Bajo las sombras [EN LIBRERÍA...

By StefyLeon_

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Un internado. Dos chicas que se odian. ¿O tal vez no? ⭐ ⭐ ⭐ ⭐ ⭐ Es verano del 2005 y la vida de Yzayana e... More

Bajo las sombras © ¡Ya en librerías de todo el mundo!
Personajes
Un poema antes de empezar
1 📚 Un libro que se desangra
✉️ CARTA ✉️
📕 DIARIO 📕
3 👻 Fantasma y poltergeist
4 🏀 Salamandras vs Dragonas
5 🍰 El pastel de chocolate

2 🌌 Telaraña de hilos cósmicos

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By StefyLeon_

—Señorita Amaru, ¿está prestando atención?

Pestañeé y enfoqué la mirada en la profesora de Literatura. Asentí y me envaré en la silla. Las demás me observaban.

—¿Qué acabo de preguntar a la clase? —inquirió la profesora.

—No lo sé —murmuré.

—Hable más fuerte, señorita Amaru.

—Que no lo sé.

—Pues espero que lo sepa antes del examen o va a reprobar.

Asentí sin convicción y traté de concentrarme en el pizarrón, pero mi mente echó a volar con la misma rapidez con la que la profesora me dio la espalda. Miré por la ventana. Los terrenos de la academia amarilleaban.

Había pasado semanas hundida en la nada, en el letargo indiferente de un fantasma. Era como estar medio despierta o medio dormida. Las personas y las escenas de lo cotidiano transcurrían desfasadas. A menudo olvidaba cómo había llegado a un sitio. Parpadeaba a media clase y me preguntaba qué hacía oyendo sobre escritores que habían tenido vidas tan trágicas como la de mi madre. El impulso de huir, largarme, vivir a mis anchas o recluirme en cualquier sitio solitario era cada vez más apremiante. Tampoco conseguía respirar con normalidad. El aire ya no era aire, era algo más pesado, un líquido, una melaza, una cosa que se endurecía en mis pulmones y hacía que inhalar o exhalar resultara difícil y doloroso.

Eso no se lo decía a la psicóloga, claro que no. Una vez por semana arrastraba los pies hacia su oficina, me sentaba, intentaba que la conversación versara sobre temas banales. La mujer —cuyos ojos negros se parecían demasiado a los de mi madre y su piel morena contrastaba con el resto del personal— me escuchaba con paciencia, pero en algún punto parecía recordar que estábamos ahí por el suicidio de mi madre y lo mencionaba. Bastaba eso para que mi garganta se cerrara sin remedio.

—Tranquila —decía entonces la doctora González—. No es necesario que tratemos el tema si aún no estás lista.

Yo asentía como toda respuesta, intentando controlar mi respiración.

—¿Cómo te va en las clases? ¿Te estás adaptando bien al internado?

—Sí... Creo que sí...

No mentía del todo. La rutina era simple. Por la mañana resonaban melodías clásicas en los pasillos. Mozart, Schubert o Strauss nos servían de despertador. Salíamos de la habitación bostezando, aún en pijama, con la toalla en el hombro, el albornoz y el neceser bajo el brazo. La gobernanta del piso, una mujer conocida como la Misionera, pero cuyo nombre era Gazmira Tabat, se mantenía atenta a cualquier indisciplina. Sin embargo, las risas ahogadas, agudas y joviales no se hacían esperar y me atacaban los oídos como mosquitos.

En las duchas la intimidad no existía. Las chicas se paseaban desnudas frente a mí y entorpecían mis pasos.

—¿Qué te pasa? —se burlaban las mayores y más descaradas—. ¿Nunca has visto un par de tetas?

Teníamos un tiempo determinado para lavarnos y salir. La Misionera nos cronometraba como en una carrera de relevos y, si nos demorábamos de más, había un castigo.

La disciplina en la academia era tan rígida como la pasta del Libro Azul que entrañaba sus normas. La falda tenía que mantenerse a cierta altura, el uniforme debía estar limpio y bien planchado. Dentro de las aulas no se permitía llevar maquillaje excesivo ni adornos estrafalarios. Faltarle al respeto a una profesora o incordiarla con palabras groseras se castigaba duramente.

Éramos señoritas finas, limpias y bien portadas, o en eso intentaban convertirnos a las buenas o a las malas. Sobre todo, a las malas. No había manera de escapar de los castigos, ni siquiera en la privacidad de tu habitación. No dependía de qué tan buena eras encubriendo tus travesuras, tu roomie —palabra que aprendí en el internado— tenía la obligación, ¡el deber!, de delatarte. Si te dejaba pasar una falta y alguien se enteraba —alguien como la Misionera—, el castigo aplicaba a ambas.

Mi roomie era una muchacha china de nombre Mei Yang. Daba la impresión de que jamás se había cortado la cortina de cabello negro y que sus pequeños labios habían sido tomados de una muñeca, pero siempre se encargaba de que su voz se hiciera escuchar.

Los domingos por la noche, Mei regresaba con una dotación de comida casera que sustituía a la porquería baja en calorías que nos daban en el internado. Tenía un pequeño microondas y la habitación se llenaba de olor a fideos y soya. Algunas chicas eran crueles —sobre todo las que no eran residentes— y se tapaban la nariz cuando Mei pasaba.

—Alguien apesta a restaurante chino —decían.

Mei mantenía la barbilla en alto, inmune a sus palabras.

En el teléfono al final del pasillo hablaba con sus padres en un rápido mandarín. Supuse que su familia la empujaba a estudiar arduamente, porque después de cada llamada se obsesionaba revisando libros y apuntes. Tenía decenas de fichas desperdigadas en su escritorio, cada una de un color diferente. Estaban escritas con la misma letra estrecha que había usado para trazar su nombre en el pizarrón de nuestra puerta. El mío, con letra más grande y alargada, estaba bajo el suyo.

Álgebra se le daba fatal y se pasaba horas intentando resolver problemas. De reojo, la veía fallar una y otra vez, colocar la frente sobre el libro y suspirar. Luego se golpeaba contra él como si sus neuronas requiriesen de una sacudida para entender las fórmulas.

Una tarde en que yo miraba el techo y sus golpeteos frustrados comenzaban a irritarme, salí de la cama y me senté a su lado. Le expliqué cómo resolver el problema en el que se había estancado. Me miró con los ojos como platos.

—No me mires así —mascullé, eludiendo su mirada—. El álgebra es lo único que se me da bien y es lo que puedo hacer para agradecerte.

—¿Agradecerme por qué?

—Que me saques de la cama todas las mañanas y me arrastres entre el desayuno, las clases y el almuerzo.

De no haber sido por Mei Yang, me habría quedado en la cama mirando el techo.

—Soy tu compañera y es lo que se espera de mí —repuso, como si le restara importancia—. Está escrito en el Libro Azul —y citó—: «Ayudar a tu compañera es ayudarte a ti misma y a la sociedad».

Asentí sin ganas de protestar. De ese libro no había leído ni la primera página. La anciana directora me había dado una copia y yo la había lanzado bajo la cama sin echarle ni siquiera una ojeada.

Mei era mi remolcadora, la que me empujaba a salir y hacer lo mínimo que se esperaba de mí, pero, aunque caminara, hablara, me mantuviera en la silla durante la clase y respondiera a ciertas preguntas, yo me estaba disolviendo. Era como bicarbonato en agua y pronto dejaría de burbujear.

Para mí, los soleados días de septiembre eran sombríos. Después de las clases, me refugiaba en sitios apartados, oscuros, en aulas abandonadas, en baños sin uso, en pequeños jardines de hierba crecida. Me sentaba bajo cornisas atascadas de hojas podridas e insectos rastreros.

La otra Yzayana, la que quería marcharse del pueblo a toda costa, la que se pasaba los días entre el colegio y la cabaña, aburriéndose en su pequeño mundo hermético, se hubiera entusiasmado con el universo del internado. Pero yo, la que había visto morir a la Escritora, la que había apretado sus venas en un intento por salvarla, la que había intentado encontrar un rastro de vida en el fondo de sus ojos vidriosos, estaba vacía. Nada me entusiasmaba. Ni la autonomía, ni los rincones donde las demás reían y jugaban, ni los jardines coloridos, ni las clases, ni lo que me deparaba el futuro. ¿Había futuro acaso? ¿No eran los días una sucesión de segundos que se despeñaban hacia un abismo sin fondo?

Estaba sola.

La Escritora había sido lo único que tenía en el mundo y me había abandonado. Mei se esforzaba por ser mi amiga, pero yo no estaba en condiciones para forjar un lazo con nadie. Mantener una amistad, socializar, requería de un entusiasmo que me faltaba. No estaba dispuesta a cruzar el puente tambaleante que me separaba de las refinadas chicas de la academia. Mientras ellas luchaban para parecerse a las adolescentes de las revistas, yo llevaba a rastras la herencia indígena de mi madre y había crecido en el bosque, en una cabaña a las afueras de un pueblo en medio de la nada. El colegio había sido lo único normal en mi vida, pero incluso entonces era una paria, la niña de ojos dorados que vivía con su madre aún más extraña.

Cuando era pequeña, mis compañeros pensaban que la Escritora era una especie de bruja. Le tiraban huevos a la cabaña o nos dejaban excrementos de perro en la entrada. Pude encajar cuando comencé a jugar basquetbol y me esforcé lo suficiente para ser buena, pero incluso entonces me miraban con recelo.

En la academia, el zumbido de las conversaciones distaba de todo lo que yo conocía. Las chicas hablaban de jeans descaderados, de música descarada, de cantantes aún más descarados, de los mejores antros de la ciudad, del Instituto Militar que estaba plagado de chicos guapos, de posiciones sexuales y cómo evitar quedar embarazada. Todo giraba a velocidad vertiginosa y en mí se había detenido el tiempo. Una pregunta no dejaba que avanzara mi reloj: ¿por qué la Escritora se había quitado la vida sin dejarme una nota, nada, sin un consuelo?

Y pude haber caído para siempre en una espiral de preguntas, pude haberme dejado arrastrar hacia un final parecido al que había tenido mi madre, pero sucedieron dos cosas que me desviaron de ese camino.

***

Ocurrió el sábado de mi tercera semana en la academia. No estaba obligada a nada, así que me arrebujé entre las sábanas y me salté el desayuno a pesar de la insistencia de Mei por que pusiera algo en mi estómago. Regresó a eso de las diez y comenzó a vestirse con más fervor del habitual. La entreví con un vestido celeste, muy bonito, que le entallaba la cintura y le otorgaba un aire maduro.

—Es la inauguración del Torneo de Otoño —se excusó como si necesitara una razón para arreglarse más de lo normal. Se sentó al borde de la cama para ponerse los tacones y me miró esperanzada—. Deberías venir. Será en el estadio.

Gruñí como toda respuesta. El torneo había sido el tema de conversación de la semana entera, pero la sola idea de salir al sol, al griterío y a la algarabía me revolvía el estómago.

—Falta media hora para que comience —insistió antes de salir—. Todavía puedes cambiar de opinión.

Escuché el eco entusiasta proveniente del pasillo y me tapé la cara con la almohada. Quería dormir. Estaba agotada. El insomnio me asfixiaba. La puerta se cerró y mi mente se deslizó hacia el letargo.

Entonces escuché una melodía. Habían pasado años desde la última vez. Recordé a la Escritora, sentada fuera de la cabaña, una de esas tardes en que el sol anaranjado, suspendido sobre el horizonte, nos bañaba con esa luz tan distinta a cualquier otra. La Escritora sostenía una lira entre sus brazos; no el instrumento antiguo de cuerdas, parecido a un arpa, sino el xilófono portátil, el de teclas de metal cuyo sonido evocaba el tintineo de pequeñas campanas. «Debo de estar soñando», pensé, pero el leve fulgor de la realidad traspasaba mis párpados y me di cuenta de que no estaba dormida.

Pestañeé, clavé la mirada en el techo, la melodía no desapareció. No la había soñado. Me levanté de la cama a trompicones, como si estuviera a punto de ver un fantasma o, incluso, como si lo que había pasado desde que encontré a la Escritora sin vida hubiese sido una broma de mal gusto y ella me llamase con la música para decirme «estoy bien, no me he ido, sería incapaz de abandonarte».

Me asomé por la ventana entreabierta. Cinco chicas caminaban metros más abajo, junto a los macizos de flores, rozando la sombra de los árboles frente a mi habitación. Cargaban liras entre los brazos y una de ellas interpretaba la melodía de mi madre, la melodía imposible...

De mi boca escapó un lamento, una frase inconclusa, una pregunta ahogada, un rezo que llamó la atención de aquella extraña. Levantó la mirada y nuestros ojos se encontraron. Sentí que los latidos de mi corazón, antes golpes inaudibles y secos, se convertían en un frenético aleteo. Del abismo emergieron los segundos de mi tiempo estancado y el universo se invirtió para mí: la oscuridad fue luz y la luz una profunda tiniebla. La mirada de aquella muchacha era tormenta de estrellas fugaces, una telaraña de hilos cósmicos que amenazaron con atraparme...

Y lo consiguieron.

Pero su expresión cambió en un instante. Me miró con enfado, contrajo la frente, sus labios se apretaron y, como si mi presencia la molestara, aceleró el paso, sus cabellos cobrizos danzaron al viento, y siguió su camino.

No logré seguir con el mío.

Fui incapaz de regresar a la cama, recluirme en mi crisálida y continuar mi metamorfosis hacia un ser desvaído. Una extraña curiosidad reverberó en mi pecho, aquella melodía había hecho vibrar una tecla oculta en mi interior. Me vestí con lo primero que encontré y corrí en dirección a los jardines. Quería hablarle, preguntarle cómo es que conocía esa canción. No la hallé. Intuí que estaría en el estadio, como el resto del alumnado, y me encaminé en esa dirección.

Los graderíos estaban a reventar, pero el vestido de Mei fue fácil de encontrar entre la multitud y me senté junto a ella.

—Qué bueno que viniste —me sonrió.

La anciana directora dio inicio al evento. Mientras nos aburría con un discurso sobre el deporte y los valores que impulsaba, perdí la mirada en el pasto recortado. Destellando bajo el sol de una tarde despejada, aguardaba una banda de música. Formadas en filas y columnas alineadas con prolijidad, esperaban decenas de chicas ataviadas con vestidos blancos cuyos detalles en dorado y escarlata relucían. Eran las portadoras de toda clase de instrumentos: tambores y redoblantes, bombos y platillos, timbales y tubas, trombones, saxofones, trompetas, flautines, clarinetes y, por supuesto, liras. Estas últimas destacaban. Irradiaban elegancia, chispa, cierto desdén hacia lo mundano. Se me secó la garganta cuando noté quién las lideraba.

—Mei... —carraspeé, indecisa—. ¿Cómo se llama la chica de cabello cobrizo, la que sostiene la lira dorada?

—¿Lira dorada? Debe de ser Emma Lerroux.

Repetí el nombre en voz baja mientras las demás aplaudían. El espectáculo estaba por comenzar. De la banda se levantaron voces, algo parecido a un grito de guerra. Un bombo resonó a continuación.

Bum, bum, bum.

Emma Lerroux marchó a su ritmo y, con paso marcial, se apartó del resto para colocarse frente a la academia entera. Su determinación y seguridad me erizaron la piel. Levantó el brazo e hizo girar un largo y delgado mazo entre sus dedos como si en realidad el mundo rotara por acción de su muñeca. La banda se mantenía atenta al movimiento, el público no apartaba la vista de los giros. Cuando cesaron, el espectáculo empezó.

Apenas pude soportar el embate de la música. El redoble de los tambores escondía la promesa de un regreso a lo primitivo, a mi instinto de supervivencia, el retorno al yo, al ser, al no dejar de ser. Por el contrario, el vibrante canto de las liras resonaba contra las paredes de mi vacío y me hacía consciente de cuán inmenso era.

Me tapé la cara. Estaba mareada.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Mei.

Negué.

«Nadie está bien, nunca».

—¿Qué sucede? —insistió.

—Está llorando... —dijo alguien.

—¿Qué le pasa?

—No lo sé.

—Toma mi pañuelo.

Más que un torrente de lágrimas, tenía en la garganta palabras que intentaban salir y no podían, letras que se deformaban como vidrios rotos en mi lengua.

Cuando el espectáculo terminó y la banda dejó el estadio para dar paso a los equipos de futbol, me limpié la cara, inhalé profundo y, reuniendo todo mi valor, fui tras la muchacha de la lira dorada.

Necesitaba saber...

Me costó pronunciar su nombre.

—¡Emma! ¡Emma Lerroux!

No volteó. Corrí y la detuve por el hombro. Dio un respingo y se deshizo de mi agarre con un movimiento brusco.

—Lo siento —balbucí.

Era más alta que yo y, como estaba de espaldas al sol, su sombra amenazaba con engullirme. Una mueca de enfado le tiñó el rostro, levantó una ceja y esperó una explicación por mi extraño comportamiento

—Lo siento —repetí, tomé aire y evité la intensa acometida de sus ojos grises—. ¿Me puedes decir cómo conoces la melodía que tocaste hace rato en los jardines?

—¿En los jardines? —inquirió en tono gélido.

—Sí... Nos miramos, ¿recuerdas? Soy la chica que estaba en la ventana del segundo piso.

—No sé de lo que hablas.

Intentó marcharse, pero le corté el paso.

—Esa melodía significa mucho para mí. Te parecerá una locura, pero es que mi madre me hizo pensar que solo ella la conocía. Me resulta muy extraño escuchar que la interpreta alguien más...

—¿A qué melodía te refieres?

—Una que va así. —Tarareé un poco y las chicas que estaban cerca soltaron carcajadas—. ¿Te suena?

—¿Te refieres a Llanto de lira?

—No lo sé. Nunca supe si tenía un nombre. ¿Podrías tocarla?

Las chicas se rieron más fuerte.

—¿Ya das conciertos privados? —comentó una.

—Te debes a tus admiradoras —soltó otra con malicia.

—Pero cuidado con que te vea ya sabes quién —dijo una tercera en tono confidencial—. No querrás que comiencen los rumores...

Emma me lanzó una mirada implacable que me dejó de una pieza. Sus ojos tormentosos destellaron con furia.

—Tengo prisa —gruñó, me dio la espalda y se alejó dando grandes zancadas.

***

Esa noche, la melodía todavía resonaba en mi cabeza y el insomnio continuaba asfixiándome.

Mientras Mei dormía, deslicé la cortina, miré los árboles tras la ventana y examiné el lugar donde Emma Lerroux se había detenido y levantado la mirada. Sus ojos grises. Su cabello cobrizo. Su cambio repentino de expresión. Estaba intrigada.

La Escritora me había asegurado que esa melodía era de su autoría, pero con el paso de los años se había negado a tocarla para mí. En ningún otro lugar la había escuchado. ¿Cómo es que aquella chica la conocía?

Suspiré. Una ráfaga de viento hizo danzar las copas de los árboles y tirité. Pensé en mi hogar, en la cabaña vacía, tan vacía como yo, tan llena de recuerdos deformados. ¿Seguía siendo mi hogar si nadie me esperaba? ¿Cuál era mi hogar? ¿Alguna vez había existido, siquiera, algo a lo que llamar hogar?

Mei se movió entre sueños y se quejó. Cerré la cortina y me senté al filo de mi cama. Me miré las manos.

Había existido un hogar, me lo recordó la melodía. Hubo un tiempo en el que la Escritora se esforzó por ser mi madre y las notas de su lira me arrullaron. En algún punto algo debió de haber cambiado para que nos despeñásemos hacia el silencio. Ni ella ni la mujer en la que se había convertido estaban ya, pero la música regresaba a mí, alumbraba los pensamientos que se pudrían en el rincón más oscuro de mi cabeza. El hedor me cortaba la respiración. Estaba segura de que, de seguir así, la podredumbre terminaría matándome.

Escuché el inconfundible sonido de algo deslizándose. Examiné la habitación, pero la penumbra no me reveló gran cosa. Fue mi curiosidad la que me impulsó a buscar el origen del sonido. Era un sobre. Lo habían lanzado bajo la puerta.

Bajo la luz de la luna leí que yo era la destinataria. Carecía de remitente. Cuando me asomé a revisar encontré el pasillo vacío.

El sobre contenía dos hojas. La primera estaba escrita a máquina y parecía reciente. La segunda era una hoja cuadriculada y amarillenta, la de un viejo cuaderno. Estaba escrita a mano, con una letra que reconocí al instante.

Leí la primera.

***

En el libro, tanto en físico como en digital, hay una ilustración de la primera vez que Yza y Emma se miran directamente. Dejo un poco de ella por aquí:

lira: Es un instrumento de percusión, que consiste en un juego de láminas metálicas. Es percutido con baquetas o mazos de madera, de metal o de plástico. Físicamente, es similar a otros instrumentos de percusión de láminas, como el xilófono o la marimba. 

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