No es ella

By Alejandro_Plaza

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¿Hasta dónde serías capaz de llegar por lo que más te importa? El inspector de policía Carlos Morales no ha t... More

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9

Capítulo 3

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By Alejandro_Plaza

Comisaría de Policía - Distrito Tetuán, 13.03.16 - 12:47h

Carlos no tenía ganas de hablar con nadie. Recostado sobre la silla de la oficina, pensaba en la monumental cagada que había protagonizado esa misma mañana y en las implicaciones de lo sucedido. Se habían equivocado de víctima, eso era un hecho. Pero la verdadera hija de aquellos pobres padres, aparentemente, había desaparecido y eso también era un hecho. ¿Quién sería tan hijo de puta de elaborar un escenario tan macabro? Carlos no sabía qué pensar. Era evidente que no se trataba de un suicidio, por tanto, sólo quedaba la opción de asesinato. Quién lo hubiera hecho parecía tenerlo todo muy bien orquestado. La llamada al 112 alertando del falso suicidio había sido sólo el catalizador de la reacción. Cada vez que se acordaba de los gritos de aquella madre se le ponían los pelos de punta. La víctima no era su hija. ¿Qué diablos significaba eso? ¿Qué mente psicópata se molestaría en montar un suicidio falso, pero con una víctima real? No lo comprendía. Llevaba años trabajando en homicidios. Años bebiendo de la inquina humana, saboreando lo peor de la sociedad, pero aquello era distinto. Ésa había sido la primera vez que un asesinato le había dejado sin palabras. La segunda si contaba su propia experiencia personal. En aquella ocasión había perdido la capacidad de hablar a causa de una bala en la boca de su estómago. Y no a causa de ningún asesino anónimo; no, fue su propio padre, y su locura.

Carlos repasó sus últimas notas. Había sido una mañana intensa. Una muerta y una desaparecida: Amaia Martínez Poza. De la muerta, nada se sabía de momento. El juez había ordenado el levantamiento del cadáver y había sido trasladada al Anatómico Forense para su posterior autopsia, programada para mañana a las 10:00 am.

Como una única pista, Carlos contaba con la pulsera Biohealth que reposaba en una bolsita de plástico encima de su mesa. La sacó de su envoltorio y le echó un vistazo rápido, fijándose en el número de serie de la parte interior.

— 148635 —leyó.

Por instinto, se desabrochó la que llevaba puesta y comprobó su número. Sorprendentemente, el suyo era justo uno mayor: 148636.

"No es posible", dijo para sí. ¿Qué probabilidades había para algo así? Había comprado esa pulsera ayer mismo y resultaba que, de alguna manera estaba relacionada con la de la víctima. Era demasiada casualidad. Tenía que ser una señal. Pero ¿una señal sobre qué? ¿Qué tenía que ver él con todo eso? Necesitaba averiguarlo. Solo. Todavía no se lo podía contar a Marcos, no hasta saber más del asunto.

Se metió en internet y buscó la página web de Biohealth. No sabía si podría entrar únicamente con el número de serie, o si existía alguna manera de recuperar la clave con tan poca información. Pero, en cualquier caso, merecía la pena investigarlo. Nada más abrir la página, apareció una foto enorme de una chica de sonrisa preciosa, enfundada en unas mallas negras ajustadas, corriendo montaña arriba por una carretera vacía. Había un eslogan justo en medio que rezaba:

"Biohealth, llevamos el deporte hasta la última cumbre"

Sin ser muy consciente de ello, e ignorando el eslogan, Carlos se quedó embobado mirando a la muchacha, comiéndosela con los ojos. Era realmente espectacular. Tardó unos segundos en reaccionar, hasta que se fijó en el margen derecho de la pantalla. Allí había un pequeño formulario que invitaba a introducir el usuario y la contraseña. Evidentemente no tenía ninguno de los dos, así que optó por pinchar en la pequeña frase que venía debajo: "He olvidado mi usuario y/o contraseña" . Al hacerlo, se abrió otra página con otro formulario con muchos más campos que el primero. Ojeó las distintas alternativas sin resultado. Algo que, por otro lado, era lógico. Disponer de tan poca información no era suficiente para entrar en el perfil de la chica. Defraudado, cerró la página y, justo en ese momento, se dio cuenta de lo estúpido que había sido. No le hacía falta entrar en Biohealth con el usuario de la chica, bastaba con acceder a los datos de la pulsera con su propio usuario. Era algo que no había hecho nunca, pero, por alguna razón, estaba seguro de que funcionaría.

Volvió a abrir la página y, esta vez, apareció la imagen de un hombre joven y atlético, nadando en el mar. No perdió ni dos segundos con él e introdujo sus propios datos de acceso. En seguida la pantalla le dio la bienvenida. Nervioso, cogió un cable USB del escritorio, abrió la bolsita de plástico, tomándose la precaución de enfundarse previamente unos guantes de látex, y enchufó la pulsera al ordenador. Éste tardó unos momentos en reconocerla, pero al cabo de unos minutos, en la web saltó un aviso que le invitaba a actualizar su perfil con los nuevos datos de la pulsera.

—¡Bingo! —gritó de emoción. Estaba solo en el despacho. Su compañero se había ido al Anatómico Forense para seguir los progresos de la autopsia.

Carlos pulsó el OK y, al momento, la pantalla mostró un cuadro resumen con los datos registrados.

—Funciona —volvió a expresar en alto.

Se fijó directamente en el mapa del último trazado realizado, ignorando los gráficos de velocidades, altitudes y demás información irrelevante en ese momento. Ansioso, lo desplegó. Se trataba de una zona en La Pedriza, en la sierra de Madrid. Carlos se extrañó. El mapa mostraba un único punto. No se trataba de ningún recorrido. O había un error de sincronización o claramente era una señal. Aquello era una buena pista que seguir. Satisfecho, cerró la aplicación. Volvió a guardar la pulsera en su bolsa, se quitó los guantes y cogió las llaves del coche. Antes de hablar con Marcos tenía que saber qué había en aquel lugar.

***

La carretera M-601 estaba atestada de coches. Afortunadamente, la mayoría en dirección opuesta a la que él llevaba. Todo el mundo volvía a sus casas, después de un duro día de trabajo. Menos Carlos, que todavía tenía mucho por hacer. Al final, se le había hecho más tarde de lo previsto. En aquellos días, anochecía muy pronto y no era muy recomendable adentrarse en la montaña en esas condiciones, pero no le quedaba más remedio si quería averiguar algo antes de que sus compañeros se enteraran. Le daba muy mala espina el asunto de la pulsera. Por más que lo pensaba, menos sentido le veía. ¿Por qué los números correlativos?

Carlos aceleró su Opel Astra, pasando holgadamente la velocidad permitida. Si le multaban, ya tendría tiempo después de dar explicaciones.

Llegó a Manzanares el Real justo cuando el Sol empezaba a ocultarse tras las montañas. Tomó la desviación hacia La Pedriza y se encontró de bruces con la barrera de la garita de seguridad. Estaba cerrada. Tuvo que mostrarle la placa al agente forestal que estaba de servicio e informarle que se trataba de un asunto policial. El hombre no puso demasiados impedimentos, ansioso por acabar su turno. Se limitó a advertirle con desgana sobre los peligros de adentrarse en la montaña a esas horas.

Carlos ignoró, amablemente, los consejos del guarda. Asintió con la cabeza y siguió su camino. Aparcó en Canto Cochino, se enfundó en un abrigo grueso, cogió su mochila y empezó a caminar por "La Autopista", el camino más famoso de La Pedriza. Afortunadamente, lo conocía bien. Había subido unas cuantas veces allí, aunque, evidentemente, siempre de día. El crepúsculo estaba cerniéndose demasiado rápido y las raíces del suelo y las piedras empezaron a tomar un aspecto fantasmagórico. Carlos pensó que no había sido tan buena idea haber subido solo después de todo. Pero no se quería echar atrás. El punto que marcaba el GPS estaba relativamente cerca. Por la distancia, dedujo que se trataba del chozo Kindelán, uno de los refugios con más historia de toda la Sierra del Guadarrama. Sólo había estado allí una vez y sabía que no era fácil dar con su ubicación. Aun así, no se desanimó. Tenía el GPS, una mochila cargada de provisiones y pilas suficientes en la linterna.

Una hora más tarde, con el frío extendiendo sus tentáculos por dentro de su abrigo, por fin encontró el dichoso refugio. Había tenido que hacer una pequeña trepada en unos riscos y, tras unos matorrales que con el anochecer se semejaban a una cascada negra, apareció.

Se trataba de un chozo pequeño, que aprovechaba una oquedad en la roca y al que le habían construido una pared frontal. El techo lo formaba un peñasco enorme con forma de sombrero de medio lado. Resultaba interesante, aunque no a la luz de la linterna que, al contacto con las piedras, formaba sombras grotescas.

—Vamos, Carlos. No te vayas a acojonar ahora —se animó.

Carlos se acercó a la entrada. No se escuchaba ni el murmullo del viento. Estaba en medio de la naturaleza, sin nadie alrededor en muchos kilómetros a la redonda. Hacía mucho tiempo que no experimentaba una sensación parecida. Acostumbrado al bullicio de su piso de Madrid, aquello se le antojó extraño.

Miró por última vez el móvil para asegurarse de que estaba en el sitio correcto. El GPS le confirmó el dato. Su posición coincidía con el punto registrado en la pulsera. No había duda. Aquello que viniera a buscar estaría dentro de aquel maldito lugar.

Apartó la tela roída que hacía las veces de puerta y entró. La linterna fue mostrándole pequeñas porciones de realidad: una mesa de madera, con evidentes signos de carcoma; un juego de utensilios de cocina en una balda envueltos en una telaraña; abundante basura por el suelo, compuesta por botellas vacías de whisky barato, colillas, bolsas de patatas y un par de botes de pintura para grafitis; algo de leña apilada en una esquina y los restos de lo que parecía una barbacoa. Al ver los restos de ceniza, Carlos sintió un escalofrío al instante. Se acercó hasta allí y se agachó. Todavía conservaban cierto aroma a carne tostada. En su cabeza apareció de repente la imagen macabra de un cuerpo calcinado. Trató de recomponerse y pensar objetivamente. Lo más probable era que se tratara de una simple fogata hecha por chavales. Se habrían pasado la noche de juerga, bebiendo, fumando y cocinando unas cuantas pancetas. Eso era todo. Nada de un asesinato perpetrado por una mente perturbada. Aunque no tenía más remedio que asegurarse. Se agachó, se metió la linterna en la boca, se enfundó en unos guantes de látex y, con un palo pequeño, escarbó entre las cenizas. Pronto encontró un prometedor trozo de carne chamuscada. Lo metió en una bolsa de plástico y se lo guardó en la mochila.

Al incorporarse de nuevo, echó otro vistazo alrededor. Allí tenía que haber algo más, alguna pista más sólida que los restos visibles de una hoguera. No podía ser tan sencillo. Pero, por más que miraba, no encontraba nada sospechoso. Además, no se iba a poner a catalogar cada trozo de mierda esparcida por ahí. Eso era trabajo de otros.

Decidió marcharse un tanto decepcionado. Había oscurecido por completo y estaba empezando a ponerse nervioso. La bajada no le iba a resultar sencilla.

Abrió de nuevo la tela y, justo en el momento de poner el primer pie fuera, tuvo una corazonada. Un brote de lucidez.

"¡Los botes de pintura!", pensó.

Se giró y alumbró a la pared de piedra del fondo. Allí no había ni un solo grafiti dibujado. Apuntó al techo y a las otras paredes con idéntico resultado.

"Qué extraño", pensó.

Se acercó a la basura y cogió uno de los botes. Lo agitó. Las dos bolitas de su interior produjeron un melódico tintineo. Estaba vacío. Sin embargo, ¿dónde estaba la pintura? Estaba seguro de no haber visto ningún grafiti en su ascensión. Le dio la vuelta al bote y leyó la etiqueta con atención.

—Pintura fluorescente —expresó en alto—. Será posible... Así que era eso —continuó, sorprendido.

El corazón empezó a latirle con fuerza. Lo tenía delante de las narices y ni siquiera lo había visto. Volvió a alumbrar a la pared, pero la piedra le respondió con indiferencia. Aquello no servía y no había traído una linterna de luz negra. No podía ser. Tenía que hacer algo. Tener la pista tan cerca y tan lejos a la vez le estaba poniendo histérico. Entonces tuvo una idea. Se quitó la mochila y esparció sin miramientos su contenido encima de la mesa. Estaba seguro de haber traído algo que pudiera valerle. Revolvió entre las cosas hasta que, al lado de la cantimplora, debajo de la camiseta de repuesto, lo encontró.

—¡Aquí estás! —se alegró al agarrar entre sus manos un rollo de celo.

Del bolsillo pequeño de la mochila sacó un rotulador. Era azul oscuro, perfecto para lo que pretendía hacer.

Se sentó en una de las sillas y se puso la linterna entre las piernas. No quería apagarla por no quedarse a oscuras, pero la luz directa le dañaba la vista. La apuntó un poco hacia fuera y procedió con la operación. Cortó un trozo de celo y lo pegó en el borde de la linterna, por el lado de la bombilla. Después cogió el rotulador y pintó sobre él. Repitió el proceso unas cuantas veces. No estaba seguro de cuantas. Estaba nervioso y a la vez emocionado. Cuando se sintió satisfecho se levantó. La linterna ya no alumbraba con la misma intensidad que antes, pero no le importaba. A veces, lo que se busca se oculta entre las sombras. Levantó lentamente el foco, apuntando directamente hacia la pared del fondo y, entonces, unas letras aparecieron como por arte de magia. Antes de desplomarse en el suelo, las leyó con voz entrecortada:

"Todos llevamos un demonio en el interior"


FIN Capítulo III.

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(Disponible en Kindle Unlimited para leer sin coste para usuarios registrados)

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