Zeta: El señor de los Zombis...

By FacundoCaivano

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¡Atención! Esta historia es un reboot total del universo de Z el señor de los zombis. «El mundo, como lo con... More

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Prólogo: Tornado de violencia
Parte 1: Infierno Abierto
1. El corazón de la muerte (1)
1. El corazón de la muerte (2)
2. Punto letal (1)
2. Punto letal (2)
3. Parca (1)
3. Parca (2)
4. La imposibilidad del fallo (1)
4. La imposibilidad del fallo (2)
5. Y el infierno se abrió (1)
5. Y el infierno se abrió (2)
6. Hambre de venganza (1)
6. Hambre de venganza (2)
7. Cruce de caminos (1)
7. Cruce de caminos (2)
8. La nación Áurea (1)
8. La nación Áurea (2)
Fin de la primera parte
Parte 2: La nación ̶Á̶u̶r̶e̶a̶... Escarlata
9. Derecho de piso (1)
9. Derecho de piso (2)
10. Aracnozombifobia (1)
10. Aracnozombifobia (2)
11. Cobarde

12. Pesadilla

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By FacundoCaivano


Capítulo 12

Pesadilla



-¿Mamá? -preguntó el muchacho ingresando a su casa.

Renzo llegó a la cocina y la encontró sumida en un caos desolador. Montones de platos sucios se acumulaban en el fregadero, rodeados de restos de comida seca y desechos de envoltorios. La puerta de la nevera estaba abierta, sin nada útil en su interior. La cerró.

Sobre la mesa, botellas vacías y envases de comida rápida competían por espacio con papeles arrugados y utensilios desordenados. El olor a descomposición se mezclaba con el penetrante aroma a productos químicos, creando una atmósfera opresiva e insalubre.

Atravesó el umbral del pasillo y una pestilencia a decenas de cigarrillos ingresó por su nariz. La sala, como siempre, era un desastre. El suelo estaba cubierto de ropa sucia y juguetes rotos, con libros y revistas esparcidos por doquier. El sofá, desgastado y manchado, era el refugio de su madre, rodeado de envases vacíos de medicamentos no recetados y botellas de alcohol.

Una fina capa de polvo cubría los muebles y los adornos desgastados, y el ambiente estaba cargado con el aura del abandono y la desesperanza.

Apretó los labios con frustración al ver a su madre acostada en el sofá, rodeada de restos de comida y botellas regadas por doquier; junto a ella dormía una jeringa y un frasquito vacío de alguna basura que, por paz mental, prefería ni averiguar de qué se trataba.

Renzo se acercó hasta ella y usó una manta que había en el suelo para abrigarla. Ella apenas se movió de su sitio, sumida en un estado de apatía y desinterés. Suspiró y volvió la vista hacia una estantería en el muro, donde la foto de su padre había sido reemplazada por la de otro sujeto.

El padrastro de Renzo. Daniel Harris, un hombre de aspecto sombrío y mirada penetrante. Había entrado en la vida de la familia de Renzo con promesas de un futuro mejor, pero su presencia solo había traído más caos y sufrimiento.

-Al fin llegaste.

Renzo se mantuvo firme y apenas movió los músculos para observar a Harris emergiendo del baño. Era un hombre alto, delgado, cuya figura se recortaba en la penumbra, envuelto en una bata raída y desaliñada. La poca iluminación de la casa revelaba su rostro marcado por el tiempo, con severas líneas de preocupación grabada en su frente y unas profundas ojeras oscuras bajo sus ojos. Tenía el cabello negro, sucio y desordenado, y caía en mechones sobre su descuidado rostro.

-Cocina algo -Su tono, como siempre, fue autoritario y demandante, con un matiz de desprecio apenas disimulado-. Me cago de hambre.

-No hay nada.

-Resuélvelo, compra algo. Yo qué sé.

-Bien... -Renzo se arrimó a un pequeño cofre sobre la chimenea, donde su madre y él solían guardar el efectivo. Su sorpresa fue notoria al ver el cofre vacío-. ¿Qué pasó con el dinero que dejé aquí esta mañana?

-Se terminó -dijo el hombre, recostándose en otro sillón de una plaza, junto al sofá.

-¿Qué se term...? -Renzo hizo una pausa al notar que su tono había sido demasiado alto, bajó la mirada y volvió a intentarlo-. Okey. Voy a usar mis ahorros, dame un segundo y...

-¿Los de debajo de tu armario? Olvídalo. No queda nada ahí.

Se hizo un silencio sepulcral. Renzo apretó los dientes con fuerza, sintiendo el peso de la mirada de Daniel sobre él mientras intentaba evitar el contacto visual.

-¿Usaste todo...?

-¿Algún problema? -La voz de Daniel resonó en la habitación, empapada de autoridad y desprecio.

-No tengo más. -La respuesta de Renzo fue apenas un murmullo.

-¡Pídele a tu hermana! A un amigo, a quien mierda sea. Me importa un carajo, pero resuélvelo. ¡Y que sea rápido! -ordenó con un tono que se elevó en un crescendo repleto de furia.

Renzo se dirigió a la cocina con paso pesado. Tomó su celular y marcó el número de su hermana, buscando una salida a la situación cada vez más desesperada en la que se encontraba.

-¿Renzo?

-Hola, Silvi. ¿Cómo estás?

-Acabo de salir de la escuela. Nos sacaron antes. Hubo un temblor muy fuerte hace un rato. ¿Se sintió desde allá?

-No. Escucha, estoy en casa y no hay nada para comer. ¿Tienes algo de dinero?

-¿Y nuestros ahorros?

-No... -Suspiró-. No queda nada.

-Oh, bueno. Sí, tengo un poco. Compraré algo de camino.

-Espera ahí, te puedo buscar en la moto.

-¡No, no, no! Tú no te vas a ningún lado -Daniel inclinó su torso para que la línea de su mirada pudiera encontrar la de Renzo desde la sala-. Necesito que me traigas algo.

Renzo quitó el celular de su oído y abandonó la cocina.

-¿No querías que comprara comida?

-Que lo haga tu hermana. Quiero que busques algo para mí.

Renzo no tenía que ser un genio para anticiparse sobre lo que ese sujeto quería. Se le cruzó por la mente preguntar cómo compraría ese «algo», pero si se pasaba de la raya con las preguntas no le iría nada bien. Apenas se había recuperado de la paliza de la última vez, y por el momento, no deseaba ganarse otra.

Asintió ante la petición sin decir más nada, pero preguntándose, tal y como hacía cada noche, cómo es que había llegado a esta precaria, tortuosa y humillante situación.

Renzo terminó la llamada con su hermana, Daniel sacó un puñado arrugado de billetes que tenía en el bolsillo y se la arrojó al suelo; cuando lo hizo, su bata se abrió lo suficiente para que Renzo pudiera notar la pistola que Daniel siempre guardaba en el estuche que cruzaba por su pecho. Ni siquiera en la tranquilidad de su «hogar», ese hombre se desprendía de esa porquería.

-Ve al taller de Roosevelt y pídele al mecánico la misma mierda que me dio ayer. Dile que no pude probarla porque la maldita adicta de tu madre se la metió de lleno cuando yo estaba cagando. -Mientras hablaba, echó un vistazo a la madre de Renzo tendida en el sofá, y sus labios se encorvaron en una sonrisa socarrona-. Pero por cómo le dura el efecto, parece que es mierda de la buena.

Renzo guardó silencio, pero en su mente imaginaba escenarios en los que reunía todo su valor, se lanzaba hacia Daniel y lo golpeaba sin piedad. Visualizaba con total detalle cómo los dientes de la asquerosa sonrisa de ese hombre volaban en todas direcciones, una tras otra.

Renzo se agachó y recogió el bollo de dinero del suelo. A veces, cuando la brecha de silencio entre ellos se prolongaba, Renzo llegaba a creer que Daniel podía leer sus pensamientos, que era consciente de cada fantasía de venganza que cruzaba por su mente.

Y era en esos momentos en dónde, con un perturbador goce manifiesto, la sonrisa de Daniel se ensanchaba todavía más.

*****

El nudo de angustia y frustración que Renzo sentía en su pecho persistió sin tregua durante todo el trayecto. Los rayos de un sol que menguaba buscando refugio tras el horizonte, se filtraban a través del visor de su casco, arrojando una luz ámbar sobre su semblante.

La pata de la motocicleta se hundió en el suelo, aferrándose como un ancla en un océano de lodo y piedras. Renzo descendió de su motocicleta, dejó su casco enganchado al manubrio, aplastó su gorra de lana a su cabeza a la altura de las cejas y avanzó a paso raudo.

Viviendas de maderas, ladrillos rotos y chapas oxidadas se alzaban desiguales a su alrededor. El hedor a gasolina de su vehículo pronto fue reemplazado por la humedad impregnada en cada grieta de aquellas construcciones maltrechas.

Las miradas juiciosas de los residentes del barrio se apostaron sobre sus encogidos hombros. Algunos escrutaban desde las ventanas con desconfianza, mientras que otros, reunidos en ronda cerca en la vereda, susurraban a sus espaldas.

No muy alejado de la zona, más allá de las viviendas, se extendía un yermo de bosque muerto, donde ataño los árboles desplegaban su majestuosidad y frondosidad. Hace unos pocos años, la toxina Zero había infectado y propagado su veneno en sus raíces, al menos, hasta que el equipo de Syna se dispuso a intervenir, incinerando y purgando el prado entero, dejando una vasta parcela de tierra yerta y troncos quemados.

Renzo se acercó al taller Roosevelt y levantó la mirada hacia su fachada de ladrillos desgastados, en la que se destacaba un letrero oxidado que anunciaba el nombre del establecimiento en letras desvaídas.

La ironía, ese peculiar aroma a hierro oxidado que siempre envolvía los talleres de mecánica, envolvió a Renzo al instante, trayendo consigo recuerdos de los días en que solía ayudar a su padre en el taller familiar, aprendiendo los secretos del oficio entre piezas y herramientas.

Un nuevo nudo de angustia se formó en su pecho, fusionándose con el que ya lo acompañaba. Esos días se sentían tan lejanos.

Habían transcurrido dos años y a Renzo todavía le costaba aceptar que ese viejo y reconocido taller Xiovani's, de los mejores en la ciudad, simplemente, ya no existía. Menos aún podía comprender cómo o por qué su padre había decidido, sin dar ninguna explicación, abandonar a toda su familia.

No hubo carta de despedida o siquiera un adiós. De la noche a la mañana, su padre sencillamente se esfumó por completo del mapa. Y como el primer aleteo del efecto mariposa, la cadena de sucesos que desencadenó fue devastadora para su familia.

Marta, su madre, cayó en un pozo de depresión del que nunca logró salir. No se podría decir que se «refugió» en las drogas, porque en ningún sentido eso podría considerarse un refugio. Silvi, su hermana menor, tuvo que enfrentar una realidad impensable; ella apenas tenía catorce años cuando perdió a sus dos padres, uno por marcharse sin dejar rastro y la otra por hacer lo mismo, a base de jeringas.

En medio de ese intenso y complicado período en el que Renzo asumió el papel de padre, madre y hermano por la fuerza, apareció Daniel, solo para complicar las cosas aún más. Desde el principio hasta la actualidad, Daniel nunca fue una buena influencia. Arrastró a Marta hacia un abismo de desolación y desapego de la realidad. Renzo siquiera recordaba cómo sonaba su voz. Era como si la madre bondadosa y amorosa que había conocido durante toda su vida estuviese...

Renzo exprimió su rostro con la palma de su mano y exhaló su frustración en un cargado suspiro.

...muerta en vida.

¿Qué más podía hacer que no hubiese intentado ya? ¿Llamar a la policía para que procesaran a Daniel una noche y volviera a su casa al día siguiente por falta de pruebas? Solo había logrado que su madre terminara con una costilla rota.

¿Intentar acudir a un asistente social que, por motivos misteriosos, cortó contacto con él después de unos pocos días? Le había costado a Silvi una marea de moretones en la espalda.

¿Perder la paciencia e intentar golpearlo? ¿Para qué? ¿Para despertarse a la mañana siguiente en el patio de su casa con el rostro empapado de sangre, el labio cortado, su ojo hinchado y cuatro dientes partidos?

Sacudió la cabeza. No le servía de nada seguir pensando en eso. De todas formas, jamás se atrevería a hacer algo más ahora que ese sujeto tenía un arma en su poder.

La malla oxidada que cubría la entrada del taller crujía y se estremecía con cada soplo fuerte del viento. Renzo notó que la puerta principal estaba semiabierta, así que la empujó para entrar, acompañado por las protestas chillantes y agudas de las bisagras.

Al adentrarse en el interior del taller, una penumbra sepulcral lo envolvió, interrumpida solo por la tenue luz que se filtraba a través de las ventanas sucias y el polvo suspendido en el aire. El suelo de cemento estaba salpicado de manchas de aceite y unas pocas herramientas dispersas.

En un rincón, reposaba un automóvil con el capó abierto y sus metálicas entrañas expuestas. A su lado había dos motocicletas, una estaba desarmada, en espera de ser devuelta a la vida, y la otra parecía estar en excelentes condiciones, salvo por una rueda faltante.

Sus ojos se detuvieron a apreciar la segunda de ellas, era una hermosa motocicleta estilo chopera, de elegantes y pulcras terminaciones. Admiró cada detalle, sintiendo una punzada de envidia al compararla con la que él poseía. Si bien la suya era funcional, ya era una reliquia del pasado.

Decidido a continuar con su tarea, Renzo llamó a Roosevelt a viva voz, rompiendo el silencio que reinaba en el taller. Fue entonces cuando notó un movimiento en la parte trasera del automóvil. Se acercó con cautela y vio a un hombre recostado en el interior del vehículo, sumido en un profundo sueño.

Sin querer perturbarlo bruscamente, Renzo tocó el cristal con suavidad para despertarlo, pero el hombre saltó en su lugar con sorpresa. Tardó unos momentos en recomponerse. Abrió la puerta del auto, pero permaneció sentado allí.

-Hola, Juan. Ha pasado tiempo.

-¡Renzo! -A pesar de haberse exaltado, su voz sonó adormilada y pasiva-. ¿Cómo entraste?

-La puerta estaba abierta. Deberías tener cuidado. -Se arrimó-. ¿Estás bien?

Juan Roosevelt era un hombre de aspecto peculiar, con una delgadez que rozaba la desnutrición. Aunque Renzo siempre lo había conocido de esa manera, su rostro se encontraba más pálido de lo normal, acompañado de unas profundas y marcadas ojeras.

Lo más llamativo de su semblante eran las pequeñas venas negras, apenas perceptibles, que se ramificaban en la zona de las «patas de gallo» alrededor de sus ojos.

-Sí, claro. -Juan no se molestaba siquiera en mirarlo a la cara-. Mejor que nunca...

-Okey -Renzo no quiso seguir indagando más. Era mejor sellar el trato de una vez y volver a su hogar-. Como sea. Ya debes saber por lo que vine.

-Ah, sí. Daniel me contó. -Juan tanteó todos los bolsillos de su overol con pereza, pero sin éxito, sacudió la cabeza, y buscó en el asiento del vehículo hasta que encontró lo que buscaba. Levantó un pequeño frasquito con aires de victoria y se lo entregó a Renzo-. Ya le dije que está por la mitad porque era mío. Mañana conseguiré más.

Renzo tomó el frasco con el dedo pulgar e índice y contempló el interior con el ceño arrugado.

-No entiendo nada de esto, ¿pero es normal que sea negro?

Juan echó una risita.

-Sí, amigo. Es la nueva absenta negra. Y no hablo del licor. Esta mierda es muy potente. -Sonrió para sí mismo-. Te deja hecho un puto zombi.

-Qué bien, supongo.

Renzo guardó el frasco y le dio el dinero.

-¡Nah! No es lo que piensas. -Sacudió el brazo, como si quisiera restarle ilegalidad al asunto-. No es esa mierda que se inyectan los yonquis. Es todo natural. Deberías probarlo.

-Gracias, pero no gracias.

-Bueno. Te lo pierdes, hermano. -Juan reclinó la cabeza en el respaldo del asiento. Mientras sus palabras fluían con pereza, sus ojos se entrecerraban poco a poco, obligándose a parpadear en cada murmullo-. Carajo, ¿todavía sigues creciendo? Me acuerdo cuando eras un pequeñajo que no sabía diferenciar un destornillador Philips. Qué tiempos aquellos.

Renzo solo contestó con una sonrisa forzada.

Juan había sido uno de los ayudantes en el taller de su padre, hasta que la inesperada partida de este dejó un vacío en el negocio. No mucho después, inspirado por el legado de su mentor, Juan emprendió el camino de la independencia y estableció su propio taller.

Los comienzos habían sido prometedores; después de todo, era heredero de la reputación y la destreza forjadas durante años en el renombrado taller Xiovani's. Sin embargo, ni siquiera eso bastó para equilibrar las cuentas, y las deudas acumuladas se convirtieron en una sombra amenazante.

En su lucha por despejar sus cuentas, Juan se vio obligado a aceptar «trabajos extras», aquellos que se realizan en la penumbra del crepúsculo, para mantener a flote su empeño. Con el tiempo, el taller Roosevelt ya no era solo un lugar de trabajo, sino una fachada.

-Es una verdadera lástima... -continuó Juan, sus párpados luchaban una batalla perdida contra el peso del cansancio. Hasta que su cabeza sucumbió al poder de la gravedad y quedó colgando laxa, oscilando como un péndulo hasta detenerse por completo.

Renzo decidió dejarlo descansar. Con un suspiro, se volvió hacia la salida, listo para marcharse. Pero justo cuando estaba a punto de dar el primer paso, algo atrajo su atención.

-No se merecía «wmrfs»...

Renzo se detuvo en seco y se volvió hacia Juan con el semblante arrugado. Con un toque gentil, intentó volver a sacar a Juan del abismo del sueño, buscando respuestas a aquella palabra inconclusa que aún flotaba por los rincones de su mente.

La última sílaba de Juan había sido apenas un susurro, pero suficiente para tejer una fuerte red de curiosidad sobre Renzo. Sin embargo, sin importar cuánto intentara, Juan permaneció inmóvil.

Con un movimiento más decidido y brusco, Renzo sacudió a Juan, esperando que esta vez tuviese mejores resultados. Sin embargo, jamás imaginó lo que vería a continuación. Los ojos de Juan se abrieron de repente y fijaron su mirada en él.

De sus ojos, ahora oscurecidos y profundos como pozos sin fondo, empezó a brotar ríos de sangre espesa y tenebrosa, que serpentearon por su rostro con la lentitud de la lava. La sangre brotaba también de su nariz y oídos, como si su cuerpo rechazara una esencia maligna que no ya era capaz de contener.

Renzo fue prisionero de aquella mirada vacía y distante. Una brutal parálisis del terror se apoderó de su cuerpo en medio de la penumbra del taller. Su mente, en un caos de desesperación, le urgió a buscar señales de latidos en el pecho de Juan, pero la quietud de su cuerpo era abrumadora.

No había aliento que turbara el aire, ni el menor atisbo de movimiento; toda presencia de vida parecía haberse desvanecido de su ser. Renzo sintió la necesidad de retroceder, de escapar de la escena que se desplegaba ante él.

Un leve movimiento hacia atrás fue todo lo que pudo gestionar antes de que el miedo lo atravesara como un rayo. Los iris de Juan, esos orbes teñidos de una oscuridad abismal, se desplazaron con lentitud, siguiendo la trayectoria de Renzo.

Fue un movimiento sutil, pero suficiente para enviar una oleada de pánico a través de su ser. Consumido por el terror, sus piernas se aceleraron para empezar a correr, pero entonces, sucedió algo más. El evento que cambiaría la realidad de toda la humanidad para siempre, se desató bajo sus pies.

La tierra tembló con una violencia que parecía querer desgarrar el mundo. En el taller, las motocicletas que una vez descansaban en ordenada fila, ahora se desplomaban como soldados derribados en batalla. Las herramientas, que habían sido cuidadosamente colgadas, se desprendieron de sus ganchos y se esparcieron por el suelo, coreando un sonido metálico caótico e insoportable. Renzo, impulsado por un instinto de supervivencia, comenzó a correr hacia la salida.

El temblor incesante lo sacudió con fuerza, lanzándolo contra la puerta de salida. Su hombro chocó con el marco, dejándole un dolor agudo que apenas registró en medio de la adrenalina que recorría su cuerpo.

Al salir a la calle, el panorama era desesperación pura.

La gente corría despavorida y sus gritos se mezclaban con el estruendo de la destrucción que se desataba a su alrededor. El suelo se resquebrajaba, abriendo fauces como si la misma tierra clamara en agonía.

Los edificios y casas se contorsionaban y bamboleaban como si estuvieran hechos de cartón, cediendo ante la furia de la tierra. Los cimientos se desmoronaban, enviando escombros a las calles. Las ventanas estallaban en mil pedazos, lanzando cristales en lluvia sobre los que corrían por debajo.

Las fachadas de los edificios se agrietaban con un sonido sordo, como si la misma arquitectura gritara de dolor. Los balcones y cornisas se desprendían, cayendo en picada hacia la tierra que los había sostenido.

En algunos lugares más alejados, los edificios enteros se inclinaban peligrosamente, amenazando con colapsar sobre sí mismos y sobre los que se atrevían a permanecer cerca.

El aire se llenó rápidamente de polvo y suciedad mientras las alarmas de los coches se activaban por el retumbar, creando una cacofonía que se mezclaba con los gritos de terror y la confusión colectiva. Los postes de luz oscilaron violentamente, algunos cediendo y cayendo, arrastrando consigo un enjambre de cables chispeantes.

Renzo permaneció en medio de la calle con la mente en blanco y el semblante en shock. Por si eso no fuera suficiente, una sombra ominosa se proyectó sobre el asfalto y le cubrió por completo en el último vestigio de un atardecer que estaba a punto de desvanecerse.

Renzo se volteó y, en el descampado que descansaba detrás del taller, una figura descomunal emergió del suelo.

Era un obelisco retorcido, como enorme tallo deforme, flanqueado por incontables capullos que rodeaban todo su cuerpo y que se elevaba a una velocidad vertiginosa, creciendo, retorciéndose y emanado un sonido espeluznante que parecía venir de las profundidades de la tierra.

Renzo quedó petrificado ante la escena, su mente todavía luchaba por procesar la aparición de esos monolitos que se alzaban como los brazos de un demonio emergiendo del infierno. Uno tras otro, surgían de distintos puntos de la ciudad, cada uno anunciando su nacimiento con un rugido que ahogaba el aire.

Sin perder un segundo más, Renzo se precipitó hacia su motocicleta. Encendió el motor con una urgencia frenética y, sin dudarlo, aceleró a toda velocidad, dejando atrás el taller, los monolitos y el caos que consumía la ciudad.

La noche empezó a cerrarse sobre él, pero Renzo solo tenía un pensamiento rondando por su mente: escapar de la pesadilla que se había desatado.

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