Tentación

By MeguiCrom

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Soy Micaela, tengo todo lo que una mujer podría desear. Mi marido, Bruno Sainz Micheli. Una casa en el lago... More

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Nota!
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45

Capítulo 39

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By MeguiCrom

—Bueno, no me extraña —dijo una voz que me resultaba familiar— Es obvio que su hermana está embarazada, y yo no he visto que lleve anillo. ¡Y qué me dices del padre! Sabía que tenía ciertos... problemas, pero no tenía ni idea de que fuera dipsómano.

Dios mío. ¿La gente usaba ese término, dipsómano? Al parecer, Ana sí.

Estuve a punto de darme la vuelta y dejarlo estar. Durante diez segundos contemplé la posibilidad de irme y ser la chica buena y callada que siempre obedecía con una sonrisa en los labios. Al undécimo segundo, apoyé la mano y abrí la puerta de par en par.

Lo que me encontré fue peor; mucho peor; infinita, extraordinaria e irritantemente peor.

Ana estaba de pie junto al pequeño escritorio situado bajo la ventana. Había sido de la abuela de Bruno, y, aunque no me sentaba en él a escribir normalmente, sí que utilizaba sus cajones para guardar mi correspondencia privada. Las cartas de amor de Bruno, algunas fotos, mi agenda. No como el calendario de la cocina en el que anotaba cosas como citas médicas o un recordatorio de que había que cambiar los neumáticos. Se trataba de un calendario-agenda con espacio para escribir en cada día. Solía hacer anotaciones breves o resúmenes de lo que me había sucedido ese día, unas pocas líneas recordatorias de lo que había hecho o sentido. Hasta ahí llegaba mi capacidad de llevar un diario.

Ana lo dejó en el escritorio cuando entré. La hermana de Bruno, que se estaba comiendo un brownie sin plato en el que echar las migas, que estaban quedando desperdigadas por el suelo, tuvo la decencia de parecer culpable.

—Mica. Hola.

Por un momento la ira me cegó, violenta y cegadora como un rayo. Y dejé de ser la niña buena.

— ¿Qué haces en mi habitación?

—Oh —contestó ella con una risilla nerviosa— Tu hermana Lara nos dijo que había un álbum de recortes de la fiesta que teníamos que firmar.

—Está sobre la mesa del salón.

—Bueno, ella no nos dijo eso —respondió la señora.

—Por eso decidiste venir a ver si estaba en mi habitación.

—Quería enseñarle a mi hija el escritorio. Está interesada en este tipo de muebles. Bruno me dijo que podía venir.

Ni siquiera intenté creer lo que me decía. Ella se tragó el resto del brownie, se limpió las manos con la servilleta y, sonrojada, se acercó disimuladamente a la puerta, pero para salir, primero tenía que apartarme yo, y no estaba por la labor. Tuvo que pasar de costado.

«Cobarde».

—Así que decidiste venir a fisgonear en mi habitación.

Comprendí que no se esperaba que fuera a plantarle cara. Al fin y al cabo, nunca se me había ocurrido rechistar. Claro que tampoco se esperaba que la pillara.

—Estaba buscando el álbum —se defendió ella, irguiéndose con dignidad.

—Y pensaste que estaría dentro de mi escritorio, claro. ¿Te parece que yo lo dejaría ahí? —dije con tono lacónico y brusco, pero sin elevar la voz.

Estaba temblando por dentro, pero conseguí mantener la espalda erguida, las manos estiradas a lo largo de los costados. Me costó un esfuerzo hercúleo no apretar los puños.

—Micaela, no hace falta que te pongas así.

Mi suegra retrocedió ante mi áspera risotada.

—Ya lo creo que hace falta. Dime una cosa, Ana. ¿Te parece que eso es un álbum de recortes?

Ella intentó fugarse. Era de esperar. A nadie le gusta que lo pillen in fraganti y se lo echen en cara. Se habría ganado mi respeto si hubiera admitido que era una fisgona. Si me hubiera pedido disculpas y hubiera admitido que había sido un error por su parte; probablemente me habría apartado para dejar que saliera, pero mi suegra jamás admitía sus errores, particularidad de su carácter que había heredado su hijo.

No llegó a darme un empujón para abrirse paso, por lo que nos quedamos en una especie de punto muerto. Yo era más alta, pero ella, más corpulenta.

— ¿Te parece un álbum de recortes?

Ella negó con la cabeza, testaruda.

—No tengo por qué aguantar que me eches un sermón.

— ¿Por qué no te limitas a responder?

Un violento rubor le subió por la garganta y las mejillas. Me gustó verla así, retorciéndose como una lombriz en un anzuelo. Me gustó ver que había hecho que se sintiera incómoda por una vez.

— ¿Te parece un álbum de recortes?

— ¡No!

— ¿Entonces qué hacías con él en las manos?

Su boca se contrajo, pero no, ella jamás admitiría que hubiera obrado mal.

— ¿Me estás acusando de fisgonear?

—No es una acusación. Creo que es cierto.

Ana torció el gesto en una mueca de desprecio. Estoy segura de que creía que tenía todo el derecho a mostrarse indignada. Cualquier persona habría intentado justificarse, consciente de que había metido la pata.

—Esto es una falta de respeto...

Y ahí fue cuando perdí los estribos por completo. No me habría sorprendido que mi pelo se hubiera convertido en un manojo de serpientes sibilantes que no paraban de retorcerse y escupir veneno.

—No te atrevas a hablarme de falta de respeto. Entras en mi casa durante mi fiesta y violas mi intimidad metiéndote sin permiso en mi habitación. No te atrevas a hablarme del respeto, porque tú no tienes ni idea de lo que es eso.

Debió de ser terrible contemplar mi cólera. Sé que Ana se asustó. Debió de creer que la iba a golpear, pese a que ni siquiera había elevado el tono.

— ¡Intentas dejarme como si fuera una mala persona, y no pienso consentirlo! —exclamó, indignada, con lágrimas de cocodrilo en los ojos.

—No creo que seas mala persona —dije con voz gélida—. Creo que eres inmensamente arrogante y ególatra, y que si de verdad piensas que nunca obras mal, es que, además, eres idiota.

Abrió la boca, pero no le salió nada. Acababa de hacer algo que creía imposible, dejar a Ana sin palabras. Duró poco, sin embargo, pero habló con un tono inconmensurablemente dulzón.

—No puedo creer que me hables de esa forma —dijo con el tono de una mujer empapada en gasolina que está a punto de encender la cerilla. Una mártir.

¿Me equivocaba al pensar que la conversación le estaba proporcionando la misma satisfacción íntima que a mí? ¿Qué le proporcionaba cierto alivio saber que no se equivocaba sobre mí? ¿Qué me había comportado como ella siempre sospechó que era capaz de hacer, que la había tratado fatal y, por lo tanto, el hecho de perdonarme y aceptarme podría interpretarse como un loable acto de caridad? Porque todavía podría haberse salvado a mis ojos si hubiera sido capaz de contenerse.

Pero no. Ella no sabía callarse.

—Supongo que no se puede esperar otra cosa de ti —añadió con el afectado tono santurrón que siempre me daba ganas de vomitar—, teniendo en cuenta la familia de la que procedes.

Era lo último que me faltaba por escuchar. Después de aquello no había marcha atrás posible. Nada de esperar a que se calmaran los ánimos, nada de buscar una manera de arreglar las cosas. No quería saber nada más de ella.

—Al menos en mi familia sabemos comportarnos en casa de los demás. Tú no eres quién para juzgar a mi familia —le dije. La calma con que desprecié su comentario pareció incendiarla más que si me hubiera puesto hecha una furia. No podía defenderse y afrontar el rechazo, como hacía con la rabia—. En mi casa no. Y menos delante de mí. Quiero que te vayas.

— ¡No puedes echarme!

—Te lo diré de otra forma: agarra tu arrogancia testaruda y lárgate de mi casa, fuera. Hoy ya no eres bienvenida. No sé si volverás a serlo alguna vez.

—No... no puedes...

Me incliné sobre ella, no porque quisiera intimidarla, sino porque resultaba más impactante si se decía de cerca.

—Mi vida no es asunto tuyo.

— ¿Micaela? —Las dos nos dimos la vuelta y vimos a Clara en la puerta— Papá va a hacer un brindis.

Se nos quedó mirando con curiosidad. Ana aprovechó para abrirse paso entre nosotras, la barbilla levantada con gesto airado, y se alejó a lo largo del pasillo con un vigoroso taconeo.

—Joder —susurró Clara— ¿Qué le has hecho a la señora Sainz Micheli? ¿Amenazarla con tirarte un cubo de agua?

Las piernas me temblaban después de la confrontación. Me sentía asqueada, pero también más ligera, como si me hubiera quitado de encima una pesada carga. Me dejé caer sobre la cama.

—Digamos que me he quitado un peso de encima.

Clara se sentó a mi lado.

—Parecía como si alguien le hubiera puesto un plato enorme de gusanos y le hubieran dicho que era pasta de cabello de ángel.

—Seguro que le ha sabido así —contesté yo, cubriéndome el rostro con las manos un momento mientras tomaba profundas aunque trémulas bocanadas de aire —. Dios mío, qué víbora es.

—Eso no es nuevo, perdona que te lo diga.

La primera carcajada fue como si me atravesara la garganta una corriente de ácido.

—Creo que esto no me lo perdonará jamás, Clara. Vaya desastre.

— ¿Perdonarte? —dijo Clara, resoplando con desprecio—. ¿Y qué tendría que perdonarte? ¿Por llamarle la atención por mal comportamiento? Mica, no se le hace a nadie un favor dejando que se comporte como un gilipollas.

—Podría haber cerrado la boca. Podríamos haber fingido que no había ocurrido. Pero no pude, Clara. Dios santo. Cuando la vi aquí dentro, no pude contenerme ni un minuto más. Todas las veces que me había echado algo en cara, metiendo las narices donde nadie la llamaba, siempre tan perfecta... Perdí los estribos.

— ¿Qué coño ha hecho esta vez?

Se lo conté.

— ¡No! —exclamó Clara, fascinada a la vez que horrorizada.

—Sí. No sé cuánto había leído cuando llegué, pero estaba claro que lo estaba leyendo.

— ¡No jodas! —exclamó Clara, sacudiendo la cabeza—. ¿Y no le atizaste un sopapo?

—No pensaba atacarla físicamente, Clara.

Se tapó la boca con la mano un segundo mientras miraba hacia el escritorio.

—Pues yo le habría dado una bofetada.

—Clara —dije, riéndome con más naturalidad esta vez.

—En serio. No me extraña que te cabrearas. Víbora entrometida.

—Sí, bueno, lástima que no se le hubiera ocurrido cerrar con cerrojo para que no la pillaran. A menos que de verdad crea que tiene todo el derecho del mundo a registrarme los cajones, no sé —comenté, contándole el resto.

— ¿Y tuvo la desfachatez de insultar a nuestra familia? —dijo Clara, indignada —. Espera y verás cómo me meto yo en sus asuntos.

—Dios mío, no —dije yo, soltando otra carcajada.

Ella también se rió.

— ¿De verdad? No merece la pena. Es una mujer de lo más irritante, Mica.

—Es la madre de Bruno.

—Pues que cargue él con ella.

Puse los ojos en blanco, pero no dije nada.

—Vamos, seguro que nos estamos perdiendo el brindis —dije, poniéndome en pie.

—No creo que sea tan grave. Están todos de pie, brindando. Está todo el mundo como una cuba. Además, Sean lo está grabando todo en esa preciosa video-cámara que ha traído. Podrás verlo todo en color cuando te apetezca.

Me deje caer en la cama otra vez con un gemido.

—Dios mío. ¿Cuándo se acabará este día?

—Se acabará en algún momento —dijo mi hermana, simplemente.

Aguce el oído para ver si captaba alguna voz, pero no se oía nada.

— ¿Cómo he podido estropearlo todo tanto, Clara? ¿Puedes decírmelo?

—Le has cantado las cuarenta a tu suegra. No es para tanto.

La miré y me enderecé un poco en la cama.

—No me refiero a eso.

—Ah —dijo, asintiendo al cabo de un momento—. Te refieres a Paio.

—Eso también, sí.

— ¿Es que hay más? —preguntó con una sonrisa de oreja a oreja—. Madre, mía, hermanita. Sí que guardas secretos.

Estaba muy cansada. De todo.

—Clara, tú no te acuerdas del verano que mamá se fue de casa. Eras demasiado pequeña. El caso es que se fue y te llevó con ella. Tú no sabes todo lo que ocurrió... —el nudo de la garganta no me dejaba continuar. Tragué con dificultad.

—Sé algo. Lucia y Lari me ha contado algunas cosas. Tú nunca dijiste nada — dijo—. Pero... estoy segura de que fue desagradable, ¿verdad? Quiero decir que... las cosas nunca fueron agradables.

—Antes sí. Al principio no bebía tanto. Mamá y él no se peleaban. Antes de aquel verano no estaba tan mal.

Levantó las rodillas y las rodeó con los brazos.

—La barriga me molesta —dijo, relajando un poco la postura—. Papá es un borracho, Mica. Ésa es la verdad.

—Pero empeoró cuando mamá se fue —contesté, poniéndome una almohada sobre el regazo—. Nunca le conté a mamá lo del día que salimos con la barca y nos pilló la tormenta. Que estuvimos a punto de ahogarnos porque estaba demasiado borracho para controlar la embarcación. Si se lo hubiera dicho, tal vez se habría quedado, y él habría podido recuperarse un poco. Olvídalo. No he dicho nada.

Clara me miraba con los ojos muy abiertos y húmedos. Los labios, pintados de un recatado tono rosa, le temblaban y se le curvaban un poco hacia abajo.

—No puedes echarte la culpa por las cosas que él o ella hicieron. Ocurrió hace mucho tiempo, y no eras más que una niña. No estaba en tu poder arreglar nada.

—Lo sé, lo sé —dije yo, hundiendo los dedos en la mullida almohada—. Pero como siempre me decís, yo soy la única que siempre ha podido tratar con él.

—Oh, Mica —dijo Clara—. No te fustigues.

—He leído mucho al respecto —le dije—. El alcoholismo es una enfermedad. No es culpa mía, ni tuya ni de nadie. No fui yo quien lo empujó a beber. Lo sé.

—Pero tienes que creerlo —me susurró, tomándome la mano. Nos miramos.

—Sí —dije finalmente—. Ésa es la parte más difícil. A veces pienso que si le hubiera contado a mamá lo que pasó aquel día, se habría quedado. Él no se habría hundido como lo hizo. Se habría quedado en vez de ir a cuidar de la tía.

Clara entrelazó los dedos con los míos.

—No se fue a casa de la tía, Mica.

Creía que no había oído bien.

— ¿Qué?

Clara sacudió la cabeza.

—Aquel verano no fue a casa de la tía. Es lo que te dijo todo el mundo, pero no era cierto.

— ¿Y adónde... adónde fue? —pregunté yo, mirándola atónita.

—Fue a casa de un tal Barry Lewis —contestó Clara, incómoda. Era la primera vez que la veía así—. Tenía una aventura con él. Aquel verano abandonó a papá. Tenía intención de divorciarse de él.

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