Botaste tu soda sobre mis apuntes, y aunque me molesté. No pude contener mi rubor al percibir tu aroma, ese perfume caro que de seguro tu padre te regaló era sutil y tan seductor para tu edad.
Sebastián, era tú nombre. Y aunque no te quejaste por mi idiotez, entendía que solo fuiste educado.
Por mi mala suerte, sabía que esto no iba hacer bueno. Vi mi móvil y lo comprendí; llegaste a mí en un viernes, pero no era un viernes común, sino que un viernes trece.