cold

By milanolivar

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TODAS LAS HISTORIAS ESTÁN SUJETAS A COPYRIGHT Y HABRÁ DENUNCIA SI SE ADAPTA O PLAGIA. Camila es el refugio d... More

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Último Capítulo
Epílogo
'love is blind, and i am cold'
cold en físico
Gracias.

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By milanolivar


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Lauren's POV

La puerta de mi habitación se abrió de golpe, y casi di un salto en la cama escuchando cómo las persianas se abrían de una forma estruendosa, que me taladraba la cabeza. La luz del día, que no del sol, entró por la ventana y pude ver, aunque con una visión algo borrosa, a mi madre vestida para salir.

—Tú, levanta, vamos. No puedes estar todo el día durmiendo ni levantándote a la hora de comer. —Miré a mi madre sin entender nada, pasándome una mano por la cara.

—Es sábado. —Respondí yo, apoyándome con los codos en la cama.

—Sí, y tu padre trabaja. —Parpadeé un momento, ladeando la cabeza porque no lograba entender el punto de mi madre.

—Ya, pero no hay instituto. —Mi madre se giró en la puerta de golpe.

—¡Lauren que te pongas a estudiar de una vez! —Señaló el escritorio cerrando la puerta de golpe.

Y así todos los fines de semana.

*

—Mamá, tienes que firmar esto para ir a una excursión de Francés. —Entré en la cocina y puse el papel en la encimera, observando cómo mi madre se giraba para observar el papel y luego volvió a leer la revista que tenía puesta encima de la mesa.

—No vas a ir. —Dijo sin más, pero volvió a girarse, quizás podía tener esperanzas. —¿Y quién te ha dicho que puedes salir de tu cuarto?

Y me volví, dejándome caer en la cama a plomo, porque no tenía nada que hacer. ¿Alguna vez habéis pensado situaciones que nunca van a ocurrir pero que sólo con pensarlas sois felices? Ese era mi caso todos los días, porque yo soñaba despierta con Camila. Sólo quería besarla, lenta y profundamente, y notar cómo de sus labios salían pequeños suspiros chocando contra los míos. Y quería hacerla sentir, quería hacer que se derritiese entre mis manos mientras la besaba, quería que me quisiera, que me abrazase, pero... La realidad no era así.

*

Un miércoles cualquiera de diciembre, caminaba por el pasillo con el libro de literatura en la mano. El señor de las moscas, lo había releído mil veces hasta saberme las frases, estaba ajado, con las hojas amarillentas, las puntas hacia arriba y la portada pegada con celo al haberse partido.

Y la vi, estaba de espaldas, tanteando la taquilla con las manos hasta llegar al candado. En las manos llevaba la llave, pero no alcanzaba a encajarla. Se estaba poniendo nerviosa y el candado se resbalaba entre sus manos. Camila se frustraba, porque no podía ver, porque no podía encajar una maldita llave como la gente normal.

Me acerqué a ella sin decir nada y cogí la llave, abriendo la taquilla y guardando sus libros en total silencio. Camila miraba al suelo desconcertada, luego, sus manos se pusieron sobre mis muñecas y desde ahí subió hasta mis hombros dándome un abrazo brusco, en el que apretó mi cuello, y yo no me quedé parada, porque la había echado de menos. La echaba de menos todos los días, porque no podía verla, porque no podía hablarle, porque no podía hacerle sentir las cosas que no podía ver.

—Te echo de menos. —Susurró al separarse, mirando al suelo con un gesto de dolor, con los ojos apretados.

—Lo siento, lo siento mucho... —Puse una mano en su mejilla, acariciándola con el dedo pulgar. Su piel era tersa, y pude percatarme en que sus ojos se movían de un lado a otro, hasta que cerró los ojos.

—No hiciste nada malo, Lauren, tú no hiciste nada malo. —Cogí su mano entre la mía, dándole un beso tímido en la cara, que la tranquilizó un poco.

—Dejemos a mi madre, y aprovechemos el tiempo que podemos vernos en el instituto.

Desde la caseta de madera del bedel se podía ver la bahía de Vancouver, el puente, y todo cubierto por aquella nieve en polvo que había cuajado por la noche, y que había vestido de blanco la ciudad. La calefacción ayudaba con esos menos cinco grados de temperatura que había en el exterior.

—¿Dónde estamos? —Preguntó ella, aunque yo la guiaba hasta una de las mesas de madera que adornaba la estancia.

—En la caseta del bedel. —Respondí, abriendo la mochila y ella se quedó parada frente a mí. —Te hice algo. —Dije yo, y ella inmediatamente sonrió con un toque rosado en sus mejillas.

—¿Qué hiciste? —Saqué una pequeña caja de madera de la mochila, con los lados bajos y llena de arena.

—Te hice una caja de arena. Me dijiste que no sabías leer, así que aquí puedes hacer las letras con los dedos y aprenderlas para cuando vuelvas a ver. —La media sonrisa que Camila esbozó era agridulce, y giró un poco la cara, como si no quisiera verme.

—Eso es muy dulce, Lauren. —Asintió, y jugó con sus manos, pasándose la lengua por los labios. —Pero no voy a volver a ver. Es irreversible. —Me quedé en completo silencio, apretando los dedos contra la madera desgastada de la mesa. —Me gustaría aprender cómo son las letras, siempre he tenido curiosidad. —Sabía que había notado mi ánimo, y la situación que estaba llevando en casa no me ayudaba, así que la alegría en su voz me había animado un poco más.

—¿Lo dices de verdad o por no hacerme sentir mal? —Camila caminó hacia la mesa y la palpó con las manos, deslizando estas hasta que dieron con la caja de madera. Sus dedos recorrieron los lados y sumergió las manos en la arena, agachando la cabeza con una sonrisa casi emocionada.

—Me encanta la arena. —Respondió ella, apretándola entre sus dedos, sintiendo cada grano en la parte más sensible de sus manos. —¿Me vas a enseñar las letras?

—Claro que sí.

Me quité la chaqueta, quedando con un jersey burdeos de lana, y se la quité a ella, porque si no teníamos problemas a la hora de enseñar. Sin duda, aquello me estaba poniendo muy nerviosa. Me remangué el jersey por encima de los codos y también a ella con cuidado. Deslicé mis dedos por sus brazos, haciendo que la prenda se levantase al paso en que mi mano subía, y no me cansaba de aquello. Podría sentir su piel contra la mía todo el día, incluso si era contra mi mano. No me importaba, sólo quería estar cerca de ella.

Coloqué mis manos sobre las de ella, y las apreté para que quedasen cerradas en un puño.

—¿Eres zurda o diestra? —Pregunté inclinándome un poco para poder verla morderse aquél labio que permanecía húmedo durante todo el día.

—Diestra. —Hice que levantase el dedo índice conmigo. —Tienes las manos muy suaves. —Dijo Camila con una sonrisa en el rostro.

—Gracias. Mira, ¿sabes cuál es la letra A? —Camila asintió para dar su aprobación. —Pues es como un círculo y un palito a la derecha. Así. —Moví mi mano encima de la de ella, comenzando a dibujar un círculo en la arena. Luego, al lado, un palito, terminando de formar la letra A.

Y así, le enseñé las demás. Camila miraba al frente, mientras su mano, bajo la mía, recorría lentamente la arena que se hundía y formaba surcos bajo sus dedos, que dibujaba letras. Mi cuerpo se pegó al de ella, y cuando acabamos, nuestras manos comenzaron a jugar entre ellas con la arena.

—Me gusta esto. —Decía Camila.

Para ella era como un juego de texturas, sentir la calidez y suavidad de mi mano contra los diminutos granos de arena, le parecía curioso, le hacía sentir cosas que... Yo no me podía imaginar.

—Gracias por hacerme sentir cosas nuevas. —Murmuró Camila sin moverse, pero yo me aparté para que pudiese darse la vuelta con lentitud. Sus manos subieron por mis brazos, mis hombros, mi cuello hasta mis mejillas, que volvieron a acariciar, y sus dedos surcaron mi frente, mis pómulos, bajo mis ojos. —Lo siento pero... A veces se me hace difícil recordar que... Eres real.

*

Aquella mañana me costó Dios y ayuda convencer a Camila de que nos saltáramos las clases porque tenía una sorpresa para ella.

Frente a la exposición de arte, en un banco, Camila y yo estábamos sentadas. Delante de nosotros, réplicas de casi todas las esculturas más importantes de Miguel Ángel. El David, el Moisés y la Piedad. Luego, seguía Bernini. La columnata de la Plaza de San Pedro en fotos, el baldaquino de la basílica, las tres fuentes de la Piazza Navona, todo en imágenes.

—Me gustaría saber cómo son las obras, nunca me han explicado nada así. —Ella no sabía dónde mirar, estaba nerviosa, entusiasmada, y tomé su mano para que dejase de estarlo.

—Pues... Delante tenemos el David de Miguel Ángel. Es una réplica, la real está en Florencia. Es un chico de unos quince años, esculpido en mármol blanco, con abdominales, musculado, que lleva una onda en la mano izquierda. —Camila apretaba mis dedos suavemente, mordiéndose el labio inferior.

—David contra Goliat, ¿no? —Preguntó ella, y asentí afirmando.

—Sí. Representa el momento exacto en el que David va a lanzar la piedra a Goliat. Es... Es una figura perfecta. Se pueden ver las venas de las manos, de los brazos, los músculos de las piernas, la espalda, cómo su pelo parecen rizos de verdad... —Me humedecí los labios. —¿Sabes en qué reside su perfección?

—Me gustaría saberlo. —Solté una suave risa.

—En que es un chico de quince años, entonces no está aún bien... Formado, como ser humano. Entonces si vieses la figura, te darías cuenta de que sus manos son bastante grandes en comparación con sus brazos, o sus piernas. Por eso Miguel Ángel era un maestro.

Camila sonreía ante mis palabras, y casi como si quisiese tocar las figuras, pasaba las yemas de los dedos por la palma de mi mano, y juraba que podría fundirme con ella. Juraba que no quería salir de aquél museo, y quería explicarle hasta las pinturas de las estancias del Museo Vaticano.

—Miguel Ángel se volvió loco esculpiendo el Moisés. —Ella frunció el ceño, mirándome a mí.

—¿Qué le ocurrió?

—Su obra era tan real, parecía tan real, que sólo le faltaba hablar. Así que un día le pidió que hablase, pero no hablaba, y tras pedírselo un par de veces, le dio con el cincel en la rodilla.

—Me encanta. Me encanta todo esto. Tenemos frente a nosotros algo que Miguel Ángel hizo en el siglo XVI. Lauren, quinientos años y podemos ver estas cosas. Es como que un pedacito de historia se ha quedado anclado en un trozo de mármol. Que ese trozo de mármol sigue en 1500, y eso es... Increíble.

Después de aquella maravillosa mañana, en el centro urbano de Vancouver tomamos unos perritos calientes, y Camila se manchaba toda la boca al comer.

—Me estoy manchando sin querer. —Decía con la boca llena, buscó una servilleta en la mesa con la mano.

—Déjame a mí. —Ofrecí.

Acerqué mi mano a los labios de Camila, retirando un poco de kétchup que se había quedado por su boca y terminé de hacerlo con el dedo porque el papel no llegaba hasta los recovecos que escondían sus labios.

—Tus labios son muy bonitos, ¿sabes?

En realidad, no eran bonitos, eran perfectos.

Escribía sobre sus labios, escribía sobre lo húmedos que eran, lo carnosos que parecían y cómo ella los mordía tan lentamente que parecía que se acababa el tiempo. Escribía sobre besarla, sobre atrapar aquella casi obra de arte entre los míos, escribía sobre poder rozarlo con un dedo de la forma más delicada y suave posible.

—Lauren, ¿te pasa algo? —Su voz me abstraía de cada absurdo pensamiento que pasaba por mi cabeza.

—Nada. —Respondí en un tono alegre.

Me pasas tú.

*        *        *

Las tardes me quedaba encerrada en la habitación, con un cuaderno, el móvil y sin ordenador. No podía ver series, no podía ver a Camila por Skype, no podía escribir correctamente, simplemente lo que podía era escuchar música.

La puerta se abrió de golpe, como siempre, sin respeto alguno, y yo salté casi de la cama sentándome en esta para no parecer que no estaba haciendo nada, cuando era la realidad.

—Mira cómo tienes el cuarto, que da asco entrar. —La voz de mi madre cada vez se me hacía más pesada de escuchar. —¿Qué va a pasar cuando yo no esté? ¿También vas a vivir en una pocilga y sin hacer nada? —Apreté la mandíbula mirando por la ventana, no quería más peleas pero la rabia e impotencia me estaba comiendo por dentro. —Por cierto, tienes visita. —Casi me caigo de la cama al escucharla y me puse de pie. —Y no, no es la ciega.

—Se llama Camila. Camila. —Pasé delante de mi madre sin mirarla, bajando las escaleras lo más rápido que pude hasta llegar a la puerta.

Una chica estaba allí delante. Rubia, de ojos negros, cubierta por un chaquetón más bien de dos mil cuatro, color champán con una capucha de pelo esperaba a mi llegada en la puerta.

—¿Eres Lauren? —Preguntó ella, y asentí poniendo una mano en la puerta.

—Me suena mucho tu cara. —Respondí yo, entrecerrando los ojos para ver si la reconocía.

—Soy Dinah. —No me sonaba de nada el nombre. —La chica a la que defendiste el otro día, por la que te arrestaron.


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