En rut

By mariafeanvi

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La incertidumbre de su naturaleza lo torturó hasta los quince años. Quería ser beta; la vida lo hizo omega. ... More

Guía Omegaverse
Capítulo I
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Capítulo XXVII
Capítulo XXVIII
Capítulo XXIX
Capítulo XXX
Capítulo XXXI
Capítulo XXXII
Epílogo
Extra

Capítulo II

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By mariafeanvi


Mayo, 2006
Tres meses después

Llenó sus pulmones de aire y encerró un sonido de esfuerzo en la garganta cuando estiró los brazos para alcanzar la caja de herramientas de la última balda. Detestaba que cada vez pesara más aunque dentro estuvieran las mismas y malditas herramientas de siempre.

Pero cada semana costaba más.

Se tambaleó en el taburete y emitió un graznido entre dientes, afianzando sus manos en la caja de metal. Pesaba, maldita sea, pesaba...

Decidió no soltarla, antes se iría de narices con ella. No sería la primera vez. Daría un salto del taburete y haría que la caja cayera sobre la pequeña mesa de madera, donde aguardaba el libro y los destornilladores que siempre debían estar a mano. Tomó aire, aseguró el agarre y dio el brinco. La caja de herramientas hizo el sonido más estridente que era capaz. El metal chocó con la madera, haciendo sonar todo lo que portaba en su interior. Tornillos, llaves inglesas o alicates chocaron entre sí en el golpe, mientras daba un salto descoordinado para tocar el suelo con los pies.

Estaba totalmente jadeante.

Apretó los puños y no levantó la vista del suelo. ¿Agilidad? Parecía que su cuerpo había decidido relegar de ella. En tres condenados meses su cuerpo en sí olvidó demasiadas cosas.

"Los omegas, por naturaleza, son más débiles"

Apretó los labios.

Él empezó a serlo de repente. Cambiaba con el paso de las semanas, sintiendo una cantidad de años encima; sintiendo que avejentaba aunque el espejo no le mostrara precisamente eso. Igualmente, tampoco se podía encontrar en su reflejo.

Todo era más cansado. Sudaba, gimoteaba, agachaba la cabeza y sentía esa estúpida necesidad de... de una sombra que estuviera por encima. Una absurda calidez, una...

Inspiró profundo por la nariz, sin aflojar sus puños.

"Louis, cariño, claro que sigues siendo el mismo. Claro que sí"

Esa voz de su madre.

No lo era, claro que no. Se había metido en otro cuerpo, le habían arrebatado lo que era. Su cabeza... ya no era la misma. De un día para otro sus ilusiones se esfumaron, sus aspiraciones desaparecieron para martillearse con la idea de todo lo que ya no sería, con la vida que jamás, ni siquiera de broma, planteó llevar. No quería; odiaba lidiar con ello. Sentía furia hacia esa naturaleza. Hacia la traición de su propio sistema. Su vida debía haber sido más fácil e independiente. Él no tenía por qué aprender a sobrellevar.

No, no, no.

—¡Lou! —se oyó no muy lejos—. ¡Lou, qué ha sido ese ruido! ¿Estás bien?

Y, oh sí, también ese tono de su padre.

Preocupación.

Y todavía ellos decían que nada había cambiado...

—¡Y una mierda! —bufó estampando un puño contra la mesa de enfrente.

El contenido de la caja sonó levemente, muy leve, y sonrío con amargura.

Por supuesto, ahora venía el dolor. Claro que sí. Ahora se cansaba antes, jadeaba más, tenía menos fuerza y resistencia física y todo, absolutamente todo, dolía más.

Si iba a ser una pieza de cristal, Louis ya le había dado tiempo a descubrir que prefería hacerse añicos.

—¡Louis! —repitió su padre, haciendo aspavientos con las manos al entrar en el garaje de su casa.

El hombre portaba un alarmado semblante. Sus ojos, del mismo azul que el de su hijo, volaron hacía el cuerpo de Louis, quien permanecía inmóvil junto a la mesa, con el brazo todavía sobre ella. George Tomlinson no soltó el aire que su agitada respiración procesaba. Dio un paso despacio, cauteloso, mirando de refilón la caja de herramientas medio tumbada y los destornilladores regados por el suelo de azulejo.

—Estoy bien —pronunció Louis, sin alzar la mirada.

Pero ya antes lo había hecho, después de semanas había conseguido aguantársela a su padre después de... Bueno, después de enero. Prefería llamarlo por el mes. Y costó, vaya que costó que lo hiciera. La angustia de George era cada vez más insoportable, pues era su hijo el que a pesar de todo lo que estaba viviendo decidió imponerse el castigo de sentir que había decepcionado a todo el mundo. Sólo el recuerdo de Louis subido en los hombros de su padre mientras recorrían el puerto hacía que se hundiera. Daba igual qué oyera, él se debía hacer muy de repente a la idea de renunciar a lo único que tenía claro. A lo que desde siempre le hizo ilusión.

—¿Por qué no dejas la caja en el suelo? Esa estantería está muy alta, mira, debajo de esa lona hay sitio, no cogerá polvo ahí. —George decidió hablar, mientras enderezaba la caja de metal y recogía una pequeña de tornillos que había ido a parar sus pies.

Louis poco a poco dejó escapar el aire retenido en sus pulmones.

—Porque no quiero que lo próximo sea tener que... ¿Qué? ¿Ponerme guantes acolchados y forrar los martillos? ¿Ponerme rodilleras y coderas para trabajar? ¡¿O quizás un jodido casco?!

—Louis —pronunció firme el beta, chocando con la mirada del menor—. No.

La advertencia fue severa y el otro, al instante, destensó sus hombros. "Revuélvete", le bufó a algo en su interior, "es lo que siempre me haces hacer".

Porque sí, las peleas de Louis consigo mismo; con eso que se removía dentro de él, eran constantes. Una sofocante rutina que no pretendía cambiar.

—Lo siento —se disculpó a regañadientes, casi escupiendo las dos palabras.

Su padre suspiró, perdiendo la vista en el libro de mecánica que tenía aquella fina película de polvo todavía intacta. Louis llevaba semanas diciendo que había avanzado en el arreglo de la moto, sin embargo, el libro seguía allí, en la misma posición y con la prueba de que hacía demasiado tiempo de la última vez que alguien lo tocó.

¿Qué era lo que hacía Louis entonces durante tantas horas?

Simple.

Abrir cada mañana el portón del garaje, sintiendo cada día sus saltos más cortos. Bajar y subir la caja de herramientas e intentar aguantar el peso del cinturón de trabajo. Rodar neumáticos por el suelo, apretar tornillos, aflojar tuercas, clavar clavos en una simple y vieja madera y, lo más importante, poder arrastrar la destartalada moto hasta el centro de la estancia, sobre el plástico donde trabajaba.

Todo eso, ahora le llevaba tres horas. Tres agotadoras y sudorosas horas.

No lo entendía. No entendía por qué la vida le había otorgado vitalidad; le había dado a probar todo lo que era ser normal. No entendía por qué le dio eso si luego se lo iba a quitar. Si luego, tras inexplicables sensaciones, tras sufrir el dolor físico y mental más atroz de su existencia, todo se le iba a arrebatar. Era una ola de frío lo que lo había envuelto. Un frío innato y Omega que demandaba en todo momento ser cubierto.

Y él odiaba esa sensación. Él odiaba que su naturaleza quisiera cubrirlo.

Y sólo acababa de empezar. El resto de su vida... En ella sería...

—¿Tienes clase más tarde? —cuestionó su padre, paseándose por la estancia. Distraído o al menos intentando aparentarlo.

Oh sí, también tenía que aguantar todo eso.

—No —mintió, tomando un destornillador de la mesa. El hormigueo del golpe que dio antes con el puño acababa de pasar.

George apretó los labios antes de volver a hablar.

—El director trajo una copia de tu horario a casa, Louis. Tienes que dejar de faltar.

El adolescente entonces resopló con pesadez. Esa era la parte que más le aburría de todas. Sí, había faltado el mes entero donde todo empezó. El siguiente le costó ir, pues lidiar con los rumores era algo para lo que no estaba preparado. Los murmullos callaban cuando un siseo adulto los reprendía, sin embargo, en los pasillos, los descansos o los baños... Allí las risas no salían de su cabeza. Allí la humillación de no poder defenderse como quería lo consumía. Porque sí, Louis los primeros días se fue encima de cualquiera, incluso de los que no decían nada. Louis al principio era un cóctel de sentidos contradictorios, de impulsos empujados por la rabia y el inconformismo; por la frustración de no querer llorar y tener que hacerlo. Por asumir que ya, simplemente, él ya no tiene la capacidad de controlar como tal.

Fue expulsado del instituto una semana en la cual no salió de su habitación y apenas comió. Perdió peso, se le esfumaron las ganas y también aumentó el desespero en sus padres. Louis decidió dejar de escuchar palabras que consideraba vagas y comprometidas. Louis dejó de interesarse. Louis, sin más, dejó de estar y dejó de hacer. Lo intentaba, se castigaba, pero como un masoquista que lo hacía para puramente regocijarse por todo lo que había perdido. Para reírse del Louis del pasado; ese que tenía tantos planes. Sí, se había reído a carcajadas de él.

—Ya os he dicho que no quiero seguir estudiando —canturreó la misma frase, esa que había sido tantas veces repetida.

George, como pudo, concentró toda su paciencia antes de hablar.

—Tienes quince años; estás obligado a ir a clase. ¿Qué es lo que quieres? ¿Que el instituto nos denuncie por no mandarte? ¿Q-quieres perder el año? ¿Repetir? ¿Qué es lo que quieres, Louis?

Una amarga sonrisa se delineó entonces en sus labios.

—¿Te crees que tanto se van a preocupar? —dijo enfrentando por primera vez al idéntico mar azul que también bañaba sus ojos—. Cuando cumpla los dieciséis no estaré obligado a ir.

—Todavía quedan varios meses para eso —contestó con dureza y de inmediato George.

Ahí se desencadenó el maremoto.

Louis apretó su mandíbula mientras George luchaba por salvaguardar su posición. A veces era desesperante no saber qué hacer; no conocer cuál era el límite de la compresión y el espacio. De ser flexibles... El risueño Louis, el extrovertido y travieso, ya no estaba, parecía haber sido sustituido por un señor gruñón, un vagabundo perdido o un orgulloso revolucionario. Y eso dolía, literalmente lo hacía. Marjorie no sabía qué hacer, sólo sollozaba por las noches al lado del beta, buscando su cobijo e igualmente sintiéndose incompleta. Y él también lloraba; en la sentencia de los roles sociales que habían destrozado sin planearlo a su familia, él precisamente podía hacerlo.

Louis no contestó, simplemente se encogió de hombros y se dirigió hacia la moto que se encontraba en el fondo del garaje, pasando por delante del cuerpo inmóvil de su padre.

—Te podemos cambiar de instituto. Si quieres podemos buscar plaza en uno privado o en el que quieras, solo...

—No —lo cortó de inmediato, retirando la sábana blanca que cubría al motociclo que en ese momento sólo contaba con una rueda. Louis miró el gato que la mantenía de pie y bufó.

Cierto, era durísimo; casi imposible de aflojar ya. Bueno, imposible para él claro, para el débil que ahora era, para...

—¿Y entonces? —interrumpió su padre, haciendo que sus pensamientos chocaran los unos con otros hasta evaporarse. Se giró sobre sus talones y lo observó de frente antes de que el mayor prosiguiera—: ¿Ahora qué? No quieres estudiar, no quieres formarte... ¿Qué pasa con todo lo que planeabas? ¿Qué pasa con eso de que algún día me ibas a sustitu-

Oh no. Justo eso no.

Louis alzó una de sus manos, con ojos llameantes que enfocaban al otro. Le indicó con el ademán que se detuviera. El beta lo hizo.

Por ahí no.

Lo que más odiaba de todo, sin duda, era la traición de sus ojos; la absoluta y patética flaqueza que le otorgaba que sus orbes se humedecieran. Pura impotencia y frustración era no poder controlarlo. No poder dominar sus instintos. "Hormonas". Unas hijas de puta es lo que eran.

Con todo eso era imposible que Louis fuera Louis.

Los dientes blancos ya nunca se esbozaban. Y si se tropezaba con ese tema mucho menos.

No, no podía pensar en el puerto; no podía pisarlo siquiera. No quería. No quería oír hablar de buques, de profesiones o de sueños. De hacerse mayor, de trabajo, de orgullo, de su padre... No, no podía.

Un omega... Un simple y débil omega jamás... No, sin más él ya no iba a tener nada.

Ya daba todo igual.

Salió. Su Omega salió dejando escapar un sollozo igual de involuntario que aborrecido. Agobiado, sintiéndose pesado, acabado... Louis huyó del garaje ignorando a su padre, quien había ido de inmediato a su encuentro. Obteniendo la nada cuando ansiaba un simple contacto; cuando quiso rendirse de nuevo y sentenciarse a la comprensión y al innato abrigo. Pero Louis nunca toleraba recibirlo. Louis, sin más, caía y huía.

George cubrió su rostro con ambas manos, intentando confiar en el tiempo, en el que tanto le habían repetido que aguardara. "Sólo tiempo, todos nos acoplamos y aceptamos nuestra naturaleza. Sólo espacio". A veces creía en eso mientras que en otros momentos lo yacía todo como una pantomima. Su Louis, su único hijo, siempre fue especial. Concebido con amor tras alejarse de los que también se llamaban únicamente por esos malditos roles sociales; por las normas que don nadies habían considerado que era lo correcto. Alfas y omegas. Betas con betas. Trinó y pateó las herramientas tiradas por el suelo. Su propio padre había incluso decidido que esa era la regla a seguir. La familia de Marjorie también puso el grito en el cielo cuando él no fue el alfa que protegería "como es debido" a su hija. Retrógrados, trogloditas, figurantes de lo correcto... Jamás se avergonzó de su condición de beta. Jamás dudó hasta que eso le pudo suponer perder a Marjorie. Pero allí estaban, cambiando el ciclo y extinguiendo la descabellada y presuntuosa tradición de lo cabal.

Hasta que ahora... Ahora la razón de sus vidas estaba sufriendo, así que cualquier búsqueda de culpa para librar esa carga parecía ser totalmente lícita.

...

Agosto, 2006
Tres meses depués

Hacía calor. Inglaterra nunca contó con los veranos más calurosos, pero ese año sin duda era uno de ellos. La nuca de Harry estaba empapada en sudor mientras que sus pupilas, dilatadas, no podían fijarse en alguna de las imágenes que pasaban a una velocidad media de ochenta kilómetros por hora. Sus manos también estaban mojadas, frotándose contra la tela vaquera de sus rodillas. El fleco también mojado de sus cabellos caía sobre su frente mientras la vibración de sus cuerdas vocales no cesaba. Por momentos se calmaba. A ratos se intensificaban.

—En menos de media hora llegamos —susurró una voz femenina que conducía el Alfa Romeo del joven, regalo que ese mismo año su padre le había hecho al cumplir la mayoría de edad.

Harry soltó un bufido en respuesta. Su celo se había adelantado.

Como todos. Todos los de ese año habían sido totalmente anormales.

Clavó los dedos en sus muslos y descansó su cabeza en el asiento. Se dirigían a la casa de la playa que había comprado la familia Styles la primera vez que pisaron Inglaterra. En ese entonces ya hacía aproximadamente veinticinco años de eso. Harry había conseguido una copia de las llaves de esa casa cuando su padre tuvo "la charla" con él. Lo cierto era que en dicha conversación lo único que reinó fue la verborrea de un alfa que emanaba orgullo. Un alfa que daba miles de consejos y que brindó a su hijo con su primera caja de preservativos. Caja que aún Harry conservaba. Y usaba.

Gruñó al notar el aroma de la omega bailoteando en el automóvil cuando esta bajó la ventana del piloto. Era agradable, llenaba sus sentidos y hacía rugir con cierta urgencia a su Alfa. Era un instinto primario y necesario. Un cuerpo donde liberar su ansiedad y depositar el ardor que recorría su piel.

El bulto en su pantalón molestaba y ya reconocía el olor del mar. Iban a llegar y aquello acabaría. Sólo un día cubriendo sus necesidades y ambos se irían por su lado. Como lo que eran. Como apenas conocidos.

La omega, de melena morena y corta, bajó con cautela del coche, dirigiéndose hacia la casa tras recoger las llaves del salpicadero. Harry en unos instantes también se dirigiría hacia allí.

Aspiró por la nariz y chocó con su reflejo al fijar la vista en el espejo retrovisor de su lado. Sabía lo que era pasar un celo solo. Ese fuego físico y las punzadas en la cabeza. Esas ganas de gruñir, atraer... Su padre le había aconsejado que nunca los pasara en casa. Él lo prefería.

Allí olía más a tierra, a barro, a eso tan fuerte que avinagraba su faringe.

Sus dientes rechinaron antes de salir del coche y cerrar de un portazo. Las luces de la casa ya estaban encendidas.

Harry apretaba los puños y la mandíbula a cada paso que daba.

Sólo un día. Sólo un día para calmar la sed y las caprichosas demandas de su condición.

Sólo un día para dejar de ser el animal.

La noche cayó y horas más tarde, en uno de los barrios más acreditados del centro de la ciudad de Plymouth, un omega gimoteó con impaciencia contra su almohada, a oscuras y en el silencio de su habitación al estar pasando por el tercer celo de su vida.

...

Diciembre, 2006
Cuatro meses después

Louis no levantó la vista del suelo. Sus oídos ni siquiera habían estado prestando la atención que debían. Los pulgares de sus manos jugaban entre ellos mientras mantenía el compás del bailoteo de sus piernas estiradas.

Marjorie, sentada a su lado, largó un suspiro.

La atmósfera de la consulta era cálida. La estancia se encerraba en un ambiente de colores crema y muebles de madera maciza de tono cerezo. El médico, beta, apoyó el codo derecho en su escritorio y se inclinó en su silla, fijando su vista en el adolescente que tenía justo enfrente.

—Louis —llamó—, ¿lo has entendido?

El de ojos azules apretó los labios antes de emitir un sonido parecido a un asentimiento. El hombre, de unos cincuenta años, elevó una ceja mirando a la omega, quien se encogió de hombros antes de girarse hacia su hijo.

—Cariño, sabes que es importante que las tomes, te...

—Aliviarán —resolvió el médico, con una sonrisa afable. Louis entonces llevó su vista hacia la pequeña caja plástica que contenía supresores. No pudo despegar sus ojos de ella—. Debes tomar las pastillas cada día, intenta no olvidarte. Como ya te he dicho, disimularán tu fragancia y serán también anticonceptivas. Muchos omegas, cuando les llega su celo, aseguran que notan los síntomas algo más... leves.

Louis en ese momento alzó y clavó la mirada sobre el beta. La palabra "anticonceptivas" ya había hecho que sufriera un leve mareo, pero sin duda, eso de "síntomas leves" hizo que una de sus cejas se enarcara.

¿Acaso existía algo que hiciera frente a la mismísima lava volcánica? Rió con sorna hacia sus adentros. Qué iba a saber alguien ajeno sobre alivios. Qué iba a saber alguien de síntomas si no había vivido todo aquello.

Volvió a mirar aquella cajita azul antes de sentir una mano de su madre sobre sus rodillas.

—No pierdes nada con probar, Louis —dijo la mujer en ese tono tan suyo; tan maternal y con la dosis suficiente de dulce convicción.

—Si sospechas que tu celo se va a repetir el próximo mes pueden hacerte efecto si las empiezas a tomar hoy. Estamos a día dos. —El médico volvió a opinar tras echar un vistazo a un pequeño calendario que decoraba su escritorio.

Louis, ante el atento análisis de los otros dos, asintió. Marjorie dejó escapar una sonrisa y suspiro de alivio mientras que el médico escribió algo en un papel del montón que tenía frente a él.

El omega volvió a perder la mirada por el suelo, tragando saliva a duras penas mientras la retahíla de sus pensamientos ya comenzaba a remar en su contra. Tomar anticonceptivos. Claro, él podía... Cerró los ojos con fuerza, tensando su mandíbula. La posibilidad de que eso pasara era inexistente, pero la idea de que él estaba programado para ello hacía que algo le apretara el pecho con angustia.

Su madre le había aconsejado no contar el celo de "enero" como el primero, sino el siguiente para llevar un control y saber qué días caería. Lo cierto era que ninguno de ellos fue regular. El 'primero' sucedió a los tres meses mientras que el siguiente se manifestó a los cuatro. En ese momento, todo volvía a apuntar a que el próximo también sería así.

Los meses en los que tocaba eran una tortura desde su primer día. Esa vez, Majorie pretendía cambiarlo, recordándole la fecha próxima de su cumpleaños. Planeando también la decoración de Navidad. Buscando regalos o en sí matando las horas con paseos absurdos por plazas donde ya habían instalado luces acordes a las próximas festividades.

Y Louis lo detestaba.

A veces lo invadía un ápice de ilusión al dejar atrás ese año, pero a su vez recordaba que cuando el reloj marcara las doce y con ello comenzaran los primeros segundos del nuevo año, ningún hechizo se rompería. Aquello no era un absurdo cuento. Su vida no iba a ir en retorno.

Tomó la caja de supresores entre las manos y vio de reojo cómo su madre sacaba de su bolso la cartera para ofrecerle al médico dos billetes de veinte libras.

Los días pasaron; días en los que Louis iba a clase con el único aliento de que cada uno sería uno menos. Un trámite. Seguía con la idea de dejar el instituto, así que poco le importó que tuviera que repetir el penúltimo año por prácticamente no haber asistido a las clases.

En diciembre el frío también arribó con intensidad. Marjorie ese año se entusiasmó por comprar un abeto y adornos nuevos. Decoró la casa y puso regalos bajo el árbol. Compró pavo para la cena de Nochebuena y le cantó el cumpleaños feliz a Louis cuando se despertó el día veinticuatro. Marjorie siempre había presumido que su hijo fue y sería el mejor regalo que la Navidad le había hecho.

Louis sopló dieciséis velas sobre su pastel de chocolate favorito, recibiendo como regalo los reglamentarios calcetines, ropa, un libro que parecía la enciclopedia de la mecánica de motos y... un skate. La tabla lo dejó boquiabierto. Era de las últimas que habían sacado, destacando por ser una de las más ligeras del mercado.

—Por si te apetece volver a andar sobre esos trastos —pronunció George, apretando el hombro de su hijo.

Louis elevó su vista atónita hacia sus padres. No supo reaccionar; algo muy dentro de él le había hecho rechazar durante meses cualquier presente que tuviera que ver con todo lo que había dejado poco a poco atrás. Louis apenas había vuelto a montar sobre su tabla y la reparación de la moto era un tema que había dejado aparcado casi por completo. Con el paso del tiempo, los episodios de sentirse más débil se fueron estabilizando o quizás fue él mismo el que los obligó a que eso sucediera. Decidió salir cada mañana a correr, o al menos trotar unos cuantos kilómetros.

Quizás intentó despejar su mente en algo; probar qué escondía el encierro del dictamen de la resignación.

Echó un vistazo rápido a la tabla nueva antes de volver a encontrarse con los semblantes expectantes de sus progenitores. A su madre casi le brillaban los ojos mientras se apoyaba sobre su marido, quien también aguardaba con ganas de que una sonrisa se pintara en su cara.

Louis dejó escapar un suspiro y ocultó su rostro cuando sus labios se ensancharon con timidez.

—G-gracias, es... es increíble —pronunció antes de que su madre soltara un berrido alegre, apresurándose a estrecharlo entre sus brazos.

El corazón de George tamborileó cuando visualizó aquella estampa que tanto había añorado en su familia.

Horas más tarde, la omega corría por la cocina mientras su marido intentaba seguirla con un libro enorme sobre las diez mejores recetas de pavo al horno. Louis ladeó una sonrisa al verlos. Su padre estaba ridículo con aquel delantal rojo con miles de estampados con la palabra "chef". Su madre, en cambio, tenía su cabello castaño recogido en un moño casual que le favorecía en exceso.

Suspiró antes de palparse uno de los bolsillos de su pantalón de chándal. Halló la caja cuadrada y se remojó los labios antes de sentir el hormigueo en la garganta. Ignoró a sus padres, que parecían demasiado ocupados con la bendita receta, y salió de casa, no sin antes ponerse su abrigo y un gorro de lana cualquiera que encontró en el perchero. Caminó hasta el porche y bajó las escaleras antes de fijarse en la cantidad de luces que emitían las excéntricas decoraciones navideñas de las casa de alrededor. Puso los ojos en blanco y negó con la cabeza cuando se volvió a fijar en el muñeco de nieve luminoso que decoraba la entrada de la suya. Su madre a veces no tenía remedio...

Hurgó de nuevo en su pantalón y sacó una caja de tabaco. Tomó un cigarro y se lo llevó a los labios. Debía fumar a escondidas o de lo contrario sus padres pondrían el grito en el cielo.

Cómo no.

Inspiró rendido antes de comenzar a pasear en círculos. Cada calada era agradable y le calentaba apenas el pecho. No creía que la temperatura alcanzara siquiera un grado.

Jugó con sus pies, haciendo que le daba leves patadas al césped en cada paso. El humo ondeaba a su alrededor, siguiéndolo. La carretera estaba tranquila, con suerte circulaba algún coche.

Hundió su mano derecha en uno de los bolsillos del abrigo antes de volver su atención al cigarro con la otra. Continuó el bailoteo de sus coordinadas pisadas antes de oír cómo un coche se adentraba en la calle. Parqueó cerca. Los faros del automóvil casi habían iluminado la entrada de su casa. Entrecerró los ojos antes de mirar por encima de los rosales que su madre tenía plantados.

Un impecable Alfa Romeo acababa de aparcar frente a la casa de los Styles.

Enarcó una ceja antes de volverse a llevar el tabaco a la boca. ¿Acaso alguien los visitaba después de...?

El humo de la calada permaneció un rato en sus pulmones antes de expulsarlo lentamente.

Vaya, por lo visto Harry Styles había vuelto por Navidad.

El porche de la casa de sus vecinos fue de inmediato iluminado por cantidad de luces. Hasta las del jardín habían prendido los muy exagerados.

Una Annette eufórica salió de la puerta de su hogar, con los brazos extendidos y bajando rápidamente las escaleras de la entrada.

—¡Harry! —gritó la mujer, correteando hacia el recién llegado—. ¡Oh, Harry!

El joven estrechó entre sus brazos a su madre, teniéndose que agachar para que esta depositara demasiados besos en su mejilla. Harry rió, entrecerrando un ojo ante la extremada reacción de la omega. Solamente habían pasado tres meses desde que se fue a Londres.

—¡Bienvenido, hijo! —exclamó Patrice, cruzando también el umbral de la puerta de la casa.

Louis, instintivamente, se agazapó apenas entre los rosales. El cigarro comenzaba a consumirse sin atención entre sus dedos.

—Pero Harry, pensé que no ya no llegabas —se lamentó la mujer, separándose con cierto esfuerzo de su hijo—. ¡Estaba preocupadísima!

—Lo sé, mamá, no conté con el tráfico que me iba a encontrar.

La voz de Harry. ¿Ahora era así?

Había cambiado, sí, sin duda lo había hecho. Era algo más ronca, pero igual de paciente al acariciar cada palabra que pronunciaba.

—¡Tu empeño de querer venir en coche con lo peligroso que es! —bufó la omega, señalándolo con un dedo—. Deberías haber cogido un tren. Te hubiéramos ido a buscar a la estación y...

—Annette —interrumpió su marido mientras ladeaba una sólida sonrisa—, nuestro hijo sabe lo que hace, deja de agobiarlo.

Harry rascó su cuello agradeciendo la intervención del mayor, quien posó una mano sobre el hombro de su mujer para tranquilizarla. Padre e hijo correspondieron un breve abrazo antes de que Annette volviera dentro de la casa, no sin antes asegurarse de dar un sermón de indicaciones.

—Mete el coche en el garaje si quieres —ofreció Patrice antes de lanzarle un manojo de llaves a su hijo, quien las recibió al vuelo.

Sonrió y elevó uno de sus dedos pulgares en respuesta.

Louis continuaba inmóvil.

Harry pareció dudar, observando las llaves y después su coche. Su padre siempre tan correcto. Lo cierto era que no le apetecía desplazarlo. Movió su cabeza para estirar el cuello antes de inspirar profundo por la nariz.

Oh sí, era la esencia de Plymouth. De sus recuerdos, infancia y hogar. Casi podía percibir el olor de su habitación y de sus cosas. Quizás se estaba volviendo un melancólico como su madre y tres meses habían sido mucho tiempo. Tres meses desde que comenzó su primer año de carrera en el Imperial College.

Aspiró el olor de su jardín; del frío. Sintió... aquel cosquilleo. Eso que levemente picaba. Aquello tan familiar.

Frunció el ceño cuando oyó una rama crujir no muy lejos.

Louis se paralizó, conteniendo incluso la respiración.

Harry dirigió la vista hacia la casa de sus vecinos y algo vibró. Dio un paso curioso.

Louis pegó un salto hacia atrás, pareciendo una auténtica pantera. Una pequeña ola de frío entibió sus mejillas y...

Un momento. Eso no tenía sentido.

—¿Hola? —habló la voz raspada de Harry.

Louis ni siquiera tragó saliva. Pestañeó. Mentalmente, contó incluso hasta tres.

Infló el pecho.

Se deshizo de su cigarro totalmente consumido y salió lo más disimulado y digno de detrás de los cuidados rosales de su madre.

—Hola, niño pijo de universidad privada.

Harry también dio un brinco hacia atrás.

Su garganta pareció secarse. Eso no se lo esperaba, definitivamente no.

El omega mantuvo una distancia prudencial, hundiendo sus manos en los bolsillos del abrigo mientras analizaba con cautela a Harry Styles. También estaba mucho más alto. Le sacaba como media cabeza y... Era ancho, parecía como dos veces él.

Un latigazo imaginario dio de lleno en cada vértebra de su columna.

Claro, todo un alfa.

Louis volvió a dar un paso más hacia atrás, aumentando la distancia ya no tan prudencial.

El abrigo negro de Harry lo cubría hasta casi las rodillas. Su pelo, sin una forma definida, mas sí cargado, caía sobre su frente. Estaba peinado sin mucho cuidado hacia la derecha. Sus ojos verdes habían volado hasta el cuerpo menudo de su vecino.

Enfundado en aquel abrigo color visón, y con un gorro de lana azul marino, parecía que apenas se podía diferenciar que era él.

Pero cómo no reconocerlo gracias a aquella voz cantarina.

—Louis, ¿q-qué tal? —pronunció Harry, casi arrastrando las vocales.

Paralizado era decir poco y asombrado se quedaba demasiado corto para definir el estado del alfa.

Su garganta picó. De nuevo.

Louis se dio cuenta de que si reculaba un paso más tendrían que hablar casi a voces; mas lo hizo cuando Harry, con dos zancadas, tuvo la intención de aproximarse.

Era extraño, demasiado.

Inexplicable. Y por el momento se decantaba por que siguiera siendo así.

—Bien, ¿y tú? —se limitó a contestar de corrido, sin cavilar con exactitud si eso era lo que quería decir.

Harry adivinó que no sería buena idea volver a avanzar.

—Bien también, sí...

Y Louis no contestó. Siquiera asintió.

Oh sí, aquello era estúpido a la par que absurdo.

Harry intentó indagar el semblante que se escondía tras aquel gorro enorme, pero pareció imposible. Hacía meses que no se veían y de hablar ya era otra historia. Louis no salía; parecía haber desaparecido. De hecho, antes de marcharse a Londres, Harry hubiese jurado que los Tomlinson hasta se hubieron mudaron. Pero no, allí seguían. En todo momento lo hicieron.

Louis dejó escapar el aire que se arremolinaba en sus pulmones. Harry inspiró por la nariz. E iba a llover.

Parpadeó.

¿Qué? ¿A qué venía pensar que iba a llover si...?

—¡¿Harry?! —llamó Annette, asomándose al porche de su casa y logrando así que su hijo diera un brinco sobresaltado.

Lo último que vio el alfa antes de dirigir su mirada a Louis y luego a su madre, fue una sonrisa que apenas brilló en aquella fugaz sombra que parecía ser su vecino. Tras eso, Louis sin más dio media vuelta, dirigiéndose hacia su morada.

El corazón del omega decidió bombear con fuerza cuando ya hubo apoyado su espalda en la puerta cerrada de la entrada principal. Y eso mismo también le hizo poner los ojos en blanco. Soltar un bufido.

Esa noche, Harry cenó en absoluto silencio, con la vista perdida mientras sus familiares no dejaban de cubrirlo con afanadas preguntas.

Al día siguiente, fue el alfa el que salió al jardín de su casa, recordando toques de dedos y balones que salían disparados.

Ninguna risilla interrumpió entonces aquellos recuerdos.

Y otro día pasó. Dos más; quizás tres.

El joven alfa soltó un suspiro de frustración, estirándose en su silla mientras la misma chirriaba en respuesta. No estaba acostumbrado a aquella rutina, de hecho, Harry sabía que no estaba diseñado para simplemente no hacer nada. Toda su vida se la pasó estudiando o practicando algún deporte. Por supuesto también viajando, sus padres eran unos aficionados y él en eso no se quedó atrás. Sin embargo, se daba cuenta de que con el paso de los años las cosas que antes le apasionaban en exceso iban cambiando, que quizás también el tiempo pasaba más lento o las horas se volvían más pesadas si las yacía muertas. Era irónico, pero echaba de menos el ritmo que llevaba en la facultad y el llegar exhausto a casa. Rió cuando se planteó leerse algún temario de economía global. Sí, en plenas vacaciones navideñas; él era así. Pocos podían llegar a entender eso, pero estaba en su esencia ser productivo; el ansia de saber un poco más. Para Harry leer libros de conocimiento era el mismo sentimiento que devorar una novela de misterio, esa en la que no se puede levantar la vista hasta que no se llega a los últimos capítulos donde por fin se desvela al asesino.

Bufó y se levantó de su escritorio de siempre, estirando todo su cuerpo y alzando ambas manos hasta que sus dedos chocaron con la lámpara que colgaba del techo. Negó con la cabeza, divertido, y se fijó en un perdido rayo de sol que se colaba por su ventana. A dos días de acabar el año y se esbozaba uno en Inglaterra... Eso él tenía que verlo.

Las nubes grises habían abierto un claro en el cielo, donde apenas se apreciaba un precioso azul. No tardó mucho en que se volviera a encapotar y aquel rayo se perdiera entre los firmes nubarrones. Resopló y su vista viajó entonces, y por mera casualidad, hacia la casa de enfrente.

Todas las persianas parecían echadas, de hecho, la casa de los Tomlinson simulaba ser la de siempre. Silenciosa, cerrada, pero bien cuidada. Era cierto que con el paso de los años menos juguetes, balones o skates aparecían regados por el jardín.

Harry apretó los labios y se alejó del ventanal antes de dejarse caer sobre su cama.

No podía seguir con aquella espina clavada. Quizás era el momento de llamar a las cosas por su nombre.

Sí, era cierto que Louis y él nunca se consideraron amigos. Aun así, la asignación de conocidos la veía muy simple. Desechó de un momento a otro la de corrientes vecinos y antes de lo esperado halló una que quizás venía como anillo al dedo.

Desde siempre tuvieron papeletas para ser amigos. ¿Por qué no?

Louis siempre le cayó bien, jugaban cuando eran críos y hablaban al encontrarse por la ciudad. Cierto era que no supo qué pasó a medida que los años pasaron, pero... Quizás se dejaron llevar por ese síndrome adulto donde se olvidaban las pequeñas cosas y uno se centraba en lo aparentemente importante.

Bufó.

Harry odiaba los "quizás" por eso mismo. No le gustaba anclarse ni a lo que pudo o podría haber pasado, pues lo veía inútil. Según él era una absoluta pérdida tiempo. Harry siempre prefería actuar y arriesgarse; ver con sus propios ojos las consecuencias y jamás quedarse con la duda.

Había conocido omegas chicos en Londres. Muchachos tímidos y demasiado desconfiados. Otros más dicharacheros e interesados. Jamás le gustó generalizar aunque su entorno lo hiciera, pero el haberse instalado en Londres le enseñó un mundo más diverso y de mentalidad definitivamente más abierta. Mentes que encajaban con los pensamientos que él siempre encerró.

Harry creía en el cambio social, en acabar con el sometimiento de los omegas o las limitaciones de los betas. Todo eso le parecía tan absurdo. Tan... de antaño. Desde pequeño le enseñaron que él estaba en el rol más alto pero todo eso él lo veía de una manera más simple. Era uno más; un humano normal. Como todos. Sus mejores amigos de la infancia, de hecho, fueron betas, pues nunca le gustó juntarse con ciertos alfas que consideraba que abusaban de su posición.

No, no lo entendía. Si él mismo sentía que no pertenecía al grupo que le imponían porque... ¿Por qué entonces el resto debían ya ser juzgados en función de su naturaleza?

Louis era omega, ¿y qué? Además, era un omega chico, cómo iba a afectar eso a...

—¿Harry? —Lo llamó Annette, abriendo la puerta del cuarto y haciendo que diera un bote de la cama.

—Dime —contestó de inmediato, regalando una sonrisa que iluminó el rostro de su madre.

—Cielo, ya nos vamos.

Oh sí, casi lo olvidaba. El aniversario de sus padres... El de ese año era especial. Celebraran sus bodas de plata.

Patrice y Annette siempre realizaban con su hijo un viaje a finales de año para festejar dicha fecha, sin embargo, ese año su madre estuvo más reacia a realizarlo cuando Harry anunció que quizás había llegado la hora de dejar de acompañarlos. Quería que sus padres vivieran sus vidas, que su madre asumiera que él también debería forjar la suya y que por eso mismo ambos debían darse espacio. La omega, casi a regañadientes, aceptó que su niño tenía razón. Que su niño se hacía mayor.

Los Styles harían un viaje en coche hasta el condado de Dorset, donde se alojarían en un lujoso hotel hasta regresar a casa para pasar el fin de año. Harry no pudo estar más de acuerdo con la idea, pues le apasionaba que sus padres pasaran tiempo juntos. Que su madre desconectara y su padre por fin soltara su maletín y levantara la vista de la cantidad de documentos que siempre parecían estar pegados a él.

—Hasta dentro de dos días, hijo —pronunció Patrice, chocando una mano con el menor.

Annette, por su parte, se abalanzó a los brazos de Harry para despedirse.

Sus padres partieron y fue cuestión de horas que se decidiera.

Ya estaba.

Tocaría en la puerta de los Tomlinson.

Sí.

Tocaría y preguntaría por Louis, como un viejo amigo cualquiera. Sí, lo invitaría a... bueno, a lo que él quisiera. Unas cervezas, un café, un simple refresco... Daba igual eso. Le apetecía hablar con él, le apetecía...

Barro, césped, chocolate y más tierra mojada.

Resopló cuando sus fosas nasales se centraron en eso al pisar las baldosas que formaban un cuidado camino hasta la puerta principal de sus vecinos.

Un hormigueo en su nuca y el ligero sudor en las palmas de las manos.

Bien, estaba nervioso.

Inspiró y crujió sus nudillos antes de, casi a cámara lenta, llamar al timbre de la casa.

Los dedos de sus pies se encogieron cuando algo le apretó también el estómago. Vale, ya estaba. Ya lo había hecho y por dios, tenía hasta calor.

Pero durante segundos ninguna cortina se corrió o se oyó algún ruido tras la puerta. Y él sabía que la casa estaba habitada. Sentía la presencia, sentía un correteo y hasta... ¿preocupación? Un dejo de angustia. Desespero. Su semblante se endureció y su mano fue directa de nuevo al timbre, mas aquel gesto no hizo falta; la puerta se abrió de golpe ante él.

George pareció totalmente alarmado al ver al joven alfa plantado en la entrada de su casa.

—Buenas tardes —se apresuró a pronunciar Harry antes de que una extraña urgencia recorriera su pecho.

Aquellos nervios se le estaban yendo de las manos.

—¿Styles? —cuestionó el beta, con sus dedos afianzados en el pomo de la puerta.

—Sí. Harry Styles. —El menor estiró entonces una mano con cordialidad. No se la recibieron—. Venía... Yo... Buscaba a Louis.

O quizás debió usar la palabra visitar. Sudó. ¿Presentarse de otra manera? O preguntar por él de otra forma, o...

Interrumpió el corrillo de sus pensamientos cuando el beta dio un paso hacia atrás y entornó de inmediato la entrada de su hogar.

—Es mejor que te vayas, chico.

Y eso a Harry, sin duda, lo tomó totalmente por sorpresa.

—Pero... yo, yo soy amigo de... Bueno, algo así pero...

Ni el alfa ni el beta dijeron nada más. Las pupilas de Harry se centraron en las escaleras que apenas veía de la casa. Luego, la puerta se cerró en sus narices.

—¡George! —Fue lo último que oyó por parte de una voz femenina del interior. Dio un paso atrás.

El aire, el ambiente... El nitrógeno y oxígeno tomaron por primera vez en su vida algo parecido a un... Aroma. Una vibración en sus cuerdas vocales se hizo presente mientras los analizaba. Sus pupilas se dilataron clavando su vista en el paso que acababa de serle cerrado. Con llave.

Sus manos sudaron y su espina dorsal cosquilleó.

A metros de allí, en el segundo piso de la casa, Louis gimió contra el colchón antes de deshacerse de la sábana que lo cubría. El calor insoportable. La lava, oh sí, aquella familiar lava volcánica.

El mundo, en aquel instante, podía decirse que descarriló.

Harry... él no sabía que cada sensación nunca fueron nervios. Harry no sabía que aquello que innatamente identificaba no era preocupación.

Harry, allí parado, estaba sintiendo por primera vez la atracción que imploraba un omega en celo.

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