Cuando murió Harry quise hacer algo especial por él. La guitarra que me había regalado mi padrastro, pero la cinta del video en la que un tipo pasado de moda me intentaba enseñar a tocarla me la había regalado él, y una guitarra sin alguien que te enseñe a usarla, es tan útil como jugar un partido de baloncesto con una pelota de cristal.
Quería tocar su canción preferida en el entierro. La canción preferida de Hary era: Shine On You Crazy Diamond, de Pink Floyd.
Ensayé cuanto pude. La noche previa al entierro ni siquiera dormí. La pasé en vela intentando sacar notas musicales de aquel objeto endiablado que se negaba a obedecerme.
En la última reproducción de la película, en el último agónico intento, hasta el profesor, hasta su chaleco y sus ajustados vaqueros, parecían estar agotados.
Mi madre me despertó a las siete de la mañana y entró a mi cuarto. Me descubrió allí, sentado sobre la cama derrotado; con la guitarra tirada en el suelo, como si la acabaran de arrojar desde un avión de abastecimiento.
Me miró en silencio durante unos segundos y no necesitó hacer ni una sola pregunta para entender mi derrota.
-No tienes que hacerlo si no quieres –dijo.
-Lo sé –dije yo.
-Quizá llueva –dijo ella- el día está gris. No creo que sea buena idea sacar la guitarra a la calle si llueve.
-Es cierto –me limité a responder.
Harry fue enterrado a las doce del mediodía bajo un radiante sol.
Todos los asisntentes se despidieron de la caja de madera que cobijaba el cuerpo inerte de Harry entre lágrimas.
No sonó música.
Nadie pareció echarlo en falta