Bajo las sombras [EN LIBRERÍA...

By StefyLeon_

725K 18.6K 10.3K

Un internado. Dos chicas que se odian. ¿O tal vez no? ⭐ ⭐ ⭐ ⭐ ⭐ Es verano del 2005 y la vida de Yzayana e... More

Bajo las sombras © ¡Ya en librerías de todo el mundo!
Personajes
Un poema antes de empezar
2 🌌 Telaraña de hilos cósmicos
✉️ CARTA ✉️
📕 DIARIO 📕
3 👻 Fantasma y poltergeist
4 🏀 Salamandras vs Dragonas
5 🍰 El pastel de chocolate

1 📚 Un libro que se desangra

41K 2.2K 814
By StefyLeon_


Poco recuerdo de mis últimas horas en la cabaña. Hice un centenar de cosas, de eso estoy segura, pero ninguna se registró en mi memoria con la claridad que hubiera querido. Hay destellos, como burbujas de gaseosa que escalan raudas a la superficie y explotan.

Solo eso.

Momentos.

Yo era una burbuja en ese entonces, vacía y silenciosa. Buscaba salir de un mar de tormento y no sospeché que al final naufragaría.

Ofelia Barozzi me vigilaba de cerca. Tal vez intuía que yo era una bomba de tiempo. Se movía por la cabaña como una bailarina deforme en una caja de música gigantesca. De sus labios arrugados se escapaban palabras que mis oídos registraban, pero mi mente no comprendía. Hablaba en la lengua de las cosas comunes y yo había perdido la capacidad de descifrarla.

—¿Vas a llevarte esto? —decía y yo asentía sin darle importancia.

Nada importaba lo suficiente.

Abandonar el pueblo era algo que había querido hacer desde que la maestra nos hizo colorear un mapa, pero la decadencia de la Escritora me había impedido alejarme de su lado. Siempre me decía:

—¿Qué quieres del mundo? ¿Libertad? Afuera no hay libertad, es una ilusión creada por el capitalismo. A mi lado tienes toda la libertad que necesitas. ¿No lo entiendes todavía? Pronto lo entenderás...

Entendí que de su mano había salido la última frase de su historia y que en unos documentos legales había dejado un nuevo comienzo para la mía. Era una ironía que se hubiese preocupado por mi futuro cuando, a pesar de que mi cuerpo proviniese de su vientre, odiaba que la llamase madre. Su única hija era la literatura, su única responsabilidad, redactar. Paría letras, cobijaba cada una tras la máquina de escribir, las amaba o las odiaba, las nutría no con leche, sino con subterfugios de su mente, dialogaba con ellas. Si yo la interrumpía, montaba en cólera.

Pero fue decayendo con el tiempo. En sus ojos se consumió la chispa, las musas se escaparon por la ventana, se perdieron en el bosque; dejó de teclear hora tras hora, tampoco hacía gran cosa. Al llegar de la escuela, la encontraba ojeando un libro mientras caminaba de un lado a otro de la habitación como si estuviera nerviosa. Releía una página por semanas. Luego comprendí que no leía en absoluto, que ya no había nada que quisiera hacer. Si antes la inspiración la había devorado, fue un monstruo diferente quien la engulló después, otro el que consumió su mente y su alma.

—¿Estás bien? —le preguntaba.

—Nadie está bien, nunca.

Intenté sacarla de la cabaña, llevarla al pueblo, a la biblioteca destartalada, a la feria itinerante, que platicara con alguien más que conmigo, pero mis esfuerzos terminaban con ella diciéndome que las personas eran galletas en un empaque, que todas sabían igual, aunque tuvieran sus ligeras diferencias, que cada una era una digna representante del grupo y que a esos grupos los conocía de memoria. Le aburrían.

No pude luchar contra su continuo hastío por todo y por todos. Era como intentar caminar a través de un manto de nieve que te ha sepultado hasta los hombros. Terminé dejándola en casa. Cuando la furgoneta de la escuela pasaba por mí, la Escritora me despedía desde la puerta con una sonrisa y un movimiento de mano, supongo que no por gentileza, sino porque se alegraba de que la dejara sola, que la dejara en paz.

Y así pasó el tiempo...

Aquella tarde pudo ser como cualquier otra: la Escritora tendida en el sofá, con un libro sobre el regazo, los ojos perdidos, el silencio flotando entre nosotras. Pudo ser una tarde normal si las páginas del libro no se hubieran desangrado.

Parada en la puerta, con la mochila al hombro, el suéter del colegio arrugado, los zapatos manchados de lodo porque la mañana había estado lluviosa, aspiré lentamente el aroma de la sangre.

Metálico.

Hilos rojos corrían por el libro como si la historia entre sus páginas se desangrara. Lo tomé con las manos temblorosas. Leí un párrafo que estaba marcado con una huella roja: «Una mujer que se gana la vida como mujer pública, se merece más respeto que una mujer que se rebaja a escribir folletines o tal vez libros».

Corrí al pueblo, aunque sabía que era tarde. La ambulancia se abrió paso por el camino escarpado. Todo fue inútil. La hallaron tan muerta como la encontré yo. Tan fría y silenciosa como había estado desde hacía tantos años.

***

Nos marchamos de la cabaña a mediodía.

El coche traqueteó colina abajo y mi hogar se perdió de vista entre los árboles. Al pasar por el pueblo, me despedí de las calles con la misma indiferencia con la que las había recorrido. Unos compañeros del colegio me vieron pasar, estaban en el parque jugando basquetbol. Recordé los partidos que habíamos disputado, el único lazo que compartíamos. Al reconocerme tras la ventanilla, levantaron la mano a modo de despedida, quién sabe si intuyeron que los dejaba por mucho tiempo o no, pero siguieron con sus vidas.

Intenté bajar el vidrio y aspirar por última vez el aire de la cordillera, pero la anciana me advirtió que el viento frío le provocaba dolor en los huesos. Suspiré y contemplé el mundo tras el cristal, les dije adiós a los pequeños detalles. Una extraña melancolía punzaba en mi corazón. En los últimos años todo lo que había querido era dejar atrás esas montañas, era ridículo comenzar a añorarlas en el momento que lo conseguía.

Nadie añora una jaula.

La anciana viajaba conmigo en el asiento trasero. Me soltaba frases genéricas, pero sus palabras se descosían en mis oídos. La miraba fijamente, como si en verdad me interesara lo que estaba diciendo, pero lo único que registraba mi cerebro era el color de sus ojos tan verdes que rivalizaban con el bosque. Examiné la cicatriz que le partía la cara y hacía juego con su prominente joroba y su cojera. Parecía una criatura de cuento de hadas, pero nada estaba más alejado de la realidad.

—¿Qué le pasó en la cara? —No me contuve.

—Un accidente —soltó severa.

Subimos, bajamos y seguimos bajando hasta que la carretera se convirtió en avenida y los coches se multiplicaron. Nos engulló la penumbra y cientos de luces bailotearon al ritmo de una danza desconocida pero ordenada que a momentos me cegaba. Las montañas se convirtieron en gigantes azulados, dormidos en el horizonte.

—Demasiado tráfico —murmuraba Josef, el chofer.

Una llovizna se transformó en tormenta. Una brisa en ciclón. Otras fueron las montañas que se iban acercando a nosotros. ¿Había escapado de unas para internarme en otras? ¡Qué ironía! La ciudad surgió en medio de la cordillera, imponente y larga como un cuchillo. Aplasté la nariz contra el vidrio helado y observé los edificios que tocaban las nubes. Comenzaba a impacientarme. ¿Dónde estaba la academia? ¿Cómo era? ¿Cuánto faltaba para llegar?

Ascendimos por una colina de calles empinadas. Las propiedades se espaciaban cuadra tras cuadra, sus altos muros parecían indicar que resguardaban grandes tesoros. Casi en la cima, las casas desaparecieron y se extendió un bosque de sombras arboladas. De la nada, apareció un portón enrejado que se partió en dos para dejarnos entrar. El coche se deslizó entre setos y árboles; se abrió paso por olas de agua encharcada hasta rodear una fuente y detenerse frente a una escalinata. Los rayos esbozaron la fachada de una hacienda mexicana de dos pisos, con los muros infestados de enredaderas, los techos a dos aguas y los ventanales rematados por arcos de medio punto.

Josef nos abrió la puerta y extendió un enorme paraguas sobre nuestras cabezas. Subimos por las escaleras y nos internamos en un vestíbulo de paredes de piedra, techo alto rematado por enormes travesaños de madera oscura, columnas blancas que terminaban en arcos y una suntuosa escalera bicéfala que se perdía en pasillos del segundo piso que apenas pude observar. Del techo colgaban candelabros que lo iluminaban todo, pero lo que logró llamarme la atención fueron las estatuas de bronce de tres mujeres que extendían los brazos al cielo, sosteniendo entre ellas una lira dorada. Debajo, en el piso de mármol, estaba el escudo de la academia, que tenía la siguiente leyenda:

«Nam et ipsa scientia potestas est».

—El conocimiento es poder —recitó la anciana cuando le pregunté el significado y sus ojos verdes me traspasaron, como si esperase que de mí brotara alguna cosa, pero yo era tierra estéril, un desierto de sal—. Debes de estar hambrienta —añadió ante la ausencia de palabras, pero la presencia de ruidos estomacales—. Vamos al comedor. —Consultó su reloj—. Llegamos a mitad de la cena.

Quise decirle que no tenía hambre, que ni siquiera sabía si volvería a tenerla alguna vez, pero, con palabras severas y paso decidido, me condujo por debajo de la escalera bicéfala y salimos a un gigantesco jardín interior que rodeamos por el perímetro de columnatas que nos protegían de la lluvia.

Un murmullo de voces femeninas precedió nuestra entrada al comedor, un salón alargado de grandes ventanales por donde se filtraban los rayos de la tormenta. La anciana golpeó tres veces el suelo con el bastón —toc, toc, toc— y fue como si el sonido se extendiese igual que una ola silenciadora. Segundos después, todas las chicas se habían levantado —luciendo sus elegantes trajes plomizos— y, cuando el ruido de sillas cesó, saludaron casi al unísono:

—Buenas noches, directora Barozzi.

—Buenas noches, alumnas. Prosigan, por favor.

Las chicas se sentaron —la espalda recta, las rodillas juntas, la servilleta blanca sobre las piernas— y reanudaron la cena. Los murmullos volvieron poco a poco, aunque menos vivaces que antes. Ojos de diversos colores me examinaron, pieles más pálidas que la mía dominaban el paisaje. La anciana me llevó hasta el self-service y atiborré mi bandeja con lo que me pusieron enfrente. Una vez en la mesa, me perdí en el fondo de la sopa humeante. Bien podría haber sido una sopa de letras, pues las palabras que murmuraba la anciana caían en el líquido al igual que todos mis pensamientos.

—... lo que hizo tu madre fue terrible —la escuché decir y levanté la mirada por primera vez desde que nos sentamos—. Nunca encontraré las palabras adecuadas para consolarte, tal vez nadie las posea, pero debes saber que no tienes la culpa de lo que pasó.

Los ojos me escocieron.

—La academia es tu nueva casa —continuó diciendo sin percatarse de mi reticencia—, somos tu familia. Ese peso que cargas no tienes por qué cargarlo sola. Ponlo en mis hombros y en el personal docente. Vamos a ayudarte...

Ansiaba decirle que se detuviera, quería que me enviara a mi nueva habitación y me dejara en paz. Eso sí que iba a ayudarme. ¿De qué otra forma podría? Nadie puede ayudarte a cargar un vacío. Tal vez el peso de una vida, ¿pero el vacío? Cuando todo se ha esfumado, ¿quién soporta la nada? En mi mente contaba, una y otra vez, las gotas cayendo del libro abierto, marcaban el ritmo de un tiempo que se detenía, se doblaba, se derrumbaba sobre mí.

—... irás a terapia con la psicóloga de la academia...

A eso se resumía todo, a terapia, a pastillas, a no sentir. La Escritora decía que era mejor sentir cualquier cosa a no sentir nada, pero también decía que le aterraba la sangre y se había abierto las muñecas en canal. Me recordé apretándolas, intentando detener el goteo. La Escritora decía tantas cosas... Mi madre decía tantas cosas. Mi madre... Era mi madre y había muerto. Yo la había dejado morir. La había visto decaer, marchitarse, y no había podido ayudarla.

Clavé la mirada en la sopa.

«La comida no sabe a nada, la vida no sabe a nada. ¿Cuál es el sabor de las cosas? Dime, Yzayana, ¿tú aún lo notas?».

Estaba llorando. Los sollozos me golpeaban el pecho, mis dedos se movían sin destino.

—Por favor, quiero salir de aquí —mascullé, no como una petición, sino como una advertencia. Algo que iba más allá de mi cuerpo levantándose con violencia: la silla resonó contra el mármol, las miradas se giraron hacia el estruendo, mis pies encontraron la salida y atravesaron el jardín, mis ojos observaron el cielo a pesar de las gotas de lluvia. Seguí el curso de la tormenta y de los rayos. Deseaba brillar como ellos y desaparecer de igual manera, tan rápido, en un instante, sin dolor alguno. Caer a la tierra y esfumarme.

Continue Reading

You'll Also Like

292K 20.8K 32
Las mentiras envenenaron los corazones de aquellas dos personas malditas. Lu va en su 4to año en Hogwarts. Parecía que su vida iba normal, claro, su...
35.2K 4.6K 14
Jungkook es echado de su casa junto a su pequeño hijo de apenas 1 año, su anterior Alfa tomó la decisión de correrlo al llevar a una nueva Omega a su...
1.1M 88.3K 77
Becky tiene 23 años y una hija de 4 años que fue diagnosticada con leucemia, para salvar la vida de su hija ella decide vender su cuerpo en un club...
147K 6.9K 39
"𝙀𝙡 𝙖𝙢𝙤𝙧 𝙣𝙪𝙣𝙘𝙖 𝙢𝙪𝙚𝙧𝙚 𝙮 𝙡𝙖 𝙫𝙚𝙧𝙙𝙖𝙙 𝙩𝙞𝙚𝙣𝙚 𝙧𝙖𝙯ó𝙣 𝙥𝙤𝙧 𝙦𝙪𝙚 𝙙𝙚𝙟𝙖𝙣 𝙪𝙣𝙖 𝙝𝙪𝙚𝙡𝙡𝙖" "-𝙔 𝙖𝙡 𝙛𝙞𝙣𝙖𝙡 𝙚�...