Cómo resolver un asesinato (a...

By lacanciondeapolo

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El primer error que comete Mario es confiar en que Eric, su ex, no va a ir a las vacaciones que planearon ant... More

Presentación de la novela.
1. Etiquetas en el traje, copas sofisticadas y recordatorios del calendario.
2. Un pódcast de true crime, tarifas de taxi negociables y correos sin abrir.
3. Un reencuentro, muchos reproches y algunos recuerdos regurgitados.
4. Infartos sospechosos, suplantación de identidad y daiquiris de fresa.
5. Conversaciones con otros huéspedes, teorías frustradas y la gran apuesta.
6. La luz al final (o al principio) del túnel.

7. Cena détox (o cómo morirse de hambre en un hotel de cinco estrellas).

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By lacanciondeapolo

Eric golpea la madera de la estantería con los nudillos, como avisando de que va a entrar en mi zona de la cabaña.

El ruido acaba con el flashback y salgo de mi aturdimiento para regresar al presente. Ese presente en el que Eric y yo no vemos películas juntos con un bol de palomitas en el regazo, ni comentamos los libros sobre crímenes que destacan en las estanterías de nuestra librería favorita. El recuerdo de nuestro primer beso me ha dejado descolocado por un momento, pero cuando levanto la mirada del ordenador y la dirijo hacia él, el hechizo se rompe y vuelve el rencor hacia Eric.

El equilibrio del universo se restablece.

No debo dejarme llevar por un pasado que él se cargó sin dudarlo. No sirve de nada, de todas maneras; cada recuerdo de nosotros juntos quedó envenenado tras el discurso con el que me dejó. Ha llegado la hora de dejar eso atrás. Toda mi atención debería estar puesta en ganar a Eric.

Claro, que no es fácil cuando aparece así, con la piel húmeda —está recién salido de la ducha— y el pelo revuelto de habérselo secado de cualquier forma con la toalla.

—¿Qué estás haciendo? —me pregunta.

Levanto el ordenador con la rodilla a modo de respuesta.

—Buscar nuevos decimales del número pi —ironizo con acritud. Nos conocemos lo suficiente como para saber que no habrá espacio en nuestras cabezas hasta que uno de nosotros venza al otro—. ¿Tú qué crees, Eric?

Ignora por completo mi sarcasmo.

—Ya, pues vístete. Tenemos la cena en diez minutos.

Ahora entiendo por qué se ha arreglado: para ir al restaurante del hotel. Ha dejado un rastro de colonia al venir desde el baño —la colonia que siempre ha usado y que tantos meses tardé en olvidar— y lleva una camisa de lino y unos pantalones blancos. Reconozco el atuendo porque es el que a menudo se ponía cuando salíamos a cenar fuera después de ver una película en el cine. Es el que mejor le quedaba.

La sensación de déjà vu es como una estocada.

Odio saber que por mucho tiempo que haya pasado, todavía tengo su armario entero memorizado.

—¿Tenemos que ir de la manita o qué? —pregunto.

—Pues si quieres que sigamos aparentando que estamos juntos, es lo suyo. —La frialdad con la que lo dice es tan violenta que me pilla por sorpresa. Aunque ya sabemos qué opinión tenemos del otro, se clavan en mí con fuerza sus palabras enfatizando que esto (el compartir cabaña, el dejarnos ver por los otros huéspedes...) es una mera pantomima para poder llevar a cabo la apuesta—. Podríamos llamar y decir que uno se encuentra mal para que traigan la comida a la habitación, pero no podemos hacer eso cada día.

No sé si es porque la competición nos hace literalmente adversarios, pero noto cierto reto en su voz. Un «por mí fingimos, pero si no te ves capaz...». Y no pienso quedar como un cobarde. Me asusta lo que implica, pero estoy dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de quitarle la razón.

Eso sí, debería darme prisa, porque sigo en bañador, sentado sobre la toalla de piscina que puse para no mojar el sofá.

—Me ducho en cinco minutos y estoy —le anuncio.

Suelta un «uhm» impersonal y pasa por delante de donde estoy para salir a la terraza. Una vez fuera, desliza la puerta corrediza para cerrarla y se coloca de espaldas a mí, imagino que para darme privacidad. Es inútil; él se ha ido, pero sigue colgando en el aire su colonia. Es casi asfixiante.

No pierdo el tiempo y me meto en la ducha, cuyos cristales están empañados por culpa de la única persona en el universo que debe de usar agua caliente en pleno verano. Menos de dos minutos después, he vuelto a mi habitación.

Busco qué ropa ponerme. Ya que en el reparto silencioso de espacios me tocó el salón, cuando volvimos de la piscina me vi en la obligación de elaborar un sistema innovador para guardar mi ropa sin usar los armarios del dormitorio. Al deshacer la maleta, dejé las prendas que no se arrugaban en pequeños montones sobre la mesa, y las camisas y otras prendas delicadas en los percheros de la entrada.

Como venganza por el atuendo que ha escogido Eric, cojo unas bermudas y la que solía ser su camisa favorita de todas las que yo tenía. Así estamos en igualdad de condiciones.

Por más que trato de que su opinión me dé totalmente lo mismo, no puedo negar que al unirme a él en la terraza, me fijo en su cara en busca de un cambio en su mirada. Una parte de mí necesita saber si aún se acuerda de las pequeñas cosas.

Se acuerda.

Una expresión casi imperceptible cruza su rostro. Quizá cualquier otro lo habría pasado por alto, pero noto que cambia por un instante. Sus hombros se tensan.

Quitando su momentáneo buen humor tras toparnos con el cadáver, cada vez que me miraba sólo había hielo en sus ojos. Sin embargo, algo —el recuerdo de las otras veces que me ha visto con la camisa, a lo mejor— relampaguea en ellos. Y me conformo con eso, con que la balanza se estabilice unos segundos antes de que Eric regrese a su indiferencia.

—¿Ya estás? —me pregunta, carraspeando.

—Sí... Ay, no, mierda, no me he echado colonia.

Mira el reloj de su muñeca con impaciencia.

—No hace falta que te eches colonia, vamos tarde.

—Te compraría ese argumento si no acabaras de bañarte en Paco Rabanne. Además, no es por ti... —Destapo el frasco negro de mi neceser y me pongo de mejor humor cuando mi perfume sustituye al que antes dominaba el ambiente—. Ni siquiera es por mí, es parte del teatro. Estamos rodeados de ricachones. Si no hueles a nada, se huelen que algo ocurre.

Frunce los labios.

—Pues venga. No queremos ser los últimos.


No lo somos.

De hecho, somos la segunda «pareja» en llegar: los ancianos están untándose mantequilla (orgánica y de granjas locales, es de suponer) en unas rebanadas de pan.

Las cenas se hacen en el jardín que hay al otro lado de la piscina con cascada. Lo que esta mañana no era más que un terreno vacío con plantas ha pasado a ser un escenario digno de una película de hadas. Las luces, que antes debían de quedar ocultas con la luz del sol, ahora están encendidas y recorren las enormes enredaderas que brotan de los árboles. Hay un sendero de farolillos que iluminan el camino hasta las mesas; cuatro mesas con una vela en el centro y dos sillas a cada lado. Sobre los platos hay algo que parece un menú.

Vislumbro un pétalo rojo con un número tres pintado en una de las mesas y le doy un codazo a Eric para que nos sentemos ahí. Ya en las sillas, ojeamos la carta sin hablar.

Algo me dice que si no pasa nada digno de mención, esta va a ser una cena más silenciosa que un entierro.

No es sólo que nunca hemos sido personas dadas a tener conversaciones nimias e insustanciales; es que, aunque quisiéramos, no podríamos hablar del menú —el mítico «estoy entre el pollo de corral asado y la ensalada de arándanos»— porque la carta no tiene opciones a elegir, sino que es un adelanto de lo que van a servir esta noche.

Entretanto, de aperitivo, silencio incómodo.

Ninguno abre la boca hasta que llegan las dos parejas que faltan. Héctor e Ivanna van cogidos de la mano y, cinco metros por delante, lideran la marcha un hombre y una mujer. Es evidente que son los amigos de los que hablaron antes en la piscina; aparentan la misma edad e, incluso desde lejos, se nota que se conocen de antes y que han venido antes al hotel.

Como era de esperar, los cuatro van muy elegantes, pero trato de ver más allá y me fijo mejor en los dos desconocidos.

Primero analizo al hombre. Con un simple vistazo, conjeturo que tiene un puesto importante en una empresa, pues:

1. Está desabrochándose los botones superiores de la camisa. Apostaría a que, al vestirse, se los ha abrochado por inercia, acostumbrado a ponerse una corbata.

2. Los gemelos parecen caros, al igual que su camisa hecha a medida (se ajusta a su cuerpo a la perfección).

3. Camina muy recto —la manera elegante de decir que anda como si tuviera un palo metido por el culo— y su mentón apunta tan arriba que, si no formara parte de su arquetipo, pensaría que está contando estrellas.

Por supuesto, es posible que me esté equivocando, pero la energía que desprende es idéntica a la de mis jefes —y a la de los jefes de mis jefes—, a quienes únicamente veo en la charla anual que dan a los empleados para recordarnos qué somos (fábricas de dinero) y cuál es nuestro deber (fabricar más dinero para financiarles su próximo superdeportivo).

Mis ojos se desplazan hacia la mujer a su lado. Formarme una primera impresión de ella es un reto mucho mayor.

Siento que la he visto antes, pero quizá sea porque representa el canon de belleza occidental. Tiene una cara que desafía el paso del tiempo y una sonrisa permanente en el rostro, como si estuviera preparada para la aparición súbita de una cámara. Las posibilidades son infinitas. ¿Modelo? ¿Dueña de una marca de cosmética? No me gusta reducirla a su aspecto, aunque es inevitable tirar de estereotipos.

De pronto, recuerdo que Eric ya los ha visto antes.

—¿Sabes cómo se llaman los otros dos? —le pregunto.

Niega con la cabeza, pero no responde.

—¿No lo sabes? —insisto.

—Sí, pero no pienso decírtelo. No te voy a regalar información que pueda ser relevante para la investigación.

Calculo mentalmente cuántas probabilidades hay de que un juez declare que estaba fuera de mí si le inserto (por accidente) un tenedor en el ojo ahora mismo.

Enajenación mental, creo que se llama.

Imagino que mi cara refleja la indignación que siento en este instante. ¿Cómo se puede ser tan imbécil? Ni siquiera lo había dicho con esa intención.

—Pero ¿tú eres tonto?

—No, tonto sería si te ayudara a ganarme —dice con firmeza—. No pretenderás preguntarme todo lo que no encuentres con tus limitadas habilidades de detective...

Si no supiera que es un regalo que le hizo su abuela antes de morir, agarraría a Eric de la cadenita que siempre lleva al cuello y tiraría hasta dejarlo sin aire (claro, que si eso pasara, acabarían expulsándome del paraíso y perdería la apuesta).

—Eric, sólo te he preguntado quiénes son.

—Son los amigos de la pareja de antes.

Pongo los ojos en blanco.

—No me digas, muchas gracias.

Visto el gran inicio de cena, nos dedicamos a ignorarnos mutuamente y a mirar hacia abajo. Todos los cuchillos de la mesa parecen de mantequilla en comparación con lo afiladas que están nuestras miradas. Es brutal. Incluso el propio Eric se cansa del silencio y, tras respirar hondo, suelta:

—Él se llama Luis y ella Carolina. Tampoco te puedo decir mucho más. —Los vemos hablar con un camarero—. Sólo sé lo que me dijeron en la hoguera de inauguración; se acercaron porque me vieron solo, pero cuando llegaron sus amigos se fueron. Tienen un par de hijos.

—¿Ellos o Ivanna y Héctor?

—Ellos. Y Carolina es influencer, no sé de qué.

Miente. Sí sabe de qué, pero no lo discuto.

Bastante ha compartido ya y lo necesito de buen humor, así es más fácil que se le escapen otros datos durante la cena.

Es fácil aprenderte las pistas que delatan cuando alguien te miente si eres observador y sales suficiente tiempo con él. Hay veces que ese instinto me falla —nunca sufriré un baño de humildad mayor que no haber visto nunca las ansias que tenía Eric de besarse con otros mientras estábamos juntos—, pero en general las pillo al vuelo. Como ahora. He visto cómo frotaba el pulgar con el dedo índice sin ser consciente.

—No me extraña —termino por decir—. Es perfecta.

—Sí, anoche iba con un vestido que juraría que llevó Zendaya a un after party de los Emmy.

Me frustra haberme perdido la noche de bienvenida. A lo mejor no ocurrió nada relevante como Eric me quiere hacer creer, pero al menos él ya ha compartido espacio con todos.

—¿Os pusieron comida en la hoguera?

—Sí. Y cantidades ingentes de alcohol.

—Ya te veía yo un poco resacoso. No sé yo cómo casa eso con la vida sana que promueve el hotel.

—Pues tenías que ver a los empleados. Más de uno se fue a casa dando tumbos por el sendero de la entrada. Y los ancianos igual. Si mañana hacen lo mismo, no creo que los veamos al día siguiente para la sesión de yoga al amanecer.

—¿Has dicho al amanecer? —pregunto.

Mi cuerpo aún necesita horas de sueño después de preparar el evento. Madrugar no está entre mis planes.

—Seis de la mañana.

—Bof.

—Venga, que a quien madruga, Dios le ayuda. Y no es un secreto que necesitas toda la ayuda que puedas conseguir.

Por el bien de los dos, finjo que no he oído su comentario.

Cuando va un camarero para preguntar a las dos parejas algo —seguramente por qué siguen de pie y no están en sus mesas asignadas—, veo que ellos señalan las sillas que tenemos cerca y murmullan entre sonrisas. No sé leer labios, pero es evidente que han pedido sentarse en la misma mesa. Acto seguido, ayudan al camarero (que no tendrá más de veinticinco años) a juntar las dos libres.

Hora de indagar.

—¿De verdad se bebieron el alcohol los que trabajan en el hotel? Porque en mi empresa tengo expresamente prohibido tomarme más de una copa en los eventos.

—Pues se ve que esa política no ha llegado a la costa.

—¿Hay muchos empleados? —Cruzo los dedos para que Eric no perciba la intención escondida en mi pregunta.

Me mira con sospecha. No hay manera.

—Unos cuantos. —Una respuesta imprecisa.

—¿Más de cinco?

Pésimo intento de forzar un número, porque repite:

—Unos cuantos.

Hemos vuelto al secretismo, parece.

—Eric —digo en tono de reproche.

—Mario, por favor. ¿Me ves con cara de Google? Si quieres la lista de empleados... —empieza, pero la frase se queda incompleta. Incluso cuando enarco una ceja.

—Vale. Volvemos al silencio.

—No —niega Eric—. Vienen a atendernos.

En efecto, el camarero ha dejado la mesa doble y se acerca en nuestra dirección. Quedan tres segundos hasta que llegue y mirarlo se convierta en un acto descarado y descortés, así que hago un barrido rápido de lo que veo. Un pendiente de aro en su oreja izquierda. Una cicatriz larga cerca de uno de sus ojos. Una nariz llamativa que aumenta su atractivo. Tres anillos (o cuatro... o cinco, cada vez que me fijo veo más).

Es guapo, pero los acontecimientos recientes hacen que dude. Ya no sé diferenciar a los guapos inocentes e irresistibles de los guapos que usan su belleza como arma para que nadie sospeche de ellos mientras introducen a sus víctimas en una procesadora de carne de una fábrica abandonada.

Las dudas aumentan cuando sonríe —es de esas sonrisas que nublan el juicio y de pronto subirse a la furgoneta de un desconocido no parece tan mala idea— y dice:

—¿Cómo estamos esta noche?

—Bien, gracias. —Me sorprendo al ver que soy yo quien responde. Mi boca ha decidido actuar sin mi permiso.

Todo apunta a que mi «casi momento» con Álvaro Sierra ha alterado mis hormonas.

—Sí, bien —coincide Eric.

—Fenomenal. —El camarero mira hacia mí y dice—: A ti no te conozco. No estabas ayer con Eric, ¿verdad?

—No —respondo, algo irritado porque se sepa el nombre del idiota de mi exnovio—. Soy Mario.

—Yo Unai, encantado. ¿Tenéis preguntas sobre el menú?

Negamos.

Preguntas sobre el menú, ninguna.

Mi única pregunta es si el camarero ha dormido en la cama doble de nuestra cabaña esta noche aprovechando que yo no estaba —no me sorprendería, porque Eric no pierde el tiempo—, pero obviamente, me guardo la consulta para mí.

—Perfecto —dice Unai—. Disfrutad de la cena.

Se marcha a la mesa de los ancianos para retirar sus platos y les dedica una sonrisa igual de encantadora, demasiado perfecta a menos que la ensaye cada mañana.

«Confirmado: asesino en serie», pienso.

—Es majísimo este chico —comenta Eric (por joder).

Y, por desgracia, me jode.

Aunque, más que su comentario, lo que me jode de verdad es que me joda. No hay ninguna razón por la que debería tener celos de un camarero a quien acabo de conocer, pero aun así me molesta ver a Eric ligar con otros tíos delante de mí. Y lo odio, porque mi reacción tendría que ser otra.

—Eso parece —contesto para disimular, y prácticamente miro hacia otro lado cuando Unai vuelve para traernos una cesta de pan y un recipiente de cerámica con mantequilla.

Debería sentir pena por el pobre Unai, que no sabe dónde (o más bien, con quién) se mete.

O repulsión, al ver que Eric no ha cambiado nada.

Sin embargo, mi instinto ha sido ponerme celoso. Es evidente que aún hay conductas que tengo que desaprender. En su momento los celos habrían tenido sentido, pero ahora que no somos nada, es estúpido tener reflejos así de anacrónicos.

Al final, decido que es culpa de su camisa de lino, que ha debido de nublar mi juicio. Esto no habría pasado si llevara una camiseta nueva y sin ningún significado para mí.

—¿Quieres? —me pregunta Eric, tendiéndome la cesta.

Cojo uno de los panes.

—Gracias.

Normalmente ignoro el aperitivo para no llenarme antes de que sirvan el plato principal, pero ya que masticar es una buena excusa para no hablar, me como el pan como si fuera una actividad necesaria para la supervivencia del planeta.

Lo gracioso es que, cuando llega la comida (la comida de verdad, se supone), me doy cuenta de que ha sido una decisión impecable, porque el primer plato es... un champiñón.

No champiñones —en plural—, sino un champiñón.

Mirándolo desde arriba, me da incluso lástima. Está colocado en medio de un plato absurdamente grande para su contenido, y no le acompaña nada salvo tres gotas de salsa.

—¿Esto es otro aperitivo? —pregunto.

Eric está igual de perplejo que yo.

—Según el menú, no. Es el primer plato.

—Pero si es un champiñón —digo, como si no tuviera un plato idéntico al mío enfrente de él.

Se encoge de hombros.

—Ponía que la salsa llevaba un montón de cosas.

Levanto el champiñón con la punta del cuchillo para ver si debajo hay algún tipo de acompañamiento. Nada.

—Pues se habrán olvidado de ponerlas.

—A lo mejor quieren compensar toda la comida que había ayer en la fogata. Hicieron una barbacoa y todos nos pusimos hasta arriba, así que hoy tocará algo ligero.

—Eric, no he pagado casi mil pavos para que me tengan en ayuno intermitente. Voy a decírselo al camarero.

Nada más mencionar a Unai, se pone a la defensiva.

—No seas pesado, Mario. Es comida de autor. Disfrútala. Vas a quedar fatal si pides una tortilla francesa.

El insulto ya es el colmo. ¿Está defendiendo lo indefendible sólo porque le pone cachondo el camarero?

—No iba a pedir una tortilla, pero como mínimo, me gustaría que me pusieran tres o cuatro champiñones. Esto como broma está bien. Como menú de un cinco estrellas, no tanto.

Eric parte su champiñón en dos y se mete un trozo (o sea, la mitad del plato) en la boca. Hace un sonido de placer.

—Delicioso.

—Tú con tal de contentar a Unai, lo que sea —farfullo en voz muy baja, cabreándome por momentos.

Levanta la mirada del plato.

—¿Qué has dicho?

—Nada.

—Pruébalo, ya verás como está bueno.

A regañadientes, parto mi champiñón y le pego un mordisco (con una cara de asco que uno pensaría que es mierda).

—Vale, está bueno, ¿y? —digo al comprobar que sí, que la salsa en la que han cocinado el champiñón llevará decenas de ingredientes, pero que ni siquiera está en el plato porque la ha absorbido el hongo—. No quita que esto es un vacile. ¿En serio alguien podría llenarse con una porción así?

—Bueno, espérate al segundo plato. Quizá te sorprenda.

No hay que esperar mucho. En treinta segundos, la otra mitad de los champiñones desaparece de nuestros platos y Unai viene a recogerlos al ver que están vacíos (aunque claro, ya venían prácticamente vacíos). Por fortuna, no se interesa por nuestra opinión de la comida, así que me ahorro el discurso que iba a dar si se atrevía a formular la pregunta.

—En seguida traigo el segundo —anuncia, y los ojos de Eric dicen «ese será el plato fuerte».

Contengo las carcajadas lo mejor que puedo cuando traen una chuleta de cordero —de nuevo, énfasis en una— acompañada de dos patatas horneadas y tres ramitas de romero a cada uno. El plato en el que viene es incluso más grande que el anterior, lo cual le da un aspecto ridículo.

—Después de esta comida tan pesada me voy a tener que tomar un omeprazol —digo, socarrón.

Eric pone los ojos en blanco.

—Que sí, que tenías razón, tú ganas.

Mientras se come lo poco que tiene delante, mantiene la mirada en lo que hay a su izquierda. Por un momento pienso que está comiéndose con los ojos a Unai a la vez que mastica, pero al fijarme mejor veo que está escudriñando a la enorme mesa, la de las dos parejas. No aparta la vista ni para cortar la carne con el cuchillo, sino que lo hace como un autómata.

Sé lo que está pensando: si un huésped es el asesino, lo lógico es que sea uno de ellos.

Ivanna. Héctor. Carolina. Luis.

Si descartamos a los ancianos —cosa que no pienso hacer a menos que confirme una coartada suya, pues tienen toda la pinta de hacer crossfit y los veo capaces de esprintar después de cargarse a alguien—, sólo quedan ellos.

Pero es imposible que Eric haya descartado ya a todos los empleados del hotel. Aunque sepa cuánta gente trabaja aquí (un dato que ha elegido no compartir conmigo), ni siquiera la policía sería capaz de eliminar como sospechosos en una tarde a los masajistas, cocineros, camareros y recepcionistas.

No obstante, tenga a quien tenga en el punto de mira, está comiendo en esa mesa. Sus razones tendrá.

Aún no he establecido el orden que voy a seguir en la investigación. La sección «Sospechosos» del Excel está creada, sí, pero no estoy muy seguro de por dónde empezar.

Para bien o para mal, el numero de posibles culpables es reducido. La ventaja de que un asesinato ocurra en un hotel aislado del exterior es que acota muchísimo quién ha podido ser. No es tan fácil salir y, si entra alguien, uno se da cuenta.

Este caso es una especie de tablero del Cluedo, solo que el lugar se sabe y lo que queda por averiguar es el homicida y el arma que empleó. Las combinaciones son limitadas.

Como sugirió la empresa de seguridad, en el momento del crimen sólo estábamos aquí los huéspedes, los dos recepcionistas, el personal de los restaurantes y el bar, los masajistas y la víctima. Esas son las únicas posibilidades.

Hasta que indague en los empleados, no es mala idea conocer mejor a las otras parejas.

A todas.

Cuando veíamos algo en la televisión, el mayor error de Eric siempre era descartar sospechosos demasiado rápido.

Tengo razones para creer que sigue pecando de lo mismo; antes, ha asegurado que el recepcionista no podía ser el culpable porque llevaba una bandeja en las manos, pero ¿quién dice que no se las haya apañado para correr balanceando los cuencos como un malabarista? A diferencia de Eric, a mí no me sirven las probabilidades, sólo los hechos comprobados.

Mi mejor baza para ganar la apuesta es no pecar de arrogancia y no descartar a nadie antes de tiempo. Para vencer, hay que saber los puntos débiles del contrincante. Y otra cosa no, pero conozco cada detalle de Eric.

—Creo que van a servir el postre —dice.

En la distancia, Unai lleva unos platos diminutos a otra pareja. No sé qué hay en ellos, pero me da igual.

—Puedes comerte el mío. —Coloco la servilleta que tenía sobre las rodillas en la mesa y me pongo de pie.

Esta cena ha terminado para mí.

—¿Adónde vas? —pregunta Eric, inquieto.

—A la habitación. Me parece una pérdida de tiempo esperar a que me traigan una cucharada de tiramisú. Hay cosas que me urgen más, si te soy sincero.

Traga saliva, pero no responde nada. Sabe que lo primero que voy a hacer al llegar a la cabaña va a ser continuar investigando. Veo en sus ojos el miedo a que haya encontrado alguna pista con la que él todavía no ha dado.

¿No quería jugar? Pues juguemos.


Recorro el camino de vuelta, cuya única fuente de iluminación son unas antorchas, y me lanzo sobre el sofá desplegado después de ponerme el pijama y lavarme la cara y los dientes. El ordenador sigue en el sitio donde lo he dejado, así que abro la tapa e introduzco mi contraseña.

La última búsqueda que hice antes de que Eric apareciera en mi mitad de la cabaña fue el nombre del recepcionista. Las palabras «Bosco Martínez» aparecen en el buscador de Google encima de una larga lista de resultados. Lo escogí como primer sujeto de mis pesquisas por dos razones principales:

1) Es el único nombre completo que sé (está impreso en negrita en la tarjeta que me dio al llegar).

2) Aunque es improbable que sea el asesino (por lo de las bandejas), hay algo turbio y él es el epicentro.

Tengo demasiadas preguntas sobre Bosco. Hace un rato, albergaba la esperanza de que Internet arrojara algo de luz. A pesar de que Eric me interrumpió antes de que pudiera hacerlo, sigo pensando que es buena idea. Y ahora que tengo el resto de la noche libre, planeo buscar respuestas.

¿Por qué nunca vino una ambulancia si se supone que iba a llamar a una cuando le guiamos hasta el cadáver? ¿Por qué nos mintió al decirnos que el hombre había fallecido de un infarto? ¿Se inventó él esa información o se la dio una tercera persona? En caso de ser lo primero, ¿a quién protege? ¿Qué gana haciéndolo? ¿Dónde está el cadáver? ¿Se lo llevó él?

El primer enlace es su página de LinkedIn. Su descripción dice que es «recepcionista» y «mánager» del hotel y, según la cronología de su currículum, lleva trabajando en The Coral Experience desde que abrió sus puertas. Sus puestos de empleo anteriores fueron en otras empresas relacionadas con la hostelería. El resto de la información —sus notas en la Universidad de Navarra, el instituto en el que se graduó— no aparentan ser de gran interés, así que vuelvo a Google.

Los siguientes resultados son artículos en los que aparece su nombre porque le han entrevistado. Elle Decor. Traveler. Glamour. Todos con titulares llamativos. Los leo en diagonal —dudo que alguno me vaya a ayudar a resolver el crimen— y paso a otra cosa. Excepto que no hay mucho más.

Estudio la segunda página de resultados. La tercera. La cuarta. Y cuando estoy a punto de darme por vencido y asumir que no hay nada sobre Bosco Martínez que pueda ayudarme a dejar por los suelos a Eric, lo encuentro.

Informe de The Coral Experience. Lista de empleados.

Por un momento, temo que sea una página falsa y al hacer clic acabe con el ordenador lleno de troyanos, pero el dominio de la web parece fiable, así que me arriesgo.

El link resulta ser un portal europeo que se dedica a detallar los empleados de muchos negocios. Tras un par de minutos compruebo que aunque el directorio no es tan minucioso como el de otras empresas grandes, al menos contiene el nombre y apellido de todos los trabajadores.

Por si acaso alguien tumba la página en los próximos días —y para que sea más conveniente trabajar con ella—, copio y pego los datos en una sección del Excel.

Eric llega cuando estoy empezando a buscar los nombres para saber qué cargo ostenta cada uno. Por instinto, cuando lo veo en el umbral, giro la pantalla del ordenador hacia mí para que no tenga ni la más mínima visibilidad desde su ángulo. Me mira, inquisitivo, pero ninguno rompe el silencio. Ni yo me intereso por el postre que ha seguido a la cena détox, ni él trata de sonsacarme lo que haya investigado.

A lo largo de los siguientes quince minutos, oigo cómo se cepilla los dientes, abre la maleta (para encontrar su pijama, asumo) y deposita una cantidad ingente de objetos metálicos en la mesilla de noche (después de romperme la cabeza imaginando los primeros —anillos, alguna moneda de su bolsillo, ¿su cadenita?—, concluyo que el resto deben de ser balas de nueve milímetros para poner fin a mi existencia si le gano la apuesta). Después, se sienta en la cama y dice:

—Yo me duermo ya. —La voz llega desde el otro lado de la estantería—. Buenas noches, Mario.

Precisamente porque lo conozco sé que no hay forma de que vaya a acostarse antes de medianoche, pero contesto:

—Hasta mañana.

Como Eric ha apagado la luz, me veo obligado a hacer lo mismo. La cabaña se sume en la oscuridad en cuanto alcanzo el interruptor, y la pantalla me ciega al volver al sillón.

Si se piensa que no lo escucho teclear en su portátil, está equivocado. Hago un pacto mental conmigo mismo: no dejaré de investigar antes que él. Sólo dejaré de hacerlo cuando se quede dormido. Ahora que he encontrado un hilo del que tirar, es el momento de ver qué más encuentro.

A eso de las doce y media, me ruge la tripa con violencia. A la insatisfactoria cena se le suma que resolver crímenes da hambre. Basta con poner un capítulo de una serie policíaca al azar para comprobar que siempre están pidiendo comida china para llevar mientras teorizan en la comisaría.

Me doy cuenta de que no he mirado el móvil en casi todo el día. Al desbloquearlo, veo que estaba puesto el modo «no molestar», lo cual explica por qué no he recibido ninguna notificación en las últimas horas.

Tengo seis llamadas perdidas de Pablo.

Ha estado llamándome toda la tarde y, como no respondía, me ha preguntado por mensaje si va todo bien. A su manera, claro. Los primeros mensajes son:

«¿Estás muerto?»

«Mario, espero que estés muerto, porque si no, significa que eres un mejor amigo de mierda y tendré que matarte yo por haberme ignorado. Tú te lo has buscado.»

Y dos horas después:

«Oye, que lo retiro. Era broma, espero que no estés muerto. Estoy un poco preocupado, así que llámame cuando puedas.»

El mero hecho de pensar en todas las novedades que debo contarle me provoca escalofríos. Decido que es un problema al que me enfrentaré mañana a primera hora.

Total, llevará tres o cuatro horas dormido.

Devuelvo mi atención al ordenador y al directorio. Poco a poco, voy asociando profesiones a los nombres. Descubro quién es la masajista. La recepcionista. Los cocineros del hotel. Aprendo el apellido de Unai. Todo va a la hoja de cálculo donde apunto todo. Estoy contento de este hallazgo, aunque sospecho que Eric ya lo ha encontrado antes (su «no soy Google; si quieres la lista de empleados, búscala» es demasiado literal como para tratarse de una coincidencia).

Eric no se duerme. Desconozco si han servido café extraconcentrado en el postre, pero el ritmo al que pulsa las teclas no da señales de que esté cansado en absoluto.

No puedo decir lo mismo. Mis ojos vagan por los perfiles de LinkedIn a una velocidad cada vez menor y mis dedos se mueven con torpeza por el teclado. Hago lo posible por mantenerme despierto, pero al escuchar que Eric no parece terminar nunca, acabo rompiendo el pacto.

Guardo los documentos, apago el ordenador y, sin darme cuenta, me quedo dormido abrazado al ordenador. 

*

¡Hola a todos! ¡Feliz San Valentín!

Sí, ya sé que a lo mejor subir un capítulo nuevo de la historia de dos exnovios que se odian no es la mejor manera de celebrar el amor, pero es la comedia romántica que estoy subiendo, así que tendremos que conformarnos con esto.

Espero que el capítulo os haya gustado. Pronto subiré el siguiente.

¡Nos vemos!

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