Negro - Crimen en Dubái (Las...

AlexanderCopperwhite tarafından

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Sinopsis: En su primera aventura, Francisco Valiente Polillas iniciará su carrera como detective y perseguir... Daha Fazla

PRÓLOGO
I - UN COMIENZO A PEDAZOS
II - DE GANDUL A DETECTIVE
III - EL TRABAJO
IV - DUBÁI
V - LA ESCENA DEL CRIMEN
VI - DE GALA
VII - INTERROGATORIOS, BARES Y HOSTIAS
VIII - EL DOLOR AGUDIZA LA MENTE
IX - CHAMPÁN, ROSAS Y MALAS PULGAS
XI - LAS CARTAS SOBRE LA MESA
XII - ATRÁPAME SI PUEDES
XIII - BRONCA, LÁGRIMAS Y CONFESIONES
XIV - OPERACIÓN TORITO BRAVO
XV - LA HORA DE LA VERDAD
XVI - POR FIN EN BENIDORM

X - A POR EL CARNICERO DE FIN DE SEMANA

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AlexanderCopperwhite tarafından


La noche únicamente era desafiada por las luces de la ciudad de Dubái que, al igual que las estrellas dibujan formas en el cielo, los rascacielos, los edificios, los vehículos y los negocios bosquejaban un luminoso mar de colores que brillaba en el desierto.

Cobijados por la oscuridad y el tráfico, Francisco y Ahmed le indicaron al taxista que se detuviera delante de la casa del detective Khalil. El chalet, rodeado por una verja de hierro fundido y protegido por una cámara de seguridad, no parecía el hogar de un policía, sino más bien de un acaudalado hombre de negocios.

—Este hombre tiene el nido manchado —comentó Francisco.

—¿Y eso qué significa?

—Que no todo es trigo limpio.

—No te comprendo —comentó Ahmed mostrándose cada vez más confundido.

—Que el detective Khalil no es legal. Seguramente recibe sobornos, o extorsiona a los comerciantes, o peor aún, se dedica a quitar del medio a los estorbos.

—¿Un asesino a sueldo?

—¡Exacto! —exclamó Francisco.

El pequeño asintió ante lo evidente y le propinó una palmadita en la espalda.

—Bien hecho. Sabía que descubrirías al culpable antes que el resto de investigadores.

Francisco levantó el dedo y sacó un poco la lengua. La tontuna le machacó el cerebro durante un breve instante y le bloqueó los músculos faciales. Ni él se podía creer que se encontraban tan cerca de detener a un asesino. Cuando por fin reordenó sus ideas y reaccionó, dijo:

—Tenemos que conseguir pruebas.

—¿Quieres que entremos en su casa?

—Sí. Allí él se cree intocable y seguro. Si ha cometido un error y se ha quedado con un trofeo, seguro que lo guarda en la casa.

Ahmed echó un vistazo a su alrededor.

—¿Cómo piensas entrar?

—Por la puerta de atrás —contestó, levantando los hombros como si fuera evidente.

Ambos caminaron discretamente, o al menos eso era lo que creían, rodearon el chalet y se detuvieron cerca de la puerta trasera.

—¿Ves la cámara, Ahmed?

—Sí, ahí está, ¿cómo piensas inutilizarla?

—Con evitar que nos grabe, bastará. ¡Mira! Cogeré un poco de este barro y lo pegaré —como un parche— en la lente.

Francisco se agachó, ablandó con la mano la improvisada masilla y la estampó con precisión en la cámara.

—Ya está —dijo satisfecho.

—¡Francisco!

—¿Sí, Ahmed?

—Eso no es barro.

—¿No?

—No.

—¿Y qué es entonces?

—Me parece que es mierda de perro.

Francisco se olió la mano, repitió varias blasfemias, pateó una farola un par de veces, haciéndose daño, y se limpió la mano como pudo en unos setos.

—¿Ya? —preguntó Ahmed.

—No del todo, pero mejor me lavo las manos dentro.

—¿En la casa del carnicero de fin de semana?

—¡Tendrá agua! Digo yo...

—A veces pienso que estás loco.

—Bueno, lo importante ahora es entrar. Tú, espérame aquí.

—¿Qué dices, no pretenderás dejarme aquí solo? —susurró.

—Pues claro. No pienso permitir que arriesgues tu vida.

—De eso nada, yo entro contigo. Recuerda que soy quien paga.

Francisco cerró los ojos con fuerza, movió la cabeza con nerviosismo y apretó los puños.

—¡Ajajá! Está bien, pero no te alejes de mí.

—De acuerdo —contestó Ahmed, sonriendo.

Saltar la valla trasera resultó tarea fácil. Se acercaron a la puerta, con cuidado de no llamar la atención de los vecinos, y comprobaron que estaba cerrada.

—¿Ahora qué?

—Paciencia.

Francisco buscó en las macetas cercanas alguna llave escondida, pero nada. Luego sacó un clip metálico y lo introdujo en la hendidura de la cerradura. Lo giró con ahínco hacia ambas direcciones, lo empujó varias veces, casi se saca un ojo y finalmente se le cayó dentro de la casa sin conseguir nada. Entonces palpó la parte superior del marco en busca de un interruptor y tampoco hubo suerte.

—¿Dónde has aprendido a irrumpir en las casas ajenas? —susurró Ahmed.

—¿Es que no ves la tele?

—¿La tele? —refunfuñó Ahmed y se apartó.

Sin perder la concentración, Francisco sacó la tarjeta del videoclub, la empujó por la rendija que hay entre la puerta y el marco, y la movió de arriba abajo.

Esto debería funcionar, pensó.

No dejó de intentarlo hasta que la tarjeta se rompió y la mitad se quedó atascada.

—Maldita sea —susurró, cabreado.

Entonces agarró el pomo con fuerza y empezó a dar golpecitos con el hombro. La puerta no se abría. Enfadado y sin saber qué otra cosa hacer, cogió una de las macetas, la levantó por encima de su cabeza y se aprestó a lanzarlo contra ésta.

—¡Francisco!

Con voz susurrante aunque impetuosa, el pequeño le hizo un gesto con la mano para que soltara la maceta y se acercara a él.

—He encontrado una ventana abierta.

—Eso es mucho mejor —dijo Francisco, contento—. ¡Choca esos cinco!

Ahmed le miró la mano y negándose con la cabeza le comentó:

—Mejor cuando te laves las manos.

—¡Ah! Tienes razón.

Caminaron agachados hacia un lateral de la casa.

—¿Quién tiene un sofisticado sistema de seguridad para después dejarse una ventana abierta?

—En realidad es una pequeña ventana que da al sótano —matizó Ahmed—. Es posible que la deje abierta para que entre un gato o un perro.

Se acercaron a la ventana, que casi no superaba la altura de sus tobillos, y se tiraron al suelo.

—Como no somos corpulentos —continuó susurrando Ahmed—, conseguiremos entrar sin problema.

Discutieron unos segundos sobre quién entraría primero y decidieron que Ahmed fuera el que encabezaría el allanamiento. Apretándose y retorciéndose, se arrastraron como culebras y se colaron en el sótano. Por suerte para ellos, una mesa hacía de escalón y no se hicieron daño al saltar. Palparon las paredes y los primeros muebles para evitar golpearse y, una vez que pisaron el suelo, permanecieron inmóviles durante unos segundos.

—¿Y si la mascota es un perro que muerde? —musitó Ahmed.

Francisco sintió un escalofrío, que sumado a la negrura que les rodeaba y el miedo que daba estar en la casa del carnicero de fin de semana, su instinto le incitó a darse la vuelta para regresar al exterior.

—¿Qué haces?

—Buscar el interruptor de la luz —disimuló Francisco.

—¿En la ventana por la que hemos entrado? No creo que esté por ahí.

Ahmed sacó su smartphone y lo utilizó como linterna.

—Buena idea.

No iluminaba muy bien, pero era mejor que nada. Francisco sacó también el suyo y empezó a escudriñar lo misterioso y lo oculto.

Estanterías repletas de tarros de cristal que guardaban objetos de todas clases: clavos, tornillos, arandelas, corchos, tapones de plástico, grasa, aceite usado, virutas de gomaespuma y unos líquidos de color rojo espeso.

Sangre, pensó Francisco.

Una viga de madera atravesaba el techo de izquierda a derecha, donde Khalil había colgado herramientas, trapos y objetos innombrables: una guadaña, dos machetes, una gruesa cadena con púas, una especie de mordaza, una sierra con manchas marrones, y cubos... muchos cubos. Los rincones de las paredes, adornados con telarañas que brillaban con la más mínima caricia de luz, estaban repletos de cuerdas, redes, cadenas y hasta se distinguían unos grilletes. En el suelo había serrín... mucho serrín.

—Seguro que es para no resbalar durante la matanza —se dijo Francisco a sí mismo.

Al fondo, en la parte más oscura del sótano, un ruido les llamó la atención. Era discreto y constante, como el de un frigorífico.

—¿Ves algo? —preguntó Ahmed.

—Parecen armarios.

Abrió una puerta y enseguida tuvo que sujetarse la barriga del retortijón que le dio.

—¡Virgen del amor hermoso! —exclamó Francisco.

De un movimiento cogió a Ahmed y le apretó entre sus brazos, intentando evitar que viera el contenido de los frigoríficos empotrados.

Trozos de carne en bolsas, tarros grandes llenos de sangre, bolas de vísceras, táperes con hígados, pulmones y riñones.

—¡Uuuyyy! ¡Uuuyyy!

Se esforzaba por no vomitar. De una patada cerró la puerta y se apoyó en la pared.

—¡Qué asco!

El pequeño alumbró con su smartphone y contó los frigoríficos.

—Aquí hay cuatro almacenes de muerte —dijo, tras haber perdido parte de la inocencia de su juventud.

*

En el exterior...

Un tremendo dolor de cabeza había puesto a Khalil de muy mal humor y, para mayor escarnio, el mando del garaje no funcionaba obligándole a bajar para abrir manualmente. Una vez dentro, su instinto de policía se activó y una duda le recorrió el cerebro.

—¿Qué raro? —susurró.

Abrió la puerta principal de la casa y tecleó la clave de la alarma.

Error 4587

—¿Qué es eso?

Introdujo el número para identificar el fallo y enseguida se percató que en el monitor de la cámara número cuatro, que era la que enfocaba la parte de atrás, no se veía nada.

Desenfundó su pistola y caminó con sigilo hacia el salón. Se asomó con mucho cuidado para comprobar que no había nadie y continuó hacia la cocina.

Con cuidado, pensó.

A pesar de los muchos años de experiencia, el miedo nunca desaparecía. Su cuerpo se atemperó mientras un sudor frío recorría su frente, su cuello y su espalda.

—¿Dónde estáis malditos cabrones? —se preguntaba.

La mesa de centro, al estilo americano, estaba llena de los cacharros de la noche anterior y Khalil se había olvidado que la asistenta estaba de vacaciones. Por culpa del nerviosismo y un pequeño despiste, el detective empujó una cacerolilla con el codo y ésta cayó al suelo.

¡¡¡Bbbrrriiiiaaaannnkkkk!!!

El ruido resonó por toda la casa como si un rayo hubiera atravesado cada una de las habitaciones. Khalil se pegó a una pared por miedo a que los intrusos detectaran su presencia y su posición, y aguantó la respiración.

¡¡¡Brrrraaaaammm!!!

Un fuerte golpe proveniente del sótano le hizo reaccionar.

—Mantequillas, ¿eres tú? —gritó.

*

En el sótano...

—Seguro que ha oído el golpe —dijo Ahmed—, mira que tropezar con una caja de herramientas.

—¿Qué culpa tengo yo? Aquí no se ve nada.

—¿Y qué hacemos ahora?

—Yo qué sé —susurró Francisco, nervioso.

Khalil abrió la puerta del sótano y encendió la luz.

—Quien quiera que esté ahí abajo queda avisado que soy policía y voy armado.

Los dos jóvenes se paralizaron a causa del miedo. El carnicero de fin de semana les tenía acorralados y no tenían escapatoria. Con la luz encendida el lugar parecía aún más siniestro y los macabros instrumentos se veían más horripilantes que antes. Ahora las resecas manchas de sangre se apreciaban con más claridad, las neveras de la muerte parecían más grandes y los dos jóvenes empezaron a imaginarse cuerpos colgados boca abajo de las vigas que se desangraban.

Los pasos de Khalil, bajando la escalera, sonaban como tambores de muerte que penetran los pálpitos del corazón y se trasforman en terror e impotencia.

Una penumbra de demonios malditos se dibujó en las miradas de ambos. Si llegase a capturarlos, era imposible predecir qué les haría. Les cortaría en pequeños pedazos, como a la víctima del hotel; les abriría en canal y les destriparía, de la misma forma que sacrifican a los corderos; o sencillamente les torturaría disparándoles aleatoriamente hasta morir.

La voz del carnicero de fin de semana les despertó del ensimismamiento:

—No dudaré en disparar —avisó Khalil, acercándose.

La situación nubló la mente de Francisco y la intuición le obligó a reaccionar. Agarró con fuerza una pala, que estaba al alcance de su mano, y se pegó a la pared, muy cerca del final de las escaleras.

—No lo repetiré dos veces. ¡Salid con las manos en alto! —gritó Khalil, esta vez enfadado.

Y sin pensárselo dos veces, Francisco volteó con fuerza la pala golpeándole en toda la frente.

E^)


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