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Unas horas más tarde, Lena suspiró al abrir la puerta de su dúplex y poner el pie en el suelo encerado del vestíbulo.
Dejó el montón de cartas que llevaba en la mano sobre la antigua mesa de alas abatibles, que decoraba el rincón adyacente a la escalera, y cerró la puerta tras ella, echando el pestillo.
Las llaves fueron a parar al lado de la correspondencia.

Mientras se quitaba a tirones los zapatos negros de tacón, el silencio le golpeó los oídos y se le formó un nudo en la garganta. Todas las noches la misma rutina tranquila: entrar a un hogar vacío, clasificar el correo, leer un libro, llamar a Andrea, comprobar el contestador e irse a la cama.

Andrea tenía razón, la vida de Lena era una aburrida y escueta investigación sobre la monotonía.
A los veintinueve años, Lena estaba muy cansada de su vida.

¡Demonios!, incluso James —el incansable buscador de tesoros nasales— comenzaba a parecer atractivo.
Bueno, quizás James no. Y menos su nariz, pero seguro que había alguien ahí afuera, en algún lugar, que no era un cretino.
¿O no?

Mientras subía las escaleras, decidió que vivir de forma independiente no era tan espantoso. Al menos, tenía mucho tiempo para dedicar a sus entretenimientos favoritos.
O también podría buscar nuevos pasatiempos, pensaba mientras caminaba por el pasillo que llevaba a su dormitorio. Algún día, encontraría un entretenimiento divertido.

Cruzó la habitación y dejó caer los zapatos junto a la cama. No tardó nada en cambiarse de ropa.
Acababa de recogerse el pelo en una coleta cuando sonó el timbre.

Bajó de nuevo las escaleras para dejar pasar a Andrea.
Tan pronto como abrió la puerta, su amiga le soltó enojada:

—No irás a ponerte eso esta noche, ¿verdad?
Lena echó un vistazo a los vaqueros llenos de agujeros y después se fijó en su enorme camiseta de manga corta.

—¿Desde cuándo te preocupa mi aspecto? —Y entonces lo vio; en la enorme cesta de mimbre que Andrea utilizaba para llevar las compras—. ¡Uf! No.
Ese libro otra vez, no.

Con una expresión ligeramente irritada, Andrea le contestó:

—¿Sabes cuál es tu problema, Lena?

Lena miró al techo, rogando a los cielos un poco de ayuda.
Desafortunadamente, no la escucharon.

—¿Cuál? ¿Que no me trastorna la luz de la luna y que no arrojo mi gordo cuerpo sobre cualquier hombre que conozco?

—Que no tienes ni idea de lo encantadora que eres en realidad.

Mientras Lena se quedaba allí plantada, muda de asombro ante el poco frecuente comentario, Andrea llevó el libro a la salita de estar y lo colocó sobre la mesita de café. Sacó el vino de la cesta y se dirigió a la cocina.
Lena no se molestó en seguirla. Había encargado una pizza antes de salir del trabajo, y sabía que Andrea estaría buscando unas copas.
Empujada por un resorte invisible, Lena se acercó a la mesita donde estaba el libro.
Espontáneamente, extendió la mano y tocó la suave cubierta de cuero.
Podría jurar que había sentido una caricia en la mejilla.
Qué ridiculez.
No crees en esta basura.
Lena pasó la mano por el cuero y notó que no había título, ni ninguna otra inscripción. Abrió la tapa.

Era el libro más extraño que había visto en su vida.
Las páginas parecían haber formado parte, originariamente, de un rollo de pergamino, que más tarde había sido transformado en un libro
El amarillento papel se arrugó bajos sus dedos al pasar la primera página; en ella había un elaborado símbolo hecho a mano, formado por la intersección de tres triángulos y la atrayente imagen de tres mujeres unidas por varias espadas.
Lena frunció el ceño esforzándose por recordar si aquello podía ser una especie de antiguo símbolo griego.
Aún más intrigada que antes, pasó unas cuantas páginas y descubrió que estaba completamente en blanco, excepto aquellas tres hojas…

"La Amante Soñada" Where stories live. Discover now