preocupa de la ecuación.

Una noche escucha el timbre de su móvil hacer eco desde el suelo. Estaba en la cama, amodorrado, dispuesto a olvidarse todos los trabajos individuales que había apuntado en la agenda con el único fin de sentirse un poquito más organizado y a dormir al menos unas cinco horas.

—KA-GE-YA-MAAAAAAA —le gritan al otro lado de la línea, con música de fondo, a las tres de la mañana.

—¿Hinata?

Es más un murmullo que una pregunta que formula mientras se sienta en la cama y apoya la espalda en la pared fría y blanca.

—Claro, Tontoyama, quién te va a llamar a ti a esta hora sino yo.

Se ríe, el muy capullo se jacta de él cuando podría estar perfectamente durmiendo.

—Si me llamas para insultarme mejor cuelgo, es muy tarde, o muy temprano, según se mire, para estar escuchando tus gilipolleces.

Escucha gente de fondo hablar a grito pelado, música estridente y un "Tío, pásame la copa".

—¿Has bebido?

—Noooooo... bueno sí, vale, un poco. Chiquitito. —Se le cuelan risillas burbujeantes entre las palabras—. ¡Estar borracho es divertidísimo! Incluso más que jugar al voleibol, Yamayama. Me encaaaanta.

—No deberías haber bebido, ¿quién te ha dado alcohol con esa cara de niño que tienes? Ni siquiera has cumplido los 20

Podría acabar en situaciones complicadas si no tiene cuidado. Que no quiere vivir. Podrían robarle o algo mucho peor. Joder, Hinata.

—No he bebido taaaanto, además Iñaqui me está cuidado bastante bien, nos estamos yendo ya de la fiesta, ¿a que sí? —le pregunta a Iñaqui, hay una respuesta bastante amortiguada por las notas gruesas y bamboleantes de la canción que todo lo ensordece—. Sí, sí, no te preocupes, volverá sano y salvo a su camita —es la primera vez que lo escucha hablar. A Iñaqui, quien le habrá quitado el móvil. Su acento es pulcro, quizás demasiado formal. Extranjero y afable—, después de darlo todo en su primera fiesta universitaria no creo que le apetezca repetir en un buen rato. Entretenlo un rato mientras salimos porque estaba algo pesadito con querer hablar contigo. —Kageyama resiste la tentación de colgarle cuando escucha un "Oye no es cierto" y "Que te calles", total, una hora más de sueño no acortará el trayecto a Miyagi—. Kageyamaaaa, ¿sigues ahí?

—Lo estoy.

—¿Estás enfadado? Lo estás, suenas a Gruñón. El enanito de Blancanieves. Te pareces un poco a él, aunque más alto y guapo, y no es justo, ¿sabes? La gente guapa tiene suerte de ser guapa porque cuando os ponéis tontos seguís teniendo una cara bonita y es muy difícil resistirse.

Por favor.

Kageyama se despeja flequillo de frente. Está borracho. El calor le pellizca las mejillas y se hunde en el cráneo. Con lo feliz que estaba intentando dormir.

Solo está diciendo tonterías.

—Hinata.

—Es porque dije que el alcohol es más divertido que el vóley, ¿no? —prosigue, el ruido de su en derredor ha ido menguado, se pierde el jolgorio y aparece unas ráfagas débiles de viento que se filtran en el micrófono—. No te enfaaades, por fis. Porfaaaa, porfaaaa, porfaplis. —Lo dice unas diez veces más hasta que Kageyama suspira y le confirma otras veinte que no, no lo está—. Pero sí estás molesto. No te preocupes, nada será tan divertido como estar contigo.

Venga ya, Hinata.

—Podría haberte pasado cualquier cosa, inútil, ¿y si te pillan y no juegas en la selección japonesa por una fiestecita de nada?

—Bah, chorradas, además solo fueron un par de horitas. —Escucha la pita de un coche de fondo al igual que un par de improperios dirigidos a los que Kageyama supone que fue para ellos—. Uuyyyy, casi, casi, me pierdes. ¿Qué harías si me perdieras?

Posiblemente iría al infierno a buscarte, dudo que te hayas ganado el cielo, te traería de vuelta y yo mismo te mataría por darme un susto.

—A estas horas de la noche creo que tendría que pensarme bastante la mentira para acertar en lo que quieres oír.

—Pues yo creo... Yo creo que me echarías de menos, Kags, y mucho, muchísimo —comenta, risueño. El sonido metálico de unas llaves termina en una puerta abierta—. Porque si a ti te llega a pasar algo muy grave o mañana no estuvieras. Shhhhhh... —Escucha que riñe, entre risas, después de un portazo que podría despertar a todo Kyoto—. La puerta está en mi contra, e Iñaqui se ha quedado fuera con mis llaves. ¿Qué te iba diciendo? ¡Ah, sí! Pues que si tú mañana ya no estuvieras creo que yo me iría contigo, que nos entierren juntos. Sería bonito, ¿no?

Qué-

—¿Has visto Romeo y Julieta recientemente?

—Bueeeno, vale, demasiado trágico, pero sufriría tanto que tendría que ir a terapia para superarlo, porque tú querrías que siguiera con mi vida y yo querría que estuvieras vivo así que necesitaría un poco de ayuda para hacerlo y aun así estoy seguro de que siempre te querría.—Kageyama querría verlo, querría que le dijera todas esas cosas a la cara y que tuvieran el mismo significado si fuera él quien lo dijera—. Buah, no veas lo cómoda que está la cama. Es como estar encima de esas nubes de azúcar rosas que tanto nos gusta... ¿Kageyama?

—¿Sí?

No tiene ni idea de lo que le espera pero está seguro de que no puede salir nada bueno de un chico muy borracho con falta de filtro.

—¿Me dejarías comerme una nube de azúcar rosa de tu boca? Tus labios también lo son, rosas, no de azúcar, aunque quizás si sepan dulce. —No estoy teniendo esta conversación por teléfono con Hinata borracho la cual NO tiene sentido y NO comprendo—. pero yo creo que sabría un millón de veces mejor que cogerlo directamente de la bolsa. Te lamería la boca, pero sólo para limpiarte un poco, no soy un guarro.

La cuestión aquí no es por qué Hinata está diciéndole todo esto a Kageyama. Ni siquiera piensa en si Hinata lo dicen en serio o es coña o una mezcla entra las dos. Lo preocupante es la imagen mental que lo va a dejar en vela lo que resta de madrugada. Kageyama coge aire, apretando la mano libre en un puño hasta que los nudillos se vuelven blancos y el torrente sanguíneo se reblandece.

—¿No tienes sueño?

—Mhm, sí me estaba quitando la ropa, tengo bastante calor, la verdad. Dejo el móvil ya, gracias por habérmelo cogido, dulces sueños, Kageyama.

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