Madelín

By quinquiunica

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La princesita Madelín ha vivido toda su vida consentida y mimada por sus súbditos, eso hasta que conoce al pr... More

Presentación
Capítulo 1: El Encuentro
Capítulo 2: La Tormenta
Capítulo 3: Labores
Capítulo 4: La Aldea
Capítulo 6: Junto al río
Capítulo 7: Secretos
Capítulo 8: Revelaciones

Capítulo 5: Regreso a casa

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By quinquiunica

La noche arribó sobre la aldea, y Madelín dormía sobre la misma silla en que la dejaran tras el ataque. Debido al frío, había subido sus piernecitas amoratadas a la silla, plegándolas contra su pecho, intentando cubrirse con la capa de Brenar, a la cual se aferraba con ahínco. Su carita aún estaba embarrada, por aquella mezcla de tierra y lágrimas. Dorteb había recibido los cuidados y curaciones de los aldeanos, tras lo cual había quedado dormido un rato debido al cansancio y conmoción. Pero ahora estaba despierto, aunque seguía tendido. Con una mezcla de extrañeza y ternura, miraba a la niña dormida. ¿Quién era ella? ¿Quiénes serían sus padres? Si bien tenía claro que se trataba de personas acaudaladas, tanto por las maneras finas de la muchachita como por su nula capacidad de trabajo, también lograba entender que el extravío de la niña no era algo común: nadie la había reclamado, nadie la buscaba, y lo más curioso, ella parecía no tener intención de ser encontrada. Por lo demás, los sucesos recién acaecidos habrían quebrado el espíritu de cualquier doncella elegante como ella, pero la jovencita parecía demostrar una particular fortaleza, aunque mezclada con una profunda tristeza. Dorteb se mostraba intrigado por este misterio.

Por su parte, y entre sus sueños, Madelín repetía los terribles acontecimientos pasados. Aunque eran todavía peor: pues la imagen de Brenar se fusionaba con la de Daregdul. En el sueño, el príncipe era su padre, quien la reprendía por haber salido del palacio y por haberlo seguido, hecho por el cual los bestias había sido atraídos a la aldea. Madelín se deshacía en disculpas y explicaciones, ella no tenía conocimiento de aquellos atacantes, ¿cómo podría haberlos llevado al pueblo?... pero nada podía convencer a la máxima autoridad del reino. El corazón de la niña estaba destrozado. Pues amaba a quien la estaba enjuiciando, a quien la castigaba y la condenaba. Madelín lloraba con dolor en sus sueños, y en el mundo real, sus manitas apretaban con más fuerza la verde manta.

Cuando la mañana llegó, Dorteb despertó a la niña con inusitada delicadeza. Madelín abrió los ojos, y la luz del día quemó un instante sus pupilas. Al regresar al mundo real, no pudo pensar qué era peor: si sus delirantes pesadillas, o la fatídica realidad.

Junto a Dorteb, salieron del improvisado hospital hacia la calle. El movimiento era incesante, y los aldeanos parecían tener un poder de recuperación notable, pues aparte de aquellos que se afanaban en las tareas de limpieza y reconstrucción, los demás procedían a retomar sus trajines habituales: comercio, encargos, conversación.

Madelín se sorprendió de ello, pero todavía seguía aturdida por todo lo acaecido como para emitir comentario, siquiera un gesto.

De este modo fue que arribaron al lugar en donde dejaran la carreta la jornada anterior. Al llegar al transporte, Madelín ya iba subiendo sola, cuando notó que Dorteb permanecía parado abajo, sin subir. Miraba hacia la nada, como decidiendo qué hacer. La princesita lo miró con su agotada carita, como preguntando qué sucedía. Había olvidado que el objetivo de todo aquel viaje había sido dejarla a ella en manos de su familia.

La niña ignoraba, de todos modos, que Dorteb había pensado en dejarla con los Guardias, si los familiares de la muchacha no daban señales de vida cerca. "Entre gente rica se ayudarán", había pensado. Pero tras lo ocurrido, sin Guardias a quien acudir, sopesaba la situación. Su hogar era humilde, y no podía seguir manteniendo una boca extra para alimentar. Y mucho menos cuando aquella huésped era más una carga que un aporte. Sin embargo, seguía siendo una niña.

Dando un prolongado respiro, tomó su decisión.

Madelín no se dio por aludida, y tomándolo como lo más natural, vio a Dorteb subir finalmente al carro, tomar las riendas, e iniciar el viaje de regreso a casa, junto con ella.

Ningún incidente lamentable ocurrió durante su camino. Y la verdad, ambos estaban tan cansados, que poco habrían podido hacer para defenderse, de haber sucedido algún ataque o emboscada de los bestias. Entregados iban.

Así fue como arribaron al hogar.

Madelín nunca volvió a experimentar otra vez en su vida, aquella cálida y grata sensación que tuvo al visualizar la cabaña de sus anfitriones. Aun las miradas de extrañeza de todos al verla nuevamente en el hogar, para la niña era casi como estar en su propia casa. Tanta así era su emoción, que sin desear contenerse, fue tan sólo ver a la madre de los niños, que corrió a sus brazos, a llorar, en una mezcla de susto retardado, y de alegría por encontrarse de nuevo entre aquellos seres tan amables. Tenor, aunque extrañado, no pudo disimular su contento.

Aquella noche, la niña dormía, ya lavada y con ropa limpia. La capa verde de Brenar se hallaba extendida sobre los pies de la cama de la princesita, como una manta más. Mientras, Dorteb relataba los sucesos a la familia.

— Entonces, ¿ningún Guardia quedó vivo?

Dorteb negó con la cabeza, mientras apuraba una jarra de bebida caliente. Los pequeños dormían ya cansados sobre las faldas de la madre; Tenor escuchaba atento.

— Los bestias fueron más brutales que nunca —acotó ceñudo Dorteb.

— ¿Y algún rastro de la familia de Madel?

Dorteb negó con la cabeza.

— Encima, cuando acababa de ver a los Guardias, pasó el ataque al pueblo. Y luego... —Dorteb se detuvo indeciso sobre si decir lo que había pensado. Kalin lo miró interrogante.

— Y luego ¿qué?

El hombre respiró profundo, y habló.

— Lo que quiero decir es que... luego de todo lo que pasó... Pensé que dejar a una niña, por muy mimada y rica que sea, sigue siendo una niña. No podía dejarla abandonada a su suerte en ese lugar —Kalin lo miró sorprendida—. En ningún lugar, la verdad... —. Pero no quiso confesar el creciente cariño, nacido de la piedad, mezclado con curiosidad, que la muchachita le estaba produciendo: era muy probable que ni siquiera él se hubiera dado cuenta de ello.

Pero Kalin era sabia, y podía leer el corazón de su esposo. No necesitó palabras para entender aquel cambio de sentimientos. Simplemente sonrió, resignada, aunque satisfecha. La niña rica se quedaría en casa, hasta poder hallar a sus padres, otra vez. Ya luego verían cómo se las arreglarían para estirar los recursos.

La mañana ingresó a la casa de los anfitriones de la princesa en forma de haces de luz dorada por entre las rendijas de la madera. La familia ya se encontraba en pie cuando Madelín despertó.

Al mirar las rústicas paredes, las amó. Acarició con los deditos las ásperas mantas, y pensó que eran las cobijas más cómodas del mundo. Y entonces, la vio: la capa verde extendida sobre los pies de su cama. Un dolor atravesó su pecho, quitándole durante un instante el aire. Su corazón había recibido un golpe tan fuerte, que casi lo había detenido. Pero al final, no fue así: llevándose la mano al pecho, sintió cómo éste se hinchaba y se aplanaba con cada uno de sus propios respiros. Por primera vez, percibió que estaba viva. Vivía. Eso debía significar algo. Y aunque mil pensamientos invadieron su mente en un instante, apretó la mano en un puño, ordenando a sí misma enfocarse. Era primera vez que daba una orden a ella misma. Y sintió algo nuevo, una energía que brotaba desde el centro de su pecho, e irradiaba hacia todo su cuerpo, llenándola de una breve pero potente alegría. No lo sabía, pero era el sentimiento de la satisfacción personal.

Ahora, pensó, era tiempo de decidir qué hacer.

Con la cabeza ya más fría, entendió que por más cariño que les tuviera a sus anfitriones, por más ganas que tuviera de quedarse a vivir allí para siempre, no podía hacerlo gratis. Entendió que ellos seguramente intentarían nuevamente devolverla a sus familiares. Pero Madelín había tomado una nueva resolución. Ya no quería volver a su hermoso Palacio. Tampoco podía volver a seguir a Brenar. La princesita quería ganarse un lugar en aquella vieja y humilde cabaña. Y aunque ya no ostentaba su poder ni lucía sus lujosos vestidos, algo que nunca podría abandonarla era su capacidad de conseguir lo que se proponía. Ya no daría órdenes: las seguiría. Ya no se quejaría: afrontaría. Y todo lo haría de la mejor manera posible, para no dejar lugar a dudas sobre su estadía en ese lugar. Los padres y los hijos pelearían contra el mundo con tal de evitar que ella dejara ese lugar, su hogar. Porque a Madelín le gustaba lo mejor de lo mejor, y en esta ocasión, esa fue su ambición: si debía ayudar, sería la mejor en ello.

Con esta resolución salió del cuarto. Ya vestida, buscó a la familia. Se hallaban todos afuera, haciendo sus labores habituales. Madelín los miró por la ventana abierta de la sala, y sonrió. Sin demora, devolvió los pasos hacia el cuarto donde había dormido: si bien era algo torpe aún en las tareas domésticas, puso su mayor empeño al tender su cama. Recordando apenas las instrucciones recibidas por Kalin la primera vez —ya que era mala para memorizar—, tendió su cama, intentando dejar lo más estiradas las mantas. Y ya que hizo la propia, se dio la maña de tender la de los más pequeños, y de doblar las mantas de la aun improvisada cama de Tenor. Esbozando una amplia sonrisa de satisfacción, dio la media vuelta, hacia la cocina, pues sus tripas habían comenzado a reclamar por el inusual ayuno.

Cuando Kalin ingresó a la casa para buscar unas cosas, vio a la niña sentada a la mesa, tomando una jarra de leche caliente, acompañada de una rebanada de pan. La mujer quedó un instante paralizada ante la extraña visión. Madelín, asustada por aquella reacción, se puso de pie de un salto. Torpemente, intentó estrenar su nuevo rol en el hogar.

— ¿Necesitan algo? ¿Puedo ayudar?

La expresión de sorpresa de Kalin aumentó considerablemente. Pero la princesita mantuvo su actitud de incipiente humildad, lo que no hizo sino hacer estallar en risas a la buena mujer. Madelín, aunque sorprendida y algo ofendida, mantúvose en la misma posición, apretando los labios para lograr su objetivo hasta el final.

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