La fiebre

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Para no caer en el arrepentimiento, Rossi le dejó un dulce beso en la frente y se marchó.

Se encerró en su cuarto y bajo llave. Se alejó cuanto pudo de la puerta y, asustado por lo que sentía, se metió al cuarto de baño y bajo el chorro de agua fría.

Fue la decisión más difícil que tomó nunca, porque el deseo que sentía por ella lo abrumaba, lo cegaba, pero no quería convertir a Lily en ese juego del que pronto se cansaba.

Sentía que no era mujer para unirse a su larga lista de amantes casuales, sino, para comenzar y encabezar esa lista que nunca se había atrevido a iniciar.

Con ella había encontrado calma.

Ella le transmitía la sensación de seguridad más grande que había saboreado nunca y que le recordaba terriblemente a su fallecida madre.

Si lo pensaba de ese modo, era grotesco comparar a Lily con su madre, pero la verdad era que, no veía a Lily con ojos de madre, muy por el contrario, la veía como la presa más deliciosa y carnosa que había sazonado nunca.

Y se la iba a comer cuando el momento perfecto llegara.

Quiso quitarse la calentura con el agua fría, pero estaba tan duro y ansioso que supo que no iba a poder dormir tranquilo, no con esa fiebre.

La fiebre de Lilibeth.

Se agarró el glande inflamado y cerró los ojos al recordar la manoseada de Lily. Suspiró largo, dejando salir todo el fuego que lo quemaba por dentro.

—Tiene buen agarre, la maldita —se rio pensando en cómo la muchacha lo había agarrado firme, aún por encima de la ropa.

Suspiró excitado y se masturbó arduamente, pero, por más que insistió, no pudo correrse, así que se vistió con ropa ligera y con una erección se fue a la cama.

Mientras él calmaba a su demonio interior, Lily se quedó consternada por su juego cruel y, aunque se quedó esperando en la sala a que se arrepintiera, tuvo que irse a su cuarto, vestida, alborotada y terriblemente excitada.

Mareada por todo lo que había bebido, se quedó sentada en el borde de la cama, recapacitando sobre lo que había sucedido.

Cuando le vinieron las ganas de calmar el fuego interior que la consumía, se acordó de su hermana, la fanática sexual y entendió que podía serenarse de otra forma, una que nunca había probado.

Se había tocado como toda chica hacía, pero nunca hasta llegar al orgasmo. Bueno, si lo pensaba bien, nunca había tenido un orgasmo, así que, más decidida que nunca, se quitó las bragas y se acostó en la cama con las piernas abiertas.

Primero se tocó por fuera. Palpó sus labios inflamados y se deslizó con timidez con su dedo entre ellos. La humedad le nació del centro y la usó para resbalarse en círculos alrededor de su clítoris.

Supo entonces que sí era capaz de tener diversas sensaciones y cuando las cosquillas empezaron, no pudo detenerse.

Quiso más.

Por supuesto que pensó en el desgraciado que había empezado todo eso.

Christopher llenó sus pensamientos de forma lujuriosa. Los recuerdos de trabajo se convirtieron en escenarios placenteros que le hicieron notar cosas que había pasado por alto, porque era demasiado niña buena como para fijarse en eso.

El bulto en su pantalón, el culo bien marcado por debajo de la chaqueta elegante. Los hombros pronunciados, esa espalda ancha. Ojos azules fríos, pero terriblemente tentadores. Su mentón, su olor, sus manos, sus dedos largos.

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