Parente

By EstherVzquez

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Mercurio renace tras el Gran Colapso que lo llevó a la destrucción hace más de cien años lleno de incognitas... More

Parente
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Epílogo

Capítulo 4

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By EstherVzquez

Capítulo 4

Los obreros del tercer turno ya salían de sus habitáculos en dirección a las minas cuando el tren en el cual viajaba Aidur Van Kessel alcanzó la estación de Nifelheim.

Habían sido doce largas horas de viaje las que había tenido que hacer para llegar a la ciudad más alejada del núcleo del planeta, pero había valido la pena. Durante todo aquel tiempo, con la mirada fija en su propio reflejo de la ventana, Aidur había rememorado una y otra vez los magníficos años que había pasado en aquella ciudad.

Todo había empezado cuando, dieciocho años atrás, su madre Rowena Van Kessel había sido asesinada ante sus propios ojos. En aquel entonces, siendo tan solo un niño de doce años, Aidur no había tenido la capacidad de reacción necesaria como para enfrentarse a los atracadores que acababan de llevarse la vida de su madre a punta de navaja. Sencillamente, tal y como en muchas otras ocasiones había sucedido, el niño había contemplado con los ojos encharcados en lágrimas como el filo del arma de uno de ellos se hundía en el pecho de su madre para robarle los míseros doce oros que llevaba en la cartera y la cadena de plata que siempre había llevado colgada al cuello. Aidur la había visto caer, gemir de dolor en el suelo mientras sus ropas se teñían de carmín y, finalmente, morir.

Y tan solo entonces, con el cuerpo ya inerte en el suelo, tumbado sobre su propio charco de sangre, había logrado arrodillarse a su lado y tomarle la mano.

Nada más.

A partir de entonces, ya a cargo de los servicios sociales, Aidur había sido enviado desde Bemini a la lejana ciudad de Nifelheim, lugar en el que, siguiendo los trámites burocráticos establecidos, había entrado en un orfanato.

El mismo orfanato que, tras abandonar la estación, encontró al otro lado de la avenida tal y como recordaba: en perfecto estado y lleno de vida gracias, en parte, a las importantes cantidades de dinero que mensualmente le destinaba.

Aidur no había pasado demasiados años allí, pues cuatro años después, con dieciséis, había logrado entrar en Tempestad de la mano de Jared Schreiber, pero recordaba aquel periodo con especial cariño. Recordaba las discusiones con las cuidadoras cada vez que, tras escaparse, Kaiden Tremaine le traía de regreso asegurándole que era lo mejor para todos; las horas en el tejado, intentando dilucidar como sería un cielo estrellado; las charlas a media noche hasta el amanecer; las excursiones a la reserva...

Desde entonces habían transcurrido muchísimos años, pero los recuerdos nunca habían dejado de acompañarle. Para muchos, la infancia era una etapa a olvidar debido a las pésimas condiciones de vida planetarias. El hambre y la enfermedad se habían llevado por delante a demasiados destruyendo así la vida de muchos niños. Para él, sin embargo, incluso a pesar de las pérdidas que, como cualquier otro, había sufrido, aquellos años habían sido muy especiales.

Los años más felices de su vida.

Thom nunca le creía cuando hablaban de ello. Desde su óptica, la vida que por aquel entonces llevaban gracias a las facilidades que el pertenecer a Tempestad les ofrecía no era comparable a aquellos desastrosos años en los que tantas penurias y hambre habían pasado. El poder dormir bajo techo en camas cómodas y limpias o el comer caliente a diario había cambiado su concepto de vida. Para Aidur, sin embargo, aquello no eran más que simples detalles. Ciertamente eran muy afortunados al poder gozar de tantísimas comodidades. Pocos hombres disponían de aquella posibilidad en el planeta. No obstante, incluso así, Aidur seguía prefiriendo aquellas largas jornadas en compañía de sus dos mejores amigos en las que la diversión se basaba en soñar con el futuro.

Y precisamente por ello, porque había sido demasiado feliz, evitaba tanto la ciudad. Aquel lugar despertaba en él demasiados buenos recuerdos.

Tras un largo paseo por las afueras de Nifelheim, Aidur contrató a un tirador para que le llevara hasta el lejano barrio de las Aguas. Subió a la parte trasera del vehículo, un sencillo trineo de madera cuyas ruedas estaban ya demasiado usadas como para no traquetear, y una vez acomodado en el frío y duro asiento, pidió al tirador iniciar el viaje. Inmediatamente después, al frente del trineo, ocho canes tan delgados y enfermos que difícilmente lograban mantenerse con vida empezaron a correr por el suelo de piedra.

Nifelheim era una ciudad de altos edificios oscuros inscritos en la piedra cuya única fuente de iluminación eran las miles de antorchas encendidas que había repartidas a lo largo y ancho de sus calles. En la ciudad, las fuerzas de control policial no tenían apenas cabida. Después de tantos años viviendo al margen del Reino, tras el Gran Colapso, en Nifelheim se había creado una organización formada por los propios convecinos que se encargaba de la seguridad en sus calles. La organización no estaba reconocida por el gobernador, el cual, elegido por el consejo planetario, no era demasiado popular, pero no había sido prohibida. Sus tradiciones, cultos y demás peculiaridades, sin embargo, no habían sufrido tanta suerte. No obstante, incluso así, era un secreto a voces que los nifelianos seguían celebrando sus ceremonias y demás tradiciones clandestinamente.

Durante sus años en la ciudad, Aidur había aprendido mucho sobre la cultura nifeliana gracias a Kaine Tremaine, el padre de Tanith, y librepensador muy popular en la zona. Gracias a él, el Parente había logrado visitar la reserva que había en la superficie del planeta, disfrutar de sus festividades y empaparse de su sabiduría.

Kaine le había enseñado el misticismo de su mundo, sus secretos y misterios, pero también le había abierto los ojos respecto a su situación. Ciertamente, Nifelheim era distinta al resto de ciudades de Mercurio; sus gentes y tradiciones eran especiales, pero parte de su ideología era peligrosa. Las creencias de aquellas gentes, aunque inofensivas en apariencia, estaban demasiado alejadas de las creencias del Reino como para no ser controladas.

Claro que, habiendo otros Parentes en el planeta, no iba a ser él quien se encargase de ello. Después de todo lo que aquel pueblo le había dado, Van Kessel se negaba a denunciarles o perseguirles. No era justo. Lamentablemente, el que Adam, casado con una de sus habitantes, compartiese parte de su ideología tampoco les ayudaba en exceso.

Sea como fuera, Van Kessel no estaba en la ciudad precisamente para dilucidar sobre el destino de sus habitantes ahora que tan cerca estaba la auditoría. El motivo de su visita era claro, y pronto, en apenas unos minutos, lo llevaría a cabo.

Alcanzado el barrio de las Aguas, Aidur pagó la carrera al tirador y se encaminó  hacia la antigua tienda de los Tremaine. Durante su infancia, Van Kessel había pasado muchas horas jugando en su interior junto a Tanith, siempre bajo la atenta mirada de su madre, la dulce Maireel Tremaine. Una gran mujer. A partir de su muerte, hacía ya casi quince años, las cosas habían cambiado, pues Tanith había quedado al mando de la tienda, pero incluso así había seguido visitándola con frecuencia.

En ningún lugar había muñecos tan impresionantes como en la tienda de los Tremaine. Además, Kaine le pagaba cada vez que lograba traer alguna pieza nueva por lo que Aidur no perdía nunca la ocasión.

El Parente recorrió la estrecha callejuela que llevaba a la pequeña plaza donde se hallaba la tienda con paso rápido, tratando de evitar que las gotas de agua que caían de las prendas colgadas entre edificio y edificio le alcanzaran. Una vez en la plaza, Aidur volvió la vista en derredor para comprobar que los negocios de toda la vida seguían en el mismo lugar: el chatarrero y el zapatero seguían abiertos; la tabacalera, en cambio, había cerrado.

Aidur pasó junto a la gran efigie que decoraba la plaza y se detuvo junto a la puerta de entrada de la juguetería. Pegados al escaparate, con las narices apoyadas en el cristal, un par de niños de aspecto sucio y harapiento contemplaban con devoción los más extraños y perturbadores muñecos de todo Nifelheim.

—Hay cosas que nunca cambiarán —murmuró al recordarse a sí mismo junto a Thom en aquella misma posición, delante del escaparate, y se adentró en la tienda.

Las campanillas tintinearon al abrirse la puerta. Aidur atravesó el umbral con paso firme, decidido a enfrentarse a aquello que le aguardase con determinación, y se adentró en la tienda. Al otro extremo de la sala, sustituyendo a la dueña con más de dos metros de altura y la envergadura propia de un toro, Harald Ford, el hijo del vecino de los Tremaine, aguardaba tras el mostrador.

Ambos se reconocieron al instante. Ni tan siquiera las barbas y melenas pelirrojas que ahora lucía el hijo de Graham Ford lograban disimular las ocho cicatrices que el propio Aidur le había dejado en la cara años atrás en uno de sus duelos.

—Van Kessel —exclamó Harald visiblemente sorprendido ante su aparición. En contra de lo habitual, el hombre ni tan siquiera se molestó en salir del mostrador para darle la bienvenida. En Nifelheim las cosas no funcionaban como en el resto de Mercurio—. Quién te ha visto y quién te ve: menudas pintas. Hasta pareces alguien.

—Soy alguien.

—Eso he oído. —El hombre cruzó los brazos sobre el pecho, a la defensiva. Nunca le había gustado Van Kessel en exceso—. Siempre dije que eras un tipo con suerte. En fin, ¿qué haces aquí? Todos los papeles están en regla.

Aidur le mantuvo la mirada durante solo un instante, sorprendido ante lo que veía en sus ojos. Comprendía que las gentes de a pie viesen en él a lo que realmente era: un agente de Tempestad dispuesto a descubrir hasta el más oscuro de sus secretos. No obstante, aquello era distinto. Después de tantos años de convivencia vecinal, ¿realmente pensaba que había acudido a la tienda para hacer un simple registro?

¿Para asegurarse de que cumplían la ley?

Obligándose a sí mismo a mantener la calma, Aidur avanzó hasta el mostrador y lanzó una fugaz mirada a la silenciosa trastienda.

Todas las luces estaban apagadas.

Aquello no tenía buena pinta.

—¿Dónde están?

—¿Quién?

—¿Quién coño va a ser? ¡Tanith y el crío! ¿¡Dónde demonios están!?

Ante la evidente falta de colaboración de Harald, Aidur salió de la tienda y se encaminó al portal contiguo. Abrió la puerta de entrada de una brusca patada que hizo resonar el metal del marco por toda la plaza y se adentró en el edificio. Ante él, tenuemente iluminadas por un único globo lumínico que colgaba del techo sin gracia alguna, se encontraban las escaleras de caracol que conectaban los distintos pisos. Aidur se adentró en ellas, subiendo los peldaños de tres en tres, y rápidamente alcanzó el cuarto piso.

Se detuvo frente a la puerta. La sangre le palpitaba con fuerza en las venas, como si estuviese alterado; como si aquello le importase.

Como si realmente estuviese preocupado.

No podía permitírselo.

Aidur se apoyó de espaldas en la pared e invirtió unos segundos en relajarse a base de respiraciones profundas. No debían verle alterado; no se lo merecían. Ni ella ni él; el niño era otra cosa, pero aquel par de ratas traidoras a las que durante tantos años había considerado amigos no merecían absolutamente nada.

De hecho, ni tan siquiera merecían su presencia allí. ¿Desde cuándo un Parente se molestaba tanto por simples ciudadanos? Tenían suerte de que fuese un hombre de férreos principios; de lo contrario les habría dado la espalda mucho tiempo atrás.

Muchísimo.

Aidur cerró los ojos y se obligó a sí mismo a dejar la mente en blanco. Incluso mereciéndoselo, no podía permitir que la rabia le nublase la razón. Después de todo, ya que había viajado hasta allí, ¿por qué no hacer las cosas bien? ¿Por qué no demostrar que era mejor que ellos?

Podía hacerlo.

Podía y debía hacerlo.

Aidur abrió los ojos, avanzó hasta la puerta y, añadiendo una última y profunda bocanada de aire a su ánimo, presionó el timbre. En su rostro, aunque a regañadientes, se dibujó una sonrisa falsa, pesarosa; preocupada. Inmediatamente después, con el sonido de unos rápidos pasos precediéndole, Daryn Tremaine abrió la puerta.

—¡Parente! —exclamó el niño con voz chillona tras unos segundos de duda. Daryn abrió la puerta aún más, dejando ver así el largo corredor que, tal y como recordaba Aidur, atravesaba la vivienda, y salió al portal a su encuentro—. ¡Sabía que vendría, Parente! Mi madre decía que no, pero yo sabía que sí. Thom nunca viene sin usted.

Van Kessel se dejó llevar. Siguió al niño por la silenciosa y sombría vivienda, un diminuto hogar en el que apenas había espacio para vivir, y no se detuvo hasta que este, anunciando su llegada a voz en grito por toda la casa, le llevó hasta el salón donde Tanith y Thom conversaban.

La rabia se esfumó al instante al ver como ambos se levantaban ante su presencia; él temeroso, ella, en cambio, sorprendida. Aidur se adentró unos pasos en la sala, sintiéndose repentinamente incómodo, y aguardó en silencio a que alguno de ellos rompiese el tenso silencio.

Hacía demasiado que no coincidían los tres.

—Aidur —exclamó Thom al fin, adelantándose unos pasos hacia él—. Sé que debería haberte avisado; que no puedo irme así, pero no tenía otra opción. La situación era complicada. Además, tú tampoco estabas en la Fortaleza ni sabía cuándo ibas a volver por lo que tuve que tomar la decisión. Imagino que estarás enfadado, pero...

—Ya hablaremos de eso —interrumpió él, consciente de que no era ni el momento ni el lugar—. Pero sí, estoy enfadado. Estoy muy enfadado así que te recomiendo que te vayas pensando una buena excusa. Y tú...

Aidur dejó la frase a medias al descubrir que Tanith le estaba sonriendo.

Era demasiado complicado odiarla cuando sonreía de aquel modo.

Prácticamente imposible.

La mujer recorrió la distancia que les separaba, con sencillez, toda naturalidad, y le dio un abrazo, como siempre había hecho. Después, ante la atenta mirada de Thom y Daryn, el cual no quería perderse detalle, le besó la mejilla.

—No esperaba que vinieses, Aidur, pero me alegro. Bienvenido a casa.

Tanith era una atractiva mujer de treinta años de estatura media, esbelta y de hermosos ojos color miel. Su rostro de piel rosada estaba marcado por suaves pecas pardas que añadían dulzura a un rostro ya de por si delicado. Un rostro que apenas había cambiado desde su juventud. Su larga cabellera castaña clara caía en cascada por sus hombros hasta media espalda, lugar en el cual dibujaba unos cuantos bucles dorados. Su mirada, puro oro líquido a ojos de muchos, era guardián de mil secretos jamás revelados; sus labios, en cambio, siempre curvados en una sonrisa, eran pura alegría.

Tanith era, sin lugar a dudas, una mujer de contrastes. Osada y decidida como pocas; Tremaine había sido madre soltera durante los primeros años de vida de Daryn. Sola y desamparada sin la presencia de ningún familiar, pues tanto su madre como su padre habían muerto, la joven había tenido que hacer un gran esfuerzo para sobrevivir. No obstante, nunca había flaqueado. Tanith tomaba todas las oportunidades que la vida le brindaba, dispuesta a ser dueña de su destino, y gracias a ello sobrevivía.

A ello y, por supuesto, a las ayudas que, desde que se casasen hacía ya dos años, Thomas Murray le iba enviando mensualmente en forma de dinero. 

—Creí que esta vez vendría solo.

Tras los saludos iniciales, muchísimo menos tensos de lo que seguramente Thomas o el propio Aidur hubiesen sospechado jamás, el Parente se había quedado a solas junto a Tanith en la sala de estar, un sombrío y deprimente cubículo de apenas tres metros cuadrados en el que todo el mobiliario apestaba a antiguo e inmundo a ojos de Van Kessel. Thom, por petición expresa de Daryn, el cual parecía encantado con la presencia de los dos hombres en su casa, estaba en la celda del muchacho, enseñándole los últimos trucos que había aprendido.

—Yo creí que en este tipo de situaciones te dignarías a llamarme. ¿Sabes cuánto tiempo llevo esperando que suene el maldito receptor?

—Imagino que el mismo que yo.

Con el lejano sonido de la voz de Daryn y de Thom de fondo, Aidur y Tanith disfrutaban de una taza de té afrutado propio de la zona. La cosecha no era demasiado buena; de hecho, era la peor que jamás había probado, pero teniendo en cuenta las circunstancias, a Aidur no le importaba.

Es más, se lo bebía como si fuese el más embriagador de los néctares.

—Me prometiste que llamarías.

—Yo no te prometí nada. Tú me ordenaste que te llamase una vez a la semana, y yo te dije que no era uno de tus sirvientes. Eso fue todo.

—Tanith...

La mujer sonrió con amabilidad, dejando a la vista las quemaduras que la visita de Mellon a la tienda le habían dejado en los labios. De haber bebido el contenido de la taza, a aquellas alturas la conversación no habría tenido lugar alguno.

De hecho, seguramente no estarían ni en la casa.

La mera visión de las heridas logró tensar a Aidur. No era la primera vez que veía a Tanith ensangrentada, pues de pequeños habían sido mil y una las veces que habían acabado rodando por las minas, pero sí la primera con edad adulta.

La visión era realmente inquietante.

—No tiene buen aspecto. ¿Te ha visto un médico? Y no hablo de Thom; un médico de verdad. Conozco a...

—Tranquilo, Aidur, estoy bien. Ya me lo han mirado y todo va bien. Me ha ido de poco, pero el ácido no ha pasado de los labios.

—Ácido... maldito mal nacidos. Daniela me ha explicado algo, pero quiero oírlo de tu boca: ¿qué ha pasado? ¿Quién era? ¿Te acuerdas de su cara? ¿Te dio nombres? Dime todo lo que recuerdes; te juro por mi alma que en cuanto le coja...

—Déjese de juramentos, señor Parente. En el mundo real las cosas no funcionan así; lo más probable es que fuese un simple atracador, nada más. Simplemente no le ha salido bien.

—¿Un atracador?

Van Kessel dejó la taza en la mesa, repentinamente incómodo. A ojos de Tanith, el culpable de tal atrocidad tenía perfil de atracador. Algún ciudadano al límite al que la desesperación había empujado a cometer una locura. Bajo su óptica, sin embargo, el perfil del culpable era totalmente distinto. Un atracador ni disponía de tales cantidades de dinero, ni muchísimo menos de fuera del planeta. Tampoco empleaba ácido para envenenar a sus víctimas, ni vestía con ropas como las que había descrito el niño a Daniela.

Aquel hombre, simple y llanamente, era un profesional. Alguien que había intentado llegar hasta Thomas a través de su punto más débil: su mujer. Por suerte, el plan no le había salido bien. Tanith era demasiado inteligente como para dejarse asesinar tan fácilmente.

Se puso en pie. Más que nunca, la diminuta sala empezaba a ahogarle. Van Kessel necesitaba espacio, necesitaba luz y necesitaba aire puro para poder pensar con claridad.

Atrapado entre aquellos cuatro muros el Parente se sentía encarcelado.

 —Te lo dije: no era una buena idea. Cualquier imbécil al que hayamos rechazado durante las pruebas de selección puede presentarse aquí sin ningún tipo de problema y descargar toda su frustración contigo. Las listas con los nombres de mis colaboradores son públicas, Tanith. Únicamente tienen que investigar un poco para dar contigo.

—Sé que me lo dijiste... —admitió ella con cierta tristeza—. Y sabes cuál fue mi respuesta. Quizás haya sido una equivocación, pero necesitaba el dinero. No sé cómo se ven las cosas desde esa Fortaleza tuya, Aidur, pero aquí, en el mundo real, el trabajo escasea. La gente se muere de hambre, y si realmente no tienen para comer, ¿crees que van a venir a mi tienda a comprar?

—¡Pues deja esa maldita tienda de una vez e invierte el dinero en condiciones! ¡Podrías vivir como una reina! ¿Por qué demonios no lo haces? ¿Por qué insistes en vivir como una miserable? ¿Por qué insistes en hacerlo todo siempre tan complicado?

Lejos de perder la calma, Tanith se acabó el contenido de su copa de un sorbo y se puso en pie también. Mientras que la estancia lograba empequeñecer a Van Kessel, Tremaine parecía enorme entre aquellas paredes. La mujer había logrado hacer de aquella vivienda su propia fortaleza,  y en su interior, era invencible.

—Me pides que invierta vuestro dinero, sí, pero no piensas en las consecuencias —dijo con sencillez—. Yo no creo en tu Suprema, Aidur. No he creído nunca, y no voy a creer ahora. Y dado que no creo en ella, no pienso aceptar su dinero. Prefiero seguir viviendo como una miserable a vender mi alma.

—Oh vamos, no quería decir eso.

—Pero lo has dicho. —Tanith le dedicó una leve sonrisa carente de humor—. ¿Sabes Aidur? Creo que esta casa se le queda pequeña a un Parente. Quizás deberías irte.

Tanith salió de la estancia con el rostro crispado en una inusual expresión de disgusto poco habitual en ella. Era complicado ver a Tremaine molesta por algo. La muchacha siempre parecía tener un motivo por el cual sonreír: se podría decir que formaba parte de su naturaleza. De hecho, ni tan siquiera durante el día del funeral de su padre o de su madre había perdido la sonrisa. Las lágrimas caían por su rostro dibujando arcos alrededor de sus labios curvados.

Para los nifelianos la muerte no tenía el mismo sentido que para el resto de curianos.

En aquel entonces, sin embargo, víctima de la mezcla de emociones y situaciones vividas en las últimas horas, la mujer no había podido evitar que el nerviosismo la venciese.

Aquello último había sido demasiado.

La mujer recorrió el pasillo central que atravesaba todo su habitáculo hasta alcanzar la última puerta. A través de esta, tras recorrer una pequeña sala, se salía a un estrecho balcón que se extendía a lo largo de toda la fachada. Tanith salió al exterior con paso firme, pasando de lado por la estrecha puerta. Una vez fuera, apoyó los brazos sobre la alta barandilla y dejó escapar un largo suspiro. Ante ella, teñidos de bruma y neblina, los edificios se alzaban en la piedra como las tumbas en los cementerios.

Aidur tardó tan solo unos instantes en unirse a ella. Por el camino, guiado por la dulce voz del niño, el Parente había decidido detenerse unos instantes en la puerta para comprobar a qué se debían tantas carcajadas.

Thom habría sido un gran padre.

Poco después, sin atreverse a intervenir en la conversación, pues más que nunca se sentía fuera de lugar, acudió a la terraza. Tanith se apartó unos pasos para dejarle espacio y, juntos, tal y como habían hecho centenares de veces en aquel mismo lugar, contemplaron la inmensidad de la ciudad de piedra.

Aquel día el aire era prácticamente irrespirable.

—Ha crecido.

—Es lo que tiene ser un niño; crece y crece sin parar.

—Se está poniendo guapo.

—¿Será porque cada vez se parece más a su padre?

Ambos se volvieron hacia la ventana tras la cual se hallaba la celda donde Thom y Daryn jugaban. Ciertamente, con cada año que pasaba, el niño se asemejaba más y más a su padre. Tanto que, pronto, sería inevitable que empezasen a sacar parecidos.

Parecía mentira que tan solo dos años atrás hubiese sido tan parecido a Tanith. El cambio, aunque lógico en niños tan pequeños, era impresionante.

—¿Te preocupa?

—¿Preocuparme? —Aidur dudó por un instante, pero rápidamente sacudió la cabeza, quitándole importancia. En su vida no podía haber ningún tipo de duda—. No, tranquila. Está todo bien.  

—No esperaba otra respuesta —Tanith sonrió débilmente, recuperando así parte de su habitual buen humor—. Por cierto, espero que no seas muy duro con Thom. Sé que sigues con esa obsesión absurda de no dejarle salir sin tu autorización, pero fue el niño quien llamó. ¿Cómo iba a decirle que no? Daryn hace lo que quiere con él.

Van Kessel no respondió. Aunque a ojos de muchos aquella normativa fuese absurda en apariencia, él tenía buenos motivos para haberla instaurado. No obstante, al menos por aquella ocasión, no iba a ser demasiado duro.

Eso sí, no permitiría que volviese a suceder.

—Thom es demasiado manipulable; entre todos vais a acabar obligándome a encerrarle con llave en el laboratorio.

—Vamos Aidur, no seas así. Nos conocemos de toda la vida; no puede ser que no nos veamos en años. ¿Sabes que no le veo desde la ceremonia?

—Lo sé, te lo aseguro—El Parente endureció la expresión—. Pero es por el bien de todos. Se acercan tiempos complicados, Tanith. Adam ha conseguido que nos envíen una auditoría por lo que, al menos temporalmente, será mejor que cortes el vínculo con Murray. Podrían rastrearte. De hecho, creo que lo mejor que podrías hacer es irte una temporada al refugio de tu padre; alejarte de todo. No creo que llegue a salpicarnos nada; esto en el fondo es por Adam, pero no descarto la posibilidad de que, en caso de investigación, lleguen hasta ti y el niño.

Si es que no lo habían hecho ya.

Lentamente, sintiendo un escalofrío en la espalda, Aidur volvió la mirada hacia Tanith. El dinero, el ácido, las ropas... De repente, todo parecía tener sentido.

El pitido de su receptor de transmisiones interrumpió el hilo de sus pensamientos. Aidur se disculpó y, adentrándose aún más en el balcón hasta alcanzar la esquina contraria a donde estaba Tremaine, sacó el receptor del bolsillo y respondió.

Al otro lado de la línea, como de costumbre, estaba Daniela.

—¿Qué pasa, Nox? Te dije que no me molestases hasta que volviese.

—Lo sé, Parente, pero se trata del algo realmente importante: una urgencia por así decirlo. Creo que, teniendo en cuenta que tanto usted como Murray se encuentran relativamente cerca, deberían viajar hasta Kandem, una de las localidades de Nifelheim. Según nuestros informadores, hace ya cuatro horas que ha habido una gran explosión y no responden a las comunicaciones. —Daniela hizo una breve pausa. A su lado, leyendo los datos que le llegaban directamente al monitor desde el centro de control orbital, Varick Schmidt transmitía toda la información a su compañera—. De hecho, ni tan siquiera podemos adentrarnos en sus redes a través de los satélites, Parente. Es imposible monitorizarlos. Es como si, de repente, su torre de comunicaciones hubiese dejado de existir. Puede que la explosión la haya destruido.

—De acuerdo, transmíteme todos los datos a la consola. Búscame también un medio de transporte. Murray y yo nos encaminaremos hacia allí de inmediato. Si descubrís algo nuevo, avisadme.

Finalizada la llamada, el Parente sustituyó el receptor portátil por su consola. Tal y como acababa de ordenarle, Daniela ya le estaba enviando toda la información existente sobre lo ocurrido y la localización en sí.

Si se daban prisa y encontraban un transporte rápidamente, teniendo en cuenta las distancias, en unas cuantas horas podrían estar allí.

Aidur regresó junto a su compañera, la cual, con la mirada fija en él, no se había perdido ningún detalle de la conversación.

—Siento tener que dejarte tan de repente, Tanith, pero me ha surgido un imprevisto. Me hubiese gustado poder quedarme más tiempo, pero ya sabes cómo son estas cosas. Mercurio me necesita. Vete al refugio de tu padre, ¿de acuerdo? Al menos una temporada, hasta que acabe la auditoría.

—Bueno, ya veremos.

—Ya veremos no; hazlo —ordenó—. Si no lo haces te juro que te clausuro la tienda; tú verás. Sabes que puedo hacerlo.

—Nadie lo duda.

—Entonces hazme caso: lo primero es lo primero. Cuida a Daryn.

Aidur la abrazó brevemente, ya con la mente muy lejos de aquella triste vivienda. Besó su frente a modo de despedida y, sin tan siquiera detenerse en la celda donde Thomas estaba junto a Daryn para despedirse del pequeño, salió de la casa a grandes zancadas. Descendió las escaleras con la mirada fija en la pantalla de su consola, y no la apartó hasta que, varios minutos después, perplejo ante las prisas, Thomas acudió a su encuentro en la plaza.

Daryn se unió a su madre en el balcón para despedirse de ellos con la mano.

—¿Qué pasa, Aidur? ¿A qué vienen tantas prisas?

—Tenemos trabajo. ¿Conoces la localidad de Kandem, verdad? Si mal no recuerdo, tu padre era de allí.

—Lo conozco, sí. Solía ir de vez en cuando a visitarlo; al menos una vez al año. Ya sabes que mi madre le odiaba, pero la ley le obligaba a dejarme ir. No está demasiado lejos de aquí: ¿es nuestro objetivo?

—Me temo que sí. Vamos, en marcha, Daniela nos ha conseguido un transporte.

Cuatro horas después, Thomas y Aidur alcanzaron la silenciosa localidad de Kandem, un lejano lugar enterrado en lo más profundo de una mina abandonada.   

Kandem se había alzado a partir de los restos de la estructura de una mina ya abandonada hacía más de cien años. Considerada demasiado peligrosa para ser explotada debido a los gases que emanaba de la piedra, el complejo había sido clausurado y vendido al gobierno local, el cual, tras realizar una importante inversión para hacerlo habitable, había permitido que los ciudadanos más empobrecidos de Kandem levantasen sus hogares allí, al borde del nivel 2.

El padre de Thomas, Jason Murray, se había criado en la explotación junto a sus padres, unos de los primeros ciudadanos de Kandem. Según contaba Thomas, las condiciones de vida en la localidad eran tan insalubres que sus padres habían invertido el poco dinero que tenían para enviarle a estudiar a Melville. Para ello, al parecer, habían tenido que pedir bastantes favores y realizar ciertos trabajos bastante mal vistos, sobretodo ella, pero finalmente el resultado había sido bastante positivo. Jason Murray fue enviado a estudiar a Melville, lugar en el cual conoció a la que sería la madre de Thomas, Stefanie, y durante casi una década disfrutaría de las mieles de una vida "normal".

Años después, ya con una mujer y un hijo en su vida, Jason Murray volvió a Kandem a enterrar a sus padres, los cuales, como la mayoría de habitantes de la localización, habían sufrido una muerte horrible a causa de una fuga de gas. Allí descubrió la terrible situación que se vivía en su antigua población y, desoyendo la negativa de Stefanie de mudarse allí, acabó instalándose.

Su esposa, tras varias semanas de vida en Kandem, no tuvo más remedio que abandonar a Jason y volver a la casa de sus padres con el pequeño Thomas.

Desde entonces, Thomas apenas había tenido trato con su padre. Según se decía, las fugas de gases de Kandem, las cuales cada vez eran más comunes, pues tras la inversión inicial el gobierno había dejado la zona totalmente abandonada, dañaban seriamente a sus habitantes. Inicialmente no eran más que delirios, ideas extrañas; susurros en la noche. Con el paso del tiempo, sin embargo, los daños provocados en el cerebro por los gases eran tales que los sujetos acababan volviéndose totalmente locos.

Hacía mucho tiempo que Thomas no visitaba a su padre. Según sus cálculos, hacía más de diez años, cosa de la que no estaba demasiado orgulloso. Incluso afectado como estaba por las emisiones, su padre nunca había sido una mala persona. Lamentablemente, la distancia y la influencia de Tempestad en su vida le habían ido apartando de su lado hasta el punto que ya ni tan siquiera sabía si estaba vivo. Obviamente, todo estaba en su contra: la pobreza, la enfermedad y, en general, Kandem entero, pero incluso así tenía ciertas esperanzas de encontrarle.

Desafortunadamente, las esperanzas no tardaron demasiado en disiparse.

Tras realizar el viaje a través de los estrechos túneles conectores que unían las distintas localidades en un trineo de perros parecido al que Aidur había empleado para ir hasta el barrio de Tremaine, el Parente y su agente descendieron a las profundidades de Kandem a través de las escaleras de emergencia que comunicaban con el recinto, pues el fallo energético había dado al traste con el elevador que conectaba los distintos niveles. Descendieron iluminando sus pasos con las linternas, cuidadosos de no resbalar, y una vez alcanzado el suelo, se encaminaron hacia la silenciosa ciudad.

Una ciudad que, integrada en la estructura de la explotación minera, estaba conformada por estructuras colgantes aferradas a las paredes, naves industriales carcomidas por el tiempo y casuchas de madera y cartón.  

Antes de adentrarse en ella, aún en las afueras, Aidur ordenó a Thomas que se pusiese su máscara. Por el momento no había indicio alguno de la explosión, pues la oscuridad no les permitía ver más allá de un par de metros, pero en cuanto llegasen a la zona afectada el aire se volvería irrespirable.

No podían arriesgarse.

Ya preparados, ambos desenfundaron sus pistolas y se adentraron, paso a paso, en la silenciosa ciudad. Una ciudad que, a cada paso que daban, revelaba una miseria y un abandono impactantes a través de sus edificios vacíos y de sus casuchas en pésimo estado; la basura esparcida por las calles, los postes energéticos caídos, los cristales rotos, las fachadas llenas de grafiti cuyo retorcido significado era difícil de entender...

Era como si, de algún modo, Kandem hubiese caído en el más absoluto de los caos.

No obstante, incluso siendo impactante la visión, había algo más allá de la pobreza y la penuria del lugar que, sin darse cuenta, estaba afectando al Parente y su acompañante. Algo que, sin ser del todo conscientes de ello hasta alcanzar la torre de comunicaciones, habían ido percibiendo con cada habitáculo que visitaban.

El problema de Kandem no era que hubiese habido una explosión tal y como Nox había asegurado, pues no rastro alguno de ella.

El problema de Kandem era, simple y llanamente, que no había absolutamente nadie.

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