Tráeme de vuelta

By Sofiaamarillito

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Ainara era de esas personas hermosas cuya belleza no ha sido hecha para el mundo. Cuando sonreía, brillaba co... More

Sinopsis.
Inicio
Segundas impresiones
Recuerdos lacerantes
Cigarrillos en un día nublado
Miedo
Fragancias
Tiempo
Indagar en lo incognoscible
Catherine

¿Quién eres?

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By Sofiaamarillito

Lo único que pude hacer fue mirarla desde mi posición durante los eternos segundos en los que fui incapaz de reaccionar. «Se está congelando, tienes que hacer algo». En el fondo de mi mente, esa orden logró esclarecer un poco mis ideas y darle movilidad a mi cuerpo. Me arrodillé frente a ella y acerqué mi rostro al suyo para poder examinarlo mejor. Pasé mis manos por su tez de porcelana para limpiarla de la nieve y el barro que la cubrían. Descubrí, aliviado, que seguía respirando y cuando puse mis dedos bajo la curva de su cuello pude comprobar que, aunque muy lento, su pulso estaba allí.

Si eso que estaba pasando fuese real...

Se sentía, al menos, tan real cuando alcé a Ainara en brazos para sacarla de allí. Su piel estaba tan fría como la misma nieve y estaba surcada de manchas azuladas. Había estado expuesta por demasiado tiempo al inclemente clima y estaba casi desnuda, era lógico que presentara un cuadro de hipotermia, pero no era normal que hubiese caído inconsciente. ¿Podría ser demasiado tarde... otra vez?

Intenté no pensarlo mientras llegaba a mi auto y abría la puerta del asiento del copiloto para dejar allí a mi amada. Después, entré por el lado contrario, abroché ambos cinturones y encendí el auto. Arranqué y mi mente empezó a trabajar a una vertiginosa velocidad mientras me alejaba del cementerio. En algún momento, comencé a orar. Pedí a Dios porque sabía que Él era el único que podría ayudarme en esa situación. No sabía qué más hacer.

No podía llevar a Ainara al hospital. Ella debía estar muerta y yo no tenía forma de explicar por qué no lo estaba. No quería que nadie se enterara de lo que estaba pasando, aun sabiendo que ella se encontraba en una situación delicada, me negaba a dar mi brazo a torcer. Quizá era porque todavía temía estar imaginando todo. Era más fácil pensar que estaba comenzando a volverme loco que darme cuenta de que estaba a punto de perder al amor de mi vida por segunda vez. Sin embargo, debía moverme y el único destino que cruzó por mi mente fue mi casa.

Mientras recorríamos el camino, volteaba a chequear cada pocos segundos el estado de mi acompañante. Seguía sin despertarse y yo cada vez aumentaba más la velocidad del auto. Excedí el límite permitido, eso es seguro, pero la carretera era poco transitada y nadie me detuvo. Al menos la suerte estaba de mi parte, eso tenía que significar algo.

El cementerio quedaba a las afueras de la ciudad y mi destino bordeaba el límite de esta, así que no tardé más de diez minutos en llegar. La vivienda frente a la que aparqué, era sencilla, tenía dos plantas y un jardín frontal que me esforzaba por mantener impecable. En esos años había tenido suficientes ingresos como para comprar algo mejor, más céntrico y cercano a mi trabajo. No lo hice, sin embargo, por la misma razón por la que no había dejado de visitar el cementerio todos los meses: estaba anclado al pasado.

Ainara y yo habíamos sido muy felices en aquel pequeño habitáculo de paredes con tapiz de girasoles y piso de parqué. Al igual que todo lo que constituyó nuestra historia, la felicidad encerrada en allí había sido efímera pero desbordante. Como si un día hubieses decidido comer hasta la saciedad tu postre favorito y a la mañana siguiente te hubiesen prohibido volver a probarlo.

Bajé del auto. El nudo que se había formado en mi garganta todavía no se había deshecho. Cargué de nuevo a Ainara y me las arreglé para abrir la puerta de la entrada. La dejé en el sofá del recibidor acostada, igual de lívida e inmóvil que hacía unos minutos, y corrí al cuarto de lavado para regular la calefacción y buscar un par de mantas para poder cubrir a mi amada.

Era médico, en teoría debía estar capacitado para manejar un caso de hipotermia. No lo estaba, sin embargo, para reencontrarme con mi fallecida esposa. Incluso cuando mi prioridad era mantenerla viva, no podía dejar de darle vueltas a las dudas que se cernían sobre mí. Sin darme cuenta, había comenzado a dar vueltas a su alrededor, me sentía como una bestia enjaulada y dominada por la desesperación.

Ainara seguía sin despertar. ¿Muerte clínica, podía ser el diagnóstico? No, por supuesto que no. Seguía respirando, seguía teniendo pulso. Parecía estar dormida y sabía que eso no era normal, pero no podía sacarla de allí. El temor de hablar de ella frente a alguien, cuando había ocultado por todo ese tiempo su existencia, me mantenía inmovilizado incluso bajo aquellas circunstancias críticas.

Sin embargo, estoy seguro de que hubiese terminado haciendo una locura si no la hubiese visto despertar en los siguientes minutos. La angustia se apoderó de mí al verla abrir los ojos y cerrarlos casi al instante. La cabeza me daba vueltas y me sentía enfermo ante la perspectiva de esperar otra reacción de su parte. No llegó esta hasta cinco minutos después, cuando Ainara despertó definitivamente de su letargo y yo sentí que un poderoso alivio me recorría el cuerpo.

Pensé que al darse cuenta de que estaba en casa otra vez lograría calmarse, pero su arrugaba cada vez más, acentuando su expresión desencajada. Muy a mi pesar, la noté haciendo un esfuerzo para incorporarse de su sitio en el sofá. Me apresuré a poner una mano sobre su hombro para detener aquella acción.

―Todavía estás muy débil ―le dije―. Debo suponer que también estás mareada. Debería... Iré a prepararte algo caliente, ¿sí?

Sus ojos se abrieron y dio un respingo al fijarse en mi presencia. Incómodo, me deshice del contacto que todavía tenía con su piel desnuda y di unos pasos atrás para alejarme de ella. La electricidad recorría mi cuerpo y mi corazón latía desbocado.

―Espera. No te vayas, por favor ―su voz sonó rasposa―: ¿Qui-quién eres? ¿Qué hago aquí?

―¿No lo sabes?

La confusión reflejada en su rostro me dejó clara la respuesta.

―No recuerdo haberte visto antes, ni tampoco qué pasó después de que salí de... mi casa.

La observé con detenimiento y di un respingo. No parecía mentir y eso lograba tocarme los nervios hasta un extremo inimaginable. ¿Qué demonios estaba pasando?

―¿Qué has hecho todo este tiempo, Ainara? ―pregunté casi al borde de la desesperación.

―¿Quién es Ainara?

Di un respingo e instintivamente me alejé un poco más.

―Tú eres... ―Me interrumpí a mitad de la frase. ¿Cómo podía haberse vuelto aquel asunto en mi contra de tal modo que era yo ahora el que debía darle explicaciones? Negué con la cabeza y chasqueé la lengua, cada vez más frustrado con todo lo que me rodeaba―. ¿No recuerdas nada?

―Debes haber cometido un error. Mi nombre es Jade ―murmuró en un hilo de voz, hundiéndose más en el sofá. Parecía cansada, débil―. ¿Cuál has dicho que es el tuyo?

Guardé silencio como única respuesta. No podía dejar de verla. Detallaba cada una de sus facciones y me convencía más de que tenía que ser Ainara. Podía tener el cabello más corto y la piel más pálida, pero definitivamente era ella. Y en el cementerio había pronunciado mi nombre... ¿O no lo había hecho? Comenzaba a dudar de todo lo que pasaba alrededor de mí. Quizá había querido imaginarme aquella escena, quizá Jade sólo había estado en el momento y en el sitio equivocado y yo estaba haciendo conexiones ilógicas en un patético intento de recuperar a mi esposa.

―Soy Damien ―terminé por decir―. Deberías llamar a tu casa, avisar que estás bien.

―No hará falta, ya se los haré saber yo misma.

―Está bien, iré entonces a preparar las bebidas; así podremos charlar. ―Al ver su expresión de recelo, añadí―: Por lo menos me debes eso, ¿no te parece?

No me detuve a esperar su contestación, me di media vuelta y me dirigí a la cocina. Tenía la total seguridad de que ella seguía muy débil y no intentaría irse aún. Sin embargo, se me hizo imposible despejar mi mente con aquella simple tarea. La cabeza me daba vueltas y mis pensamientos se revolvían en una secuencia confusa de imágenes que pasaban delante de mis ojos. La chica que estaba en mi recibidor podía ser... No, ¡claro que no podía ser! Tenía que dejar de buscarle una explicación irracional a aquel encuentro y enterrar mis patéticas esperanzas en el fondo de mi corazón.

Las manos me temblaban cuando serví las dos tazas humeantes de té y las coloqué en una bandeja. Cuando volví al recibidor, sentí la intensa mirada de la chica siguiéndome mientras la dejaba sobre la mesa. Intenté mantenerme imperturbable mientras me dejaba caer a su lado y le hacía un gesto para que cogiese la bebida. Noté que, pese a que no se resistía a mi indicación, no se sentía a gusto con lo que estaba haciendo.

―No tengo idea de cómo llegue hasta aquí ―dijo.

Le dio un sorbo al té y desvió la vista hacia el techo. Era fácil darse cuenta de que, aun debajo de las mantas, estaba temblando.

―Te has desmayado. ―Intenté parecer relajado mientras hablaba―. Supongo que era algo que debías haber pensado antes de salir vestida de ese modo a la calle. En la ciudad estamos a catorce grados Fahrenheit.

―Me hubieses dejado donde fuese que me encontraste si tanto te importunaba verme vestida de este modo.

Alcé las cejas.

―Podrías haber muerto ―mascullé, sintiéndome cada vez de peor humor―. Todavía estoy esperando que me agradezcas por haberte salvado.

Ella me miró con fijeza, no quería dar su brazo a torcer. Sus ojos tenían el mismo color que los de Ainara, pero no había ni rastro de la mirada imperturbable y llena de dulzura que mi esposa le daba a todo el mundo. Sin embargo, la vehemencia de Jade no logró derrotarme en aquel desafío silencioso que se extendió por varios minutos.

―Gracias ―dijo al fin, bajando la vista―. Sé que tenías por qué hacerlo, es sólo que... Me siento tan confundida con lo que ha pasado.

―¿Confundida?

―Te lo he dicho: no recuerdo nada de lo que hice después de salir de casa en la madrugada. ―Compuso una mueca de dolor y se llevó la mano a la frente― La cabeza me da vueltas.

―Estuviste en el cementerio. ―No sabía por qué, pero tener que explicarle aquello hacía que me sintiera exasperado―. Te chocaste contra mí. Estabas corriendo, luego caíste de repente. Dijiste algo. No lo sé. Creo que fue así, todo pasó muy rápido.

―Esto es extraño, nunca me había pasado algo así ―dijo―. ¿Quién es la Ainara con la que me has confundido? La has mencionado varias veces en la conversación.

―No importa quién sea, Jade. ―Aquel nombre salió con algo de reticencia de mis labios. No podía dejar de resistirme a creer que esa chica era una completa deconocida, pero tampoco era tan insensato como para no darme cuenta de que no podía hablarle de Ainara. ¿Qué pensaría esa si le decía que era la viva imagen de mi difunta esposa?― Por mi parte, creo que deberías descansar. No me importa que pases la noche aquí.

―¿Aquí? No me parece que esté bien; no quiero molestarte más de lo que ya lo he hecho.

―No es molestia.

―Ya, pero es que yo no te conozco ―cortó―. No pienso quedarme en casa de un completo extraño.

―Mi nombre completo es Damien Beckett y soy médico. Trabajo en el hospital que queda en el centro de la ciudad, a dos cuadras de la plaza principal y soy especializado en oncología. Te he encontrado inconsciente y pasando por una fase bastante avanzada de hipotermia, así que he decidido traerte a casa porque es el lugar más cercano que se me vino a la mente. Sé que presentas una importante descompensación física, que apenas puedes mantenerte en pie por dos minutos y que... no tienes adónde ir, Jade. ―La vi abrir los ojos con sorpresa ante mi declaración. Compuse una media sonrisa―. Si hubieses tenido adónde ir, no hubieses desaprovechado la oportunidad de utilizar el teléfono. Has pasado mucho tiempo dormida y no es tan difícil pensar como un psicópata, Jade.

Alzó la barbilla y apretó los labios. Se negaba a admitir que yo tenía razón, pero sabía que sí lo hacía.

―Me da igual lo que pienses. No dormiré con un desconocido.

―¿Quién dijo algo sobre dormir conmigo? ―Por algún motivo extraño, me sentí tentado a sonreír ante el rumbo que seguía la conversación―. Tengo una habitación de huéspedes, puedes quedarte allí.

No dijo más nada. Supuse que había aceptado porque no hizo amago de moverse de su sitio y se cruzó de brazos mientras yo iba a buscar sábanas y cobijas limpias para arreglar el lugar donde ella se quedaría. Aunque no lo admitiese, estaba seguro de que se sentía aliviada de poder pasar la noche allí, en una cama cómoda y caliente. Jade era una mujer que luchaba con uñas y dientes para sobrevivir en el mundo, no tenía nada qué perder. Incluso sin conocerla aquello se me hizo evidente desde el principio.

Se acomodó en el lugar que le indiqué y dejó que le prestara uno de mis pijamas porque no tenía otra opción. Tampoco hizo más preguntas ni comentarios sobre la razón de mi proposición. Muy en el fondo agradecí su simpleza, porque ni yo mismo me entendía en ese momento. Dejar atrás la idea de que esa chica no tenía nada que ver con Ainara me estaba costando toda mi fuerza de voluntad.

Necesitaba un baño caliente, necesitaba dormir, necesitaba aclarar mis ideas. La ducha, sin embargo, no me ayudó a relajarme. Jade estaba en la otra habitación y ser consciente de su presencia hacía que no pudiese tener ni un minuto de tranquilidad. Tenía tantas ganas de sacudirla por los hombros, de obligarla a admitir que era Ainara y recordaba todo lo que habíamos vivido juntos. Quería que me jurase que jamás me volvería a dejar.

El sueño tardó mucho en llegar a mi perturbada cabeza y cuando lo hizo estuvo lleno de recuerdos agonizantes. La primera vez que habíamos entrado al hospital, la boda, la luna de miel... Por último, la imagen de mi más reciente visita al cementerio. La sorpresa, el temor, la confusión al ver a aquella chica pronunciar mi nombre. Fue una de las peores noches de mi vida. En el fondo, sabía que algo se me estaba pasando por alto, algo que no debería haber obviado, pero por más que le daba vueltas era incapaz de encontrarlo. Ojalá me hubiese esforzado más. La respuesta estaba frente a mis narices y aun así era incapaz de verla.

Al fin desperté cuando el sol salió y los rayos iluminaron mi rostro. Vi el reloj de la mesa de noche contigua a la cama y noté que eran las nueve de la mañana. Solté una maldición por lo bajo mientras me incorporaba a toda velocidad. Debía haberme despertado en la madrugada, me debían estar esperando en el hospital y yo había sido incapaz de recordarme que tenía que fijar la alarma en la madrugada.

Eso hizo que me recordara que la razón por la que había estado tan disperso se hallaba en la habitación contigua. Una punzada de inquietud me atacó mientras me dirigía a aquel lugar. Al llegar, no encontré nada diferente a lo que pudiese hallarse unos días atrás. La cama estaba bien ordenada y no había rastro alguno de alguien que hubiese estado allí la noche pasada.

Fruncí el ceño y bajé hacia la cocina a toda prisa. De algún modo supe lo que iba a encontrar antes de que lo viese por mi cuenta. Nada. Un vacío terrible me invadió mientras recorría en estado casi febril cada rincón de la casa. Nada. Nada. Nada... Se había ido, me había dejado otra vez. ¿O acaso nunca había vuelto? El miedo se hizo presente en aquel cuestionamiento. ¿Cómo podía saber que lo que había vivido la tarde anterior había sido real? No hallé una respuesta a tal inquietud que lograra tranquilizarme.

Tal vez no había existido nunca una segunda oportunidad. Tal vez era solo mi imaginación.



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