Mi cielo al revés (terminada)

By SofiaOlguin

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Maximiliano está cansado de guardar secretos. Tiene bastantes, pero hay dos que últimamente le quitan el sueñ... More

AGOSTO DE 2021
A la venta en Amazon!
ANUNCIO: ¡Muy pronto!
Capítulo uno
Capítulo dos
Capítulo tres
Capítulo cuatro
Capítulo cinco
Chat Maxi/Tommy (1)
Chat Maxi/Melody (1)
Chat Tommy/Turquesa (1)
Capítulo seis
Chat Maxi/Tommy (2)
Chat Tommy/Melody (1)
Capítulo siete
Chats Maxi y Tommy (3,4)
Capítulo ocho
Entretiempo
Chat Tommy/Melody (2)
Chat Maxi/Tommy (5)
Entretiempo
Capítulo diez
Chat Maxi/Tommy (6)
Entretiempo
Capítulo once
Chat Maxi/Tommy (7)
Capítulo doce
Chat Maxi/Tommy (8)
Entretiempo
Capítulo trece
Chat Tommy/Turquesa (2)
Entretiempo
Capítulo catorce
Chat Maxi/Melody (2)
Entretiempo
Capítulo quince
Chat Maxi/Tommy (9)
Entretiempo
Capítulo dieciséis
Capítulo diecisiete
Entretiempo
Aviso!
Capítulo dieciocho
Epílogo
1. Pakistán
2. Xinjiang (China)
3. Kurchatov (Kazajistán)
4. Varanasi (India)
5. Irán
6. Turquía
7. Chipre (FIN)
Gracias por comprar el libro <3
SELVÁTICA por Planeta y Feria del Libro

Capítulo nueve

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By SofiaOlguin


Mi abuelo había dejado un testamento holográfico. El más sencillo de realizar. Me lo imaginaba sentado a la mesa de la sala de su departamento, escribiendo, repartiendo sus bienes entre sus herederos obligatorios. Obviamente, nada más lejos de la realidad. Estaba seguro de que había recibido algún tipo de colaboración o asesoramiento profesional.

Un par de semanas después, cuando dejaron de llamarnos a cada rato para darnos el pésame, cuando ya no se podía retrasar más lo inevitable, mi papá nos reunió una tarde de viernes en la sala de casa.

En realidad fue una reunión inesperada.

—Abajo —dijo con el rostro tenso, asomándose hacia mi habitación.

Ni siquiera se había sacado el sobretodo. Cerré el libro, preguntándome qué habría pasado. Por las caras de mi mamá y Melody, que ya estaban sentadas en la sala, ellas tampoco sabían nada. Papá se pasó las manos por el pelo y decidió soltarlo de una vez, sin preámbulos:

—Darío va a revocar el testamento del abuelo.

Nos quedamos callados, sin saber qué decir. Ni siquiera yo sabía cómo había repartido sus bienes el abuelo. ¿Acaso no le había dejado nada a Darío? No, recordé. Eso no era legal en Argentina. En nuestro país, a diferencia de Estados Unidos, no tienen lugar esas escenas cinematográficas en las que una persona fallecida le deja todo su dinero a un desconocido, para la indignación de su familia. El testador solo puede dejarle un tercio de sus bienes a una persona que no sea de su familia. Los herederos son obligatorios.

Por fin, mamá reaccionó:

—¿Pero por qué? ¿Hay algún problema con la letra o la fecha? ¿Sospechan que no lo escribió él?

Mi papá por fin se sacó el sobretodo y lo arrojó sobre un sillón. Pero no se sentó. Siguió parado, caminando de un lado a otro como un canario encerrado.

—Van a alegar demencia senil.

—¿Qué? —exclamamos todos.

—¡Si el abuelo estaba rebién! —gritó Melody, indignadísima.

—¿Cómo van a probar eso? —dije yo y por primera vez mi papá me miró.

Tragué saliva. El viejo estaba furioso.

—Nos dejó a nosotros la chacra de Córdoba...

—¡No importa lo que nos dejó! —gritó Melody, de nuevo—. ¿¡Por qué quieren hacer eso?!

Mi papá apoyó las manos en la cintura, echó la cabeza hacia atrás y exhaló un profundo suspiro.

—Lo leí tantas veces que me lo sé de memoria —dijo—. A mi nieto Maximiliano Del Ponte, le dejo mi departamento de la calle Cullen al 3514, mi auto con patente ILT 458 y la suma de setenta mil dólares para que, llegado el día, tenga una vida cómoda junto a su marido y sus hijos.

Se me cayó el alma al suelo. Ahí estaba mi alma, entre las patas de la mesita ratona. Se me escapaba... y yo estaba quieto, paralizado. Alguien, agárrela, ¡se me escapa el alma!

—¿Escucharon? ¡Su marido! ¡Hablaba de Maximiliano y escribió su marido! ¡No sabía qué carajo estaba escribiendo!

Por fin, mi papá se dejó caer en un sillón.

—¿Cómo puede ser que Hernández no le avisó lo que había escrito?

—No sabía que el abuelo estuviera tan mal... —susurró mamá y, por algún motivo, no lo dijo con tristeza. Me miró. Y en sus ojos castaños había sospecha.

Melody me miraba con una expresión severa. Sabía qué quería decir esa mirada. Que ya era hora.

—¿Y entonces? ¿Cómo sigue esto? —preguntó mamá.

Papá no contestó. Meneaba la cabeza y nos contemplaba como si fuéramos desconocidos.

—Para que tenga una vida cómoda junto a su marido y sus hijos —repitió, sin poderlo creer.

—Papá —exclamé por encima del tenso silencio de la sala. Él levantó la vista como si de repente hubiera recordado que yo estaba allí—. Soy gay.

Me devolvió la mirada. Frunció las cejas y luego dejó escapar una débil risita nerviosa.

—¿Querés que digamos que sos... para que no...?

—No —interrumpí—. Soy gay. Y el abuelo lo sabía. —Y a pesar de que su rostro había pasado de la confusión al horror, seguí sosteniéndole la mirada—. Él lo sabía y escribió eso porque sabía que me voy a casar con un hombre. —Más horror—. Porque ya es legal. Sabías, ¿no?

Mi papá abrió, la boca, la cerró, la volvió a abrir.

—Yo sabía —dijo mi mamá—. Se aprobó en...

—¡Callate, Verónica! —vociferó mi papá y vi, por el rabillo del ojo, a mi mamá dar un respingo sobresaltado—. Callate, Verónica —repitió, bajando la voz, como disculpándose—. Callate...

Nos quedamos en silencio. Mi hermana me miraba y advertí que se estaba aguantando la risa. Crucé la pierna derecha sobre la izquierda y apoyé las manos en la rodilla. Mi padre se burlaba de cualquier hombre que se sentara de esa forma tan poco masculina.

—Pero, ¿no te das cuenta, papá? ¡Darío ya no va a poder revocar el testamento! —dijo mi hermana.

—¿Era necesario? —susurró él con un hilo de voz—. ¿Era necesario que me avergonzaran así? ¿Y ahora cómo les digo esto?

—Si querés se lo digo yo. —Saqué el celular del bolsillo del jean—. En serio, no tengo problema. A mí no me da vergüenza ser gay. Lo que me da vergüenza es que a vos te dé vergüenza.

Y abandoné la reunión. Subí las escaleras corriendo y me encerré en mi habitación. Sultán estaba ahí, arriba de mi cama. Y cuando me acosté, apoyó la cabeza en mi pecho. Comenzaba a caerme mejor ese perro inmundo.

Listo, ya estaba hecho. Me había sacado un peso de encima. No dejaba de escuchar en mi cabeza las palabras del testamento de mi abuelo. Las oía como si él mismo me las estuviera susurrando al oído. Para que tenga una vida cómoda junto a su marido y sus hijos.

Me cubrí el rostro con las manos. Tibias lágrimas me mojaron las mejillas, el cuello. Acababa de salir del armario. Y había sido tan horroroso como lo había imaginado todos aquellos años. La mirada de decepción de mi padre. Sus palabras, que me echaban la culpa de algo que no era mi culpa. Como si tuviera sentido echar culpas por algo así. Qué medieval, esa situación.

¡Su marido...!

El abuelo había aceptado que me casaría con un hombre. Ya sabía lo que le pediría al genio de la lámpara. Revivir a mi abuelo el día de mi casamiento. Al menos por un ratito. Me tragué los mocos. Más que una lámpara mágica, tendría que recolectar las esferas del dragón. Me reí; mi risa se mezcló con mi llanto.

¡...Y sus hijos!

Mis hijos. ¿Dónde estaban mis hijos? ¿Estaban sus almas flotando en algún limbo, esperando el llamado del mundo?

Sultán me lamió la cara y lo abracé, pidiéndole perdón por todas las veces que le había gritado por portarse mal. Me miró con sus tiernos ojos negros y hasta me sentí mejor.

—¿Puedo pasar? —Era Melody.

Como siempre, no dejó que le respondiera y entró sin más. Traía una hoja de papel en la mano. Cerró la puerta tras ella y se recostó entre Sultán y yo.

—Eso no era todo. Mirá lo que puso el abuelo de mí: a mi nieta Melody Del Ponte. DNI bla, bla... le dejo mi yate Santana, el local de la calle Manuel Ugarte al 114 y la suma de cincuenta mil dólares, para que los utilice como desee. Puede utilizar el local para colocar allí su estudio de danza o puede ponerlo en alquiler.

—¿Estudio de danza? No sabía que quisieras tener tu propio estudio.

—El abuelo sí.

Claro. Ella también lo visitaba. Y no lo hacía conmigo porque necesitaba esa intimidad con él tanto como yo.

—A vos te dejó más plata —dijo.

—Pero el local vale más que el departamento. Creo que organizó todo para dejarnos más o menos lo mismo...

—Puede ser.

—No conoció a Valentino casi —susurré, acariciándole la cabeza a Sultán—. No pudo verlo crecer.

—No pudo verme bailar por última vez.

—Te vio muchas veces, Mel.

—Conoció a Tommy. Lo llevaste. El abuelo me contó.

Sonreí, triste.

—Sí, no sé por qué lo llevé. Supongo que quería que el abuelo lo conociera. —Suspiré.

—Lo querés un montón...

Lo amaba. Y cuando oía en mi cabeza la palabra marido, lo imaginaba a él.

—Si llegás a tener algo con él, cuidalo —exclamó mi hermana, levantándose. Sultán se levantó con ella—. Tommy es reinocente, nunca salió con un chico.

Y se fue.

Bueno, jamás había pensado en él como inocente, pero mi hermana tenía razón. Tomás era la persona más cándida que había conocido jamás.

Saqué el celular y tecleé desesperado:

Me gusta tu voz, me gusta tu sonrisa, me gusta cómo caminás, me gustan tus ojos. Y me muero cuando te veo bailar. Así que por favor creeme cuando te digo que me gustás así como sos!

Enviar.

Posdata: acabo de salir del armario.

Fui a darme una ducha y cuando regresé vi a mamá sentada en mi cama, contemplando mi habitación como si fuera la primera vez que entraba allí. Parecía desorientada, parecía buscar en las paredes (en mis pósters, en mis fotos) el motivo de la existencia humana. O por lo menos, el de la mía. Entré. Me miró y enseguida bajó la vista al ver que estaba en calzoncillos.

—Creciste tanto —dijo incómoda, alzando los ojos un poquito—. Me acuerdo cuando eras así. —Y colocó la mano a la altura de sus hombros.

Y yo me acuerdo de cuando todavía sonreías, quise decirle, pero me quedé callado.

Entonces me di cuenta de que mi celular estaba sobre la almohada y que la pantalla brillaba, encendida. Al instante se apagó. Mamá había estado mirando mis mensajes. ¿No era más fácil preguntarme las cosas a mí? ¿Todo bien, Maximiliano? ¿Me parece a mí o te la comés doblada?

—Perdón —susurró cuando advirtió que la había descubierto—. Sonó y tuve curiosidad... Como casi no hablamos.

Cerré la puerta del dormitorio.

—Este chico... ¿Es Tomás, el amigo de tu hermana?

—Sí.

Ella asintió en silencio.

—¿Hace cuánto que están de novios?

Sus palabras me dolieron. Me dolieron incluso más que el rechazo de mi padre. Qué increíble.

—No estamos de novios. Yo lo quiero, pero no me corresponde.

—Ah...

¿Acaso le entristecía saberlo?

—Por la conversación pensé que estaban de novios...

Agarré el celular y leí su respuesta:

Nunca pensé que encontraría a alguien que me quisiera como soy, que no le molestara mi forma de ser. ¿Querés que salgamos a caminar?

—Bueno, parece que alguien tiene una cita.

Mamá me agarró la cara con las dos manos, me besó en la frente y se levantó de la cama. Justo antes de abrir la puerta dijo:

—Me gusta Tommy.

Y se fue.

Nos encontramos en la fuente de la plaza. Hoy no había ninguna sirena que cumpliera deseos. Tommy estaba sentado en un cantero, escuchando música en el celular. Vestía de nuevo su buzo de Bugs Bunny. Tenía la capucha puesta y las dos largas orejas le caían sobre los hombros.

—Me parece que he visto un lindo conejito —le dije, a modo de saludo.

Levantó los ojos, me sonrió, se sacó los auriculares y los escondió entre su bufanda rosa chicle. Me incliné y lo besé en la mejilla.

—¿Qué escuchabas?

—Jazz. Charlie Parker.

Le alargué una mano y lo ayudé a levantarse.

—¿Y? —me preguntó ansioso—. ¿Cómo fue?

Deduje que se refería a mi salida del armario. Se lo conté todo. El testamento, el hecho de que mi abuelo hablara de mi futuro marido, la desesperación de mi papá al contarnos que mi tío quería revocarlo alegando que mi abuelo sufría de Alzheimer.

—No entiendo cómo se le ocurrió poner eso en el testamento. O sea, ¿era necesario? No dejo de preguntarme por qué lo hizo.

—Parece que quería que salieras del armario —dijo Tommy, pensativo.

Cruzamos la calle rumbo a la peatonal.

—Tal vez quería que vivas tu vida. O sea, que no te casaras con una mujer y que te engañaras...

—Nunca haría eso.

—Por ahí pensó que vos ya habrías salido del armario cuando... cuando él ya hubiese muerto.

—Sí, eso debió ser.

El día estaba nublado y había bastante humedad. Cuando los colectivos pasaban por nuestro lado, las siluetas de los pasajeros se desdibujaban a través de las ventanas empañadas. Las personas caminaban apresuradas con las manos en los bolsillos y los hombros encogidos.

—¿Cómo estás de la tiroides? —le pregunté.

—¡Mejor! —contestó alegre—. Ya no tengo dolores y los valores de T4 y TSH salieron bien.

—Me alegro muchísimo.

Y sí, ¡de verdad que me alegraba! Era increíble que la noticia de que Tommy estaba recuperándose me hiciera sentir mejor que saber que ahora era dueño de un departamento y otro auto. Pero era así. ¿Quién dijo que el amor es racional?

—Entonces, ¿cuándo vas a poder volver a bailar?

—Si sigo así, para septiembre.

—¡Buenísimo! ¡Faltan menos de dos meses!

Me miró, sorprendido por mi entusiasmo. Le pasé un brazo por los hombros y caminamos así por la peatonal. Con timidez, Tommy me pasó el brazo por la cintura. Bajé la mirada y la contemplé ahí, los dedos largos y flacos, las uñas mordidas. Su futuro marido. Algunas personas nos miraban, pero no me importaba. Pasamos por el local de indumentaria deportiva.

—Elegí algo que te guste —le dije.

Se volvió hacia mí, más sorprendido.

—¿Qué?

—Eso, dale, ¡para festejar que falta poco para que vuelvas a bailar!

Sonrió con desgano. Sacudió la cabeza.

—No, Maxi, dejá. No hace falta. Te agradezco.

—¡Dale! —Tiré de él y lo arrastré al interior del negocio—. Te compro unas zapatillas, ¡pero me tenés que prometer que las vas a usar el primer día que vuelvas!

—No, en serio, Maxi. No.

Tiré de él con más fuerza (un empleado nos miró confundido), pero él tiró en dirección contraria y se soltó.

—Maxi, dije que no.

Y salió del negocio.

—¡Tommy! ¿Qué te pasa?

Corrí hacia él, sin entender un carajo. Solamente quería hacerle un regalo para festejar la buena noticia. ¿Era tan difícil de entender? ¿Tan difícil de aceptar?

Tironeé de las orejas de su capucha y él se detuvo.

—¿Estás enojado? ¿Por qué?

Me miró con una pequeña sonrisa y suspiró. Comenzamos a caminar a la par. Una gota me cayó en la frente. Empezaba a llover.

—¿A dónde vamos? —quise saber cuando dobló en una calle para abandonar la peatonal.

—A mi casa.

Me detuve.

—¿Te querés ir? Por lo menos decime qué hice mal, para pedirte perdón —dije con cierta irritación.

—Vamos a mi casa —dijo—. ¿No querés venir?

Lo miré sorprendido.

—Hoy es el aniversario de mis viejos. No están...

No dije nada. No sabía con qué propósito decía eso. Solo sabía que me alegraba. Podríamos estar solos, ¿no?

Doblamos de nuevo y encaramos por una callecita estrecha que desembocó en otra avenida. Las gotas me mojaban los hombros y la frente. Allí estaba el edificio de Tommy, tan lúgubre como siempre. Abrió la puerta de calle y la sostuvo para dejarme pasar. El ascensor era muy lento y tardó un montón en llegar al séptimo piso.

Había seis departamentos por piso y el suyo era el E. Cuando abrió la puerta, nos recibió la oscuridad.

Entramos y Tommy encendió la luz. Nunca había estado en un departamento tan pequeño. Prácticamente habría entrado en el jardín de mi casa. La sala era tan grande como mi dormitorio y la cocina era tan diminuta que la heladera no tenía freezer. Había un balcón, observé, que apenas tendría un metro de ancho.

En la sala había un sofá pequeño de color beige con tres almohadones de diferentes colores, una mesa de madera redonda con cuatro sillas y un viejo modular con una antigua televisión de tubo y un reproductor de DVD. No había equipo de música, ni home theater, ni ninguna consola de videojuegos.

Sonreí. En la cómoda había fotos de Tommy cuando era chiquito. No pedí permiso; me acerqué y agarré uno de los portarretratos. Tommy estaba en un escenario, vestido de marinero, y se sacaba la gorrita con un gesto coqueto.

—Me acuerdo de esa muestra. Estabas relindo.

Tommy levantó una ceja.

—Tenía doce años —replicó.

—Y yo catorce. —Dejé la foto junto a las demás—. ¿Tus viejos?

Su madre, sonriente, abrazaba a su padre con las pirámides de Machu Pichu de fondo. Aun hacía tantos años, su padre era lo que en la jerga gay llamaríamos un oso: un hombre grandote de barba y con pelo en el pecho.

—Esa es de su luna de miel. Ahorraron como un año para poder ir.

Callé. En su luna de miel, mis padres se habían ido de crucero a las islas griegas.

—No te parecés en nada a tu viejo.

Miré las paredes: estaban llenas de dibujos con la misma firma. Su madre. Tenía un estilo similar al del cómic americano, cosa que me sorprendió. Vi una caricatura de él mismo vestido con el disfraz de marinero de la foto. Saylor Tom, decía el dibujo. Tommy tenía en la mano un cetro como el de Sailor Moon.

—Vení, vamos a mi habitación.

Hacía frío en el departamento. No había calefacción como en mi casa. El dormitorio de Tommy era pequeñísimo; la mayor parte del espacio la ocupaba una cama marinera.

—¿Por qué hay dos camas? —le pregunté.

—Me la regaló mi tía —dijo encogiéndose de hombros—. Pero se quedó esperando el otro sobrino.

Tommy debía dormir en la cama de abajo, aprecié, porque la de arriba estaba llena de cosas. Ropa, libros, un viejo oso de peluche, su computadora portátil, la mochila del colegio. Otra televisión de tubo, más pequeña que la de la sala, colgaba en lo alto de una pared. En la mesita de luz había un desodorante masculino, un frasco de perfume y un peine. La habitación tenía una ventana con vistas hacia el edificio de enfrente, pero por allí solo se veía un gran rectángulo gris.

—¿Querés algo para tomar? ¿Gaseosa?

—Dale.

Salió de la habitación y me quedé solo. Me senté en la cama y sonriendo hundí la cabeza en la almohada. Olía al perfume unisex de su dueño. De repente, tenía ganas de masturbarme.

Tommy regresó y me vio allí, recostado sobre su cama. No me molesté en levantarme y él no dijo nada. Me pasó un vaso de gaseosa de naranja y se sentó a mi lado.

—¿Y? ¿Qué pensás de mi casa? ¿Muy fea?

Di un sorbo de gaseosa.

—Es una casa como cualquier otra.

Tommy soltó una risita suave y dejó su vaso en la mesita de luz. Se quitó las zapatillas, se subió a la cama y se apoyó contra la pared. Me quité las zapatillas también. Sonreí. Sus medias eran de diferentes pares: una con dibujos de flores y la otra negra a rayas fucsias. Las mías eran iguales: sobrias y grises.

—Vos tampoco pareces hijo de tu papá —dijo—. Sos muy distinto de él.

Y calló un momento, tal vez pensando qué decir sin ofenderme.

—Gracias —le dije. Me miró con las cejas levantadas—. En serio, es un halago que me digas eso. Una de mis pesadillas es levantarme un día y darme cuenta de que soy como él.

—No sos como él.

Agarró una cobija y se tapó las piernas. Luego la estiró más allá y me tapó hasta la cintura. Aparté la mirada. En mi casa, en invierno, andábamos en mangas cortas y hasta descalzos.

—Te juro que hago todo lo posible para no parecerme a él. A veces es difícil.

Le dije que, de la misma manera en que mi padre se avergonzaba por que yo fuera homosexual, a mí me avergonzaba que él fuera clasista, racista y homofóbico.

Tommy se recostó a mi lado y nos cubrió a ambos hasta el cuello. Me acerqué a él un poquito, me incliné y lo besé en la mejilla. No podía creer que estuviéramos en su casa, en su cama, tapados con su cobija. Cerré los ojos para intentar retener en mi memoria la sensación de su colchón bajo mi espalda, de su almohada bajo mi cabeza; la del calor que se concentraba entre nuestros cuerpos y la manta.

Cuando los abrí, él me miraba.

—¿Por qué me hacés regalos todo el tiempo?

—No te hago regalos todo el tiempo.

—La primera vez que salimos me compraste esas gomitas. Después me pagaste el remedio y cuando te quise devolver la plata no la quisiste. Me invitás a comer... Y hoy me quisiste comprar unas zapatillas. ¿Por qué? ¿Porque soy pobre?

Me incorporé.

—No. No lo hago porque seas pobre o para mostrarte o mostrarles a los temas que tengo plata...

Me miraba atento con esos ojos miel hermosos, con sus cejas apenas fruncidas. Suspiré.

—Me gusta comprarte regalos. Me gusta invitarte a comer. Me gusta. Eso.

Se relamió los labios.

—Pero ¿por qué te gusta?

Suspiré de nuevo. Metí un dedo por un agujerito de la cobija y lo saqué cuando me di cuenta de que estaba agrandándolo más.

—Porque te quiero. —¿Era tan complicado?—. No puedo besarte, tocarte. —No hacemos el amor—. No puedo hacer nada de eso porque no somos novios. Somos amigos. —Lo miré—. Te hago regalos porque es la única forma que tengo de... darte ese amor. Sí, reíte.

Pero no se rio. Apoyó los codos a sus costados. Se incorporó, quedamos a la misma altura. Abrió la boca. Quería decir algo, pero no se animaba. Me miró los ojos y me vi reflejado en ellos. No me moví, solo aguardé. Levantó los brazos, apoyó las manos en mis hombros. Oí el aire escapando por entre sus labios.

Se inclinó hacia mí...

Nuestras bocas se rozaron apenas. Separé los labios y abracé los suyos entre los míos, delicada, suavemente. Y entonces no me controlé más. Lo tomé de la cintura, lo acerqué a mí y sus brazos me rodearon el cuello en respuesta. Caímos de costado sobre la cama, pegados, enredados. Me separé de él por un instante para tomar aire y regresé a su boca, que me recibió de nuevo, caliente y húmeda.

—Te quiero tanto —le dije. Y mi propia voz me asustó. Había sonado como una súplica.

Echó la cabeza hacia atrás, le acaricié el mentón con la nariz y los puntitos de su barba me hicieron cosquillas en los labios. Le besé el cuello, tan suave, tan tibio. Había algo extraño y maravilloso en esa forma de tocar, en tocar con los labios otra piel, como si las sensaciones no fueran las mismas que podía sentir tocando los dedos. Como si fueran más intensas.

¿Y mis dedos? ¿Dónde estaban?

¿Y los suyos?

Lo sentí estremecerse debajo de mí. Deslicé las manos por debajo de su buzo de Bugs Bunny, subí por sus costillas... y él dejó escapar un gemido.

Me aparté y suspiré. Temblábamos.

Apreté los dientes y, sin pensar, me tironeé de la entrepierna del pantalón para acomodar mi inevitable erección. Tommy se dio cuenta y se sonrojó, pero a sus labios se asomó una tímida sonrisita. Con disimulo, se cubrió la cintura con la manta.

Nos erguimos.

Nos miramos.

Era hora de poner las cosas en claro.

—¿Qué fue esto? —le pregunté—. Porque vos sabes lo que siento por vos. Lo mío no es una calentura. Te quiero desde que tengo catorce años y ahora tengo casi diecinueve.

Tommy se apoyó contra la pared y agarró su almohada. La apretó con fuerza contra su pecho.

—¿Qué sentís por mí? —dije.

Hundió los dedos en la almohada. Estaba nervioso.

—No sé. Es todo muy nuevo para mí, Maxi. Imaginate, solo salí una vez con un chico y me dijo que no le gustaba porque soy... así. Quise cambiar, ser más masculino, no pude. Y entonces llegás vos y decís que te gusto como soy...

—Nadie que te ame te va a pedir que cambies —susurré.

—Ya lo sé...

—¿Te gusto?

Movía los dedos de los pies de los nervios. Asintió en silencio.

—Sí, me gustás.

Me acerqué más a él. Le acaricié la mejilla, el cuello.

—¿Qué sentís cuando estás conmigo? —Me apoyé contra la pared y recogí las piernas contra el pecho, imitando su postura—. Te voy a contar lo que siento yo cuando estoy con vos, a ver si sentís más o menos lo mismo. —Sonrió—. Siento que haría cualquier cosa por hacerte feliz.

De repente, se tapó hasta la cabeza con la cobija.

—¿Qué pasa?

—Todo esto que me decís, ¿te escuchás cuando hablás?

Su pregunta me tomó por sorpresa. En un instante, me puse a la defensiva. Le estaba desnudando mis sentimiento y él...

—¿Me estás diciendo ridículo?

—¡No! —exclamó—. ¡Nada que ver! Es que... me hace sentir abrumado. Lo que te dije, Maxi. Yo odiaba mi forma de ser y de repente vos me decís que te gusta. Y no lo decís muy disimuladamente.

—No me gusta, la amo.

Una carcajada aguda se le escapó de la garganta.

—¿Lo ves? Me decís un montón de cosas y yo me quedo helado, sin saber cómo reaccionar. Como la primera vez. Cuando fui a tu cuarto, en las vacaciones.

Por fin, comprendí lo que quería decir. Abrumado, claro. Era tan sencillo como eso. Me sentí un poquito culpable. ¡Se sentía abrumado!

—Eso es porque digo lo que pienso, no le doy vueltas a las cosas.

—Sí, ya me di cuenta.

—Perdoname —le dije, apoyándole una mano en la rodilla—. Voy a tratar de cambiar eso, para no incomodarte tanto.

Nos quedamos en silencio un momento. Suavemente, apoyó la cabeza en mi hombro. Cubrió mi mano con la suya y dijo:

—No, no cambies.



Un secreto

Los padres de Tommy no llegarían a dormir, así que dejé que el tiempo se estirara y se estirara. Y mientras estábamos ahí, en su cama, tapados con su vieja manta y las piernas entrelazadas, entre nosotros se abrió un silencio distinto de cualquier otro. No era un silencio incómodo. En realidad, nos estábamos comunicando mediante nuestros cuerpos. Nuestros pies se acariciaban, nuestras rodillas de tocaban. Acaricié con el pulgar el hueco de la palma de su mano; y él tenía la mejilla apoyada contra mi hombro y yo podía sentir la tibieza de su respiración a través de la tela de mi suéter. Era toda una conversación. En otro idioma, sí, un idioma que estábamos aprendiendo a hablar.

—Contame algún secreto que tengas —le pedí.

—¿Eh? —Creo que había estado a punto de quedarse dormido.

—Eso, un secreto. No importa si es muy boludo. Un secreto que sea tuyo.

Sonrió y se giró, apoyándose sobre los codos.

—Cuando era chiquito... —comenzó—, una nena del jardín me invitó a su cumpleaños. Lo festejó en una pista de patinaje sobre hielo, esa que queda en Belgrano, no sé si alguna vez fuiste. Patinamos toda la tarde. Fue relindo. Había una profesora que nos dio una especie de clase. Hacía piruetas, saltos. Yo nunca había patinado, ni siquiera tenía patines, de ninguna clase. Entonces le dije a mamá que quería patinar, la jodía con eso todo el tiempo. Ella averiguó, pero salía muy caro...

Tommy hizo silencio, tragó saliva. Me di cuenta de que era un recuerdo triste.

—Me explicó que no podíamos pagarlo, pero que cerca de casa daban clases de danza y me anotó en danza clásica. Yo no quería ir, estaba enojado. Lloré todo el camino. Me quedé ahí sentado, mirando a las nenas bailar...

Y, puta madre, estoy llorando. Lloro porque ¿cómo puede ser que el dinero nos impida cumplir nuestros sueños? Llorando en silencio, sin hacer ruido, seguí oyendo su secreto.

—...Y entonces llegó el profesor. Era un tipo. Un chico, bah, tendría tu edad. Pero para mí era un hombre. Tenía cinco años. Me acuerdo como si fuera ayer. Alto, rubio, resimpático. Me levanté y fui con las nenas.

—¿Me pongo celoso?

Tommy me miró confundido.

—¿Por qué llorás? —Me encogí de hombros. Por todo, por la vida. Tommy sonrió, se acercó a mí, me agarró de la cara y dijo contra mis labios—. No llores... ¿No te das cuenta que si no hubiera sido por eso, no nos habríamos conocido?


****


Gente, gracias por leer!!! Espero que les haya gustado el capi y que hayan disfrutado leyéndolo tanto como yo disfruté escribiéndolo :) Si les gustó, los invito a votar; ya saben que eso ayuda mucho a la historia a subir en popularidad y a entrar en el ranking.

Bueno... Estos dos ya son canon, ¿qué pasará ahora? ;)

Y sí, lo del patinaje sobre hielo se me ocurrió por Yuri On Ice, jaja.

Que pasen unas hermosas navidades :D Nos vemos el domingo con un chat.

Besos!!!

Si quieres comprar el libro puedes hacerlo acá:

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