Flores bajo el sofá #PGP2024

By DanielaAMorenoR

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Un reconocido autor británico es seleccionado para escribir la primera biografía autorizada por la familia re... More

Flores bajo el sofá
Epígrafe
Preámbulo
01: El mártir de la princesa
02: Macarrones reales
03: Intruso en Clarence House
05: Un idiota real

04: Diana, en plural

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By DanielaAMorenoR

11 de septiembre, 1997

09:27 AM

Cuando desperté tirado en el asfalto con la peor jaqueca de mi vida luego de haber sido detenido en Clarence House, fue que comencé a entender lo que estaba sucediendo. O algo parecido.

Lo primero con lo que tuve que lidiar fue con la parálisis momentánea, que esta vez fue esperada. Me tomó no un par, sino una decena de minutos siquiera poder abrir los ojos; y cuando lo hice y me ubiqué en medio de una calle, me obligué a rodar a la izquierda como un pez fuera del agua hasta chocar con la acera. Fue cuando logré ponerme de pie que identifiqué el edificio de la estación policial de Canon Row a pocos metros de distancia, lo que significaba que estaba en Westminster, lo que, por su parte, significaba que el Big Ben estaba en algún punto detrás de mí. Justo allí, mientras caminaba hacia la torre del reloj, comencé a verdaderamente entenderlo, o, bien, a ceder a la posibilidad de que las remotas teorías a las que en un principio me negué no fueran del todo remotas.

Tienes que creerme. Concluir seriamente que podía viajar en el tiempo fue mi última opción. Tuve que pedir prestado un periódico en un quiosco local para ubicarme en el plano temporal. Era el once de septiembre de 1997. No me permití leer las noticias. Cogí un billete de veinte libras esterlinas y pedí un taxi a Clarence House.

En el camino, tuve un ataque de pánico. En ese momento me convencí de que la cosa más agobiante que podía existir era la confusión: el no saber dónde estabas; el cuándo estabas. Supe que era un ataque de pánico cuando comencé a sentir asfixia, los latidos reverberándome en la garganta, un deseo desmedido de quitarme toda la ropa...

—¿Qué hora es? —pregunté al chofer a pocos segundos de llegar.

—Un cuarto para las diez, señor.

—Lléveme a la estación de tren más cercana —le dije—, menos a Green Park y St James Park, por favor.

No lo pensé demasiado. Necesitaba salir no sólo de Westminster, sino de Londres central, y mi propia casa no era una opción. Para la fecha a la que estimaba viajar, aún vivía con mis padres en la City, donde mi padre trabajaba para el comercio internacional y mi madre como costurera en sus tiempos libres de ama de casa. El taxi, que era un tipo de cabello nevado y un parche en el ojo izquierdo, me dejó en la estación London Victoria. Tuve que esperar la salida de dos trenes y pagar más del doble por no haber reservado un boleto con antelación, de modo que terminé partiendo en el tercero y conformándome con llevar sólo diez libras esterlinas restantes en mi billetera. Estar allí y entonces, frente al directorio de destinos, me trajo a la mente una ráfaga de recuerdos de mi madre cosiéndome trajes de super héroes que yo mismo inventaba; los dibujaba, y dejaba las hojas regadas en la mesa del comedor, y días después me despertaba con un traje nuevo listo. Entonces pensé en Harry y William, y en cómo me sentiría si la hubiera perdido a ella, mi madre, a tan corta edad. En ese momento caí en cuenta de que la posibilidad de eximirlos de ese dolor estaba en mis manos, literalmente; en una cajetilla metálica con un rectángulo de plástico adentro.

El subterráneo se hallaba justo debajo de la estación de tren de Victoria, siendo la segunda más concurrida en Londres luego de Waterloo. Los teatros Victoria Palace y Apollo Theatre se enfrentaban, uno frente a la estación y el otro a un costado de la misma. Era un espectáculo, el corazón de la zona.

Tomé un tren con destino a Southampton y me puse los audífonos. Supe exactamente a dónde y a cuándo debía ir. En el camino al dónde, cerré los ojos al tiempo que me esforzaba por focalizarme en los latidos de mi corazón, porque eso decía mi terapeuta que debía hacer en momentos de ansiedad; no obstante, cuando chocaba con ésta insondable oscuridad que era la conciencia, lo único que me clareaba el camino eran interrogantes encendiendo bombillas a mi alrededor. «¿Estoy acaso volviéndome loco?», «¿es esto un mal sueño en el auge de su retorcimiento?», «¿realmente sé lo que se supone que debo hacer?»...

Estimados pasajeros, nos encontramos llegando a la estación Southampton Central.

Supe que varias horas habían transcurrido cuando el mensaje del altavoz me despertó. Mis pensamientos permanecían brumosos; cubiertos por una cortina de niebla que no me permitía acceder a uno en concreto y reflexionarlo, porque eran demasiados... Así que lo siguiente fue un impulso que desearía haber premeditado.

Rebobiné la cinta hasta el mismo punto exacto que la vez anterior. Esta vez no luché contra la parálisis, pues entendí que hacerlo sólo la prolongaba. En su lugar, me dispuse a contar hasta el diez y para el momento en que llegué al ocho ya podía mover los dedos. Abrí los ojos. Todo seguía oscuro. Entonces percibí una claridad inminente, una vibración de ultratumba, un chirrido tan lejano como desgarrador... Me entendí tirado en los carriles del tren.

«Bunnnnzzzzz». Aún no recuperaba la facultad del movimiento, y forzarme a hacerlo solo parecía incrementar la rigidez en mis músculos, de modo que tuve que obligarme a mantener la calma al tiempo que el sudor hacía ríos a lo largo del puente de mi nariz y goteaba en el metal. «Clinck, clinck, clack». El desespero en mi pecho era centelleante. Esta vez no pude encontrar mis latidos, pues eran opacados por las vibraciones en los raíles.

«Frrrrrrmmmmm». Esa fue mi señal terminante. Iba a morir.

Como si aquello por sí solo fuera a salvarme, rodé en dirección opuesta al tren. Las rodillas me fallaron al momento de ponerme de pie, de modo que tuve que ejercer la mayor fuerza con ambos brazos para arrastrarme fuera de las vías.

El tren pasó dos segundos después de que mis pies entraron a la zona segura. Me dejé caer en el suelo, hiperventilado, jurando estar al borde de un ataque cardiaco, y respiré. Fue todo lo que hice por prolongados minutos: respirar, regularme en lo que podía. Fijé la vista en un letrero involuntariamente, y luego decidí leer la parte superior. Me giré en el suelo y me apoyé de ambos hombros, solo para confirmar los números: «26 de julio, 1981».

Tres días para la boda real.

Me puse de pie cuestionando la funcionalidad de mis rodillas, y traté de recordar qué pretendía hacer allí y entonces. Pregunté la hora a una mujer que salía del tren.

—Siete en punto. Permiso...

Por algún motivo remoto no confié en la precisión del dato; sin embargo, acertado o no, éste dibujó un nombre en mi mente que en cuestión de minutos se personoficó de entre las puertas del tren y se resbaló por mi laringe hasta mi lengua como un instinto natural:

Quentin...

Ajusté los auriculares en mi cuello y me dispuse a seguirlo. Southampton Central estaba en Hampshire, al sur de Inglaterra, y siempre estaba hasta el tope de gente esperando a entrar a trenes de los cuales parecían entrar diez personas por cada una que salía, de modo que no me fue complicado utilizar a las personas frente a mí como escudo, cuidándome de que el objetivo no se percatara de mi presencia, y replicar sus pasos a través de la estación hasta la salida.

Lo esperé mientras compraba una bolsa de baguettes en la panadería local, y luego subí al mismo autobús que él, el cual bien sabía que nos dejaría en Blechynden Terrace. Pelican Hill era el nombre de su casa, hacia el norte del vecindario. Había lirios creciendo en su patio y macetas de helechos pendiendo del techo del porche. Esperé a que entrara, agachado tras los botes de basura. Entonces entendí que no tenía un plan para acercarme al objetivo.

—¿Busca a alguien?

Una adolescente me hizo pegar un respingo al posar su mano en mi hombro. Tenía puesto un casco de bicicleta rojo rosáceo que hacía juego con las coderas y rodilleras; y llevaba una extensa cabellera negra recogida en una trenza lateral. No podía tener más de dieciséis años, y su rostro se me hizo escalofriantemente familiar; sin embargo, antes de siquiera tener oportunidad de responder su pregunta, la niña exclamó mi nombre y se me abalanzó encima en un bochornoso abrazo.

Me gustaría hacer una pausa aquí y entonces para puntualizar las tres cosas que me consternaron en la inmediatez:

1. Que la niña desconocida me abrazara como si me conociera a suma proximidad.
2. Que la niña desconocida supiera mi nombre.
3. Que la niña desconocida supiera más que mi nombre: mi apodo de la infancia.

—¡Connie!

Había cierta calidez en la manera en que lo dijo, una familiaridad; mi apodo en su voz no sonaba como una palabra, sino como una peculiaridad; una onomatopeya.

—Estoy buscando al doctor Montague —solté de pronto, en busca de una excusa para romper el abrazo que comenzaba a sentirse inapropiado.
La niña me pidió seguirla hasta la entrada de Pelican Hill, donde tocó la puerta con un frenesí de señora.

—¡Aaaaaabueeeeelooooo!

El estómago comenzó a dolerme cuando la entendí nieta de Quentin Montague. Bajé un poco la mirada hacia ella, estupefacto, preguntándome cómo es que no la reconocí al instante. Era ella. Sentí un desenfrenado deseo de verificar su identidad nuevamente de cerca; muy cerca, con una lupa inspeccionar cada una de sus pecas de ser necesario; pero vaya que era ella. Por supuesto, sólo podía ser ella.

—¿América?

La chica me devolvió la mirada, confusa, al tiempo que la puerta se abrió dejando ver el rostro de un maestro de física en el auge de la virilidad. Quentin me observó con una mirada que recién conocía, sin las miles de páginas leídas y editadas acumulándose bajo sus ojos y sin las pupilas comenzando a ofuscarse por una fina nebulosa. Mandó a América a irse a su casa, cosa que me propició una decepción desmoralizadora. Yo no pude evitar perseguirla con la mirada desde que cogió la bicicleta en la acera hasta que entró a la casita amarilla al otro lado de la calle. Entonces, cuando me giré de vuelta hacia Quentin, éste dijo algo que heló cada hueso y músculo en mi interior:

—Así que tú otra vez...

Me invitó a entrar a la casa antes de yo siquiera responder. Yo sólo seguí instrucciones. Él cerró la puerta a mis espaldas y me dirigió desde el vestíbulo hasta la sala de estar. Las paredes, ornamentadas por un papel tapiz similar a la Talavera, me engulleron en una sensación de intimidad al recordar el día que visité Pelican Hill en mis tiempos, y el papel tapiz era color caoba. Recordé que para aquel entonces, el viejo estampado blanco y azul rey se asomaba en una esquina donde el papel caoba se estaba levantando; no obstante, la voz de Quentin fue como una mano cogiéndome por el cuello de la camisa para sacarme del pozo de divagaciones en el cual me estaba sumergiendo:

—Sigues atrapado, ¿no es así?

Quentin salió en dirección a la cocina, pero yo no me moví del sofá. Le respondí lo suficientemente fuerte como para que me escuchara desde donde estaba.

—¿Atrapado? ¿A qué te refieres con «atrapado»?

Quieres salvar a Diana. ¡Oh, chico!

Entró de vuelta al estar con una bandeja, lo cual implicó un choque de realidad para mí al ser consciente de que dentro de unos cuantos años apenas y podría sostener un lápiz.

—Limonada con hierbabuena —dijo, posando un vaso en la esquina de la mesita de té junto a un plato con galletitas saladas—. Has pasado por aquí un buen par de veces...

—¿Usted...?

—Yo ya te conozco, sí. Así es. Seré tu jefe en la gaceta del Covent Garden dentro de unos años. Es tu tercer viaje, ¿no es así?

—Lo es, señor. Yo...

—Quieres detener la boda real, sí. Lo sé. Es imposible. Tu mayor mérito ha sido lograr aplazarla, pero Diana siempre acaba casada con el príncipe de Gales.

—Pero, entonces...

—Tengo algo para ti, chico; oh, chico...

Quentin volvió a ponerse de pie con una rapidez que nunca le conocí en nuestros tiempos. Se quitó un collar de listón azul rey y usó la llave que prendía de éste cual dije para abrir una gaveta bajo el televisor.

Sacó de ésta un archivador, y lo dejó caer en la mesita.

—Tómalo —dijo—. Es todo tuyo.

El archivador era negro, no tenía portada y su interior estaba repleto de recortes de periódicos y revistas de farándula, así como de uno que otro papel de cuaderno con bocetos y textos en lo que sólo podía ser mi propio puño y letra. La primera página era de The Sun, un artículo del 31 de agosto de 1997: «EBRIO A 120mph». El titular en mayúsculas relucía junto a una diminuta fotografía del accidente en el Túnel del Alma.

—Esto —dije, alzando ligeramente el archivador—... ¿es todo sobre la muerte de Diana?

—No, chico —me corrigió él—. Es todo sobre las muertes de Diana.


Recuento de palabras (Según Google Docs): 10.784

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