"La Amante Soñada"

By chettosdekazniia

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ADAPTACIÓN SUPERCORP G¡P Una antigua leyenda griega. Poseedora de una fuerza suprema y de un valor sin parang... More

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「Epílogo」

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By chettosdekazniia

Lena permaneció inmóvil durante horas, escuchando la respiración tranquila y acompasada de kara, mientras dormía a su lado. Había colocado una pierna entre sus muslos y le rodeaba la cintura con un brazo.

La sensación de su cuerpo, envolviéndola, la hacía palpitar de deseo.

Y su olor…

Lo que más le apetecía en esos momentos era darse la vuelta y enterrar la nariz en el aroma cálido y amaderado de su piel. Nadie la había hecho sentirse así jamás. Tan querida, tan segura.

Tan deseable.

Y se preguntaba cómo era posible, teniendo en cuenta que apenas se conocían. Kara llegaba a una parte de su interior que iba más allá del mero deseo físico.

Era tan fuerte, tan autoritaria … Y tan divertida. La hacía reír y le encogía el corazón.

Alargó el brazo y pasó los dedos con suavidad por la mano que tenía colocada justo bajo su barbilla.
Tenía unas manos preciosas. Largas y delicadas.
Aun relajadas durante el sueño, su fuerza era innegable. Y la magia que obraban en su cuerpo…

Un milagro.

Pasó el pulgar por su anillo de general y comenzó a preguntarse cómo habría sido kara entonces. A menos que la maldición hubiese alterado su apariencia física, no parecía ser muy mayor, no aparentaba más de treinta.

¿Cómo podría haber liderado un ejército a una edad tan temprana? Pero claro, Alejandro Magno apenas si tenía edad para afeitarse cuando comenzó sus campañas.

Kara debía haber tenido una apariencia magnífica en el campo de batalla.

Lena cerró los ojos e intentó imaginársela a caballo, cargando contra sus enemigos. Podía ver una vívida imagen de la general vestida con la armadura y con la espada en alto mientras luchaba cuerpo a cuerpo con los romanos.

— ¿Jasón?

Lena se tensó al escuchar el murmullo.
Kara estaba dormido.

Giró sobre el colchón y la miró.

— ¿Kara?

Ella adoptó una postura rígida y comenzó a hablar en una confusa mezcla de inglés y griego clásico.

— ¡No! ¡Okhee! ¡Okhee! ¡No! —y se incorporó hasta quedar sentada en la cama.

Lena no podía saber si estaba dormida o despierta.
Le tocó el brazo instintivamente y, lanzando una maldición,kara la agarró con fuerza y tiró de ella hasta ponerla sobre sus muslos. Después volvió a arrojarla a la cama, con una mirada salvaje y los labios fruncidos.

— ¡Maldito seas! —gruñó.

— kara —jadeó Lena, luchando por liberarse mientras la agarraba con más fuerza por el brazo—. ¡Soy yo, Lena!

— ¿Lena? —repitió con el ceño fruncido, intentando enfocar la mirada.

Se apartó de ella parpadeando. Alzó las manos y las observó como si fuesen dos apéndices extraños que no hubiese visto jamás. Después clavó los ojos en lena.

— ¿Te he hecho daño?

— No, estoy bien. ¿Y tú?

No contestó.

— ¿Kara? —dijo mientras le tocaba.

Se alejó de ella como si se apartase de una criatura venenosa.

— Estoy bien. Era un mal sueño.

— ¿Un mal sueño o un mal recuerdo?

— Un mal recuerdo que me persigue en sueños —murmuró con la voz cargada de dolor, y se levantó—. Debería dormir en otro sitio.

Lena la cogió por el brazo antes de que pudiera marcharse y la acercó de vuelta a la cama.

— ¿Eso es lo que siempre hiciste en el pasado?

Ella asintió.

— ¿Le has contado tus pesadillas a alguien?

Kara la miró horrorizada. ¿Por quién la había tomado?

¿Por una niña llorona. que necesitaba a su madre?

Siempre había guardado la angustia en su interior. Como le habían enseñado. Sólo durante las horas de sueño los recuerdos podían traspasar las barreras que ella misma había erigido. Sólo cuando dormía era débil.

En el libro no había nadie que pudiera resultar herido cuando le asaltaba la pesadilla. Pero una vez liberada de su confinamiento, sabía que no era muy inteligente dormir al lado de alguien que podía acabar inadvertidamente herido mientras estaba atrapada en el sueño.

Podría matarla de forma accidental.
Y esa idea lo aterrorizaba.

— No —susurró—. No se lo he contado nunca a nadie.

—Entonces, cuéntamelo a mí.

— No —respondió con firmeza—. No quiero volver a vivirlo.

— Si lo revives cada vez que sueñas, ¿cuál es la diferencia? Déjame entrar en tus sueños, kara. Déjame ayudarte.

¿Podría hacerlo? ¿Podría tener esperanza?

Sabes que no.

Pero aún así…

Quería purgar los demonios. Quería dormir una noche completa libre del tormento, con un sueño tranquilo.

— Cuéntamelo —insistió suavemente.

Lena percibía su renuencia mientras se unía a ella en la cama. Permaneció sentada en el borde, con la cabeza entre las manos.

— Ya me has preguntado qué hice para que me maldijeran. Lo hicieron porque traicioné al único hermano que jamás he conocido. La única familia que he tenido en la vida.

La angustia de su voz caló muy hondo en lena.
Deseaba desesperadamente acariciarle la espalda, para reconfortarla, pero no se atrevió por si ella volvía a apartarse de nuevo.

— ¿Qué hiciste?

Kara se mesó el cabello y dejó enterrado el puño en él. Con la mandíbula más rígida que el acero y la mirada fija en la alfombra contestó:

— Permití que la envidia me envenenase.

— ¿Cómo?

Permaneció callada un rato antes de volver a hablar.

— Conocí a Jasón poco después de que mi madrastra me enviase a vivir a los barracones.

Lena apenas si recordaba una conversación con Andrea en la que le explicaba que los barracones espartanos eran los lugares donde se obligaba a vivir a los niños, alejados de sus hogares y de sus familias. Siempre se los había imaginado como una especie de internado.

— ¿Cuántos años tenías?

— Siete.

Incapaz de imaginar que la obligaran a apartarse de sus padres a esa edad, Lena jadeó.

— No había nada de raro en la decisión —dijo kara sin mirarla—. Y era grande para mi edad. Además, la vida en los barracones era infinitamente mejor que la que llevaba junto a mi madrastra.

Lena percibía el veneno que destilaba su voz y se preguntó cómo habría sido la mujer.

— ¿Entonces, Jasón vivía contigo en los barracones?

— Sí —murmuró —. Cada barracón estaba dividido en grupos, y cada uno elegía a un líder. Jasón era el líder de mi grupo.

— ¿Qué hacían esos grupos?

— Éramos una especie de unidad militar. Estudiábamos, limpiábamos nuestro barracón, pero sobre todo, nos las apañábamos entre todos para poder sobrevivir.

Lena se sobresaltó ante esa palabra tan dura.

— ¿Sobrevivir a qué?

— Al estilo de vida espartano —contestó kara con voz áspera—. No sé si conoces algo sobre las costumbres de la gente de mi padre, pero no vivían con los lujos habituales del resto de los griegos.

» Los espartanos sólo querían una cosa de sus hijos: que nos convirtiéramos en la fuerza militar más impresionante del mundo antiguo. Para prepararnos, nos enseñaban a sobrevivir con las necesidades más básicas. Nos daban una sola túnica que debíamos conservar durante todo un año, y si se estropeaba, la perdíamos, o acababa por quedarnos pequeña, nos quedábamos sin ella. Teníamos que hacernos nuestra propia cama. Y una vez que llegábamos a la pubertad, no se nos permitía llevar ningún tipo de calzado.

Se rió con amargura.

— Aún puedo recordar cómo me dolían los pies durante el invierno. Teníamos prohibido encender fuego, y tampoco podíamos taparnos con una manta, así es que nos envolvíamos los pies con harapos para evitar que se nos congelaran durante la noche. Por la mañana sacábamos los cadáveres de los chicos que habían muerto de frío.

Lena se encogió de espanto ante el mundo que kara describía. Intentaba imaginarse cómo debía haber sido vivir así. Peor aún, recordó el berrinche que pilló a los trece años porque se encaprichó de unos zapatos de ochenta dólares que, según su madre, eran demasiado para ella; y a la misma edad, kara habría estado buscando harapos. La injusticia de aquello la hacía pedazos.

— Sólo erais niños.

— Jamás fui una niña —le contestó con sencillez—. Pero eso no era todo, lo peor era que apenas nos daban de comer. Estábamos obligados a robar o a morir de hambre.

— ¿Y los padres lo permitían?

Kara la miró por encima del hombro; sus ojos tenían una expresión irónica.

— Lo consideraban un deber cívico. Y, puesto que mi padre era el stratgoi de Esparta, la mayoría de los profesores y de los chicos me despreciaron desde el primer momento. Me daban mucha menos comida que al resto.

— ¿Qué era tu padre? —le preguntó, no acababa de comprender el término griego que kara había empleado.

— El general supremo, si lo prefieres —inspiró profundamente y continuó —. A causa de su posición, y de su reputación de hombre cruel, yo era un paria para mi grupo. Mientras ellos se unían para poder robar comida, a mí me dejaban de lado, y tenía que ingeniármelas para sobrevivir. Un día, pescaron a Jasón robando comida. Cuando regresaron a los barracones iban a castigarlo. Así es que di un paso al frente y me eché toda la culpa.

— ¿Por qué?

Kara se encogió de hombros, restándole importancia al asunto.

— Estaba tan débil por la paliza anterior que pensé que no viviría si le daban otra.

— ¿Y por qué le habían golpeado antes?

— Era el modo de empezar el día. Tan pronto como nos sacaban a rastras de las camas, nos daban una buena tunda.

Lena hizo una mueca de dolor.

— Entonces, ¿por qué dejaste que te pegaran en su lugar, si tú también estabas herida?

— Siendo la hija de una diosa, aguantaba las palizas más duras.

Ella cerró los ojos mientras recordaba las palabras que Andrea había dicho esa misma tarde. Esta vez, no pudo resistir el impulso de acercarse a ella. Le puso la mano sobre el bíceps. Kara no se apartó. Al contrario, le cubrió la mano con la suya y le dio un ligero apretón.

— Desde ese día en adelante, Jasón me consideró su hermana, e hizo que los demás me aceptaran. Aunque mi madre y mi padre tenían otros hijos, nunca había tenido un hermano antes.

Ella sonrió.

— ¿Qué ocurrió después?

El bíceps se contrajo bajo su mano.

— Decidimos aunar fuerzas para conseguir lo que necesitábamos. Él distraía a la gente y yo robaba; así, si nos pillaban, yo me llevaba los golpes.

¿Por qué?  Tenía Lena en la punta de la lengua, pero se la mordió. En el fondo, conocía la respuesta: kara estaba protegiendo a su hermano.

— El tiempo fue pasando —continuó —, y noté que su padre salía furtivamente del pueblo para observarlo de lejos. El amor y el orgullo en su rostro eran algo indescriptible. Su madre hacía lo mismo. Se suponía que debíamos apañárnoslas para conseguir comida, pero algunos días, Jasón encontraba cosas que sus padres le habían dejado. Pan fresco, langosta asada, una jarra de leche… y a veces, dinero.

— Qué tierno.

— Sí, lo era; pero cada vez que me daba cuenta de lo que hacían por él, la realidad me destrozaba. Quería que mis padres sintieran lo mismo por mí. Habría dado gustoso mi vida porque mi padre me mirara una sola vez sin odio; o porque mi madre se preocupara por mí lo justo para venir a verme. Lo más cerca que he estado nunca de ella fue en su templo de Thimaria. Solía pasar horas contemplando su estatua, y preguntándome si era así realmente. Preguntándome si pensaba alguna vez en mí.

Lena se sentó tras ella, la abrazó por la cintura y puso la barbilla sobre su hombro.

— ¿Nunca viste a tu madre cuando eras pequeña?

Kara le rodeó los brazos con los suyos y echó la cabeza hacia atrás, hasta dejarla reposar sobre el hombro de Lena. Ella sonrió ante el gesto. Aunque estuviese tensa y nerviosa, le estaba confiando cosas que jamás había compartido con otra persona.

Y saberlo le proporcionaba una sensación de increíble intimidad.

— No la he visto nunca —confesó en voz baja—. Me enviaba a otros, pero ella jamás se ha presentado ante mí. Sin importar lo mucho que le implorara, siempre se negaba. Después de un tiempo, dejé de pedírselo. Y al final, también dejé de entrar en sus templos.

Lena le plantó un beso tierno en el hombro. ¿Cómo podía su madre haberla ignorado? ¿Cómo podía ser capaz una madre de no atender el ruego de una hija?

Pensaba en sus propios padres. En el amor y la ternura que le habían prodigado. Y, por primera vez, después de tantos años, se dijo que sus sentimientos con respecto a su trágica muerte estaban totalmente equivocados.
Siempre había pensado que habría sido mucho mejor no conocer su cariño para no perderlo de modo tan cruel.

Pero no era así. Aunque los recuerdos de su infancia y de sus padres eran agridulces, la reconfortaban.

Kara no había conocido nunca la ternura de un abrazo. La seguridad de saber que, hiciese lo que hiciese, sus padres siempre estarían allí.

No podía imaginar cómo habría sido crecer del modo que ella lo hizo.

— Pero tenías a Jasón —le susurró, preguntándose si habría sido suficiente para ella.

— Sí. Tras la muerte de mi padre, cuando yo tenía catorce años, Jasón fue lo bastante amable como para dejarme ir a su casa cuando nos daban permiso. Fue en una de esas visitas cuando vi por primera vez a Penélope.

Lena sintió una pequeña punzada de celos al escuchar el nombre de su esposa.

— Era tan hermosa… —murmuró kara— y estaba prometida a Jasón.

Lena se quedó paralizada ante sus palabras.
¡Oh! La cosa no iba bien.

— Peor aún —le dijo acariciándole el brazo con suavidad—, estaba enamorada de él. Cada vez que íbamos de permiso, se arrojaba en brazos de Jasón para besarlo. Le decía lo mucho que significaba para ella. Cuando nos marchábamos, le pedía en voz baja que tuviese cuidado, y le dejaba comida para que la encontrase.

Kara se detuvo mientras recordaba la imagen de Jasón cuando volvía a los barracones con los regalos de Penélope.

«Algún día te casarás, Kara» decía su amigo mientras hacía gala de los obsequios «pero jamás tendrás una esposa como la mía para calentarte la cama.»

Aunque su amigo no lo dijese, kara conocía el motivo de que hablara así. Ningún padre responsable entregaría a su hija en matrimonio a una mujer desheredada, sin familia que la reconociese.

Cada vez que su amigo pronunciaba esas palabras, su alma se hacía pedazos. Había ocasiones en las que sospechaba que Jasón echaba sal en sus heridas debido a los celos. Penélope la miraba más de la cuenta cuando pensaba que su prometido no lo notaba. Puede que él tuviese su corazón, pero al igual que el resto de las mujeres, ella se la comía con los ojos cada vez que estaba cerca.

Por ese motivo Jasón dejó de invitarla a su casa. Y que le prohibieran regresar al único hogar que había conocido, acabó por destrozarla.

— Debería haber dejado que se casaran —siguió kara, mientras pasaba el brazo por la cabeza de Lena y enterraba el rostro en su cuello para inhalar el dulce aroma de su piel—. Entonces lo sabía, pero no podía soportarlo. Año tras año, vería cómo ella lo amaba. Vería cómo su familia lo adoraba, mientras yo no tenía un hogar donde acudir.

— ¿Por qué? —preguntó Lena —. Has dicho que tenías hermanos, ¿no te habrían dejado quedarte con ellos?

Kara negó con la cabeza.

— Los hijos de mi padre me odiaban a muerte. Su madre me habría permitido quedarme con ellos, pero me negaba a pagar el precio que pedía a cambio. No tenía nada en aquellos días, excepto mi dignidad.

— Ahora también la tienes —murmuró ella, abrazándola con más fuerza por la cintura—. He sido testigo de ella.

Soltándola, dejó pasar sus palabras y tensó la mandíbula.

— ¿Qué le ocurrió a Jasón? —siguió lena. Quería que siguiera hablando mientras estuviese de humor—. ¿Murió en combate?

Kara soltó una amarga carcajada.

— No. Cuando fuimos lo suficientemente mayores para unirnos al ejército, lo mantuve a salvo en el campo de batalla. Había prometido a Penélope y a su familia que no permitiría que le ocurriese nada.

Lena sintió el corazón de kara latiendo con rapidez bajo sus brazos.

— Según pasaban los años, pronunciaban mi nombre con temor y respeto. Mis victorias se convertían en leyenda, y se contaban una y otra vez. Cuando regresaba a Thimaria, acababa durmiendo en la calle, o en la cama de cualquier  mujer que me abriese la puerta para pasar la noche. De ese modo pasaba el tiempo hasta que regresaba a la batalla.

A lena le escocían los ojos por las lágrimas; la voz de kara estaba cargada de dolor. ¿Cómo podían haberla tratado así?

— ¿Qué pasó para que cambiaran las cosas? —le preguntó.

Kara suspiró.

— Una noche, mientras buscaba un lugar para dormir, me tropecé con ellos dos en la calle. Estaban abrazándose como dos enamorados. Me disculpé rápidamente pero, al alejarme, escuché a Jasón hablando con Penélope.

Todo su cuerpo se puso rígido entre los brazos de Lena y el corazón comenzó a latirle con más rapidez.

— ¿Qué dijo? —le urgió lena.

Los ojos de kara adoptaron una mirada sombría.

— Ella le preguntó que por qué nunca me quedaba en casa de mis hermanos. Jasón se rió y le contestó: «Nadie quiere a Kara. Es la hija de Afrodita, la Diosa del Amor, y ni siquiera  soporta estar cerca de ella. »

Lena fue incapaz de respirar mientras escuchaba las crueles palabras. Se imaginó cómo debió sentirse kara al oírlas.

Ella tomó aire con brusquedad.

— Le había guardado las espaldas más veces de las que podía recordar. Me habían herido en batalla en incontables ocasiones por protegerlo, incluyendo una vez en la que una lanza me atravesó el costado. Y allí estaba él, burlándose de mí. No pude soportar la injusticia. Había creído que éramos hermanos. Y supongo que, al final, lo fuimos, ya que me trató del mismo modo que el resto de mi familia. Yo siempre había sido una hijastra bastarda. Sola y repudiada. No entendía por qué él tenía tantas personas que lo querían y yo no tenía a nadie.

» Herida y enfadada por sus palabras, hice lo que jamás debería haber hecho: invocar a Eros.

Lena podía imaginarse fácilmente lo que había ocurrido.

— Hizo que Penélope se enamorara de ti.

Kara asintió.

— Disparó a Jasón con una flecha de plomo que mató su amor por Penélope, y a ella le disparó con una de oro para que se enamorara de mí. Se suponía que todo debía acabar ahí pero…

Meciéndola con suavidad entre sus brazos, Lena aguardó a que encontrase las palabras exactas.

— Tardé dos años en convencer a su padre para que le permitiera casarse con una bastarda desheredada, sin influencias familiares. Para entonces, mi leyenda había aumentado y había sido ascendida. Finalmente logré acumular riquezas suficientes para hacer que Penélope viviese como una reina. Y, en lo que se refería a ella, no reparé en gastos. Teníamos jardines, esclavos y todo lo que se le antojaba. Le di libertad e independencia, como jamás tuvo ninguna otra mujer de la época.

— ¿Pero no era suficiente?

Negó con la cabeza.

— Yo necesitaba algo más y sabía que le ocurría algo. Aun antes de que Eros interviniese, siempre fue excesivamente vehemente. Dependía de Jasón de un modo prohibido para las espartanas y, en una ocasión en que fue herido, se afeitó totalmente la cabeza como muestra de su dolor.

» Más tarde, una vez Eros disparó sus flechas, Penélope pasaba por largos periodos de depresión, o de furia. Yo hacía todo lo que podía por ella, e intentaba que fuese feliz.

Lena le acarició el pelo mientras lo escuchaba.

— Decía que me quería, pero yo percibía que no se interesaba por mí del mismo modo que lo había hecho por Jasón. Me entregaba su cuerpo de forma generosa, pero no había verdadera pasión en sus caricias. Lo supe desde la primera vez que la besé.

» Intenté engañarme a mí misma, diciéndome que no importaba. Muy pocos, en aquel entonces, hallaban el amor en el matrimonio. Además, me ausentaba durante meses, a veces, incluso años, mientras dirigía mi ejército. Pero al final, supongo que me parezco demasiado a mi madre, porque siempre anhelé más.

Lena sufría enormemente por ella.

— Y entonces llegó el día en que Eros también me traicionó.

— ¿Te traicionó?, ¿cómo? —preguntó ansiosa, sabiendo que ése era el origen de la maldición.

— Él y Príapo estuvieron bebiendo la noche posterior a que yo matara a Livio. Eros, borracho, le contó lo que había hecho por mí. Tan pronto como Príapo escuchó la historia, supo cómo vengarse.

» Fue al Inframundo y cogió agua de la Laguna de la Memoria para ofrecérsela a Jasón. Y en cuanto tocó sus labios, recordó su amor por Penélope.

Príapo le contó lo que yo había hecho y le entregó más agua para que se la diera a beber a ella.

Kara sentía cómo sus labios articulaban las palabras, pero perdió el control de la narración. En lugar de intentar pensar en lo que iba a contar, cerró los ojos y revivió aquél aciago día.

Acababa de entrar en la casa procedente de los establos, cuando vio a Penélope y a Jasón en el atrio. Besándose.
Atónita, se detuvo a mitad de camino, mientras una oleada de nerviosismo se apoderaba de ella al comprobar la pasión de aquel abrazo.

Hasta que Jasón alzó la mirada y la vio en la puerta.
En el instante en que sus ojos se encontraron, Jasón curvó los labios.

— ¡Ladrona despreciable! Príapo me contó tu traición. ¿Cómo pudiste?

Con el rostro desfigurado por el odio, Penélope se abalanzó sobre kara y la abofeteó.

— Asquerosa bastarda, te mataría por lo que has hecho.

— Yo la mataré —gritó Jasón mientras desenvainaba su espada.

Kara intentó apartar a Penélope, pero ella se negó.

— ¡Por todos los dioses! He dado a luz a tus hijos —dijo mientras intentaba arañarle la cara.

Kara la sostuvo por las muñecas.

— Penélope, yo…

— ¡No me toques! —le gritó zafándose de sus manos—. Me das asco. ¿Crees que una mujer decente iba a quererte a la luz del día? Eres despreciable. Repulsiva.

Se apartó de ella y se acercó a Jasón.

— Córtale la cabeza. Quiero bañarme en su sangre hasta borrar el rastro de su olor en mi piel.

Jasón blandió la espada.

Kara dio un salto hacia atrás, poniéndose fuera del alcance del arma.

De forma instintiva, buscó su propia espada, pero se detuvo. Lo último que deseaba era derramar la sangre de Jasón.

— No quiero luchar contigo.

— ¿Que no? ¡Violaste a mi mujer y le hiciste llevar tu simiente, cuando deberían haber sido mis hijos a los que diese a luz! Te recibí en mi hogar con los brazos abiertos. Te di una cama cuando nadie te quería cerca, ¿y así me pagas?

Kara lo miró con incredulidad.

— ¿Te pago? ¿Tienes la más mínima idea de las ocasiones en las que te he salvado la vida durante las batallas? ¿De cuantas palizas me han dado en tu lugar? ¿Puedes siquiera contarlas? Y te atreviste a burlarte de mí.

Jasón se rió cruelmente.

— Todos, excepto Kyrian, se burlaban de ti, idiota. De hecho, era el único que te defendía, con tanto empeño que a veces me hacía plantearme qué haríais juntos cuando estabais a solas.

Suprimiendo la ira que le habría dejado totalmente expuesta y vulnerable al ataque de Jasón, se agachó para esquivar la siguiente estocada.

— Déjalo, Jasón. No me obligues a hacer algo de lo que los dos nos arrepentiríamos más tarde.

— De lo único que me arrepiento es de haber dado cabida a una ladrona en mi casa —bramó Jasón con ira, alzando la espada de nuevo.

Kara intentó agacharse, pero Penélope se acercó hasta ella por detrás y le propinó un empujón.

La espada de Jasón le dio en las costillas. Siseando de dolor, kara sacó su propia espada y la blandió de tal modo que habría dejado a su amigo sin cabeza si le hubiese alcanzado.

Jasón intentó alcanzarla, pero kara se limitó a defenderse mientras intentaba alejar a Penélope del alcance de las espadas.

— No lo hagas, Jasón. Sabes que tu habilidad con la espada es inferior a la mía.

Su amigo intensificó el ataque.

— No voy a dejar que sigas con ella, de ningún modo.

Los siguientes segundos se sucedieron con inusual rapidez, pero aún así, kara veía pasar la imagen por su cabeza con diáfana nitidez.

Penélope la agarró del brazo libre al mismo tiempo que Jasón atacaba. La espada no hirió a kara de milagro tras el empujón que le dio su esposa. Totalmente desequilibrada, intentó liberarse de Penélope, pero con ella en medio, lo que consiguió fue tropezarse hacia delante, a la vez que Jasón avanzaba hacia ellas.

En el instante en que chocaron, sintió cómo su espada se hundía en el cuerpo de su amigo.

— ¡No! —gritó kara, extrayendo la hoja del vientre de Jasón mientras Penélope dejaba escapar un atormentado chillido de angustia.

Lentamente, Jasón cayó al suelo.

Arrodillándose, kara arrojó su espada a un lado y cogió a su amigo.

— ¡Dioses del Olimpo!, ¿qué habéis hecho?

Escupiendo sangre y tosiendo, Jasón le lanzó una mirada acusadora.

— Yo no hice nada. Fuiste tú la que me traicionó. Éramos hermanos y me robaste el corazón.

Jasón tragó dolorosamente mientras sus pálidos ojos atravesaban a kara.

— Jamás tuviste nada que no robaras antes.

Kara comenzó a temblar, consumida por la culpa y la agonía. Jamás había tenido intención de que sucediera algo así. Nunca había querido que alguien saliese herido, y menos aún Jasón. Lo único que deseaba era alguien que le amara. Sólo quería un hogar donde fuese bienvenida.

Pero Jasón tenía razón. Ella era la único culpable. De todo.

Los chillidos de Penélope resonaban en sus oídos. La agarró del pelo y comenzó a tirar con todas sus fuerzas. Con una mirada salvaje, sacó la daga que kara llevaba en el cinturón.

— ¡Te quiero muerta! ¡Muerta!

Le hundió la daga en el brazo, y volvió a sacarla para atacar de nuevo. Kara la agarró a tiempo.
Con un fuerte tirón, se deshizo de él y se apartó.

— No —le dijo con una mirada desencajada—. Quiero que sufras. Me quitaste lo que más quería. Ahora yo haré lo mismo contigo —y salió corriendo.

Abrumada por el dolor y la furia, kara no pudo moverse mientras veía como la vida abandonaba el cuerpo de su amigo.

Entonces, las palabras de su esposa se filtraron entre la neblina que confundía su mente.

— ¡No! —rugió mientras se ponía en pie—. ¡No lo hagas!

Llegó a la puerta de los aposentos de Penélope a tiempo para escuchar los gritos de los niños. Con el corazón en un puño, intentó abrirla pero ella la había atrancado desde dentro.

Cuando logró abrirla, era demasiado tarde.

Demasiado tarde…

Kara se llevó las manos a la cara, presionándose con fuerza los ojos, mientras el horror de lo sucedido aquel día la inundaba de nuevo; pero ahora sentía las caricias de Lena en la espalda, y se sentía reconfortada.

Jamás sería capaz de olvidar la imagen de sus hijos, el miedo en el corazón. La agonía más absoluta.

Lo único que había amado en el mundo eran sus hijos.
Y sólo ellos la habían amado.

¿Por qué? ¿Por qué tuvieron que sufrir a causa de sus errores? ¿Por qué tuvo Príapo que torturarla haciendo que ellos sufrieran?

¿Y cómo pudo permitir Afrodita que todo aquello sucediese? Una cosa era que no le hiciese caso a ella, pero dejar que sus hijos murieran…

Por eso fue aquel día a su templo. Había planeado matar a Príapo. Arrancarle la cabeza de los hombros y clavarla en una lanza.

— ¿Qué ocurrió? —le preguntó lena, devolviéndola al presente.

— Cuando entré en la habitación era demasiado tarde —dijo con la garganta casi cerrada por el dolor—. Nuestros hijos estaban muertos; su propia madre los había asesinado. Penélope se había abierto las muñecas y yacía junto a ellos. Llamé a un médico para que intentara detener la hemorragia —entonces hizo una pausa—. Mientras exhalaba su último aliento, me escupió a la cara.

Lena cerró los ojos, consumida por el dolor de kara. Era peor de lo que había imaginado.

¡Santo Dios! ¿Cómo había sobrevivido?

Había escuchado numerosos relatos de tragedias a lo largo de su vida, pero ninguno podía compararse con lo que kara había sufrido. Y lo pasó ella sola, sin nadie que la ayudara. Sin nadie que la amara.

— Lo siento tanto —susurró ella acariciándole el pecho para consolarla.

— Aún no puedo creer que estén muertos —murmuró kara con la voz rota de dolor—. Me preguntaste qué hacía mientras estaba en el libro. Recordar las caras de mis hijos; de mi hijo y de mi hija. Recordar sus bracitos alrededor de mi cuello. Recordar cómo salían corriendo a mi encuentro cada vez que regresaba a casa, después de una campaña. Y revivir cada uno de los momentos de ese día, deseando haber hecho algo para salvarlos.

Lena parpadeó para alejar las lágrimas.
No era de extrañar que jamás hubiese hablado a nadie de eso.

Kara tomó una profunda bocanada de aire.

— Los dioses ni siquiera me conceden caer en la locura para poder escapar a mis recuerdos. No se me permite semejante alivio.

Después de esas palabras, no volvió a hablar.
Se limitó a quedarse inmóvil entre los brazos de Lena.
Sorprendida por su fortaleza, estuvo sentada tras ella durante horas, abrazándola. No sabía qué más podía hacer.

Por primera vez en años, sus habilidades de psicóloga le fallaron por completo.

Cuando se despertó, la luz del sol entraba a raudales por las ventanas.

Tardó todo un minuto en recordar lo acontecido la noche anterior.

Se sentó en la cama e intentó tocar a kara, pero estaba sola.

— ¿Kara? —la llamó.

Nadie contestó.

Echando a un lado el edredón, se levantó y se vistió deprisa.

— ¿Kara? —volvió a llamarle, mientras bajaba las escaleras.

Nada. Ni un sonido, aparte de los latidos frenéticos de su corazón.

El pánico comenzó a abrirse paso en su cabeza. ¿Le habría sucedido algo?

Entró corriendo en la sala de estar; el libro estaba sobre la mesita de café. Pasando las páginas con rapidez, vio que la hoja donde había estado el dibujo de Kara seguía en blanco. Aliviada por el hecho de que no hubiese regresado al libro, continuó registrando la casa.

¿Dónde estaba?

Fue a la cocina y notó que la puerta trasera estaba entreabierta. Frunció el ceño, extrañada, y la abrió del todo para salir al porche.

Echó una ojeada al patio hasta que vio a los niños de los vecinos sentados en el césped, justo al lado de los setos que separaban ambas casas. Pero lo que más le extrañó fue observar a kara sentada con ellos, enseñándoles un juego con piedras y palitos.

Los dos niños y una de las niñas estaban sentados a su lado, escuchando atentamente, mientras su hermana pequeña —de tan sólo dos años— gateaba entre ellos.

Lena sonrió ante la apacible estampa. La calidez la invadió de repente, y se preguntó si kara se habría visto así con sus propios hijos.

Abandonó el porche y caminó hacia ellos. Bobby era el mayor de los niños, con nueve años; después venía Tommy, con ocho y Katie que acababa de cumplir seis. Sus padres se habían mudado al vecindario hacía ya diez años, recién casados y, aunque tenían una buena relación, jamás habían pasado de ser más que amigables vecinos.

— Entonces, ¿qué ocurrió? —preguntó Bobby, cuando llegó el turno de kara.

— Bueno, el ejército estaba atrapado —continuó kara, moviendo una de las piedras con un palo—, traicionado por uno de los suyos: un joven hoplita que había vendido a sus compañeros porque quería convertirse en centurión romano.

— Eran los mejores —le interrumpió Bobby.

Kara hizo una mueca burlona.

— No eran nada comparados con los espartanos.

— ¡Arriba Esparta! —gritó Tommy—. Así anima nuestra mascota del colegio.

Bobby le dio un empujón a su hermano, y lo golpeó en la cabeza.

— Estás interrumpiendo la historia.

— No debes golpear a tu hermano jamás —le dio kara con brusquedad pero, aún así, con cierta ternura—. Se supone que los hermanos deben protegerse, no hacerse daño.

La ironía de sus palabras le encogió el corazón. Era una pena que nadie hubiese enseñado a sus hermanos esa lección.

— Lo siento —se disculpó Bobby—. ¿Qué pasó después?

Antes de que kara pudiese contestarle, el bebé se cayó y desparramó los palitos y las piedras. Los chicos comenzaron a gritarle, pero kara los tranquilizó mientras levantaba a Allison y la ponía de nuevo en pie.

Acarició levemente la nariz de la pequeña y la hizo reír. Después regresó al juego.

Mientras le llegaba el turno a Bobby para mover la piedra, Kara retomó la historia donde la había dejado.

— El general macedonio observó las colinas que lo rodeaban; estaban encerrados. Los romanos los habían acorralado. No había modo de flanquearlos, ni de retroceder.

— ¿Se rindieron? —preguntó Bobby.

— Nunca —contestó kara con convicción—. La muerte antes que el deshonor.

Hizo una pausa mientras las palabras reverberaban en su cabeza. Era la inscripción que adornaba su escudo. Como general, había vivido honrando ese lema.

Como esclava, hacía mucho que lo había olvidado.

Los chicos se acercaron un poco más.

— ¿Murieron? —preguntó Katie.

— Algunos sí —respondió kara, intentando alejar los recuerdos que afluían a su mente. Recuerdos de una mujer que, una vez, fue la dueña de su propio destino—. Pero no antes de hacer huir a los romanos.

— ¿Cómo? —preguntaron los niños, ansiosos.

Esta vez, kara cogió al bebé antes de que volviese a interrumpirlos.

— A ver —comenzó kara mientras le daba a Allison su pelota roja. La niña se sentó sobre la rodilla que tenía doblada, y ella la sujetó pasándole una mano por la cintura—. Mientras cabalgaban hacia ellos, el general macedonio sorprendió a los romanos, que esperaban que él reuniese a sus hombres en posición de falange, lo cual les hubiese convertido en una presa fácil para los arqueros y la caballería. En lugar de hacer lo previsible, el general ordenó a sus hombres que se dispersaran y apuntaran con las lanzas a los caballos, para romper las líneas de la caballería romana.

— ¿Y funcionó? —preguntó Tommy.

Incluso lena estaba interesada en la historia. Kara asintió.

— Los romanos no se esperaban ese movimiento táctico en un ejército entrenado. Completamente desprevenidas, las tropas romanas se dispersaron.

— ¿Y el general macedonio?

— Soltó un poderoso grito de guerra mientras cabalgaba en su caballo Mania, atravesando el campo hasta llegar a la colina donde los generales romanos se estaban replegando. Ellos se dieron la vuelta para enfrentarlo, pero no fue muy inteligente por su parte. Con la furia que sentía en el corazón, debida a la traición que había sufrido, cargó sobre ellos y sólo dejó a un superviviente.

— ¿Por qué? —preguntó Bobby.

— Quería que entregase un mensaje.

— ¿Cuál? —inquirió Tommy.

Kara sonrió ante las ávidas preguntas.

— El general hizo jirones el estandarte romano y después usó un trozo para ayudar al romano a vendarse las heridas. Con una sonrisa letal, miró fijamente al hombre y le dijo: «Roma delenda est», Roma está destruida. Y, entonces, envió al general romano de vuelta a su casa, encadenado, para que entregara el mensaje al Senado Romano.

— ¡Guau! —exclamó Bobby, impresionado—. Ojalá fueses mi profesora de historia en el colegio. Así aprobaría la asignatura seguro.

Kara alborotó el cabello negro del niño.

— Si te hace sentir mejor, a mí no me interesaba nada el tema a tu edad. Lo único que quería era hacer travesuras.

— ¡Hola, señorita Lena! —la saludó Tommy cuando por fin se dio cuenta de su presencia—. ¿Ha escuchado la historia de la Señorita kara? Dice que los romanos eran tipos malos.

Kara miró a Lena, que estaba a unos metros de distancia, y ella le sonrió.

— Estoy segura de que ella lo sabe.

— ¿Puede arreglar mi muñeca? —le pidió Katie, ofreciéndosela.

Kara soltó a Allison y cogió la muñeca. Le puso el brazo en su sitio y se la devolvió.

— Gracias —le dijo Katie mientras se arrojaba a su cuello y le daba un fuerte abrazo.

El anhelo que reflejó el rostro de kara hizo que a Lena le diera un pinchazo el corazón. Sabía que en ese momento, ella estaba viendo la cara de su propia hija al mirar a Katie.

— De nada, pequeña —le contestó con voz un poco ronca, alejándose de ella.

— ¿Katie, Tommy, Bobby? ¿Qué estáis haciendo ahí?

Lena alzó la mirada mientras Emily rodeaba la casa.

— No estaréis molestando a la señorita Lena, ¿verdad?

— No, para nada —le respondió Lena.

Emily no pareció escucharla porque siguió regañando a los niños.

— ¿Y qué está haciendo Allison aquí? Se suponía que debía estar en el patio trasero.

— ¡Oye mamá! —gritó Bobby acercándose a ella a la carrera—. ¿Sabes jugar a Parcelon? La señorita Kara nos ha enseñado.

Lena se rió a carcajadas mientras los cinco regresaban al jardín delantero, con Bobby hablando sin parar.
Kara tenía los ojos cerrados y parecía estar saboreando el sonido de las voces infantiles.

— Eres toda una cuenta cuentos —le dijo lena cuando se le acercó.

— No creas.

— En serio —le contestó ella con énfasis—. ¿Sabes? Me has hecho pensar. Bobby tiene razón, serías una maestra estupenda.

Kara le sonrió satisfecha.

— De general a maestra. ¿Por qué no cambiarme el nombre al de Catón el Viejo e insultarme mientras estás en clase?

Ella se rió.

— No estás tan ofendida como quieres hacerme creer.

— ¿Y cómo lo sabes?

— Por la expresión de tu rostro, y por la luz que hay en tus ojos —le cogió el brazo y la llevó de vuelta al porche—. Deberías pensar seriamente en esa posibilidad. Andrea consiguió su licenciatura en Tulane y conoce a mucha gente allí. ¿Quién mejor para enseñar Historia Antigua que alguien que la conoció de primera mano?

No le contestó. En lugar de eso, Lena notó cómo movía los pies, descalzos, sobre la tierra.

— ¿Qué estás haciendo? —le preguntó.

— Disfrutando de la sensación de la hierba —respondió con un susurro—. Las hojas me hacen coquillas en los dedos.

Ella sonrió ante lo infantil de su actitud.

— ¿Para eso saliste?

Kara asintió.

— Me encanta sentir el sol en la cara.

Lena sabía, en el fondo de su corazón, que había podido disfrutarlo en contadas ocasiones.

— Vamos, prepararemos unos cuencos de cereales y comeremos en el porche.

Ella subió en primer lugar los cinco escalones que llevaban hasta el porche, y le dejó sentada en su mecedora de mimbre para encargarse del desayuno.

Cuando regresó, kara tenía la cabeza apoyada en el respaldo y los ojos cerrados; su expresión era serena.
Como no quería molestarla, retrocedió.

— ¿Sabes que todo mi cuerpo percibe tu presencia? Todos mis sentidos son conscientes de tu proximidad —le confesó mientras abría los ojos y la miraba con un deseo abrasador.

— No lo sabía —dijo ella nerviosa, ofreciéndole el cuenco.

Ella lo cogió, pero no volvió a hablar del tema. Comenzó a comer en silencio.

Absorbiendo el calor del sol, kara escuchaba la suave brisa y se recreaba con la presencia cercana y relajante de Lena.

Se había despertado al amanecer para contemplar, a través de las ventanas, la salida del sol. Y había pasado una hora disfrutando del contacto del cuerpo de Lena.

Ella la tentaba de un modo que jamás había experimentado. Por un solo minuto se permitió barajar la posibilidad de permanecer en esta época.

¿Y después qué?

Sólo tenía una «habilidad» que podía serle útil en este mundo moderno, y no era del tipo que pudiese vivir alegremente de la caridad de una mujer.

No después de…

Apretó los dientes mientras los recuerdos la abrasaban.

A los catorce años, había cambiado su virginidad por un cuenco de gachas de avena frías y una taza de leche agria. Incluso ahora, con todo el tiempo que había transcurrido, podía sentir las manos de la mujer tocándole el cuerpo, quitándole la ropa, agarrándose febrilmente a ella mientras le enseñaba cómo darle placer.

« ¡Ooooh!» Canturreó la mujer «Eres muy guapa, ¿verdad? Si alguna vez quieres más gachas, sólo tienes que venir a verme cuando mi marido no esté en casa»

Se sintió tan sucia después… tan usada.

Durante los años siguientes, durmió en más ocasiones entre las sombras de los portales que en una cama acogedora, porque no le apetecía volver a pagar ese precio por una comida y un poco de comodidad.

Y si fuese de nuevo libre, no querría…

Cerró los ojos con fuerza. No se veía en este mundo. Era demasiado diferente. Demasiado extraño.

— ¿Ya has acabado?

Alzó los ojos y vio a lena de pie junto a ella, con la mano extendida esperando el cuenco.

— Sí, gracias —le contestó mientras se lo daba.

— Voy a darme una ducha rápida. Volveré en unos minutos.

La contempló mientras se marchaba; sus ojos se demoraron en las piernas desnudas. Todavía podía sentir el sabor de su piel en los labios. Y el dulce aroma de su cuerpo.

Lena la obsesionaba. No se trataba de los efectos de la maldición. Había algo más. Algo que jamás había experimentado antes.

Por primera vez, después de dos mil años, volvía a sentirse como una mujer; y ese sentimiento venía acompañado de un anhelo tan profundo que le partía en dos el corazón.

La deseaba. En cuerpo y alma.

Y quería su amor.

La idea la asustó.

Pero era cierto. No había vuelto a experimentar ese profundo y doloroso deseo de sentir un tierno abrazo desde que era pequeña. Necesitaba que alguien le dijera que la amaba, y que lo hiciese de corazón, no por el efecto de un hechizo.

Echando la cabeza hacia atrás, soltó una maldición. ¿Cuándo iba a aprender?

Había nacido para sufrir. El Oráculo de Delfos se lo había dicho.

«Sufrirás como ningúna ha sufrido jamás»

«¿Pero me amará alguien?»

«No en esta vida.»

Y se alejó de allí totalmente hundida por la profecía. Qué poco había imaginado entonces el sufrimiento que le aguardaba.

«Es la hija de la Diosa del Amor, y ni siquiera soporta estar cerca de ella.»

La verdad hizo que se encogiera de dolor.
Lena jamás la amaría. Nadie lo haría. Su destino no era que la liberaran de su sufrimiento. Peor aún, su destino tenía una trágica tendencia a derramar la sangre de todos los que se acercaban a ella.

El dolor le desgarraba el pecho mientras pensaba en la posibilidad de que algo le sucediese a Lena.

No podría permitirlo. Tenía que protegerla a toda costa. Aunque eso significara perder su libertad.

Con esa idea en mente, fue en su busca.

Lena se estaba quitando el jabón de los ojos. Al abrirlos, se sobresaltó cuando vio que kara la observaba a través de la abertura de las cortinas de la ducha.

— ¡Me has dado un susto de muerte! —exclamó.

— Lo siento.

Kara permaneció al lado de la bañera de patas, tamaño extra grande, vestida sólo con los boxers y apoyada sobre la pared, con la misma pose que tenía en el libro: los fuertes hombros echados hacia atrás y los brazos relajados a ambos lados del cuerpo.

Lena se humedeció los labios al contemplar los esculturales músculos de su torso. Espontáneamente, su mirada descendió hasta los boxers rojos y amarillos.

Bueno, decir que nadie estaría bien con ellos había sido un error. Porque kara estaba fenomenal. En realidad, no había palabras que describiesen con exactitud lo buenísima que estaba con ellos.

Y aquella sonrisa traviesa, medio burlona, que esgrimía en esos momentos, derretiría el corazón de la más frígida de las mujeres. Esa mujer la ponía muy, muy caliente.

Nerviosa, Lena cayó en la cuenta de que estaba completamente desnuda delante de ella.

— ¿Necesitas algo? —le preguntó mientras se cubría los pechos con la manopla.

Para su consternación, kara se quitó los boxers y se metió en la bañera con ella.

El cerebro de Lena se convirtió en papilla, abrumada por la poderosa  presencia de kara. Esa increíble sonrisa llena de hoyuelos curvaba sus labios, y hacía que el corazón se le acelerara y que comenzara a temblar.

— Sólo quería verte —dijo en voz baja y tierna—. ¿Tienes idea de lo que me haces cuando te pasas las manos por los pechos desnudos?

Apreciando el tamaño de su erección, Lena tenía una idea bastante aproximada.

— Kara…

— ¿Mmm?

Olvidó lo que iba a decir cuando kara acercó la cabeza hasta su cuello. Se estremeció por completo al sentir que su lengua le abrasaba la piel.

Gimió por la sobrecarga sensorial que suponían las caricias de las manos de kara, unidas a la sensación del agua caliente de la ducha. Apenas si fue consciente de que le quitaba la manopla que aún cubría sus pechos, y se llevaba uno de ellos a la boca.

Siseó de placer al sentir la lengua de kara girar alrededor del endurecido pezón, rozándolo levemente y haciéndola arder.

La ayudó a sentarse en la bañera y la echó hacia atrás, apoyándola en el respaldo. El contraste de la fría porcelana en la espalda y del cálido cuerpo de kara por delante, mientras el agua caía sobre ellas, la excitó de un modo que jamás hubiese creído posible.

Nunca antes había apreciado el enorme tamaño de la antigua bañera pero, en ese momento, no la cambiaría por nada del mundo.

— Tócame, Lena —le dijo con voz ronca, cogiéndole la mano y acercándosela hasta su hinchado miembro—. Quiero sentir tus manos sobre mí.

Kara se estremeció cuando ella acarició la dureza aterciopelada de su pene.

Cerró los ojos mientras las sensaciones la abrumaban. Las caricias de Lena no se limitaban al plano físico, las percibía también a un nivel indefinible.

Increíble.

Quería más de ella. Lo quería todo de ella.

— Me encanta sentir tus manos sobre mi piel —balbució mientras ella la tomaba entre sus manos. ¡Por los dioses! La deseaba tanto que le dolía todo el cuerpo. Cómo deseaba que, tan sólo una vez, ella le hiciese el amor.

Que le hiciese el amor con el corazón.

El dolor volvió a desgarrarla. No importaba cuántas veces tuviera relaciones sexuales, el resultado siempre era el mismo. Siempre acababaheridao. Si no se trataba de su cuerpo, era en lo profundo de su alma.

«Ninguna mujer decente te querrá a la luz del día.»

Era verdad, y lo sabía.

Lena percibió su tensión.

— ¿Te he hecho daño? —preguntó mientras alejaba la mano.

Ella negó con la cabeza y le colocó las manos a ambos lados del cuello para besarla profundamente. Súbitamente el beso cambió, intensificándose, como si estuviese intentado probar algo ante las dos.

Deslizó la mano por el brazo de Lena, hasta capturar la suya y enlazar los dedos. Después, movió las manos unidas y la acarició entre las piernas.

Lena gimió mientras kara la tocaba con las manos entrelazadas. Era lo más erótico que había experimentado jamás.

Temblaba de pies a cabeza mientras la rubia aumentaba el ritmo de las caricias.

Cuando introdujo los dedos de ambos en su interior, Lena gritó de placer.

— Eso es —le murmuró al oído—. Siéntenos a las dos unidas.

Sin aliento, Lena se agarró al hombro de kara con la mano libre y el cuerpo en llamas. ¡Dios, era una amante increíble!

De pronto, kara retiró las manos y le alzó una de las piernas para pasársela por la cintura.

Lena le dejó hacer, hasta que se dio cuenta de sus intenciones. Estaba preparándose para penetrarla.

— ¡No! —jadeó mientras la empujaba—. Kara, no puedes.

Sus ojos llameaban de necesidad y deseo.

— Sólo quiero esto de ti, Lena. Déjame poseerte.

Ella estuvo a punto de ceder.

Pero entonces, algo extraño le sucedió a sus ojos. Un velo oscuro cayó sobre ellos, y las pupilas se le dilataron por completo.

Se quedó inmóvil. Respiraba entre jadeos y cerró los ojos como si estuviese luchando con un enemigo invisible.

Lanzando una maldición, se alejó de ella.

— ¡Corre! —gritó.

Lena no lo dudó.

Salió como pudo de debajo de ella, agarró la toalla y corrió hacia la puerta.

Pero no pudo abandonarla.

Se detuvo en la entrada y miró hacia atrás.
Vio cómo kara se agachaba hasta quedar apoyada en las manos y las rodillas, y se agitaba como si la estuviesen torturando.

La escuchó golpear la bañera con el puño cerrado mientras gruñía de dolor.

El corazón de Lena martilleaba frenético al verla luchar.
Si supiese qué podía hacer…

Finalmente, cayó exhausta a la bañera.

Aterrorizada, y sin poder dejar de temblar, Lena entró en el cuarto de baño de nuevo y dio tres cautelosos pasos hacia la bañera, preparada para salir corriendo si kara intentaba agarrarla.

Estaba tendida de costado, con los ojos cerrados. Respiraba con dificultad y parecía débil y agotada mientras el agua caía sobre ella, aplastando los mechones dorados sobre su rostro.

Cerró el grifo.

Kara no se movió.

— ¿Kara?

Abrió los ojos.

— ¿Te he asustado?

— Un poco —le contestó con franqueza.

Kara respiró hondo, entrecortadamente, y se sentó despacio. No la miró.
Tenía los ojos clavados en algo que estaba a su espalda, por encima de su hombro.

— No voy a ser capaz de luchar contra eso —dijo, tras una larga pausa. Entonces la miró—. Nos estamos engañando, Lena. Déjame poseerte mientras estoy calmada.

— ¿Eso es lo que quieres de verdad?

Kara apretó los dientes al escuchar su pregunta.
No, no era lo que quería.
Pero lo que deseaba estaba más allá de su alcance.

Quería cosas que los dioses no habían dispuesto para ella. Cosas que ni siquiera se atrevía a nombrar, porque el simple hecho de pronunciarlas hacía su ausencia aún más insoportable.

— Me gustaría poder morirme.

Lena retrocedió ante la sincera respuesta. Cómo deseaba poder consolarla. Alejar su sufrimiento.

— Lo sé —le dijo, con la voz ronca por las lágrimas que no se atrevía a derramar. Le pasó los brazos alrededor de los fuertes y esbeltos hombros, y la abrazó con fuerza.

Para su sorpresa, kara apoyó la mejilla sobre la suya. Ninguna de las dos pronunció una palabra mientras se abrazaban. Finalmente, la ojiazul se apartó.

— Es mejor que nos detengamos antes de que… —no acabó la frase, pero no era necesario que lo hiciese. Lena ya había sido testigo de las consecuencias, y no tenía ningún deseo de repetir la experiencia.

La dejó en el cuarto de baño y fue a vestirse.
Kara salió lentamente de la bañera y se secó con una toalla. Escuchaba a lena en su habitación; estaba abriendo la puerta del armario. En su mente, se la imaginó desnuda y la visión la enardeció.

Una demoledora oleada de deseo la asaltó, golpeándola con tal fuerza que estuvo a punto de caer de espaldas al suelo.

Se agarró al lavabo mientras luchaba consigo misma.

— No puedo seguir viviendo así —balbució—. No soy una animal.

Alzó los ojos y se contempló en el espejo. Era la viva imagen de su padre.

Miró su rostro con odio.

Podía sentir los latigazos en la espalda, mientras su padre la golpeaba hasta que casi no podía tenerse en pie.

«No te atrevas a llorar, niña bonita. Ni un solo sollozo. Puede que seas la hija de una diosa, pero éste es el mundo en el que vives, y aquí no mimamos a las niñas bonitas como tú.»

En el fondo de su mente, veía la mirada de desprecio de su padre mientras la golpeaba con el puño hasta arrojarla al suelo, y después la levantaba por el cuello hasta casi asfixiarla. Él pateaba e intentaba defenderse con los puños, pero a los catorce años era demasiada joven e inexperta como para eludir los golpes del general.

Con el rostro desfigurado por una mueca de desprecio, su padre le había cortado en la mejilla con una daga, hundiéndola hasta el hueso. Y todo porque había pescado a su esposa mirándola mientras comían.

«Veamos si ahora te desea.»

El lacerante dolor del corte fue insoportable, y la hemorragia no se detuvo en todo el día. A la mañana siguiente, la herida había desaparecido sin dejar huella.
La ira de su progenitor había sido inconmensurable.

— ¿Kara?

Sobresaltada, dio un pequeño brinco al escuchar una voz olvidada desde hacía dos mil años.

Echó un vistazo a la estancia, pero no vio nada.

Sin estar muy segura de haber escuchado la voz, habló en voz baja.

— ¿Atenea?

La diosa se materializó delante de ella, justo en el hueco de la puerta.

Aunque llevaba ropas modernas, tenía el pelo negro recogido sobre la cabeza, al estilo griego, con mechones rizados que le caían sobre los hombros. Sus pálidos ojos azules se llenaron de ternura al sonreír.

— Vengo en representación de tu madre.

— ¿Todavía no es capaz de enfrentarme?

Atenea apartó la mirada.

Kara sintió el repentino impulso de reírse a carcajadas. ¿Por qué se molestaba en esperar que su madre quisiera verla?

Debería estar acostumbrada.

Atenea jugueteaba con uno de sus rizos, envolviéndoselo en el dedo, mientras la observaba con una extraña expresión de melancolía en el rostro.

— Que conste que te habría ayudado de haber sabido esto. Eras mi general favorita.

De repente, comprendió lo que había ocurrido tantos siglos atrás.

— Me utilizaste en tu pulso contra Príapo, ¿verdad?

Vio la culpa reflejada en los ojos de la diosa antes de que ella pudiese ocultarla.

— Lo hecho, hecho está.

Con los labios fruncidos por la ira, la miró furiosa.

— ¿Ah, sí? ¿Por qué me enviaste a esa batalla cuando sabías que Príapo me odiaba?

— Porque sabía que podías ganar, y yo odiaba a los romanos. Eras la única general que tenía que podía deshacerse de Livio, y así lo hiciste. Jamás me he sentido más orgullosa de ti que aquel día, cuando le cortaste la cabeza.

Cegada por la amargura, era incapaz de creer lo que estaba escuchando.

— ¿Ahora me dices que estabas orgullosa?

Ella ignoró su pregunta.

— Tu madre y yo hemos hablado con Cloto para que te ayude.

Kara se paralizó al escucharla.
Cloto era la Parca encargada de las vidas de los humanos. La hilandera del destino.

— ¿Y?

— Si consigues romper la maldición, podremos devolverte a Macedonia; regresarás al mismo día en que fuiste maldecida a permanecer en el pergamino.

— ¿Puedo regresar? —repitió, anonadada por la incredulidad.

— Pero no se te permitirá volver a luchar. Si lo haces, podrías cambiar el curso de la historia. Si te enviamos de vuelta, deberás jurar que vivirás retirada en tu villa.

Siempre había una trampa. Debería haberlo recordado antes de pensar que podían ayudarla.

— ¿Con qué propósito, entonces?

— Vivirás en tu época. En el mundo que conoces —diciendo esto, echó un vistazo al cuarto de baño—. O puedes permanecer aquí, si lo prefieres. La elección es tuya.

Kara resopló.

— Menuda elección.

— Es mejor que no tener ninguna.

¿Sería cierto? Ya no estaba segura de nada.

— ¿Y mis hijos? —preguntó. Quería, no, deseaba volver a ver a su familia, a las dos únicas personas que habían significado algo para él.

— Sabes que no podemos cambiar eso.

Kara maldijo a Atenea. Los dioses siempre conseguían atormentarla quitándole todo lo que le importaba. Jamás le habían concedido nada.

Atenea alargó el brazo y la acarició ligeramente en la mejilla.

— Elige con cuidado —susurró, y se desvaneció.

— ¿Kara?, ¿con quién hablas?

Parpadeó al escuchar a Lena en el pasillo.

— Con nadie —contestó—. Hablo sola.

— ¡Ah! —exclamó ella, aceptando la mentira sin problemas—. Estaba pensando en llevarte de nuevo al Barrio Francés esta tarde. Podemos visitar el Acuario. ¿Qué te parece?

— Claro —respondió ella, saliendo del baño.

Lena frunció el ceño, pero no dijo nada mientras se dirigía hacia las escaleras.

Kara fue a cambiarse a la habitación.
Mientras se ponía los pantalones, se fijó en las fotografías que lena tenía en el vestidor. Parecía una niña tan feliz… tan libre. Le gustaba especialmente una en la que su madre le pasaba los brazos alrededor del cuello y ambas se reían a carcajadas.

En ese momento, supo lo que debía hacer. No importaba lo mucho que deseara otras cosas, jamás podría quedarse con ella. Se lo había dicho ella misma la noche que la invocaron.

Tenía su propia vida. Una en la que ella no estaba incluida.

No, Lena no necesitaba a alguien como ella. A alguien que sólo atraería la indeseada atención de los dioses sobre su cabeza.

Rompería la maldición y aceptaría la oferta de Atenea.

No pertenecía a esta época. Su mundo era la antigua Macedonia. Y la soledad.

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aquí de nuevo...
Nos volvemos a encontrar.

Una disculpa si hay algún error.

Coman bien y tomen awita  :3

~CHDK

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