Zeta: El señor de los Zombis...

De FacundoCaivano

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¡Atención! Esta historia es un reboot total del universo de Z el señor de los zombis. «El mundo, como lo con... Mais

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Prólogo: Tornado de violencia
Parte 1: Infierno Abierto
1. El corazón de la muerte (1)
1. El corazón de la muerte (2)
2. Punto letal (1)
2. Punto letal (2)
3. Parca (1)
3. Parca (2)
4. La imposibilidad del fallo (1)
4. La imposibilidad del fallo (2)
5. Y el infierno se abrió (1)
5. Y el infierno se abrió (2)
6. Hambre de venganza (1)
6. Hambre de venganza (2)
7. Cruce de caminos (1)
7. Cruce de caminos (2)
8. La nación Áurea (1)
8. La nación Áurea (2)
Fin de la primera parte
Parte 2: La nación ̶Á̶u̶r̶e̶a̶... Escarlata
9. Derecho de piso (1)
9. Derecho de piso (2)
10. Aracnozombifobia (1)
11. Cobarde
12. Pesadilla

10. Aracnozombifobia (2)

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De FacundoCaivano


—Podríamos apuntar a traer más de dos... quizás un camión lleno de arañitas zombi. Suena un buen plan.

—¿Crees que sean pequeños?

Zeta echó una breve risa.

—Nah... lo dudo muchísimo.

*****

Por la mañana, el Edificio Centinela era un eco de absoluto caos y bullicio.

Aunque la fachada interior conservaba los vestigios de su antigua gloria arquitectónica como instituto escolar, el patio central era otro cantar, conformándose como el corazón y punto de encuentro para gestionar todos los operativos y trabajos a realizar para la nación.

El sitio estaba atestado de carpas y mesas colocadas estratégicamente. El rugido de las conversaciones y el trajín de los Centinelas resonaba en el ambiente como una balada sin final.

Las carpas, en su mayoría confeccionadas con lonas y materiales reciclados, ofrecían refugio a los soldados que trabajaban arduamente en distintas tareas para mantener al refugio operativo.

A lo largo del patio, se desplegaban diversas carpas especializadas en distintas áreas: una sección para el registro de misiones y trabajos, otra para la reparación y mantenimiento de armas improvisadas, y una más dedicada al procesamiento de recursos y provisiones. Centinelas de todas las edades y procedencias se agrupaban en pequeños equipos, compartiendo información y estrategias para hacer frente a los peligros del mundo que se desplegaba más allá de sus murallas escarlatas.

Con una bandeja en las manos, Cristian atravesó un pequeño sendero entre las mesas. El aroma del café recién hecho ululaba por el aire, mezclándose con el olor del metal y el aceite que provenía de la estación de reparación de armas cercana.

Cristian, portando la armadura característica de los centinelas, avanzó con decisión hacia una carpa más apartada, donde se encontraba uno de sus compañeros de batalla.

Leonardo mantenía una expresión de total seriedad mientras se ocupaba de revisar algunos mapas estratégicos de la ciudad en su mesa. Sus manos estaban manchadas de tinta, por los constantes trazos y anotaciones que realizaba para planificar las próximas incursiones contra los zombis.

Cristian se acercó a su compañero, sonriendo con amabilidad mientras depositaba la bandeja sobre la mesa. El café caliente reposaba en un sencillo vaso de tergopol, emanando un reconfortante aroma que captó todo el interés de Leonardo.

—Leo, te veo tenso. ¿Qué tal un poco de combustible para cambiar esa cara larga? —dijo Cristian con un tono jovial.

—Gracias, no sabes cuánto me hacía falta —dijo tomando el vaso y bebiendo un sorbo con cuidado.

—Hoy está que explota, ¿eh?

—Sí, ni me lo digas. —Leonardo le dio otro sorbo—. Esto es interminable. Desde ese «retumbar» hay más monstruos de mierda apareciendo a cada día.

Cristian agachó la cabeza y negó con decepción.

—Todavía me queda la duda. ¿Sabes? ¿Cómo es que a alguien como a Santini se le ocurre hacer estallar un obelisco? No tiene el menor sentido.

—No lo sé. Falco me comentó que una vez él le habló sobre su sueño más grande. Al parecer quería salvar a la humanidad. Yo qué sé, quizás pensaba que haciendo eso debilitaría a los monstruos.

—Nada más alejado de la realidad... —espetó Cristian mientras observaba a algunos nuevos reclutas llegar a la mesa—. Sigue con lo tuyo, Leo. Hablamos más tarde.

Cristian se marchó con la bandeja de cafés y Leonardo le dio el último gran sorbo a su vaso antes de recibir a los nuevos reclutas.

—Buen día —saludó el centinela, escrutando una lista de nombres que llevaba en una carpeta—. ¿Ustedes son Zeta y Renzo Xiobani?

—Sí, los mismos.

—¿Primer trabajo afuera?

—No lo sé —dijo Zeta pensativo—. ¿Ir al cementerio cuenta?

—No realmente.

—Entonces sí.

—Bien. ¿Tienen equipamiento u armamento a sus nombres? Aunque lo dudo, debo preguntar.

—Yo perdí todo... —espetó Rex con un cierto deje de dolor en sus palabras.

—La perra madre que parió a estos zombis...—espetó Zeta con un enorme deje de dolor en sus palabras. Y también rabia—. Eso significa: «yo también perdí todo».

—Lo lamento. Bien, en ese caso síganme.

El centinela condujo a Zeta y Rex hacia una carpa cercana, donde un letrero de madera que rezaba «Armas» colgaba en la entrada. La vista de aquel cartel llamó inmediatamente la atención de los dos supervivientes.

Con elegancia y confianza, el centinela se sentó en una improvisada silla junto al mostrador, y con una sonrisa, solicitó a Juliana, su colega a cargo de la sección, que les proveyera de armamento y municiones.

La joven, de cabellos oscuros y una mirada confiada y decidida, asintió con determinación y se movió con una gracia natural entre las estrechas filas de armas y equipo.

Extrajo una caja del compartimento inferior del mostrador y sacó dos pistolas idénticas que dejó sobre la mesa. Mientras Zeta y Rex empezaban a babosearse con el brillo que refractaba el metal de las armas, Juliana tomó dos cargadores llenos y los dejó junto a cada pistola.

—No son las mejores, pero son ligeras y fiables —dijo Juliana, y sin perder tiempo, se marchó a otro punto trasero de la carpa.

Zeta y Rex asintieron en silencio.

—Gracias, Juliana —continuó el centinela. La chica le gritó un «de nada» desde detrás del toldo—. Escuchen, ustedes. Tanto las pistolas como el cargador serán sus armas provistas. La nación se las prestará hasta que puedan comprar otras, o también encontrar alguna que haya afuera de la nación. Si quieren más balas o más cargadores, deberán pagar. ¿Evelyn les enseñó cómo pagar?

—Sí —respondió Rex.

—Bien. Como es su primer trabajo, les recomiendo llevar todas las balas que les sea posible. Ah, sí, casi se me olvida. ¿Juliana, podrías...?

La mujer llegó y depositó dos chalecos de carga apilados junto a las armas.

—Listo.

—Qué eficiencia —la alagó Zeta.

La chica sonrió.

—De nuevo, gracias, Juliana. Ok, chicos. Estos chalecos también están incluidos. Como verán, no son antibalas, así que no se metan en balaceras. ¿Bien? Aun así, les facilitará la carga de munición y armas pequeñas. Si se les rompe algo, hay una división que se encarga de ese tipo de reparaciones. —Leonardo chequeó su reloj—. Todavía tenemos tiempo. Hay algunos miembros de su escuadrón que faltan por presentarse, les recomiendo comprar cargadores extra.

—¿Va más gente a este trabajo? —preguntó Rex.

—Sí, hombre. Este trabajo en particular no es algo que se pueda hacer de a dos personas. —Leonardo chequeó de nuevo la carpeta que traía debajo de la axila, para revisar quienes serían los compañeros de ambos—. Parece que el escuadrón será de cinco integrantes. ¡Wow! Que suertudos. Ja. No se preocupen, les tocó un equipo bastante distinguido.

—¿Quiénes? —preguntó la mujer.

—«El oso», «Shot» y ese novato muy habilidoso, creo que ahora le dicen «Blaze» por haber acabado con un bastión de zombis con un solo lanzallamas.

—Oh... sí. Aiden «Blaze» —suspiró la muchacha—. Es tan ardiente como su nuevo apodo. Sí que tienen suerte, chicos.

—Bien. Esto se desvirtuó un poco. Vamos a volver al tema. ¿Quieren chequear algunas de las armas? ¿O comprar más cargadores? También recomiendo mochilas, algunas barras de cereales o agua. No siempre se consigue volver en el mismo día, ¿saben?

Rex y Zeta tuvieron un breve momento en el que sus miradas se buscaron.

—¡Sí!

*****

—Presidente. La señorita Samantha Da Silva ya llegó.

—Gracias, Patricia. Déjala entrar, por favor.

—Con gusto.

Samantha cruzó la imponente puerta de madera maciza que conducía a un despacho que bien parecía sacado de un antiguo palacio. Una amplia sala se iluminaba con candelabros que derramaban su luz dorada sobre las paredes revestidas de madera oscura y los cuadros enmarcados. Las ventanas de vidrios tintados dejaban ver una vista panorámica de la ciudad, con sus edificios sumidos en la bruma del amanecer.

En el centro del despacho se erguía un majestuoso escritorio de madera labrada, donde Máximo Da Silva, el presidente de la nación Escarlata, y el mismo tío de Samantha, esperaba con su habitual porte de autoridad y elegancia.

Vestido en un impecable traje oscuro, su cabello negro peinado hacia atrás y sus ojos penetrantes se clavaron en su sobrina al verla acercarse. Samantha entró con confianza y se dirigió hacia una cómoda butaca de terciopelo carmesí ubicada frente al escritorio.

—Hola, Max.

—Sam. ¿Cómo estás?

—Bien. ¿Por qué me citaste?

—Ok. Vamos al grano. ¿Qué pasó? Imagino que tienes una explicación.

Samantha revoleó los ojos, echando un suspiro breve.

—No quería pertenecer a Áurea. Eso es todo.

—¿Y por ello le regalaste un pase al primer tonto que te cruzaste afuera? ¿Sabes acaso todos los rumores que corren ahora sobre eso? Conseguirlo me costó mucho.

—Jamás te pedí esa tarjeta de identidad. Me dijiste que lo pensara y eso fue lo que hice. Tengo muchos planes aquí en Escarlata todavía. Áurea se vuelve cada día más una prisión que un refugio y poco a poco el embudo de quien entra y quien sale de esa nación se hace más estrecho. Lo siento, no pienso ir ahí.

—¿Y qué? ¿Prefieres Escarlata? Sabes muy bien que esa nación ha demostrado ser la más segura de todas. Le prometí a tu madre que siempre velaría por tu bienestar.

—Max, por favor. Siéntete libre de olvidarte de cualquier promesa que le hayas hecho a mi madre. Las decisiones que yo tomo corren por mi cuenta. Te guste o no, yo me voy a quedar aquí, contigo, con Escarlata, con su gente... y los protegeré.

—¿De qué?

Samantha sonrió.

—Creo que sabes exactamente que, en este caso, no es un «de que».

Máximo suspiró.

—¿Todavía piensas eso?

—¿Y tú no? ¿En serio tú no?

—Lo único que puedo decir, es que estamos vivos, estamos seguros, y lo mejor de todo, somos prósperos a un futuro gracias a ellos.

Samantha negó, incrédula. Sus ojos se clavaron en Máximo.

—Tan seguros que ni siquiera te atreves a nombrarlos. Nos obligan a hacer el trabajo sucio, no somos más que carne de cañón para ellos, unos peones manipulables que van a todos los nidos de ratas a morir por un puñado de esa «prosperidad» de la que hablas. ¿Cómo se supone que vamos a exterminar a estos zombis si quieren que se los entreguemos vivos? En todo caso, ¿por qué Áurea no nos ayuda? Sus centinelas están mejor armados y ni te voy a mencionar la calidad de sus equipos. Nosotros apenas podemos sostener estos trabajos con las constantes muertes y...

—Suficiente, Samantha. —El presidente elevó la voz, el mentón y su actitud—. Así están las cosas. Somos parte de una nueva sociedad ahora. Hay una escala de comando y yo, particularmente yo, estoy en uno de los cargos más altos, del eslabón más bajo. Sé perfectamente los beneficios y las desigualdades que existen, pero aunque intente hacer algo para cambiar eso, no depende ni de mí, ni de los presidentes de Áurea. Por desgracia, nada de esto, depende de nosotros.

—Seh, ya he escuchado eso antes. Como sea, te agradezco por haberte tomado las molestias y regalarme aquella tarjeta, pero no pienso ir a Áurea. ¿Necesitas algo más de mí?

Máximo echó un resoplido.

—Santini.

—¿Qué pasa con él?

—No detonó esas bombas él solo, Sam. Malik sospecha que hubo más involucrados. Se encontraron muchos casquillos de balas en las cercanías como para tratarse de una sola persona. ¿Has escuchado algo al respecto? Estás más tiempo en ese bar que yo, quizás has oído...

—No, nada —interrumpió la ojiverde echando su mirada hacia un lado—. Aunque también me sorprende lo que le pasó y lo que hizo. Era muy buena persona. Es una lástima que haya terminado de esa manera.

—Sí. Bueno, si sabes algo. ¿Me lo dirás?

—Claro.

—Muy bien. Puedes retirarte, Sam. Intenta ir con cuidado.

Samantha se incorporó.

—Gracias... presidente.

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