Parente

By EstherVzquez

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Mercurio renace tras el Gran Colapso que lo llevó a la destrucción hace más de cien años lleno de incognitas... More

Parente
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Epílogo

Capítulo 2

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By EstherVzquez

Capítulo 2

Mercurio estaba compuesto por cinco grandes ciudades: Melville, Caloris, Bermini, Chao Meng-Fu y Nifelheim.

Caloris era la ciudad capital del planeta: un inmenso paraje subterráneo en cuyo interior, diseminados por los miles de kilómetros cuadrados que la conformaban, había diez explotaciones mineras de sodio y potasio, cerca de ochenta localidades y más de veinte millones de personas.

De las cinco ciudades, Caloris era la única desde la cual se podía acceder al resto dada su privilegiada localización. Para ello, construidos en el primer nivel subterráneo, había millares de túneles a través de los cuales circulaban todo tipo de transportes públicos. Además de ello, Caloris contaba con unas condiciones de habitabilidad bastante mejores que en la mayoría del resto de ciudades. En sus calles el aire era relativamente puro, al menos lo suficiente como para no tener que llevar máscara, y el alimento no solía escasear. Los fallos energéticos eran constantes, como en cualquier otro lugar, pero al menos contaba con varios generadores de emergencia que, en caso de colapso, podía mantener la ciudad activa durante al menos una semana.

La segunda ciudad más importante del planeta era Bermini. Su nombre venía dado por un antiguo artista terrícola, y se adecuaba a la perfección con el encanto de sus más de cincuenta y seis localidades y veinticinco explotaciones ya que, de todas, aquella era la ciudad más rica.

Bermini era un lugar tecnológicamente muy avanzado cuyas explotaciones alcanzaban el segundo y el tercer nivel de profundidad. Aquello implicaba que, además de añadir el hierro a los materiales que recolectaban, la mayor parte de la plantilla de las explotaciones no era humana. De hecho, tan solo seis millones de habitantes eran humanos. El resto, más de ochenta millones, eran androides que, al servicio de los operarios, se adentraban en las profundidades de la tierra para realizar las tareas que las condiciones imposibilitaban a los humanos.

Melville era la ciudad más pequeña de todas, aunque no por ello la menos importante. El haberse convertido en el centro de formación planetario le había permitido escalar un par de escalones. No obstante, jamás lograría hacer sombra a las auténticas capitales del planeta: Caloris y Bermini.

Chao Meng-Fu era la cuarta capital del planeta, la de mayor tamaño con más de doscientos veintiocho localidades y 54 millones de personas en sus entrañas, pero también la más empobrecida. Siendo la más alejada del núcleo, Chao Meng-Fu albergaba en sus tres niveles sesenta y siete explotaciones en las que los operarios trabajaban a destajo con condiciones infrahumanas perfectamente confundibles con el esclavismo. Sus condiciones de vida eran las peores con diferencia, obligando a la gente a vivir recluidos en sus habitáculos con máscaras, la esperanza de vida terroríficamente baja, alrededor de los cincuenta años, y sus enfermedades y epidemias, además de constantes, demoledoras.

Con diferencia, Chao Meng-Fu era el peor lugar en el que vivir.

Finalmente se encontraba Nifelheim, la localización con el número de habitantes más pequeño después de Melville, apenas tres millones de habitantes, pero con las mejores condiciones de vida con diferencia. Nifelheim, situado en la franja superior del planeta, era la única ciudad cuya estructura había logrado sobrevivir al Gran Colapso. Gracias a ello y al gran esfuerzo de sus habitantes, los cuales se habían negado a abandonarla a pesar de la insistencia de las flotas de rescate, la localización gozaba de unas condiciones de vida y unas hectáreas de naturaleza embotellada en la superficie que les diferenciaba, entre otras cosas, del resto de ciudades. Por lo demás, Nifelheim cumplía con las características básicas del planeta: veintisiete localidades subterráneas, seis explotaciones y, por supuesto, pobreza y enfermedad.

Antes de convertirse en el planeta que actualmente era, Mercurio había vivido dos largas y complicadas etapas.

La primera colonización del planeta databa de casi trescientos años atrás. En aquel entonces Mercurio era un planeta de condiciones impracticables hasta entonces desierto y apenas descubierto. Los estudios que había al respecto, únicamente habían logrado informar sobre aquello que el planeta albergaba en su superficie y el primer nivel de profundidad: sodio y potasio en grandísimas cantidades. Conscientes de la alta demanda de dichos materiales en el mercado, el Reino había decidido lanzar su primera expedición al planeta formada por cien hombres y un millón de androides.

Durante aquel periodo, el cual se alargó cien años, la unión de la mente humana y la capacidad y destreza de los androides había permitido convertir aquel triste y abandonado planeta en una moderna y fructífera telaraña de minas, ciudades, refinerías e industrias a la espera de ser habitadas.

Cien años después, ya con toda la estructura preparada para el hombre, una nueva oleada de colonos procedentes de todos los planetas habitados del sistema solar acudió a Mercurio para llenar de vida sus ciudades y minas. A la cabeza de estos se hallaban muchos nobles ansiosos por poder extender sus dominios más allá de sus planetas de nacimiento, pero también artistas, pensadores y científicos.

Entre ellos, con el tiempo, Lady Ashdel Bicault, se convertiría en uno de los personajes más importantes de la época gracias a sus grandísimas inversiones en ciencia.

Así pues, tras cien años de abandono, en apenas un par de meses las cinco grandes ciudades subterráneas se habían llenado, las minas habían empezado a ser explotadas y las refinerías y las fábricas, en consecuencia, a trabajar a todo gas.

Durante los siguientes dos años, Mercurio se convirtió en un planeta muy próspero hacia el que, poco a poco, todos los grandes mandatarios del sistema iban desviando la mirada. Sus ciudadanos eran ricos, las inversiones procedentes del exterior cada vez eran mayores y, en general, el comercio se estaba extendiendo de tal modo que, alcanzado el mes veinticuatro, todas las revistas del sistema ya hablaban de Mercurio como el gran descubrimiento del siglo.

Lamentablemente, alcanzado el mes veinticinco, todo cambiaría para siempre.

Víctima de lo que a partir de entonces se conocería como el Gran Colapso, cuatro de las cinco ciudades se vieron sacudidas por el fallo generalizado de todos los generadores planetarios. Las fuentes de energía fallaron, los sistemas de reciclaje de aire se detuvieron y, en escasas horas, todo lo que hasta entonces había funcionado, se detuvo para siempre.

Poco después, apenas cinco horas de oscuridad total, todas las cúpulas de contención que habían permitido la habitabilidad en las ciudades hasta entonces estallarían a la vez, sin motivo aparente, imposibilitando así la supervivencia humana.

Fuese lo que fuese que causó la destrucción en masa, jamás se sabría. Los únicos supervivientes, tan solo el 5% de toda la población de un planeta, estarían demasiado alejados del núcleo como para poder dar una explicación sobre lo ocurrido. Del resto, para sorpresa de los miembros de las flotas que acudieron en su búsqueda apenas una semana después, no quedaba nada.

Absolutamente nada... Salvo una última grabación en la cual, Lady Ashdel Bicault, aseguraba que había algo en lo más profundo de las minas.

Durante los siguientes ciento veinte años, únicamente los supervivientes de Nifelheim habitaron Mercurio. Muchas fueron las flotas que acudieron una y otra vez a las ciudades en ruinas en busca de respuestas que jamás hallaron. Ni cuerpos, ni grabaciones, ni ningún tipo de soporte en el cual hubiese quedado registrada la más mínima pista sobre el destino de los habitantes de Caloris, Bermini, Melville y Chao Meng-Fu.

Era como si, de algún modo, se hubiesen vaporizado.

Las investigaciones se alargaron durante casi dos décadas. Lo acaecido en el planeta había levantado una auténtica polvareda de dudas, intrigas y preguntas incómodas ante las que el Consejo no sabía qué responder. Por suerte, al igual que todo, con el tiempo lo ocurrido fue quedando relegado a un segundo plano hasta que, por fin, ochenta años después, fue olvidado. A partir de entonces, empleando fondos internos del propio Consejo para ello, se reiniciaron las labores de reconstrucción del planeta para que, ciento veinte años después de su destrucción, las nuevas Caloris, Bermini, Melville y Chao Meng-Fu volviesen a alzarse sobre sus cenizas.

Menos de un centenar de años después de la finalización de la reconstrucción de Mercurio, este ya volvía a rebosar vida. Sus factorías volvían a trabajar al máximo, al igual que sus minas y sus refinerías. Sus calles estaban abarrotadas de comercios, sus edificios de habitantes y sus rutas comerciales totalmente abiertas. Lamentablemente, sin un cliente al que satisfacer, pues los inversores extranjeros no confiaban en el planeta, Mercurio fue empobreciéndose de tal modo que, en apenas diez años, la economía ya era insostenible.

A partir de aquel punto, el planeta había quedado atrapado en un eterno declive que, tarde o temprano, daría con su destrucción definitiva.

Un declive que, sumado a la enfermedad, eran el auténtico azote de Mercurio.

Claro que el Mercurio que él había conocido durante sus primeros años de vida había sido totalmente distinto. Tan, tan distinto que, a veces, mientras viajaba en tren a través de sus profundidades, se preguntaba si seguía estando en el mismo lugar.

—Te creía en Melville; ¿hace cuánto que estás en Bermini?

—En realidad llevo ya cuatro días, Parente. Schmidt me comentó que había encontrado algo interesante y... en fin, ya sabe usted. ¿Qué le voy a decir yo que no sepa ya?

A pesar de sus rarezas, Aidur Van Kessel sentía bastante aprecio por Kaine Merian, su mano derecha en la calle. Cinco años atrás, durante el proceso de selección, los estudios de ingeniería cursados por Merian le habían despertado muchas dudas, pues lo que él necesitaba era a un guardaespaldas, no a un erudito a su lado, pero finalmente, tras ponerle a prueba repetidas veces y compararlo con el resto de candidatos, el agente había pasado la prueba con nota.

Lo que más le gustaba de él era que Kaine era un hombre de mundo con recursos ilimitados. Fuesen donde fuesen, Kaine conocía hasta el más recóndito rincón y sombrío secreto. Y no solo eso. Además de conocer todos los callejeros, negocios y suburbios habidos y por haber, Merian disponía de amigos y aliados en absolutamente todas partes. Fuese donde fuese, su guardaespaldas conocía a alguien por lo que, en el fondo, nunca estaban los dos solos del todo.

Otro factor a favor de Kaine era su vasto conocimiento sobre prácticamente todas las materias. Aquel hombre, al igual que pasaba con el maestro, parecía ser un pozo sin fondo de conocimiento. Hablasen de lo que hablasen, Kaine siempre aportaba nuevos datos, vivencias e, incluso, anécdotas. Obviamente, su especialidad era la ingeniería, campo sobre el cual era capaz de hablar hasta aburrirle, pero no se quedaba atrás en ningún otro.

—Háblame de esas minas. ¿Qué profundidad tienen?

—Las minas de Memsa se fundaron durante la primera colonización. Durante el Gran Colapso sufrieron grandes daños, pero no llegaron a ser suficientes como para que en la segunda colonización las cerrasen. De hecho, imagínese usted como son las cosas que no encontraron a ningún operario, pero sí a los androides. Y estos seguían trabajando, por cierto. Alguien debió programarlos bastante bien.

—Escalofriante desde luego, —admitió el Parente—, aunque no es el primer lugar en el que sucede. Si los androides están bien programados y tienen energía suficiente, pueden seguir rindiendo hasta el fin de los días. ¿Por qué la cerraron entonces? ¿De qué fecha data la clausura?

—Cuarenta años. Al parecer, los dueños, los O'Dovan, decidieron dejar de invertir en ella dado que ningún operario duraba más de unas semanas. Hay todo tipo de habladurías al respecto, Aidur, pero nada claro. Voces, golpes, visiones... He intentado entrevistar a algún antiguo operario para ver qué podía decirme al respecto, pero no queda ninguno con vida. Alguien se ha encargado de hacerles desaparecer.

Van Kessel asintió con lentitud, pensativo. No era la primera vez que escuchaba algo parecido, aunque nunca con tanta contundencia. A pesar de las ordenanzas, la sociedad de Mercurio era supersticiosa, y aquello era un problema, y más cuando el lugar daba tantas opciones a la imaginación. Así pues, no era extraño escuchar historias de fantasmas y demás estupideces en boca de cualquier ciudadano; en el fondo, se podría decir que ya formaba parte del folklore.

—¿Cómo has logrado que nos dejen entrar? ¿Has hablado directamente con los dueños?

—¿Los dueños? Sí... pero no los dueños que usted cree, Parente. —Merian esbozó una media sonrisa cargada de malicia—. La mina ya no pertenece a los O'Dovan: ahora pertenece al pueblo. De hecho, se podría decir que vendieron la localidad para conseguir el título de propiedad de las minas... Algo complicado. Le he preparado una entrevista con el actual alcalde de Memsa para que nos hable con algo más de profundidad. Pero vaya, sé lo suficiente como para poder confirmarle que nos encontramos ante otro pueblo maldito.

 Kaine pronunció la última palabra con acidez, burlón. Para él, un nativo de Marte, todas aquellas historias y leyendas tenían tan poca consistencia como la creencia en los santos y los dioses. Todo podía tener una explicación lógica; que no se hallase, no significaba que no existiese. Así pues, a su modo de ver, todas aquellas historias no eran más que el producto del miedo  y de la falta ignorancia humana.

Y, en cierto modo, no se equivocaba.

—¿A qué hora nos esperan?

—En cinco horas, Parente. Nos acompañarán hasta las minas, pero no cruzarán las puertas; ni el vigilante ni el alcalde: lo tienen prohibido. No obstante, tampoco les necesitamos. He conseguido los mapas por lo que podremos movernos con relativa libertad. Eso sí, habrá que tener especial precaución; a pesar de no haberse derrumbado, la mina ha sufrido varios movimientos de tierra por lo que es posible que haya zonas conflictivas.

—No hay problema. ¿Me has enviado los mapas a mi consola? Quiero echarles un vistazo antes de llegar.

—Por supuesto, Parente.

Un intermitente apagón en la iluminación del vagón provocó que ambos volviesen la vista hacia los asientos vacíos que les rodeaban. Como de costumbre, en el tren únicamente viajaban ellos. Los miembros de control ferroviario habían expulsado a los viajeros de abordo antes incluso de que ellos hiciesen acto de presencia en la estación, tal y como dictaban las normas. Era una tradición. No obstante, astutos como zorros, de vez en cuando algún que otro operario lograba eludir los controles y esconderse, consciente de que su empleo dependía, en parte, de la puntualidad.

En aquel entonces, sin embargo, no había nadie aparte de ellos mismos y sus propios reflejos en las ventanas. El tren estaba a su servicio.

—El viaje es algo largo, Aidur. ¿Quiere que le traiga algo de beber? Las temperaturas van a empezar a descender.

—Tráeme un café solo, con...

—Dos gotas de azúcar y una hoja de menta de nuestros vecinos nifelianos, como no. —Todos sus hombres conocían perfectamente los gustos de Van Kessel—. Si no supiese de sus orígenes diría que es usted uno de ellos, Parente. En fin, voy a aprovechar para echar un ojo por el vagón. No creo que haya nadie, pero nunca va mal asegurarse. No tardaré demasiado; relájese.

Aidur aprovechó para intentar acomodarse en la fría y dura butaca de viaje. La calefacción era demasiado débil para su gusto y el aire estaba demasiado viciado, pero incluso así no estaba resultando ser el peor de los viajes. En cierta ocasión, recordaba, había pasado tanto frío que incluso el café se le había acabado congelando en el vaso. Claro que aquello no había sido camino a Bermini. Aquella zona, en el fondo, no era tan dura climatológicamente hablando como el resto.

Volvió la mirada hacia la ventanilla y dejó que la vista se perdiera en la oscuridad de la roca. Mirándole desde el otro lado del cristal, con los ojos castaños, casi negros, hundidos en las cuencas oculares, su propio yo le observaba desde la penumbra.

Aidur era un hombre alto y esbelto, de piel clara y los ojos muy oscuros. Las condiciones planetarias le impedía ofrecer demasiado buen aspecto, pues desde niño apenas veía el sol, pero incluso así resultaba un hombre bastante apuesto cuya sonrisa, siempre llena de picardía, solía granjearle muchas facilidades. Aidur llevaba el pelo muy corto por los laterales, casi afeitado, y más largo por la parte de arriba, totalmente fuera de moda. Normalmente llevaba la barba afeitada, más por tema de etiqueta que por gusto, y la ropa, siempre gracias a Daniela, perfectamente planchada. Se resguardaba del frío con botas y guantes de cuero y un abrigo de plumas de cuervo de Nifelheim regalo de su querido aunque ya fallecido Kaiden Tremaine. Para el aire contaminado, usaba la mejor máscara del mercado, por supuesto. Al cuello llevaba la chapa identificativa de su madre, Rowena Van Kessel, y anudado a la muñeca, oculto bajo el guante, una pequeña pieza de madera de Nifelheim grabada con la inicial D.

Era sorprendente lo rápido que había pasado el tiempo. Más de veinticinco años atrás, Aidur había llegado al planeta en compañía de su madre sin la esperanza de sobrevivir más de unos meses. Ahora, sin embargo, a la temprana edad de treinta años, ya era uno de los personajes más célebres y respetados de todo Mercurio. ¿Sería posible que, treinta años después, fuese el maestro del planeta quien le mirase desde el reflejo del cristal?

Van Kessel era ambicioso, pero sabía que, al menos por el momento, tendría que esperar. Jared Schreiber era aún joven. Además, Adam también era un buen candidato; llegado el momento, sería difícil la elección. No obstante, él tenía las ideas bastante claras. Van Kessel sabía cuál quería que fuese su destino y, desde luego, el cargo de Parente se le quedaba pequeño.

El tintineo de las campanillas de la puerta captó su atención. Tanith alzó la vista del periódico que tenía sobre el mostrador y volvió la vista hacia la entrada. Era el primer cliente de la semana. O al menos debería haberlo sido. Tanith le observó mientras avanzaba, un paso tras otro, mirando distraídamente las muñecas que llenaban todas las mesas y estanterías de la tienda, y volvió la vista fugazmente hacia Daryn, el cual, como cada día, jugueteaba junto al mostrador tranquilamente, como cualquier niño de seis años.

Tanith llamó la atención del niño con un leve siseo y lo mandó a la trastienda, a sabiendas de que el hombre que tenía ante sus ojos no era un simple cliente.

No podía serlo. El instinto la estaba advirtiendo al respecto, y nunca se equivocaba.

El niño, aburrido de seguir siempre las órdenes de su madre, se quejó con rebeldía, evidenciando así el tremendo parecido al padre que, año tras año, aumentaba, pero finalmente obedeció. Recogió del suelo el libro que había estado garabateando y pasó a la trastienda, arrastrando los pies.

Pocos segundos después, tras fingir interés en un par de muñecas más, las cuales llevaban ya tanto tiempo en la tienda que Tanith tenía la impresión de que solo de tocarlas se romperían, acudió a su encuentro en el mostrador. Le dedicó una sonrisa de labios rojos poco creíble y le tendió la mano.

Una mano morena y fría como el hielo.

—Es un placer, señorita Tremaine. Hablamos hace unas horas por conferencia; soy el señor Mellon.

—Un placer, caballero —respondió ella cortésmente. Tomó su mano, la cual no tenía enguantada, detalle que evidenciaba que no era de la zona, y se la estrechó brevemente.

El señor Mellon era un hombre de unos cuarenta años, alto y delgado. Su mirada de ojos azules resultaba inquietante, desagradable, aunque no más que la frialdad de toda su expresión. Mellon tenía el cabello negro peinado hacia atrás demasiado brillante, ligeramente largo, la piel morena y la ropa en demasiado buen estado.

Todo en él evidenciaba que no era un curiano.

 —Vengo de muy lejos para conseguir el muñeco del que le hablé; pertenece a mi familia desde hace muchas generaciones y me gustaría recuperarlo. Mi padre está a punto de morir, y para él es muy importante. Ya sabe, tiene mucho valor sentimental.

Tanith asintió levemente, rememorando la historia que, pocas horas antes, le había estado explicando a través de una conferencia tridimensional. Una historia que no tenía consistencia alguna, por cierto, pero que bien había servido de excusa para que Mellon pudiese presentarse en la tienda.

Según le había contado, el señor Mellon había localizado en su tienda virtual un muñeco recuperado de los escombros de Melville que pertenecía a uno de sus antepasados, tiempo atrás ya desaparecido durante el Gran Colapso. La pieza en si estaba en un estado bastante lamentable debido a las condiciones en las que había sido hallada, pero dentro de lo que cabía al menos estaba entera. Varios años atrás, Tanith había logrado vender un brazo de muñeca a un anciano desesperado de Melville por más de cien oros.

Personalmente, Tremaine no se sentía demasiado orgullosa de aquel trato, pero las ventas eran pésimas y alguien tenía que alimentar a su hijo. El dinero, después de todo, no caía del cielo, y mucho menos en aquel maldito planeta.

Al contrario.

Cuanto más tiempo pasaba en Mercurio, peor estaba la situación. Las ventas estaban cayendo en picado y la pobreza y la enfermedad se aferraban con más y más fuerza a los ciudadanos. Precisamente por ello, entre otras cosas, había aceptado la visita de Mellon.

—Lo entiendo perfectamente, señor. No es la primera persona que acude a la tienda en busca de un pedazo de su pasado. No obstante, como usted entenderá, el precio de estas piezas tan especiales es bastante elevado.

—¿De cuánto dinero estamos hablando?

Antes de responder, Tanith lanzó un rápido vistazo a las ropas del hombre, todas ellas de excelente calidad, y esbozó una leve sonrisa. Seguidamente, siguiendo la costumbre, extrajo de la vitrina que tenía tras el mostrador una pequeña cafetera y dos tazas de cerámica que depositó sobre el mostrador. Llenó el depósito de agua reciclada, presionó el botón de iniciado para que empezase a hervir e introdujo en el cartucho varias hojas de té mentolado.

Tanto los días más fríos como en las ventas más caras, Tanith invitaba a todos sus clientes a tomar un té.

—Quinientos.

—¿Quinientos oros? —Mellon arqueó las pobladas cejas en un asomo de sorpresa.

La cantidad era desorbitada, desde luego, pero no hablaban de una pieza cualquiera... O al menos eso era lo que ambos fingían. Ciertamente, su padre, Kaiden Tremaine, había encontrado el muñeco entre unos escombros, pero no precisamente del Gran Colapso ni en Melville. Al contrario, el muñeco era tan nifeliano como el suelo que pisaba. En realidad, la historia que habían inventado para sobrevalorarlo era tan falsa como la de Mellon. Así pues, ¿quién podía decir nada?

Estaban empatados.

—¿Le puedo invitar a un poco de té, caballero?

—Desde luego.

Una vez caliente el agua, Tanith sirvió las dos tazas con la mezcla. La bebida en si no valía demasiado; la artificial tenía bastante más sabor, pero el mero hecho de que las hierbas fuesen reales le añadía un valor que muy pocos podían apreciar.

Tanith le dio un sorbo y depositó la taza de regreso en el mostrador, con el sabor mentolado aún en los labios. Existían pocos placeres como aquel.

—Entiendo que es una cantidad muy elevada, pero debe entender que se trata de una pieza muy especial. Es ya muy antigua y está en un estado realmente bueno; además, nos costó mucho conseguirla. Y no solo eso; es un testigo mudo de la muerte de un planeta. Como comprenderá, su valor se dispara.

Mellon dio un sorbo a la taza, aparentemente pensativo. Ambos sabían que tarde o temprano aceptaría, pues en el fondo el motivo de su presencia allí era otro, pero tenía que seguir manteniendo su mascarada.

—¿Podría verlo?

—Desde luego. Si  me da un momento...

Tanith entró en la trastienda con la sensación de estar siendo observada. Al otro lado del mostrador, fingiendo mirar cuanto le rodeaba, Mellon controlaba perfectamente todos y cada uno de sus movimientos con aquellos peligrosos ojos azules.

La mujer se preguntó cuánto tardaría en sacar el maldito tema.

En la trastienda encontró a Daryn de pie junto a la caja donde había metido anteriormente al muñeco, atento a todo. A aquel muchachito de ojos casi negros no se le escapaba una.

—¿Quién es, mamá?

—Dice que es un comprador, —respondió ella en un susurro. Tomó la caja y empezó a remover el muñeco en su interior, como si estuviese colocándolo—, pero creo que viene por lo de siempre: tiene pinta de ser otro chalado que quiere trabajar con Thom.

—¿Le llamo?

—No; déjale. Está ocupado, ya lo sabes, pero si oyes la palabra clave aprieta el botón de la alarma, ¿de acuerdo? Lo aprietas y te subes corriendo a casa.

Daryn cruzó los brazos sobre el pecho, dispuesto a discutir la orden de su madre, pero ésta no le dio opción. Tanith le advirtió con la mirada que no aceptaría un no por respuesta y, sin más, tomó la caja del muñeco y salió a la tienda. Allí, aún en el mostrador, Mellon aguardaba con una inquietante sonrisa en el rostro.

La mujer depositó la caja sobre el mostrador y ofreció a su cliente la posibilidad de ver la mercancía. Ciertamente, el muñeco era bonito: se trataba de una niña de pelo rizado vestida como una minera, pero no valía lo que estaba pidiendo por él.

Mellon extrajo el muñeco de la caja y empezó a girarlo sobre sí mismo, en busca de algo. Mientras tanto, incómoda ante lo mucho que se estaba alargando la visita, Tanith tomó su taza y se la llevó a los labios. Aquel tipo de encuentros no le gustaban en absoluto. Normalmente los visitantes no solían ser peligrosos ni agresivos, al menos en la mayoría de casos, pero las insistentes súplicas y peticiones de ayuda para llegar hasta Thom resultaban muy incómodas. Tanto que, desesperada ante su llegada en masa, Tanith se había visto obligada a poner una alarma gracias a la cual, en caso de peligro, poder avisar a sus vecinos.

Tanith se llevó la taza a los labios, pero no llegó a darle un sorbo. Al apoyarla contra los labios, sus fosas nasales captaron algo. Algo extraño que, de inmediato, puso en alerta todos sus sentidos.

Fingió que le daba un sorbo y volvió a dejarla en el mostrador.

Algo no iba bien. Siempre cabía la posibilidad de que la hierba no estuviese en buen estado, pero le extrañaba mucho. ¿Sería posible que aquel individuo le hubiese echado algo?

Deslizó la mano bajo el mostrador hasta alcanzar el botón de la alarma. Si aquello seguía alargándose más, no dudaría en apretarlo.

—¿Qué le parece?

—Es el muñeco del que hablaba mi padre, desde luego. Mire, tiene las marcas... —Mellon le mostró un par de arañazos que, tres años atrás, ella misma le había hecho al caérsele el muñeco al suelo—. Es increíble, señorita Tremaine. ¿Cómo es posible que, después de lo que sucedió, haya logrado sobrevivir?

—Será el destino, caballero. Los hombres tendemos a menospreciar cuanto nos rodea pero, en realidad, somos nosotros los más débiles de la cadena.

—Cualquiera diría que no confía demasiado en la raza humana, señorita Tremaine.

Tanith no respondió. Tomó el muñeco con ternura de las manos del cliente y lo depositó de nuevo en la caja, sobre el papel aterciopelado de su interior. Seguidamente, siguiendo el proceso que durante tantos años había visto hacer a su madre, cerró la caja delicadamente, dejando el rostro del muñeco justo a la altura de la zona abierta de la tapa, y ajustó los cierres metálicos.

—¿Tenemos un trato, entonces?

—Quinientos es un precio muy alto.

—Creía que era para una ocasión especial.

Mellon dudó durante unos cuantos minutos más, pues insistía en que el precio era demasiado elevado, pero finalmente, ante la falta de voluntad por parte de Tremaine de rebajar un céntimo, aceptó. Extrajo del bolsillo interior de su chaqueta un sobre lacrado lleno de billetes y lo depositó sobre el mostrador, encima de la caja. Brindaron con el té por petición expresa del cliente y, sin mayor demora, tomó la caja y se fue de la tienda sin mirar atrás.

Unos minutos después, aún con el sabor alterado del té en los labios y los billetes sobre la caja registradora, los cuales, por cierto, no procedían de Mercurio, Tanith lanzó el contenido de la taza al suelo.

La tensión de la visita le había despertado dolor de cabeza.

—¿Puedo salir ya?

Sin aguardar a la respuesta de su madre, Daryn salió a la tienda. El niño, ya alto para su edad y con el cabello castaño oscuro cayéndole por los ojos, rodeó el mostrador y se detuvo junto a la mancha de té del suelo, la cual, poco a poco, había empezado a tomar un extraño color negruzco.

—¿Qué es eso?

—No lo toques. Voy a cerrar ya, vete arriba.

—¿Ya? Pero es pronto.

El niño recorrió la tienda hasta alcanzar la puerta. Al otro lado del cristal de esta, hundidos en sus abrigos, los ciudadanos de la capital iban y venían a gran velocidad tratando de escapar del frío y el aire.

Daryn apoyó la mano sobre el cristal e inspeccionó la calle en busca de algo que, por supuesto, no encontró. Aquel ritual empezaba a ser ya demasiado habitual. Maldijo por lo bajo, decepcionado, y al volverse hacia la tienda descubrió que el líquido vertido en el suelo había empezado a burbujear.

Se acercó rápidamente.

—¡Mamá! ¡Mira...!

El niño se agachó junto al charco, dispuesto a comprobar su naturaleza con los dedos, pero al ver que su madre no respondía, alzó la vista hacia el mostrador. Inmediatamente después, al no verla pero escuchar algo caer, lo rodeó y descubrió, con perplejidad, que estaba en el suelo. Acababa de derrumbarse sobre unas cajas.

—¡Mamá! —gritó con perplejidad. Corrió a su lado, con lágrimas en los ojos, y le tomó la mano, la cual, al igual que los labios, estaba llena de un líquido que rápidamente reconoció como sangre—. ¡Mamá! ¿¡Que te pasa!? ¡¡Mamá!!

—Avisa a Graham —respondió ella en apenas un hilo de voz, conocedora de que, teniendo en cuenta el rápido avance del dolor de cabeza y la pérdida de equilibrio, la habían envenenado—. Dile que...

—¡No! ¡Voy a llamar a Thom!

—¡No! ¡Deja a Thom en paz...! ¡Sabes que...!

Las palabras se perdieron en su garganta al perder la conciencia. Aterrado, Daryn la agitó, deseoso de que una vez más le diese una de aquellas órdenes que tan poco le gustaban, pero la mujer no despertó. El niño se levantó, corrió a la trastienda y descolgó el auricular de la terminal de comunicaciones.

Su madre le había advertido mil veces que no debía llamar a Thomas Murray, que estaba demasiado ocupado para ellos, pero él sabía que mentía. Thom era un hombre ocupado, desde luego, por eso nunca venía a visitarles, pero era un doctor después de todo, y podría ayudar a su madre. Además, Thom nunca venía solo.

Thom, en el fondo, era la única manera de llegar al Parente.

El niño marcó los números que tenía grabado a fuego en la memoria y, con las manos temblorosas y el rostro lleno de lágrimas, aguardó con nerviosismo a que al fin alguien respondiese a su llamada. Nunca le había llamado personalmente, pero sabía que no le fallaría. Thom era demasiada buena persona como para fallarle. Siempre que venía de visita jugaban juntos. Además, él y su madre siempre habían sido muy amigos. Incluso antes de casarse ya eran amigos. Toda la familia le conocía: no podía fallar.

Finalmente, alguien respondió.

—¿Sí?

—¡Thom, tienes que venir! —gritó— ¡Mamá está en el suelo! ¡Le han hecho algo! ¡Un cliente le ha hecho algo! ¡Hay sangre, y...!

—¿Daryn? —respondió de inmediato Daniela Nox al otro lado de la línea—. ¿Eres tú, verdad? El hijo de Tremaine. Soy Daniela, una amiga de tu padre. Nos conocimos hace unos meses. Tranquilízate, ¿de acuerdo? Te voy a ayudar. Dime, ¿qué ha pasado? ¿Qué le pasa a tu madre?

—Así que esta es la entrada. ¿Hace cuánto que está sellada?

Tras alcanzar la pequeña localidad de Memsa y reunirse con el alcalde, un hombre bastante poco hablador que apenas les había dado datos sobre la investigación, Aidur Van Kessel y Kaine Merian habían acudido a la entrada de la mina, lugar en el cual, visiblemente inquieto, el vigilante les aguardaba.

—Hace ya cuarenta años, Parente —respondió el hombre con voz temblorosa, cabizbajo. A la escasa luz del alumbrado callejero, el anciano vigilante parecía encoger por segundos—. El padre del alcalde, que por aquel entonces ostentaba el cargo, convocó una reunión a la que todos los habitantes acudieron. Allí fue donde se decidió cerrar para siempre la mina.

—¿Y no se ha vuelto a abrir desde entonces?

—No, Parente. Nunca se ha vuelto a abrir... hasta hoy.

El vigilante centró la mirada en sus propias botas; unas sucias y desgarradas botas a través de las cuales se debía filtrar la humedad de la zona. En comparación con las elegantes ropas que vestía Aidur, el vigilante parecía un mendigo. Su uniforme estaba roído y descolorido, lleno de manchas, su sombrero agujereado y sus guantes de piel, elegantes en sus inicios, totalmente destrozados. La barba mal afeitada, las ojeras y las claras en el pelo grasiento tampoco ayudaban a mejorar su aspecto, pero teniendo en cuenta que su trabajo era de jornada completa y siempre en el exterior, bastante hacía.

Un rápido vistazo a la garita le bastó para comprobar que no disponía de sistema de aclimatación alguno. Al parecer, tan solo los centenares de botellas de alcohol vacías que llenaban el suelo servían para mantenerle caliente las noches más frías.

—Pero usted asegura haber oído voces y golpes procedentes del interior de las minas —insistió Van Kessel. A su lado, inspeccionando el sistema de clausura de la puerta, Kaine permanecía en silencio, totalmente abstraído—. ¿Cómo es posible, entonces, qué no se hayan vuelto a abrir las puertas?

El vigilante empezó a temblar, aterrado ante la idea de hacerle enfurecer. Por todos era sabido que los Parentes eran libres de hacer lo que quisieran con los ciudadanos.

—Se me ordenó que no lo hiciera bajo ningún concepto, Parente —balbuceó—. Fue una decisión tomada por el alcalde. Según dicen, allí abajo no hay nadie. Todos los túneles están sepultados por lo que nadie puede acceder a ellos. Además, la mina desciende hasta el tercer nivel por lo que no pueden haber accedido a ella a través de ninguna galería colectiva. Los humanos no sobreviven a las condiciones del nivel tres, ya lo sabe... Además, dispongo de un sensor térmico y... y...

—¿Y qué?

El vigilante apretó los puños con fuerza, obligándose a sí mismo a retener las lágrimas que el mero hecho de pensar en ello le provocaba. A lo largo de todos sus años de servicio había tenido que ver muchas cosas, demasiadas, pero ninguna tan terrorífica como la que estaba a punto de relatar.

—La primera vez que escuché los golpes ya disponía del sensor. Los golpes eran tan fuertes que creí que había alguien al otro lado de la puerta suplicando por salir así que me dispuse a abrir. Sin embargo, mi compañero, el cual ya lo había vivido anteriormente, me prohibió que lo hiciese. Las puertas no podían abrirse bajo ningún concepto. Yo le insistí, estaba escuchando voces de mujeres aterradas que suplicaban que les abriésemos, pero él no respondió. Simplemente me tendió el sensor y, perplejo, comprobé que los únicos puntos de calor que marcaba el radar eran los nuestros. Al otro lado de la puerta no había absolutamente nada. Fue entonces cuando comprendí que las leyendas eran ciertas. Ahí abajo hay algo, Parente, ya lo decía la condesa. Hay algo... pero no es nada vivo.

Rápidamente, el vigilante hizo un gesto con los dedos a modo de protección. Aquel gesto, cada vez más común, evidenciaba lo supersticiosa y sugestionable que se estaba volviendo la población. El boom de los fantasmas y las historias sobrenaturales estaban empezando a hacer mella entre los curianos. Era una lástima. Desafortunadamente, Aidur dudaba poder hacer nada para detenerlo. La incultura y las condiciones infrahumanas en las que trabajaban aquellos hombres era lo que comportaba. Bastante suerte tenían con que, al menos, no les hubiese dado por empezar a quemar gente.

—Ya veo. Oiga, ¿y qué ha sido de su compañero? ¿Está usted solo?

—Entregó su vida a la ciencia, Parente. Hubo más recortes y, al final, solo había dinero para cubrir el sueldo de uno. Al ser yo más joven, pues...

—Entiendo. En fin, gracias por su ayuda. Mi compañero y yo vamos a echar un vistazo. Imagino que no hay iluminación.

—No queda nada, Parente. Vayan con cuidado; les recomiendo que se pongan también las máscaras. Es probable que el aire sea irrespirable.

Aidur asintió. A su modo de ver, todo el aire fuera de su fortaleza era irrespirable, pero ciertamente el vigilante tenía razón: dentro de la mina lo más probable era que muriese de inmediato en caso de no usar la máscara.

Se despidió del vigilante con un leve asentimiento antes de acudir al encuentro de Merian en la puerta. Este ya había conseguido todos los códigos de acceso necesarios para poder entrar y salir por lo que, a partir de aquel punto, dependerían de ellos mismos.

Comprobaron el equipo. Ambos se pusieron las máscaras respiratorias, tomaron sus linternas y, ya pistola en mano, se adentraron en la sombría y abandonada mina. Tal y como había informado el vigilante, una bocanada de aire pútrido les dio la bienvenida al abrirse la puerta. Aidur aumentó el nivel de purificación de su máscara y, luchando contra el deseo de escapar de la oscuridad total que les aguardaba en aquel estrecho túnel de piedra, se introdujo en la apertura seguido por Merian. Una vez dentro, su agente cerró la puerta y ambos encendieron las linternas.

Ante sus ojos, inacabables pasillos de piedra oscura les aguardaban.

—Interesante —exclamó Merian a su lado—. Parente, mire esto. ¿De veras no hay nadie?

Aidur giró sobre sí mismo y enfocó con la linterna la parte trasera de la puerta, lugar donde el haz de luz de su compañero iluminaba lo que claramente eran arañazos y manchas de sangre bastante recientes.

Al parecer, el lugar no estaba tan vacío como a muchos les hubiese gustado imaginar.

—Muy interesante —exclamó Aidur con una amplia sonrisa de satisfacción atravesando su rostro—. Veamos que hay por aquí: ¿tienes los mapas preparados? Tengo la sensación de que esto no es más que el principio de una visita muy educativa.

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