Suya por contrato

By CaroYimes

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Lily jamás podría decirle que no a su jefe. ¿O era al revés? More

Rossi
Pacto con el diablo
Amenazas
El comienzo de la guerra
Guerra fría
El arrepentimiento
Escenario sorpresa
Un precio
Los sueños
Complicidad
Rendirse
Celos
666, el número de la bestia
Megalodón
Los pedos y el hámster
Primeros sentimientos
Suya por contrato
Suya por contrato, parte dos
Cataratas del Niágara
Pequeño demonio
La subasta
Lobo feroz
La fiebre
Cliché y Nobel
Cuidar mi corazón
Pruebas
Familia, peleas y celos
Pollo frito
Bastones y llamada
Gestos
La chica del momento
En otra vida
Lista de pareja
La madre que no fue
Pedir ayuda
Cinco minutos... o menos
Cosecha
Cita romántica
Sentimientos y alteración
Creer
Ojos tristes
Borrador: segundas oportunidades en la moda
Cinta métrica
El filósofo y lo más valioso
Nueva familia y mesa de acero
Niño asustado y lanzamiento
Arresto y talento
Chiste
Cuarenta minutos
Gallo y mesa
Corazón y mente
El mundo entero
Juego de palabras
Fabulosa, inspiradora y fondo de retiro
Intercambio
El hibrido
Muros elegantes
Confianza y rompecabezas
Tronca y juicio
Carne, sospechas y corazón
Elección
Nueva cláusula
Precoz y lujo
Primero y último
La confianza
La venganza y Rolls Royce
Juicio y veneno
Despedida y gracias

Monstruo

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By CaroYimes

La muchacha dio por terminada la discusión cuando le entregó a su jefe la bolsa con las compras que él mismo le había solicitado, aunque claro, un tanto adulterada para su propia diversión.

Sabía que no ganaría y había aprendido desde muy joven que con burros no se discutía.

Tras eso, se dio la media vuelta y se concentró en el trabajo, con ellos de fondo, besuqueándose y manoseándose.

—Asquerosos voyeristas —reclamó Lily entre dientes.

Ella podía verlos por el reflejo de los cristales y, peor aún, podía escucharlos gemir, así que, para evitar todo ese incómodo momento, se puso sus auriculares y escuchó un poco de música.

Aprovechó también el momento de enviarle un mensaje a su hermana, explicándole que no llegaría a dormir y que trabajaría algunas horas extras.

A Romy le resultó de muy mal gusto que su hermana pasara tantas horas en el trabajo y con Don Polla dulce.

Mientras la rubia que había invitado a su noche pasional le lamía la polla endurecida y lo saboreaba a gusto, Christopher miraba con agudeza a Lily, deseoso porque ella lo mirara por encima de su hombro y experimentara la verdadera envidia.

Pero a Lily poco le interesaba mirar.

Como Rossi estaba dispuesto a jugarse todas su cartas, abrió la bolsa y revisó todos los productos que Lily le había comprado.

Se rio malicioso cuando vio la caja de viagra y especuló que, ella estaba esperando esa demostración de la que antes habían hablado.

No vaciló en abrirla y con locura se tragó una pastilla con un sorbo de licor.

Su compañera no cuestionó sus métodos. A ella solo le importaba divertirse con Christopher Rossi, el soltero más codiciado de la ciudad, para al otro día poder alardear con sus amigas.

El hombre agarró los preservativos y los sacó de su caja; tras eso, miró el gel retardante y lo abrió con familiaridad.

Notó que el sello de seguridad no estaba, pero poca importancia le dio y se aplicó una buena cantidad de gel en la palma su mano.

Con rápidos roces empapó su polla dura con el gel y llevó a la chica de cabellera dorada a su cuarto para continuar divirtiéndose.

Los dos desfilaron desnudos frente a Lily.

Ella prefirió mirar en sentido contrario y suspiró aliviada cuando los vio desaparecer al fondo del lugar, claro, no sin antes mirarle el redondo culo a su jefe.

—Que asco —susurró y se quitó los auriculares y miró la hora—. Pompitas de nube —se rio.

Supo que sería una noche eterna, aunque sabía que lo mejor estaba por venir.

Solo era cuestión de tiempo antes de que los gritos y los sollozos llegaran.

Digitalizó las primeras diez páginas y continuó trabajando, mientras que de fondo oía a la rubia gemir y reír exagerada.

Apenas pudo llegar a las veinte páginas. Le distraían mucho los ruidos qué se oían por todo el lugar, por lo que optó por esconderse en la cocina.

El lugar estaba aislado y lejos del cuarto desde el que provenían los gemidos fingidos, así que pudo escuchar sus pensamientos y sentirse en paz.

No le distraían los gemidos, sino que le fastidiaban mucho.

La sacaban de quicio.

Christopher le sacaba de quicio. La volvía loca. Le daban ganas de cogerlo por el cuello y ahorcarlo hasta la muerte.

Y no le importaba ir a prisión por sus actos.

—A esta hora podría estar en mi casa, comiendo torta o viendo la novela —pensó en voz alta.

Empezó a considerar la idea de marcharse, pero prefirió distraerse comiendo.

En la nevera encontró un paquete de palomitas de maíz de mantequilla y lo metió al microondas para ver si así su noche mejoraba.

El paquete nunca se infló y Lily lo agarró, lo sacudió un par de veces y lo puso en una sartén a fuego muy bajo.

Como se cansó de esperar, agarró una banana y la peló mientras caminó en círculos por la cocina.

Se la devoró de tres mordiscos y, cuando se cansó de estar allí, aburridísima, salió del lugar y se dispuso a agarrar sus pertenencias para marcharse, aun cuando sabía que eso enfurecería a su jefe.

Había descubierto que le encantaba verlo enojado. Era como la mantequilla derretida en su pan. Como el manjar en su churro. Le daba mil años de vida.

Se puso su abrigo y se arregló la ropa; antes de partir le escribió una nota a Christopher para despedirse:

«Como no tiene nada con grasa en la cocina, me fui a mi casa, donde si somos normales y le rendimos adoración a los carbos».

LL.

Guardó sus cosas y fue entonces cuando lo mejor llegó.

Los gritos femeninos no tardaron en escucharse en cada esquina de ese lujoso pent-house y con una sonrisa Lily se quitó el abrigo y se sentó en el mejor puesto a esperar el drama en primera fila.

En el cuarto, Christopher y su compañera se habían divertido con sexo oral por largo rato.

Él la había lamido a ella; ella a él y luego otra vez él a ella.

El gel retardante había terminado en sus bocas, lenguas y sexos y, para su infortunio, descubrieron tarde que no era gel retardante, sino, algo desconocido.

Algo despiadado.

—¡Leleeeeee! —gritó Christopher como pudo.

No podía cerrar la boca, no podía pronunciar ni una sola palabra y se le chorreaba la baba por el mentón, porque se veía imposibilitado de juntar los labios.

A su compañera le sucedía exactamente lo mismo y estaba tan desesperada por lo que sentía —y lo que no sentía— que se echó a llorar histérica cuando ni la lengua fue capaz de mover.

Se la pellizcaba con las uñas, pero estaba muerta.

Inútil, lacia y seca.

Lily no se movió ni un solo centímetro y cuando escuchó los llantos supo que algo malo había pasado, así que fingió que estaba trabajando para verse menos culpable.

Agarró algunas páginas y las empezó a digitalizar a toda prisa y con el pulso tembloroso, aunque con la risa atascada en la garganta.

La panza le dolía al imaginar a su jefe todo babeado y con la polla muerta.

Exaltado, Christopher no se tardó en aparecer. Corrió por el departamento, desesperado por pedir ayuda médica.

—¡To te me nanado...! ¡Lele, Lele! —gritó desesperado.

Lily se aguantó las risotadas y confundida volteó en su lugar para mirar a su jefe.

Pegó un grito exagerado cuando lo vio desnudo, con la polla dura y enrojecida. Las venas se le marcaban por la presión.

—¡Dios mío! —chilló sobresaltada al verlo erecto.

El hombre tenía la lengua afuera, como un perro envenenado. Solo le faltaba la espuma.

Eh e iliste, Lele, to ledo entir a ara —pronunció muy lento, pero Lily no entendió ni una sola palabra.

—Señor... —musitó riéndose—. No entiendo lo que dice...

—¡Eh te ilisteeee, Leleeeee! —chilló con histeria, pero fue peor.

Lily se rio más fuerte y en su cara.

Christopher se echó a llorar entonces, cuando la frustración lo superó y se percató de que no tenía sensibilidad en la polla.

Con desespero se la agarró con los dedos y se la frotó de arriba abajo en repetidas veces.

Se estremeció tanto al saber que su mejor atributo había muerto que Lily pensó que le daría un soponcio ahí mismo.

¡Le me ureo la tolla! —lloró descontrolado, sobajeándose el glande—. ¡Noooo, me tolla! —lloró con rabia y se escupió en la mano para masturbarse.

A Lily le fascinó verle la polla dura, tiesa como palo por el viagra, pero sin sensibilidad por la anestesia.

—¿Quiere una toalla? —preguntó ella riéndose, a sabiendas de que no era eso lo que quería.

—¡Mi tolla! —gritó él.

—¿Toalla? —repitió Lily.

—¡Tolla, tolla, tolla! —repitió él con un rabieta, en la mitad de una crisis.

La rubia apareció entonces, desnuda, con las tetas al aire y llorando agarró sus prendas para vestirse y partir.

—¡Eles uu molstuooo! —le gritó a Lily, señalándola con su dedo.

Sabía que era ella la causante de su desgracia.

—¿Me está culpando a mí? —la enfrentó Lily, totalmente descarada—. Sí, claro, es mi culpa... porque soy la asistente, ¿verdad? —fastidió enojada.

Claro que era su culpa, aun así, disfrutó de verlos sufrir y chorrear babas.

La rubia hizo un esfuerzo enorme por responderle. Se secó las babas que tenía en el mentón y se tragó toda la saliva que tenía acumulada en la boca, pero un fuerte estallido los hizo chillar a todos por igual.

Lily recordó entonces que, no había cerrado el fuego en la cocina y el aroma a quemado les hizo compañía.

Las llamaradas surgieron agitadas por la puerta de la cocina y cuando Christopher la miró con horror ella solo pudo decirle:

—Oops... —Resopló asustada y no vaciló en correr a salvar lo único valioso que allí había: "El libro".

La rubia se echó a correr desnuda y agarró el elevador sola, dejándolos encerrados en el pent-house millonario que, ni siquiera activó las alarmas contra incendios.

Christopher corrió desnudo a presionar la tecla del elevador único y Lily se quedó perpleja mirando el fuego avanzar hacia ellos.

Era voraz, vertiginoso y violento y la absorbió a ella también.

Rossi alcanzó a agarrarla por el brazo y sacarla de allí antes de que terminaran los dos lastimados.

Usaron las escaleras de emergencia para escapar, porque no existía otro sitio por el que huir.

Él lo hizo totalmente desnudo y con la erección firme que no se le bajó ni con el susto.

Tuvieron que bajar cien pisos corriendo por las escaleras, mientras que los bomberos ingresaron para apagar el incendio.

Cuando llegaron al primer piso, se encontraron con los reporteros, todos sedientos por conseguir la premisa de oro de esa noche.

Y la tuvieron:

«Christopher Rossi, desnudo, erecto y como caniche envenenado».

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