Vuelo 1227

By MyPerfectGuys

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En un abrir y cerrar de ojos todo cambió. Sus vidas, sus familias... ya nada volvería a ser igual que antes. More

Prólogo
Cap.1
Cap.2
Cap.3
Cap.5
Cap.6
Cap.7
Cap.8
Cap.9
Cap.10
Cap.11
Cap.12
Cap.13
Cap.14
Cap.15
Cap.16
Cap.17
Cap.18
Cap.19
Cap.20
Cap.21
Cap.22
Cap.23
Cap.24
Epílogo

Cap.4

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By MyPerfectGuys

– _____ – me llamaron desde la puerta. Giré mi cabeza y me encontré a mi enfermera bajo el umbral con una gran sonrisa en sus labios – ¿Crees que ya estarás lista para volver a caminar?

– Eh, no lo sé... – contesté de forma pausada, dándole vueltas a su pregunta en mi cabeza.

– Tengo una buena noticia para ti – dijo contenta acercándose hasta mi.

Dando pequeños saltitos como si fuera una niña pequeña –casi lo parecía por lo delgada y menuda que era–, se acercó por el lado derecho de la camilla y me miró con una felicidad desbordante. Sólo por su cara pude hacerme una idea más o menos de cual sería esa noticia, la que tanto ansiaba oír desde hacía días.

– El doctor ya me ha dado luz verde para que puedas ir a ver al chico.

– ¿En serio? – vocalicé irguiéndome sorprendida. 

– En serio – reafirmó alzando las comisuras de sus labios. Cerré mis ojos aliviada y festejé en mi interior aquel inminente logro. Con todo el tiempo que había pasado desde mi conversación con el doctor –fue poco, pero para mí una eternidad–, ya había descartado casi la idea de conocer a mi salvador – ¿De verdad que no lo conocías? Pareces muy ilusionada.

Abrí los ojos y me la encontré de frente con una expresión curiosa. Algo avergonzada me sentí, puesto que al no tener mucha confianza con ella no sabía si comprendería los motivos que tenía para alegrarme tanto. Meneé mi cabeza de un lado a otro al ver que continuaba esperando por mi respuesta.

– ¿Entonces? No comprendo porqué tanto interés...

Yo suspiré levantando mis hombros y dejándolos caer de golpe y sin ganas.

– Me salvó la vida, simplemente eso... – susurré sin darle mucha importancia, aunque en realidad sí que la tenía para mí –. Y sé que sigue en coma, pero me da igual. Me siento responsable de lo que le ha pasado y necesito hacérselo saber de algún modo.

– No deberías decir eso _____, tú no tienes la culpa de nada.

Después de sus últimas palabras tan serias, me quedé callada y no dije nada más. Sabía que nadie en ese momento podría llegar a comprender la culpa que me inundaba por dentro, por mucho que insistiera en ello.

Ella, centrándose ya en lo principal, apartó la sábana de mis piernas, las cuales quedaron a la vista por el corto camisón que llevaba puesto, y comenzó a dar masajes en ellas. Al primer contacto no sentí nada, como si me hubieran amputado de las ingles hacia abajo, pero tras unos minutos empecé a notar un leve cosquilleo recorriéndome desde los dedos de los pies hasta los muslos.

– ¿Sientes algo? 

– Sí, algo parecido a las cosquillas – le comenté asustada –. ¿Eso es bueno o malo?

– Tranquila, es normal – me informó sonriendo –. Cuanto más tardas en recuperar la movilidad, más intensas y duraderas son las cosquillitas.

Ella estuvo realizando aquellos masajes durante unos minutos más, tranquilamente y sin prisas, hasta que creyó conveniente y paró. Más tarde me ayudó a sentarme en la camilla para poder sentir de nuevo el suelo bajo mis pies, pero debido a mi estatura, éstas quedaron colgando.

– Dame tus manos – me dijo. Yo la obedecí –, ahora vamos a probar tu equilibrio. Si ves que no puedes y que te vas a caer, me das un apretón y yo te vuelvo a subir a la camilla. ¿De acuerdo?

Al mismo tiempo que asentía, me dispuse a apoyar mis pies descalzos en el suelo desesperada porque aquel proceso fuera rápido. Al principio parecía que todo iba bien, sentía todo el peso de mi cuerpo sobre mis piernas y creía que ya no tendría problema alguno para caminar. Pero unos segundos después, mis piernas comenzaron a fallar, el cosquilleo había vuelto a ellas y antes de que me diera cuenta, yo ya estaba tendida en el suelo maldiciéndome por haberme soltado del agarre de la enfermera.

– ¡_____! – chilló ella.

De inmediato se agachó y me cogió de las axilas tirando de mí hacia arriba para dejarme de nuevo  sentada sobre la camilla.

– ¿Por qué te soltaste? – preguntó indignada.

– Pensé que podría hacerlo yo sóla...

– Pues al parecer no – comentó frunciendo sus labios con cara pensativa –. Espérame aquí un momento, voy a ir a buscar una cosa.

Unos cinco minutos después, reapareció por la puerta llevando consigo una silla de ruedas.

– ¿Voy a tener que ir ahí?

– Sí. Por el momento esta es la única solución para ayudarte a que te desplaces.

– ¿Y cuándo podré volver a caminar? – quise saber hecha un manojo de nervios. Eso de no poder caminar aún me estaba asustando.

– Realmente no lo sé, es raro que todavía tus piernas no reaccionen correctamente. Le diré al doctor que te hagan algunas pruebas cuanto antes para comprobar que no haya ningún problema – me aseguró. Ella se puso delante mía y de nuevo volvió a tenderme sus manos – Ahora agárrate a mí, pero esta vez de verdad. No te sueltes bajo ningún concepto.

Pasé mis brazos alrededor de su cuello y me aferré a ella como si me fuera la vida en ello. Quedé muy asombrada por la facilidad que tuvo las dos veces para levantarme, tenía mucha fuerza, aunque también ayudaba el que yo no pesara más de cincuenta y pocos kilos.

– ¿En qué habitación se encuentra él? – le pregunté. En esos momentos me llevaba por un pasillo desierto de gente y en completo silencio a excepción de los escalofriantes pitidos de los electrocardiogramas en las habitaciones de los pacientes.

– En la 354. Está justo encima de la tuya, tenemos que subir un piso.

Cuando llegamos a la planta de arriba, insistió en que probara a manejar la silla yo sola antes de seguir. Me costó un poco por la fuerza que requería en los brazos, pero gracias a lo poco que pesaba me fue un poquito menos complejo. Para ser la primera vez que probaba la silla no se me daba nada mal. Todo era cuestión de acostumbrarse.

Miraba atenta todas las etiquetas que habían al lado de las puertas dónde estaban indicados los números de las habitaciones mientras contaba mentalmente y avanzaba con Sirenia a mi lado. 344, 346, 348, 350, 352… y ahí estaba, 354. Me detuve frente a la puerta cerrada durante un tiempo considerable, examinándola atenta y planteándome si de verdad quería hacer aquello. Estaba muy nerviosa, pero sí, lo quería hacer. Él ni siquiera se daría cuenta de mi presencia, así que no había motivos por los cuales alterarse.

– ¿Quieres entrar ya? – me preguntó ella.

– S-sí, claro.

Sirenia caminó hasta la puerta sacándo una tarjeta que introdujo posteriormente en la ranura que actuaba de cerradura. La puerta se abrió con un leve 'click'. Ella se hizo a un lado abriendo la puerta de par en par y permitiéndome la entrada. Cogí aire lentamente por mis fosas nasales, lo solté en un intento por calmar mis absurdos nervios y entré en la habitación sin más vacilación.

Era prácticamente igual que la mía, menos en el tamaño de su ventana, la cual era más grande, dejaba entrar la luz con más claridad y ocupaba toda la pared derecha. En aquel sitio había un excesivo y fuerte olor a medicinas que tampoco coincidía con el olor de mi habitación. Quise por un momento salir corriendo allí al encontrarme mareada, pero me repuse rápidamente cerrando los ojos y manteniendo mi mente alejada de la realidad por unos segundos.

Cuando consideré que ya estaba preparada, me armé de valor y dirgí la vista hacia el único sitio al que aún no me había atrevido a mirar. Hice girar las ruedas de mi silla y así me pude acercar más a él y examinarlo desde cerca. La respiración casi se me para de golpe al darme cuenta de que, tal y como había dicho el doctor, estaba vendado de pies a cabeza casi.  

– Nunca pretendí esto, Harry – susurré de forma casi inaudible para que quedara entre nosotros dos. La culpa estaba empezando a corroerme por dentro, me estaba ganando la batalla.

Su pelo seguía igual, con sus rizos característicos intactos aunque algo más desordenados a como los vi la primera vez. Sus párpados estaban cerrados, lo que me impedía apreciar ese precioso color verde de ojos nada común. Su nariz y su boca quedaban ocultas bajo una máscara de oxígeno, supuse que su función sería muy parecida a los tubos que me ponía yo por las noches, ya que ésta también estaba conectada a una máquina. A demás, presentaba numerosas heridas y rasguños en esa parte, en el rostro. No quería ni imaginar como sería en el resto del cuerpo visto lo visto en la cara. 

Seguí analizándolo hasta llegar al cuello, de dónde partían unas cuantas vendas que le rodeaban todo el abdomen y buena parte de sus bien formados hombros, y por las cuales sobresalían escalofriantes moretones de colores verdosos, morados y amarillentos. Dichas vendas tenían muchas manchas de sangre, las más grandes y visibles se encontraban en un lateral de su vientre y en su clavícula derecha. Al ver ésta última recordé de nuevo el día del accidente. Justo el momento en el que él se acercó a mí, me llamó la atención una mancha de sangre en su camiseta muy similar a la que ahora veía en la venda. Alguna herida bastante grave o profunda debía de tener ahí, puesto que la manchaba parecía ir aumentando de tamaño minuto a minuto y no paraba de sangrar.

Los brazos eran la única parte de su cuerpo que no parecían tan afectados. Podía ver perfectamente la cantidad tatuajes que tenía repartidos por ellos sin problema alguno. Pero que no tuviera heridas no significaba que quedaran completamente visibles. Dos vías intravenosas estaban conectadas en cada uno de sus brazos a la altura de sus codos.

Parte de sus manos también estaban vendadas, lo único que veía de ellas eran sus dedos, sus largos, delgados y perfectos dedos. Tuve el impulso de inclinarme sobre él para acariciarlos y para sentir de nuevo la suavidad de su piel, aquella que recordaba con todo detalle desde la vez que nos dimos la mano aquel día. Estuve a punto de tocarlo, pero detuve mi mano a casi un centímetro en cuanto recordé que Sirenia, la enfermera, seguía detrás mía observando todos mis movimientos y me daba mucha vergüenza que presenciara aquello. El resto de su cuerpo quedaba oculto por una sábana, y quizá que lo prefería, ya que si no tenía ropa en la parte del abdomen, dudaba que tuviera algo más que unos simples calzoncillos bajo la sábana.

Sentí los pasos Sirenia aproximarse por detrás hasta donde yo me encontraba. Se paró a mi lado y aclaró su voz, con un leve carraspeo.

– ¿Quieres que te deje un rato sola?

Me mantuve un buen rato pensando en mi respuesta.

– No, no es necesario – le dije después de pensármelo seriamente. Me apetecía mucho estar a solas con él para hablarle y agradecerle, aunque no me oyera, pero no sabía si de verdad merecería la pena.

– ¿Sabes? A veces es bueno hablar con las personas que está en coma. Aunque pensemos que no nos escuchan nos equivocamos. Sí que lo hacen... su subconsciente lo hace.

Elevé la cabeza al escucharla hablar. Parecía como si me hubiera leído la mente.

– ¿Tu crées?

– Sí – afirmó –. Al hablar con ellos haces que su cerebro reciba estímulos y haga un sobresfuerzo por captar la información que les damos. Muchas veces puede parecer que lo que te estoy diciendo es mentira, porque aunque les hables no son capaces de reaccionar, pero hay otras veces en que sí lo hacen. ¿Y sabes cómo lo demuestras?

– ¿Cómo? – pregunté intrigada.

– Realizando algún gesto o movimiento, apenas perceptible, o algún sonido con la voz. Pero casi nunca nos damos cuenta de estos detalles. Debemos estar muy atentos para percibirlos.

Justo en ese momento, entró mi doctor informándome de que la hora se había acabado y que debía irme a mi habitación. A Harry le tenían que hacer algunas curas con respecto a sus heridas y ambos me aseguraron que no sería para mí agradable presenciar aquellas sangrientas escenas.

Sirenia, mostrándose muy amable conmigo hasta el último momento, me acompañó hasta mi habitación y me acomodó en la camilla. Antes de irse, me dejó un par de revistas nuevas sobre la cama y una chocolatina que había cogido sin permiso de la cafetería. Yo le agradecí mucho por eso, ya que llevaba días y días comiendo únicamente la 'sopa' que me daban por las mañanas en el almuerzo y de vez en cuando me daban antojos de chocolate.

Mi día pasó como otro cualquiera, leyendo y releyendo las revistas, mirando la lluvia caer desde el pequeño ventanal de la habitación y haciendo un recuento mental de la cantidad de personas que pasaban por mi habitación para comprobar que nada estuviera en descontrol. Pero la impresión que me dio fue que, tanta vigilancia implantada en mi habitación y a los alrededores de ésta, había sido una idea del doctor debido al nefasto intento de suicidio que uno de los días pasados realicé, y también para controlar así que no volviera a hacerlo.

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