Dos amores, una vida-RAGONEY

By ellaasamigas

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Raoul tiene 17 años y odia muchas cosas. Odia la librería de sus padres. Odia a su hermano y su perfección. O... More

Introducción
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By ellaasamigas

Lo único que recuerdo de los días siguientes a la noticia es que Álvaro no fue el único en venir de visita. De la noche a la mañana, mi casa se llenó de toda mi familia más cercana, incluida la novia de mi hermano, que se instalaron y se encargaron de hablar por teléfono cuando había que hacerlo.

Por ser su marido, la mayoría de las novedades (pocas) me las contaban a mí primero, pero Lucía y Ramiro, los padres de Carles, también se instalaron con nosotros para compartir la información que iba llegando.

Yo iba como un zombie, más pendiente del móvil y del teléfono fijo de lo que nunca lo había estado, llevándome a la boca un par de cucharadas de cualquier cosa que mi madre me pusiera delante, solo para que dejara de preocuparse.

No podía comer, no podía dormir, no sabía ni si estaba pudiendo respirar. Supuse que sí, porque si no ya estaría acompañando a Carles donde quiera que estuviese. La cuestión es que se me había instalado un nudo en el pecho, que se iba agrandando día a día, llamada sin novedades a llamada sin novedades. Me ofrecieron hablar con el psicólogo encargado de los periodistas que trabajaban en esos documentales, pero me negué.

La noticia del accidente se había extendido por el país, puesto que todos los integrantes del helicóptero eran españoles, y pronto varias cadenas de televisión se paseaban por Ibiza, como si yo fuera a decir algo.

Dos semanas después de recibir la noticia, el hombre de la primera vez me llamó. Tras una intensa búsqueda, habían decidido desistir, porque las mareas, los vientos y las tormentas impedían cualquier posibilidad de que hubiera sobrevivido. No protesté ni lloré. Simplemente dejé el móvil, cogí los prismáticos que sabía que Carles tenía en su armario y me subí a la terraza, que no tocaba desde la última vez que habíamos estado ahí, juntos.

No tengo claro cuánto tiempo estuve allí, con la vista fija en el horizonte, con la presión amenazando con destrozarme desde las entrañas hacia fuera.

Álvaro subió, como aquella vez antes de la boda, y me descubrió ahí sentado, quieto, esperando.

—Hey... —No habló muy alto, pero se le escuchaba a la perfección—. ¿Qué haces aquí subido?

—Esperar.

—¿Y a quién esperas? —No respondí, así que dio más pasos en mi dirección, con cautela—. ¿Qué miras? ¿El mar?

Suspiré. Sin soltar los prismáticos y sin apartar la mirada, respondí:

—Voy a esperar a que vuelva. Él me prometió que volvería. —Me tembló la voz, así que me callé.

—Raoul... —resopló. Sé que no lo hacía a malas, pero no podía evitar que me fastidiara su tono paternalista—, sé que es muy duro, y no se me ocurre nada que pueda decirte que vaya a solucionar lo mal que lo estás pasando, pero... no va a volver.

—Por supuesto que va a volver —gruñí, pero tuve que pestañear porque tenía los ojos llorosos—. Él me prometió que me llevaría a ver ballenas, que íbamos a celebrar nuestro aniversario a lo grande cuando volviera. Carles nunca me ha fallado.

—Y estoy seguro de que eso pretendía hacer... —Llegó a mi lado y me frotó con cariño el omoplato izquierdo—. No ha sido culpa de nadie, solo un fallo del motor, pero vas a tener que aceptar que ya no está.

Negué con la cabeza, dejando que los prismáticos colgaran de mi cuello. Me sequé los ojos, pero no sirvió de mucho, pues pronto nuevas lágrimas sustituyeron las anteriores. Pronto estaba sollozando como un niñato. Cada palabra que me decía se me clavaba muy dentro, en el corazón, pero no lo suficiente para matarme. Era preferible desangrarme lento y doloroso.

—Carles va a volver —repetí, sorbiéndome la nariz—. No está muerto, lo que pasa es que no lo han encontrado.

Se lamió los labios, dudando si seguir contándome cosas.

—Ra, ¿tú sabes cómo estaban los cuerpos de sus compañeros? —Temblé. No lo sabía, tampoco quería—. Es muy probable que no lo encuentren porque él... que el impacto fuera peor para él.

—No... —Me encogí en mí mismo, teniendo Álvaro que sujetarme para sentarnos bien—. No se ha muerto, que no me da la gana.

Nos sentamos en el suelo, con la espalda apoyada en el trozo de pared en el que yo estaba sentado, mirando el horizonte. Mi hermano me abrazó, dejando que escondiera la cabeza en su pecho, y me permitió sacarlo todo, cada lágrima que se me había enquistado hasta el momento.

Puede que estuviéramos ahí una hora, conmigo llorando y él acariciando mi espalda y dejando algún que otro beso en mi frente.

Fui yo el que me separé, con los ojos enrojecidos.

—Vas a ser un buen padre algún día —murmuré.

Sonrió con tristeza.

—En unos siete meses lo seré, sí.

Pegué un brinco.

—¿Qué me estás contando? —Seguía moqueando, pero eso daba un vuelco a todo—. ¿Por qué no has dicho nada?

—Hombre, no me parecía el momento. —Puso una mueca y asentí, imitándolo.

—Me alegro mucho de que algo bueno vaya a salir de este año. —Me encogí de nuevo, dejándome abrazar.

—Vas a remontar —susurró contra mi oreja—. Esto es un bache muy gordo, y ahora tienes que llorarlo todo, pero vas a estar bien.

Cerré los ojos y dejé que sus palabras calaran en mi interior. En aquellos momentos no era capaz de creerlo, pero confiaba en él. Si alguien tan sabio como mi hermano lo decía, tendría que ser verdad.

—Niños. —Nos separamos para mirar a mi padre, que nos miraba con gesto triste—. ¿Qué hacéis por aquí?

—Mirar el mar, papá —respondió Álvaro en mi lugar—. Hay unas vistas increíbles desde aquí.

—Eso parece, sí. —Puso los brazos en jarras, echando un vistazo alrededor, pero sin acercarse a nosotros, que seguíamos ahí sentados—. Venga, mamá está preparando la comida y quiere que ayudemos.

Asentí despacio y me incorporé primero, ayudando a mi hermano después.

Bajamos los tres juntos a la cocina, donde el resto de mi familia, incluidos los políticos, se esmeraban por poner la mesa y dejarlo todo listo.

—Ay, cariño. —Lucía sonrió—. Ven, hemos hecho tortilla de patatas, ya verás qué rica.

En otra ocasión habría puesto los ojos en blanco, odiando cada segundo en el que me trataban como un niño, pero lo necesitaba ella, porque había perdido a su único hijo, y yo porque me sentía tan débil como el más pequeño de los niños.

—Veamos qué tal.

Me esforcé por poner la mejor sonrisa posible y me senté en mi sitio. Frente a mí se colocó mi hermano, lo que me ponía un dolor especial en el estómago, dedicado a esas cosas que correspondían a Carles. Ese era su lugar, para estar frente a frente y poder vernos y mantener conversaciones, y jugar con nuestras piernas por debajo de la mesa.

Pestañeé para no llorar y que se preocuparan. En aquel lugar todo me iba a recordar a él, estaba claro.

—He estado pensando —carraspeé al final de la comida, cuando estaba ayudando a mi padre a lavar los platos. Mi madre estaba detrás, limpiando la encimera donde había cocinado— que no podéis quedaros aquí para siempre. Tenéis una librería y el dinero no es infinito.

—¡Tú por eso no te preocupes! —Mi madre frunció el ceño—. Tenemos a un chaval de instituto por las tardes que está abriendo por nosotros. De todas formas, cada vez más gente va a Amazon para cualquier cosa, tampoco tenemos tantos clientes. Y lo más importante: estamos aquí para ti y no te vamos a dejar solo hasta que estés bien.

Me mordí el labio, consciente de la suerte que tenía de tenerlos. También me ardía el pecho de dolor por lo que había perdido.

—¿Y si no tuviéramos que separarnos?

—¿Qué dices? —preguntó mi padre.

—Pensaba que podría, pero cada segundo en esta casa es una tortura. —Susana puso un puchero, pero seguí hablando—: Lo veo en todas partes, recuerdo cada detalle de nuestras vidas aquí y no estoy llevándolo nada bien. Aunque me veáis más entero, antes he estado a punto de ponerme a llorar como un crío porque Álvaro estaba sentado en su sitio.

—¿Y qué propones?

—No me atrevo a venderla —empecé—, pero sí que necesito salir de aquí.

—¿Te refieres a hacer un viaje de los tuyos?

—No. —Me salió como con aire—. Tampoco puedo pensar en viajar si no es con él. Necesito ir a casa.

Y ya estaba en casa, pero por la forma en que lo pronuncié, ambos entendieron lo que quería. No, lo que necesitaba si no quería seguir hundido.

—¿Quieres volver al pueblo? —susurró ella, acercándose despacio, como si fuera a asustarme.

—Quiero volver a ser un niño por un rato, estar en mi cama de siempre y que mis padres estén ahí cuando bajo. Tengo dinero para sobrevivir yo solo bastante tiempo, pero ahora no puedo lidiar con este lugar ni con una vida sin él. ¿Os parece bien? —Se me humedecieron los ojos, señal que usó mi madre para correr a abrazarme.

—Por supuesto que puedes venir a casa, cariño mío, nadie te ha echado nunca. —Besó mi mejilla repetidas veces—. Estoy muy contenta de tenerte cerca un tiempo.

Asentí, porque al realidad es que no tenía claro cuánto tiempo pensaba volver al pueblo. Podían ser unos meses, hasta estabilizarme emocionalmente, o... No quería pensarlo mucho más.

Todos recibieron la noticia con buen ánimo. Mis suegros estaban contentos de poder tenerme más cerca, aunque fuera un constante recordatorio de su hijo, y mi hermano bromeó con que sería el niñero del bebé cuando naciera.

Organizamos la mudanza para la semana siguiente, donde solo quedó mi madre para ayudarme. El resto volvieron a sus trabajos, que ya habían aplazado demasiado por mí. Bueno, por Carles y su desaparición, que tampoco es cuestión de hacerlo todo sobre mí.

No era un secreto que no tenía buenos recuerdos del pueblo, por mis ansias de escapar y mi mente demasiado móvil para un lugar tan estático; pero aquella vez fue diferente. Llegamos en el coche familiar, y yo estaba apoyado en la ventanilla, ligeramente abierta para que corriera el aire.

Cerré los ojos y me dejé guiar por el olor a tierra y a naturaleza que me invadía. Casi lo había olvidado, pero mi cuerpo no. Y no se estaba tan mal volviendo a casa.

—Se te ve contento —apuntó mi padre, mirando hacia atrás.

Me encogí de hombros.

—Uno no sabe que va a echar de menos algo hasta que vuelve.

Me pareció ver que ambos sonreían, pero lo ocultaron lo suficiente para que no fuera tan obvio.

Me ayudaron con las maletas, como si estuviera herido y no pudiera yo, pero no tenía ganas de quejarme, así que lo permití sin problema.

Mi habitación estaba igual a como yo la dejé el día que me mudé a Madrid para hacer Fotografía. Había menos luz, porque las persianas estaban bajadas, y se respiraba polvo, pero era un lugar familiar. Me dieron ganas de llorar, pero por motivos distintos.

—Hogar dulce hogar... —canturreó mi madre—. Anda, vamos a abrir esto para que respire la habitación y ahora limpiamos.

Pasamos el resto de la tarde haciendo del espacio un lugar más cómodo para mí, así que solo al final abrimos la maleta.

» Estas camisetas no son tuyas, ¿no? —Estiró una camiseta roja enorme.

Tragué con dificultad.

—No. —Pestañeé—. Quería llevarme algo de Carles. Perdona, es una estupidez.

—No, no lo es. —Me dio un golpecito en el hombro—. Si te va a hacer bien, no es una tontería, así que quítatelo de la cabeza.

Le di la razón con un asentimiento de cabeza y saqué la siguiente camisa, que también era suya. Me guardé las lágrimas hasta la noche, cuando me quedé solo en la primera cama individual en la que estaba desde que vivía con Carles. Había dormido allí más de media vida, pero ahora se me hacía pequeña. Me faltaba otra mitad, y no solo estaba hablando de colchón.

Di más de mil vueltas, entre lágrimas que parecían no tener consuelo, conté grietas en el techo de mi habitación, pero nada parecía funcionarme. Ni siquiera las malditas ovejas.

No quería salir de mi habitación y que mis padres, si es que seguían despiertos, me trataran como un niño. A esas horas era más vulnerable que nunca y su actitud me afectaría más.

Vagabundeé por mi habitación, pasándome una pelotita de una mano a otra. Si me cansaba, quizá dormiría mejor. O al menos dormiría, que eso sí había podido hacerlo en Ibiza.

Me quedé clavado en el escritorio, que en principio debía estar vacío, pero había un aparato alargado que conocía a la perfección.

El mp3 de Agoney. No había vuelto a pensar en él desde que me marché, pero había estado ahí todo ese tiempo.

Probé a encenderlo. Todavía tenía batería, supongo que por no haber estado encendido todo el tiempo. Busqué mis auriculares de cable y me volví a tumbar en la cama.

Empezó a sonar "Don't stop me now", de Queen.

"Tonight I'm gonna have myself a real good time... I feel alive... And the world... I'll turn it inside out, yeah... I'm floating around in ecstasy"

Sonreí, con los ojos cerrados, y me permití sentir que algún día esa canción sería mía.

Tardé tres canciones en quedarme dormido.

No sé si esperaba algún cambio simplemente por estar pisando suelo catalán, pero me decepcionó bastante sentirme igual por la mañana, cuando llegué arrastrándome a la cocina.

Eso no cambió los siguientes días, donde mi habitación se volvió un refugio y la música, una medicina que me hacía aguantar más que sanarme como tal.

De joven no leía, pero sí que me vi las películas de Crepúsculo. Siempre me pareció exagerado cómo Bella se pasaba buena parte de la segunda película mirando por la ventana, en plena depresión, sin salir de casa ni querer hacer nada, solo porque su vampirito se había marchado.

Ahora hasta sentía lástima por ella, pero ella más debería sentirlo por mí, porque al menos el suyo seguía vivo (más o menos).

Y así transcurrió mi verano, con un ventilador y la música como compañeros, acostado en la cama o sentado junto a la ventana. No vivíamos en una zona muy concurrida y tampoco tenía nada interesante por parte de los vecinos, pero era mejor observar las tres veces que cada vecino sacaba a pasear a sus perros que pensar en lo mío, en lo que dolía todo.

Porque me di cuenta, la primera vez que salí a comprar al mercado con mi madre, que cada rincón del pueblo del que tanto me quejaba también guardaba un recuerdo nuestro. La salida del instituto donde nos besábamos, la terraza del bar donde estábamos con nuestros amigos... Pasar por delante del bosque de nuestra primera cita no se me hizo fácil, así que dejé de hacerlo.

—Raoul... —Mi madre se apoyó en el marco de la puerta. Yo estaba sentado en la cama, con los cascos puestos y un par de libretas abiertas, de las que trataba de sacar algo. No sabía qué, pero me obsesionaba con lo que escribía al margen, sobre Carles, sobre nuestra relación y nuestros sueños—. No puedes seguir así.

—Estoy bien así —le aclaré, quitándome los auriculares—. No tengo ganas de salir.

—No te saqué de Ibiza para que estés igual, pero en el pueblo. —Se cruzó de brazos—. Tienes que hacer algo.

—¿Y qué sentido tiene? —Resoplé—. No me siento bien en ninguna parte, no me apetece trabajar, no me apetece nada. —Se me cortó la voz.

—Primero, al psicólogo. —Y no sonaba como si me lo pidiera, más bien era una orden sin contemplaciones—. Y luego vas a salir de casa.

—¿No entiendes que ya lo he intentado y que todo me recuerda a él? —Me temblaba el labio, por no hacerlo todo mi cuerpo—. Me tendría que mudar a un lugar que no hayamos visitado, pero ya sabes —me reí con amargura— hemos recorrido la mayor parte del mundo juntos. Hasta una tribu en mitad del Amazonas me recordaría a Carles.

Susana suspiró y avanzó hasta sentarse en la cama conmigo. Acarició mi muslo con cuidado, como si fuera de cristal y pudiera romperme en pedazos en sus manos. Estuvo en silencio pensando en qué decir, como si hubiera algo que lo arreglara mágicamente.

—Nadie te está pidiendo que lo olvides, ¿sabes? —Acarició mi mejilla—. Es complicado, y nada te lo va a devolver, pero me encantaría que trabajaras en ello para que algún día lo recuerdes con cariño, que solo recuerdes las cosas buenas, que han sido casi todas, y que no sufras recordando lo que han sido estos meses.

Puse una mueca.

—Es difícil olvidar este dolor que tengo aquí. —Me acaricié el pecho en círculos pequeños, como si me masajeara—. Mamá, yo sabía que en algún momento alguno tendría que morir y el otro se quedaría solo, pero no esperaba que fuera antes de los treinta.

—Nadie podría esperar algo así. —Se sorbió la nariz, también emocionada—. Pero tú debes seguir adelante, poco a poco.

—A veces..., a veces tengo la sensación de que, si paso página, estoy engañándolo de alguna manera.

—Cariño mío... —Me abrazó y besó mi hombro—. Él estaría feliz de verte feliz, cariño. Él querría que tú lucharas, por ti, pero también por él. Aunque no vuelvas a viajar, te toca vivir por los dos ahora.

Sonreí de medio lado.

—Él me mataría si dejara de viajar, pero ahora mismo no me veo haciéndolo.

—Pues sé tú. Vive por los dos, pero no te fuerces a nada.

Asentí, con el corazón estremecido. Me estaba viniendo bien esa conversación, por mucho que doliera.

Fue al acabar el verano cuando me decidí a salir a la capital para acudir al psicólogo, lo que supondría el principio de una recuperación mucho más complicada de lo que parecía.

Mientras la barriga de embarazada de mi cuñada iba aumentando por semanas, yo pasaba un tiempo demasiado largo para mi gusto con un señor que no estaba seguro de que fuera a entenderme, al menos de primeras.

El resto del tiempo tampoco fue muy diferente al resto de mi vida. La música era un alivio momentáneo y, aunque empezaba a saberme algunas canciones confort de memoria, de lo quemadas que las llevaba, me gustaban como banda sonora de mi tristeza.

Un día que había ido a visitar a mi hermano y a su novia, él me devolvió a casa en coche.

—Ya te he dicho que no hace falta —refunfuñé al comprobar que me seguía dentro de casa, con una bolsa de tela al hombro—. Que no soy tan desastre y tu casa no está tan lejos.

—Es que quería quedarme a solas contigo un momento para darte una cosa. —Me siguió hasta mi habitación, rebuscando en su bolsa.

—A ver, ¿qué? —Me senté de golpe en la cama.

—Escucha, pasas tanto tiempo aquí dentro que te vas a volver loco. Si vas a hacerlo, como mínimo búscate algo que hacer.

—Ya lo hago: escucho música.

—Por variar un poco. —Tiró un libro que parecía un ladrillo a mi lado en el colchón—. Sé que no lees, pero me parece que sería una buena forma de empezar.

Recogí el libro y fruncí el ceño.

—¿Los Juegos del Hambre? ¿No estoy muy mayor para esto?

—Nunca se es suficientemente mayor para esta saga, te lo digo yo. —Me guiñó un ojo—. Y te lo dice Paula, que es más sabia que yo. Es entretenida, su contexto político es muy interesante y... necesitas una distracción. También he preguntado a un par de libreros y gente que sabe de esto y me han recomendado esto.

Esta vez, me dio el libro en mano. Me quedé sin aliento.

—Estás de coña. —Lo aparté enseguida—. No me da la gana.

—Te puede ayudar.

—¿"Hablar de la muerte para vivir y morir mejor"? ¿Tú me quieres hundir?

—Me parece que te puede ayudar bastante —adoptó su tono más dulce y profesional a la vez—. No te estoy obligando, pero inténtalo. No me creo que no te aburras aquí dentro.

Y se marchó, sin darme opción de tirárselos a la cara, como merecía. Me tumbé en la cama de golpe, bastante molesto. Lo que peor llevaba del duelo era el tratamiento del resto, y no tenía pinta de mejorar si yo no mostraba alguna mejora primero.

Ese primer día no los toqué, eso llegó unos días después, tras haberlo hablado con mi psicólogo. Ojeé el libro para superar el duelo, pero leí de pasada algo que hizo que mi estómago se revolviera y tuve que dejarlo en el escritorio.

Con un suspiro, agarré Los juegos del hambre y me senté junto a la ventana. Si me aburría, al menos podría mirar a la calle, por si pasaba algo que me entretuviera más.

Eso no pasó. No solté el libro hasta la hora de la cena, cuando mi madre vino enfadada, pensando que llevaba la música tan alta que no la escuchaba. Echó una foto para demostrar que no mentía cuando presumiera de mi lectura antes de llamarme.

Dos días después, me presenté en casa de mi hermano. Fue Paula la que me abrió la puerta, con una barriga enorme de casi ocho meses y estupefacción.

—Eh... Si buscas a Álvaro, está en la librería.

—Me vienes tú mejor —aseguré, levantando el libro—. Álvaro dijo que fue tu idea.

—Sí, hace unos años a mí me encantó y pensé que te molaría. ¿Te ha gustado?

—Mucho —me sorprendí a mí mismo diciéndolo con tanta rapidez y sinceridad, y ella parecía complacida—. ¿Tienes la segunda parte aquí o tengo que pedirla en la librería? Preferiría no hacer eso, a Álvaro se le subiría a la cabeza que a veces tiene razón.

—A veces. —Se rio y asintió, haciéndome un gesto de cabeza para que entrara—. Anda, pasa y te quedas aquí calentito mientras lo busco. También te voy a dar la tercera parte, para que no vengas cada tres minutos. —Me guiñó un ojo antes de dejarme solo para ir a buscar los dos libros.

La esperé con paciencia, aunque de eso cada vez tenía menos. Cotilleé el salón, bastante sobrio y rústico, muy mi hermano y muy del pueblo a la vez. No tenía estanterías, pero sí varios estantes con fotografías de ellos con sus familias y, en lo más alto, una foto de ambos juntos en una playa. Sonreí. No los había visto nunca así, pero había huido antes de que se volvieran una pareja así de consolidada, no podía quejarme.

—Aquí los tienes. —Me volví hacia ella—. No te van a decepcionar, mi favorito es el segundo, pero no se queda atrás el tercero.

—Genial... —Miré las portadas en silencio—. ¿Y esto... acaba bien?

—¿Ya quieres spoilers? —me regañó con su tono habitual, aunque seguía sonriendo.

—Ya he leído a demasiados muertos en el primer libro. —Debería haberlo pensado antes de venir—. ¿Me va a arruinar la vida?

Se encogió de hombros.

—Merecerá la pena. Siempre lo hace.

—Y... —me mordí el labio con suavidad— para cuando acabe estos, ¿no tendrás algo más suave? Algo romántico, supongo que heterosexual, donde todo sea felicidad y acabe bien.

—Algo tengo, seguramente, pero para eso sí que te voy a hacer venir. —Posó una mano sobre los libros que aún sostenía—. Y si alguna vez te apetece quedarte por aquí a leer, no me vendría mal la compañía.

Sonreí, con la vista puesta en su barriga.

—Me parece que pronto vas a tener bastante compañía. ¿Cómo lo estás llevando?

—Sí, esta chiquilla parece que va a arrasar con todo. —Se palmeó con cuidado—. Lo que peor llevo es que me hayan dado ya la baja del trabajo. No soporto estar encerrada, pero cada vez hace más frío y no dan ganas de pasear. No sé cómo lo haces tú para estar todo el día dentro de tu habitación, si a mí se me hace la casa pequeña.

Puse una mueca.

—Bueno, yo tengo demasiados recuerdos en este pueblo.

Le cambió la cara y se llevó las manos a esta.

—Ay, perdón, he sido una insensible.

—No pasa nada. —Traté de sonreír, pero a este punto ya no me salía automático—. Cualquiera diría que Carles y el pueblo no me afectarían juntándolos, pero pasamos el suficiente tiempo aquí para que todo me recuerde a él.

Puso un puchero, mezcla de hormonas y la conversación.

—¿Te puedo abrazar?

Me encogí de hombros y lo tomó de forma afirmativa. Sus brazos me rodearon con todo el cuidado del mundo. Aún no era madre oficial, pero la forma en la que me hizo sentir era hogar, como si estuviera en brazos de mi madre cuando era pequeño. Me adapté a las curvas que le hacían el bebé en su interior para acercarme más a ella.

—Gracias —susurré.

Me apretó más fuerte y cerré los ojos, disfrutando de ese momento que me hacía sentir más relajado que en mucho tiempo.

Pasé mucho tiempo en esa casa, tanto antes como después del parto. No solo era una excusa para que mi madre no se quejara por estar encerrado en mi habitación, sino que disfrutaba de las conversaciones cuando no estaba leyendo.

Me acabé la trilogía en una semana, y volví a recibir unos cuantos libros románticos autoconclusivos, con promesa de final feliz. Cuando los acababa, comentaba con ella.

Tras acabar su turno en la librería, Álvaro solía encontrarnos acurrucados cada uno en un sillón, cotilleando o recordando algo sobre un libro con una taza de café o chocolate caliente, dependiendo del día. Sonreía y no decía nada, aunque sabía que me había venido bien aquello.

Olivia nació durante el puente de la Constitución, y nos tuvo a todos en la sala de espera del hospital durante horas interminables. Yo llevaba el último libro que mi cuñada me había recomendado y estaba recostado en mi madre, que dormía a ratos. Mi padre caminaba de un lado a otro sin detenerse. Parecía un autómata, pero nadie se atrevía a decirle nada.

Álvaro salió de madrugada, con el pelo pegado a la frente, sudado.

—Ya está aquí. —Y se notaba la sonrisa aun sin haberlo mirado a los ojos.

Cerré el libro con el marcador puesto y me levanté a la vez que mi madre.

—¿Cómo está Paula?

—Descansando. Todo ha salido bien, por suerte. Se ha portado como una campeona. —Se llevó una mano a la frente—. Estoy temblando aún.

—¿Y todo bien con la niña?

—Enseguida podréis conocerla.

Hay algo curioso sobre los niños recién nacidos. Todo eso de que son preciosos, o que se parecen a x padre..., nunca me lo he tragado. La primera vez que vi a Olivia me pareció un garbanzo arrugado y rojizo, con ojos tan apretados como sus puñitos.

Pero también me pareció hermosa, sin importar cómo luciera en esa primera impresión.

Era diminuta y parecía tan frágil que solo quise protegerla para que nunca le pasara nada. Y solo era mi sobrina.

—¿Qué te parece? —Álvaro me dio una palmadita en la espalda, acercándose para mirarla también.

—Es adorable, pero si se pareciera a ti, significaría que eres un garbanzo tamaño gigante.

Soltó una carcajada, que controló al ver cómo la bebé se removía en su pequeña cuna.

—Ya le encontraremos parecido —aseguró.

Con la vuelta a casa y la revolución que supuso Olivia, volví a encerrarme un poco en mi habitación, pero esta vez a leer. Pasaba casi cada día por casa de Álvaro, pero los llantos excesivos me impedían querer leer y estar tranquilo con mi familia allí. Aun así, ayudé en todo lo que podía, haciendo comida con mi madre para que Paula descansara y dándole conversación por teléfono cuando no se veía sobrepasada.

Mi rutina para cuando empezó el año sin él ya estaba establecida en mucha lectura, mucha música y toda la Olivia que me permitía tener. Sabía que en algún momento debía pensar en qué hacer y no vivir de prestado con mi familia para siempre, pero había resultado que era más fácil así para mitigar el dolor.

Los primeros meses del año fueron repetitivos hasta la saciedad. En abril, Paula empezó a hacer turnos partidos para volver al trabajo y Álvaro a estar más tiempo en casa por eso mismo. Olivia había cogido mofletes y rasgos de un padre y otro; y ya soltaba carcajadas cuando algo la mataba de risa, así que estaba adorable.

Pero yo no estaba tan pendiente de eso, porque cada día que pasaba de ese mes primaveral era un día menos para el peor aniversario de la historia.

Una semana antes, al volver a casa, me encontré a Lucía allí, sentada en el sofá, tomando café con mi madre. No habíamos mantenido mucho contacto desde que había vuelto al pueblo, pero ella me había asegurado que podía contar con ella para lo que quisiera, aunque no sería yo el que le pidiera nada a una mujer que había perdido a su hijo.

—Buenas tardes. —Carraspeé y me acerqué. Ella se levantó para darme dos besos—. No te esperaba aquí.

—Yo esperaba que estuvieras. —Sonrió—. Quería hablar contigo, pero no me ha importado hacer tiempo con tu madre.

—¿Ocurre algo?

—Supongo que lo tendrás muy presente, pero en una semana hará un año que pasó todo.

—No lo he olvidado. —Me puse serio.

—Soy consciente, estamos en el mismo barco. —Su sonrisa se iba volviendo más amarga. Pestañeó, ocultando así un par de lágrimas, y sacó una cartulina de tono beige de su bolso—. Vamos a hacerle un Memorial ese día. No hemos podido enterrarlo, pero me gustaría al menos tener un acto para él, y ya que estuvimos tanto tiempo en Ibiza...

—Eh..., no sé si...

—No te pido que hables si no te sientes cómodo. —Agarró una mano—. Solo te pido que estés, porque él te amaba y sé que era recíproco, y mereces una despedida. Todos la merecemos.

Asentí, más por hacerla sentir bien a ella que por mí. Porque para mí iba a ser una tortura. Solo esperaba no romperme allí.


Hola :) qué os ha parecido?

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