Magdalena Salvatierra y el co...

By LeonMelendez

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Magda llegó a vivir a un pueblo incivililizado. Además de padecer los subidones emocionales propios de la eda... More

Prólogo
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By LeonMelendez

Llegué al cerro a la hora que convine con Nélida, por la tarde, faltando casi una hora para que anocheciera. Es sábado y no fueron a la escuela, así que por primera vez los vi sin el uniforme. Me hallaba de buen humor luego de mis días anteriores y fue un detalle a su favor que los cuatro estuvieran de acuerdo en esperarme. Después de todo, ellos se conocen desde hace tiempo y no necesitan tanto de una amiga nueva como yo.

Quedamos de vernos en la entrada de la mina. Esta vez no tuve problemas para descender, había suficiente luz. Hallé la bajada y en un dos por tres estaba a un costado de la barranca. De haber conocido el acceso antes no me hubiera caído tan zonzamente.

Nélida me pidió que fuera preparada para estar un rato por la noche, así que esta vez en mi mochila sólo iban una linterna y un suéter extra al que llevaba puesto. La chamarra atada a la cintura.

Debo aclarar, aunque sea obvio porque seguí escribiendo mis posts, que por algún milagro no le pasó nada a la computadora en aquella caída. Esta vez decidí dejarla en casa, la buena suerte no puede durar para siempre, ¿no?

Fui la segunda en llegar. Rebeca ya estaba en el lugar y la identifiqué. Niña linda, piel y cabellos un poco claros con respecto a la mayoría de la gente de aquí. Tiene ojos verdes, aunque pasan desapercibidos un poco por el tono de su piel. Sin embargo, su vestimenta es muy similar, sin grandes posibilidades de estar a la moda.

Tan pronto llegué me dio un abrazo efusivo, como si nos conociéramos de antes. Pareció no darle importancia al hecho de que jamás respondí su correo.

Traté de preguntar de qué trataba la dichosa prueba, pero no me dio oportunidad. Comenzó a hablar como loca, el día había estado muy bonito, me preguntó si había sentido el cambio en la dirección del viento, lo que significaba que se acercaba  otra estación, que si me gustaban las Spice girls (¿esta niña vive en los noventa o qué?), que cuál era mi página de Internet favorita y cosas por el estilo.

A pesar de hacer preguntas directas no esperaba las respuestas, que de todas formas no habría tenido de mi parte. En cambio pasaba de un tema a otro sin ninguna consideración. Casi la interrumpo para decirle que no estaba muy segura con aquello de la prueba, que si no me decían cosas pronto me iba a largar. Pero no fue necesario. Ricardo y Lobo llegaron por el otro lado del cerro, el lado por el que aún no he bajado.

Antes de las presentaciones, Lobo estiró la mano a modo de saludo y me jaló para darme un beso en la mejilla. De inmediato pensé que esa era una actitud citadina, pero no dije nada porque algunas de las cosas que he pensado de esta gente han resultado erróneas.

La prueba no es peligrosa, Magda, me dijo Lobo con voz agria, no estamos interesados en joder a la gente, mucho menos en hacer cosas estúpidas o cometer crímenes. Fue cuando Ricardo tomó su turno de darme un beso.

Rebeca hizo las presentaciones, pero eran innecesarias. De inmediato supe que el chico con vello facial, cabello largo y colores ocres en su vestimenta era Lobo. De igual forma supe que Ricardo era el menos alto de todos, el de piel más oscura, que solía mirar al piso y guardar largos silencios. De Lobo supe, sin que nadie me lo dijera, que era capaz de hacer proezas físicas, tenía el tipo del valemadrista que hace justamente lo que no debe. De Ricardo intuí que ese silencio escondía algunas habilidades mentales, aunque no puedo precisar cuáles. Pero esas son sólo apreciaciones sin fundamento, y Rebeca no usó esas palabras para describirlos.

Ricardo tomó la palabra, tiene voz tranquila que contrasta con un nerviosismo aparente de sus manos, como si su cerebro se dedicara a pensar y no a controlar su cuerpo. Dijo que su único interés como grupo era estar en contacto con la naturaleza, como lo habían hecho algunos antepasados, pero nada macabro ni peligroso. No buscamos la droga o el alcohol como vías para lograr los objetivos, tampoco realizamos sacrificios o bebemos sangre ni nada por el estilo.

Me sorprendieron dos cosas, la primera fue la forma de hablar de Ricardo que no parece igual al de la gente que he escuchado en el pueblo. No tiene muletillas locales y el acento es casi como el de un estudiante de la Universidad de las Américas. Además, maneja palabras muy elaboradas para su edad y aparente condición socioeconómica, porque de los cuatro parece el más pobre. Lo segundo es que su rostro no deja lugar a dudas, tiene sangre matlatzinca.

Lobo y Ricardo abrazaron y besaron a Rebeca con gran cariño y la verdad me dio envidia. Nunca tuve algún amigo que me diera un abrazo tan fuerte, un beso tan rico en la mejilla y sin pedir algo a cambio.

Las dos veces anteriores vi a las chicas en brassiere pero no se siente tensión sexual entre ellos. Era casi como si se amaran y respetaran como son, como si el cariño entre ellos fuera natural y sin nada malo. ¿Cómo carajos logran controlar sus hormonas? ¿No tenemos quince años y eso es lo que debemos padecer?

Lobo volvió a tomar la palabra. La idea de una prueba fue mía, dijo, pero no tengo interés en alejarte del grupo, no tengo ninguna razón para pensar mal de ti, y mucho menos para tenerte miedo. Si logras involucrarte con nosotros sabrás que esto ha sido necesario.

Le pedí que ya no diera más rodeos al asunto y me dijera de qué se trataba. Aun no estoy tan segura de querer ser amiga de ustedes, me caen bien y todo, pero esto de una prueba me suena a juegos de niños.

Rebeca se introdujo en la plática, explicando que, como ya lo había escuchado, su única intención era mantenerse en contacto con la naturaleza (¿qué chingaos quieren decir con eso de contacto?) y que por esa sencilla razón mi prueba consistía en salir a buscar algunos artículos que me ayudaran a conseguirlo.

¿Perdón?, pregunté incrédula.

Lo que oíste, Magda, dijo Ricardo, debes deambular por el cerro y hacerte con los objetos que consideres te servirán para eso.

¿Perdón?, volví a preguntar.

¿Qué es lo que no entiendes?, preguntó Lobo tajante. A lo mejor no es mala persona, pero el apelativo canino le sienta bien.

¿Qué no iban a pedirme que subiera a un árbol o que hallara algún objeto perdido en la orilla de la mina?, les pregunté.

Los tres se miraron entre sí, incrédulos. ¿Qué parte de no queremos hacer nada peligroso no te ha quedado claro?, preguntó Lobo.

Me encogí de hombros. Pregunté por Nélida sólo con el afán de hacer tiempo y formular otra pregunta que los descubriera en alguna contradicción. Aquello no era lógico, ni siquiera para un grupo de semidesnuditas bosquimanos.

Nélida llegó antes que todos nosotros y está al tanto de la situación, dijo Rebeca.

Bueno, si no querían que fuera peligroso, ¿por qué me pidieron que fuera por la noche?, tercié cuando supe qué preguntarles para hacerles caer en un error. Ricardo dijo que a pesar de no hacer nada malo, siempre habían buscado la intimidad, no queremos llamar la atención de más, dijo. Me acordé de la plática con Nélida.

Sopesé la situación y pensé que no podría perder nada intentándolo. Ya había llegado hasta ahí. Está bien, le dije, lo haré, pero entonces cuáles son las reglas de la prueba. Otra vez, como respuesta, se miraron unos a otros. Lobo tenía cara de comenzar a desesperarse.

Luego de un rato, Ricardo volvió a tomar la palabra. Bueno, respondió mientras entrelazaba sus pequeñas manos oscuras, no hemos platicado nada acerca de algunas posibles reglas, pero creo que hablo por los cuatro si te digo que la única regla es que no debes hacer nada que te ponga en peligro, sugiero que te mantengas alejada de la orilla de la barranca, a menos que pienses descender a ella, para lo cual pedimos que no te asomes como aquella vez, sino que desciendas por la rampa; si deseas subir a un árbol, te conminamos a que lo hagas con cuidado y que no lo hagas tan alto que la caída pueda causarte alguna lesión; aunque en el centro del país no habitan insectos particularmente peligrosos, siempre es posible que seas alérgica a alguna araña que en otras condiciones te sacaría más que una roncha, así que también pedimos que no te acerques demasiado a los animales.

Quedé perpleja. Estos vatos no sólo no eran el peligro que yo había supuesto unos días antes, sino que en verdad eran todos unos ñoños aguados y aburridos. Una razón para no entrar al club de todos amamos a la naturaleza, que sería a-bu-rrido.

Estuve a nada de darme la vuelta y dejarlos platicando sobre cómo escribir un libro para aburrirte en el bosque, pero me contuve. En ese momento recordé aquella sensación que me hizo perder el sentido. Ellos podían hacer que volviera a sentirla. Qué mierda, me dije, mejor tener amigos nerds que no tener amigos.

Entonces, pregunté, ¿qué clase de objetos debo buscar, y cuántos son?

Los tres me miraron con algo de pena, levantaron los hombros al mismo tiempo y suspiraron.

La clase de objetos que quieras, y la cantidad que desees, respondió Rebeca, pero recuerda que deberás cargarlos, serán herramientas para hablar con la madre naturaleza.

Muy bien, eso de madre naturaleza me pareció el colmo, pero ya había tomado una decisión, e iba a cumplirla. Estaba por anochecer, y pensé que sería mejor buscar cualquier cosa con la luz del sol. Me despedí y les pedí me esperaran en el mirador en un par de horas. Accedieron sin problemas.

Me fui.

En realidad quería alejarme de ellos antes de sentarme a no hacer nada y meditar qué querían que hiciera con esa supuesta prueba. ¿Cuántos de estos objetos serán necesarios?, me pregunté. La respuesta para mi fue sencilla: tres. Es un número neutro, no es ni mucho ni poco. ¿Qué clase de objetos? Bueno, el primero puede ser una piedra, al fin que ahí abundan. Otra cosa que por ahí abunda es la madera, así que mi segundo objeto podía ser un pedazo de árbol. Creo que sí, las dos cosas entran en la ambigua clasificación de objetos. Pero el tercero, mmm. Eso podía dejarlo al azar. No quería que fuera otra cosa natural, no fueran a pensar que les estaba tomando el pelo. Sería fácil hallar un artículo por ahí. Como dije antes, el cerro no era precisamente algo limpio y podía encontrar alguna chuchería brillante o extraña.

Por partes entonces. Lo más sencillo era el pedazo de árbol, porque estaba en la zona del cerro con árboles. Caminé entre ellos dispuesta a encontrar una rama que me llamara la atención y fácil de desprender. No quería una que hubiera estado en el suelo, pisada o cagada por perros. Para mi sorpresa, no fue sencillo. No sabía precisamente lo que quería, así que me tomé el tiempo suficiente para encontrar algo interesante.

Al fin encontré lo que buscaba. Era una ramita verde, retorcida y con corteza en forma de acordeón. El resto del árbol tenía una corteza distinta, y por eso me gustó. La ramita pendía de otra rama mediana, de casi un metro, y ésta a su vez pendía de una rama más grande, conectada directamente al tronco del árbol. Ni siquiera tuve que trepar para alcanzarla (así que entraba en la categoría de lo no peligroso) y, aunque el resto de la rama se veía verde, pude trozarla sin problema alguno.

Una vez que comprobé que no se rompería fácilmente, guardé la rama en la mochila. No era más larga que mi antebrazo, así que no supuso ningún problema. Lo extraño fue cuando intenté alejarme de ahí para buscar la piedra. De pronto tuve la necesidad de regresar hasta el árbol, tocar su tronco y pedirle disculpas por lo que había hecho. Le dije con voz queda que no pensaba usarla para nada malo. Me fui corriendo, ahora sí ya empezaba a oscurecer y estaba sacada de onda con mi propia actitud ecoturística Greenpeace.

Salvemos a los arbolitos, porque sienten bien feo cuando los arrancas. En la madre. Llegar a este pueblo me ha trastornado más de lo que hubiera imaginado.

Ya sabía dónde buscar mi piedra. La mina o sus alrededores. Rebeca había dicho que era una mina de grava para la construcción, que estaba abandonada desde hacía casi cuarenta años. Así, ese se convirtió el lugar adecuado para el siguiente objeto. Ya no quería tardarme más, porque no tenía intención de moverme en la oscuridad más que lo estrictamente necesario.

Me dije, Magda, tomas la primera piedra que veas y te largas de ahí, ni siquiera había pensado en descender hasta el fondo de la barranca.

Mientras corría, tuve la oportunidad de observar algo entre la maleza. Era la zona sin árboles. No tardé en darme cuenta que me había detenido en el mismo sitio donde vi a la perra con sus cachorros. Y lo que era aun más bizarro, aquello que alcancé a ver estaba en el sitio exacto por donde había desaparecido mi camaleón.

¿Qué es esto?, pregunté, mientras me acercaba a lo que parecía ser un mango blanco. En efecto, enterrado estaba un cuchillo y sólo sobresalía su mango. No lo vi aquella vez con el camaleón, pero no importaba. Eso funcionaría. Lo saqué con algo de fuerza, parecía que lo habían enterrado hacía muchos años. Limpié con las manos la tierra seca que se desprendió y luego me limpié la mano porque me dio asco. Por ahí habían pasado unos perros, quien quita y ya estaba meado. Unggg. El mango parecía de piedra blanca, pero bien podía ser plástico endurecido por la intemperie y los años. Y parecía ser un cuchillo de mesa, nada espectacular en su tamaño.

Sin muchos miramientos lo metí a la mochila mientras sacaba el suéter extra. Pensé que si lo iba a usar para jugar con mis nuevos amigos, lo mejor sería limarlo para quitarle todo el filo, así se mantendría en el rubro de lo no peligroso. Me puse el suéter y la chamarra antes de seguir el camino.

Para la piedra tampoco tuve problemas. Como me lo había propuesto, la primera piedra apenas más pequeña que mi puño fue la elegida. Quedó guardada en el back pack y me dispuse a regresar.

Tomé el camino de vuelta. Por primera vez lo hacía en sentido contrario. Es decir, subiendo por donde resbalé la otra noche, a un costado de la barranca, luego subiendo la pendiente (donde había hallado el cuchillo) y hacia arriba la zona de los arboles y del mirador, que era mi próximo objetivo. A ver qué decían Rebeca y los otros de los artículos que había elegido.

A medio camino tuve la necesidad de detenerme. Fue otra vez una sensación extraña. Pero ahora no era algo bueno. Sentí como si estuviera en un lugar peligroso. Miré hacia donde estaba la barranca, atrás de mí, y supe que no era eso. Estaba muy lejos para representar algún riesgo. Era otra cosa. No lo puedo explicar pero me invadió el miedo.

Al mismo tiempo, me vi impelida a dirigirme hacia cierto lugar en la oscuridad, entre los árboles. Un espacio que no había visitado antes durante la búsqueda de la rama. Caminé hacia allá y me detuve. Mi corazón daba vueltas. Sabía que esta vez ninguno del grupo era responsable de esa sensación. Lo pensé un poco y me quedé quieta.

Lo mejor es regresar por los chicos, me dije, y que ellos me acompañen, conocen mejor este lugar y sabrán decirme qué sucede. Me dirigí hacia el mirador, donde encontré a los cuatro. Esta vez, Nélida estaba con ellos. Charlaban animadamente sentados en los escalones y se sorprendieron al verme llegar tan alterada.

¿Qué sucede?, preguntó Nélida, ¿estás bien? Le dije que no con la cabeza.

Es tarde, dijo Rebeca. ¿Traes los objetos?, preguntó Lobo. No, sí, le dije, no sé si eso sea importante ahora, ¿podrían acompañarme?, creo que vi algo en la oscuridad, algo que no está bien.

Lobo fue el primero en ponerse de pie. Ojalá no sea una broma tuya, me dijo, no me gustan. No, le repetí, vamos por favor, por favor.

Los cuatro me acompañaron en silencio. Traía la linterna en la mochila, pero no me atreví a sacarla. No todavía. Sentía que prenderla era avisar que andábamos por ahí. Fue poco camino. La sensación podía percibirse en el mismo sitio y los cuatro dijeron que algo andaba mal. Me sentí un poco más tranquila, no estaba volviéndome loca, los demás podían sentirlo también. A lo mejor ellos me habían contagiado de su locura.

Es la pequeña cueva, dijo Ricardo rompiendo el silencio. Los demás asintieron. Voy a entrar, dijo Lobo, si algo está mal a lo mejor podemos hacer algo. Nélida asintió. Fue ella quien puso el orden, Lobo, Magda, Rebeca, Ricardo y yo hasta el final, ordenó. Rebeca me dijo al oído que la pequeña cueva era muy pequeña para que entráramos todos juntos.

Caminamos entre dos árboles que franqueaban el paso, a unos cuantos metros había un desnivel en la tierra y debajo de ella un hueco. La pequeña cueva. Lobo estaba por entrar y le pedí que esperara un poco. Saqué de mi morral la lámpara y se la ofrecí. Afuera, por lo menos teníamos la luz de la luna y las estrellas. Adentro, pensé, nada nos daría un atisbo. Lobo la observó un rato, comprendió de qué se trataba y se puso de rodillas. Voy a prenderla hasta que esté adentro, dijo.

A gatas fuimos entrando uno por uno. Podíamos ponernos de pie, pero tocábamos el techo de la gruta con la cabeza. Fui la segunda acorde con el orden propuesto por Nélida. Cuando entré la luz ya lo iluminaba todo, pero no me detuve a observar. La pequeña cueva era más bien una ratonera gigante. Había poco espacio. De inmediato supe que apenas si cabríamos los cinco dentro. Me hice a un lado y ayudé a los demás a introducirse.

Fue hasta que todos estuvimos juntos que observé lo que ya Lobo había descubierto.

¿Cómo describirlo? Nunca en mi vida había visto algo parecido. Jamás. Bueno, tal vez en alguna película o programa de televisión. Una roca cuadrada al fondo de la cueva. Recargado contra la pared, una figura que parecía sacada de los libros de historia prehispánica. Nada que mi memoria supiera identificar. Delante de la figurita, lo que parecían ser tripas de animal. Estaban disecadas o momificadas. Eran asquerosas pero no desprendían ningún olor desagradable.

¿Un altar?, pregunté luego de un rato.

¿Richard?, preguntó Lobo señalando la figurita. Ricardo se abrió paso entre nosotros y la observó de cerca. Asintió como reconociéndola. Coltzin, dijo sin dudarlo.

¿Quién?, pregunté yo

Tolo, aclaró Rebeca. El dios Tolo. El dios que da nombre a la ciudad más cercana, Toluca. En otros lugares se le conoce como Coltzin.

La verdadera pregunta es, ¿quién hace en estas épocas un altar a Coltzin?, dijo Nélida. Su voz sonaba helada y dirigía los ojos al altar.

Todo se ve bastante antiguo, dijo Lobo. Si no fuera porque hemos estado aquí antes, diría que hallamos un vestigio prehispánico.

¿Esas son tripas de animal?, pregunté. Si son tripas, son de animal, dijo Ricardo. No se estaba riendo de mí. Entendí perfectamente lo que quería decir, el borrego es un animal; el ser humano también.

Como quiera que sea, dije, esto está mal, la sensación de que algo malo sucedió aquí es muy grande, sugiero que nos vayamos y regresemos mañana, durante el día.

Con adultos, dijo Rebeca, me siento mareada, es demasiado.

Apruebo la moción, dijo Ricardo.

Fueron saliendo poco a poco. Lobo me pasó la lámpara porque tendría que ser la ultima en salir. Al ayudar a los demás a acomodarse, había quedado rezagada hasta el fondo, a un costado del altar. Cuando Lobo estuvo fuera, no pude resistir la tentación de echar un último vistazo. Lancé el haz de luz y descubrí un destello escondido, entre la pared y la roca que servía de altar. Regresé hasta el lugar y metí la mano. Saqué un reloj dorado, de hombre. No sé de dónde obtuve el valor para hacerlo.

Afuera, los cinco corrimos rumbo al mirador, seguimos derecho y bajamos por el camino hasta la entrada al parque. Nos detuvimos debajo de un farol en la calle de mi casa. No hubo tiempo de muchas charlas. Nélida tomó la palabra.

Avisamos a los adultos, que alguien nos acompañe. Si no es nada malo, avisarán al Instituto de Antropología para saber si la figurita de Coltzin es tan antigua como parece, o sólo es una réplica. Si ahí sucedió un crimen, también les corresponde a ellos. No quiero saber nada de ese lugar.

Guardamos silencio.

Me sorprendió escuchar a Nélida. De hecho, estaba sorprendida por todos ellos. De pronto parecían tan adultos, tan maduros, conocían tantas cosas, que me sentí un poco fuera de lugar. Yo que había estado haciéndome la vida imposible por llegar a un sitio tan aburrido. Cada día que paso aquí me doy cuenta del error en que he estado. He juzgado mal a esta gente. Lo peor de todo es que ya no sé si prefiero a este pueblo como antes, bicicletero.

Cuando nos despedimos corrí a casa para contarle a mamá lo sucedido. La hallé en su cuarto, dormida, y fue imposible despertarla. Creo que se tomó algunas pastillas para dormir o algo. Eso también es nuevo en ella. Supongo que se cansó de deambular por las noches.

No es tan tarde aún, no dan ni las nueve de la noche. Escribo este post y me doy cuenta que en poco tiempo han sucedido demasiadas cosas. Tengo amigos nuevos y tengo un miedo de la rechingada. Espero no tardar mucho en quedar dormida. No quiero pensar.

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