Rodrigo Zacara y el Espejo de...

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Rodrigo está acostumbrado a que su amigo Óliver le meta en algún lío de vez en cuando, pero jamás hubiera pod... Viac

1. La Torre del Tormento
2. La salida secreta
3. Un lugar inesperado
4. La huida
5. La fortaleza de Gárador
6. El código secreto
7. El nombramiento de los escuderos
9. La premonición
10. La loba herida
11. En la enfermería
12. La carta de Balkar
13. El combate
14. El escondite de Dónegan
15. El torneo
16. La revelación del espejo
17. El traidor
18. El Espejo del Poder

8. La historia del Rey Garad

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Su nombramiento como escuderos se desarrolló sin sorpresas, aunque Adara se quedó muy extrañada cuando la pidieron disculpas por no llevar las espadas. Por lo visto ella no había dado ningún recado a Noa, ni le había entregado la llave de la sala de armas. Por si esto fuera poco, cuando volvieron a encontrarse con su amiga, ella no recordaba absolutamente nada.

—Pero si yo he estado toda la mañana en la enfermería —insistía Noa, una y otra vez.

—Puede que la hayan hipnotizado para conseguir que nos trajera la llave y el supuesto recado de Adara —dijo Aixa—. Seguro que alguno de los amigos de Kail tiene el poder de hacerlo. ¿Te has encontrado con alguno de ellos esta mañana?

—Creo que no —respondió ella—. Bueno, no estoy segura. Sobre las diez de la mañana vino un chico con una herida en la pierna. Mirena me dejó que le pusiera el vendaje yo sola.

—Pero entonces, ¿era uno de los amigos de Kail o no? —preguntó Aixa.

—No lo sé —dijo Noa—. Era muy alto, con el pelo castaño y los ojos muy azules, tan azules que...

Noa se quedó callada.

—Tan azules que no podías dejar de mirarlos, ¿verdad? —dijo Aixa.

Noa asintió con la cabeza, sin poder evitar sonrojarse.

—Está claro. Te ha hipnotizado. A partir de ahora todos hemos de tener mucho cuidado con ese chico de ojos azules. Pase lo que pase, no tenemos que mirarle a los ojos.

Aquella noche todos esperaban con impaciencia su nuevo calendario de tareas, ya que ahora que eran escuderos podrían empezar a hacer prácticas con la espada y el arco. Por eso se quedaron muy decepcionados al ver que lo que primero aparecía en su horario era «clase de historia». Óliver miraba el papel como si fuera su peor pesadilla hecha realidad.

—Antes de aprender a usar las armas debéis saber los acontecimientos que nos han llevado a necesitarlas —dijo Adara, adivinando sus pensamientos—. El conocimiento es el arma más poderosa que tenemos, pequeños. Si no mantenemos viva la memoria del rey Garad no tenemos nada por lo que luchar.

Así que al día siguiente a las diez de la mañana los seis se encaminaron hacia el aula para recibir su clase de historia. Óliver no paraba de refunfuñar y decir que no merecía la pena viajar hasta un mundo diferente para seguir teniendo clases, y se preguntaba si nadie tendría el poder de meterles el conocimiento en sus mentes sin necesidad de lecciones aburridas.

Cuando entraron un hombre que parecía muy, muy viejo les dio la bienvenida. Tenía un largo pelo blanco, una barba puntiaguda y la cara más arrugada que Rodrigo había visto en su vida.

—Pasad, pasad, amigos. Sentaos donde queráis. Mi nombre es Erold y voy a ser vuestro maestro de historia.

—Seguro que él se la sabe de memoria porque la ha vivido —susurró Óliver—. Al menos los tres últimos siglos.

Rodrigo, que estaba sentado al lado de Óliver, tuvo que hacer esfuerzos por contener la risa.

—Bien —comenzó el anciano—. Supongo que de la era de Arakaz ya os habrán contado muchas cosas, aunque pocas serían ciertas. Nosotros vamos a empezar desde más atrás, antes incluso de la llegada del Rey Garad. Eran tiempos difíciles. Los hombres vivíamos divididos y enfrentados. Había decenas de reinos diferentes, y en cada uno de ellos se hablaba una lengua distinta. No éramos capaces de entendernos y siempre recurríamos a nuestros poderes para destruirnos unos a otros. Las casas ardían, los campos se inundaban... ya os podéis imaginar. Mientras tanto los hurgos aprovechaban nuestra rivalidad para invadir nuestros pueblos uno a uno. Lo saqueaban todo y mataban a cualquiera que encontraran en su camino.

El anciano maestro se detuvo al ver la mano de Óliver levantada.

—¿Querías preguntar algo?

—Si, señor —respondió Óliver—. ¿Cuánto tiempo hace que ocurrió todo eso?

—Hace seiscientos años, aproximadamente.

—Pero usted ha dicho "los hombres vivíamos... los hombres estábamos..." ¿Acaso tiene usted seiscientos años?

A todos se les escapó alguna risilla salvo a Noa, que le miró asustada por su atrevimiento. Afortunadamente el viejo profesor también se echó a reír.

—¿Por qué crees que soy el maestro de historia? Es cierto, yo estaba allí. Afortunadamente pude sobrevivir a todos los horrores de aquella época y las que siguieron, y ahora estoy aquí para contaros lo que pasó.

—¿Pero cómo es posible? —preguntó Vega.

—Tengo el don de no enfermar —respondió el anciano—. Mi cuerpo envejece, pero aún así me mantengo con vida. Supongo que seguiré así hasta que me caiga de una torre o alguien me clave una espada.

Esta vez los seis se quedaron en silencio, con la boca abierta, impresionados por lo que acababan de escuchar.

—Bueno, como os iba diciendo, los hurgos aprovechaban nuestros enfrentamientos para acabar con nosotros poco a poco. Así fue durante mucho tiempo, hasta que un joven llamado Garad llamó a las puertas del castillo de Alithia. Yo mismo le recibí. Estaba demacrado y hablaba una lengua extraña, pero por alguna razón supe que debía dejarle entrar.

»El joven Garad nos enseñó muchas cosas, tales como su propia lengua, que era mucho más avanzada y rica que la nuestra. Pero tal vez la más importante que nos enseñó fue el secreto del acero, que nos permitió hacer armas y herramientas mucho más resistentes. Una vez provistos de armas de acero, nuestro señor comenzó a planear un ataque definitivo contra el reino de Kormak, nuestros enemigos ancestrales. Aunque sus poderes rivalizaban con los nuestros, gracias al acero podríamos vencerlos para siempre. Pero cuando Garad se enteró de los planes del señor, a los pocos días desapareció.

»Cuando llegamos al campo de batalla, descubrimos con estupor que Garad se había unido a nuestro enemigo, y también les había enseñado a fabricar armas de acero. Sin duda se avecinaba una batalla sangrienta, pero entonces Garad pidió hablar con nuestro señor. Las palabras que dijo en ese momento cambiaron el rumbo de la historia.

—¿Y cuáles fueron? —preguntó Aixa.

«No hemos venido a luchar contra vosotros, sino a ayudaros».

»Nuestro señor al principio se rio de él, pero Garad le explicó que en ese mismo momento una legión de hurgos iba camino de Alithia para arrasarla. "Podéis luchar contra nosotros" dijo Garad "pero cuando volváis a casa no encontraréis más que cenizas. Y entre esas cenizas estarán los huesos de vuestros hijos y vuestras mujeres".

»Nuestro señor pensó que era una trampa y ordenó atacar, pero nadie le obedeció. En ese momento todos estábamos preocupados por nuestras familias.

"Si aceptáis nuestra ayuda, entre todos venceremos a los hurgos" dijo Garad. "Lo único que os pedimos a cambio es que lo recordéis cuando sea el reino de Kormak el que os necesite a vosotros".

»Nuestro señor alzó su espada contra Garad, pero justo en ese momento una flecha atravesó su cuello, una flecha que provenía de nuestras propias filas. Nosotros decidimos aceptar la ayuda de las tropas de Kormak, y gracias a ello conseguimos salvar nuestra ciudad. A partir de entonces nos unimos a ellos en un solo reino, y elegimos a Garad como Rey. Él continuó haciendo nuevas alianzas con el resto de territorios hasta que terminó fundando el gran reino de Karintia y ordenó construir una gran fortaleza en este mismo lugar en el que nos encontramos, un islote que había permanecido al margen de nuestras antiguas disputas. Por fin todos los hombres libres estábamos unidos bajo un mismo reino y hablábamos el mismo idioma, y los hurgos ya no se atrevían a acercarse a nuestras tierras. No obstante, los tiempos de paz no duraron muchos años.

—Porque apareció Arakaz... —dijo Óliver.

—Así es, muchacho. A nuestros oídos llegó la noticia de que un poderoso mago había reclutado un ejército de miles de hurgos y estaba atacando los lejanos pueblos del norte. Los pocos supervivientes que consiguieron llegar hasta la fortaleza de Gárador nos contaron que muchos habían muerto, pero que a los demás los dejaron vivir y los obligaron a unirse a su ejército. Su líder, al que llamaban Arakaz, tenía tanto poder en su palabra que nadie podía desobedecerle.

»Los días fueron pasando y cada vez llegaban más hombres a refugiarse a Gárador. Decían que un enorme ejército de hurgos y hombres con grandes poderes estaba atacando todos los pueblos que encontraban a su paso.

—¿Y qué hizo el Rey Garad? —preguntó Rodrigo.

—Convocó a todos los hombres libres que aún quedabamos en Karintia para formar un gran ejército. Consiguió reunir decenas de miles de soldados dispuestos a hacer frente a Arakaz y nos llevó a una ciudadela llamada Irdún. Recuerdo que no era una ciudad muy grande, pero estaba construida sobre un gran secreto. La colina sobre la que se habían construido sus muros albergaba una inmensa red de minas abandonadas por los enanos siglos atrás, y nosotros aprovechamos esas galerías subterráneas para escondernos y tender una emboscada al ejército de Arakaz.

—Pero no funcionó, ¿verdad? —preguntó Darion.

—Me temo que no, pequeño —respondió Erold—. Cuando Arakaz se dio cuenta de la trampa nos atacó con una fuerza como jamás se había visto. La ciudad estalló en llamas, el suelo se resquebrajaba, las minas se hundían... Dicen que tan fuerte fue su ataque que las llamas aún brotan entre las ruinas de Irdún, y así seguirán hasta el fin de los tiempos.

—Pero usted logró sobrevivir... —interrumpió Óliver.

—Efectivamente. Por suerte o por desgracia unos pocos de nosotros quedamos atrapados en una cámara subterránea. Cuando conseguimos salir varios días después, todo estaba arrasado. Ya no quedaba ni rastro ni del ejército de Arakaz ni del nuestro. Tan solo quedaban las ruinas de la ciudad, todavía envueltas en llamas.

—¿Y qué hicisteis entonces? —preguntó Aixa.

—Pues lo único que podíamos hacer —respondió Erold, bajando la mirada hacia la mesa—. Refugiarnos con los demás supervivientes en la fortaleza de Gárador. Afortunadamente el rey la había protegido con un hechizo para que el enemigo nunca pudiera encontrarla.

—¿Qué clase de hechizo? —preguntó Óliver.

—Nadie puede verla ni entrar en ella salvo que los que están dentro decidan abrirle la puerta. No se puede entrar ni siquiera a través de la magia. Ése era el poder que tenía el rey Garad, el de ocultar y proteger las cosas.

—¿Y el rey nunca volvió a enfrentarse a Arakaz? —preguntó Rodrigo.

—El Rey Garad nunca regresó de la batalla de Irdún. Supongo que murió atrapado en las minas, igual que la mayoría de nuestros compañeros. Los pocos que sobrevivimos no podíamos hacer nada para vencer a Arakaz.

Rodrigo se había quedado impresionado por la historia del rey Garad. Si no hubiese aparecido Arakaz, Darion y Aixa y todos sus amigos vivirían en un reino pacífico y próspero. Nadie tendría que esconderse ni temer por su propia vida o la de su familia. Ojalá Arakaz nunca hubiera existido. Ojalá el conde Zacara se hubiera quedado encerrado en su torre hasta morirse de hambre.

Pero eso ya no tenía remedio. El conde Zacara, el perverso antepasado de Rodrigo, había cruzado el portal de acceso a Karintia y había descubierto su poder. Un poder más temible que cualquier otro que se hubiera conocido. Para romper con su pasado, le dio la vuelta a su nombre y se hizo llamar Arakaz, mientras utilizaba su don para someter a hombres y hurgos por igual.

«Hay que acabar con él» pensó Rodrigo. «Si hay alguna posibilidad, si hay algo que yo pueda hacer, lo haré».

En ese momento tomó una decisión. Antes de buscar la forma de salir de Karintia y volver a su mundo, tenía que encontrar el Espejo del Poder. Nunca sería capaz de abandonar a sus amigos en su lucha contra Arakaz sabiendo que él podría haber encontrado un arma capaz de vencerlo. Sin embargo, para poder hacerlo necesitaba conocer la última parte de la profecía, y no podría conseguirla sin sus amigos. Tenía que pedirles ayuda, aunque no podía contarles por qué estaba tan interesado en conseguir ese libro.

—Tenemos que leer el final de la profecía —dijo sin rodeos al salir del aula.

—¿A qué te refieres? —preguntó Darion.

—A la profecía que leyeron Adara y Balkar cuando estábamos escondidos en la biblioteca. No sé si recordáis que no llegaron a leer la última parte. Si queremos encontrar el... el cepillo de dientes, tenemos que conocer la profecía completa.

—Pues vamos, nos colamos en la biblioteca otra vez y cogemos ese libro —dijo Aixa.

—Ya no está en la biblioteca —dijo Rodrigo—. Óliver y yo vimos cómo se lo llevaba Dónegan.

—¿Dónegan? —se sorprendió Darion—. ¿Creéis que él también sabe lo de la profecía?

—No creo que se lo haya llevado por casualidad —dijo Rodrigo—. Creo que al menos sospecha algo.

—¿Se lo habrá dicho Balkar, o tal vez Adara? —sugirió Aixa.

—No lo creo —dijo Rodrigo—. Cuando apareció Adara, Dónegan escondió el libro bajo su capa.

—¿Y por qué haría eso? —meditó Aixa—. ¿Es que no confía en ella?

—O tal vez sabe que ella no confía en él —dijo Vega—. A mí nunca me ha dado buena espina. La verdad es que me da hasta miedo cuando me dirige esas miradas tan penetrantes.

—Pues con miedo o sin miedo, tenemos que conseguir entrar en su despacho para buscar el libro —dijo Rodrigo.

Durante varios días los seis estuvieron tratando de inventar algún plan que les permitiera registrar el despacho de Dónegan, pero todas las ideas que se les ocurrían tenían algún punto débil. Lo último que se le ocurrió a Rodrigo fue que podrían llamar directamente a su puerta gritando que había fuego en la planta baja. Seguramente el caballero saldría apresuradamente de su despacho y no se molestaría en cerrar la puerta. A todos les pareció un buen plan hasta que Aixa se dio cuenta del fallo: Dónegan se daría cuenta inmediatamente de que era una mentira.

—Bueno, pues si hay que hacer un fuego de verdad se hace y punto —dijo Óliver—. Yo me encargo de eso.

Pero aparte de Óliver, todos estuvieron de acuerdo en que era mejor esperar hasta que tuvieran un plan mejor. Lo que ninguno se imaginaba era que la ocasión ideal se les iba a presentar al día siguiente. Tal como indicaba su horario, por fin iban a empezar con sus clases de manejo de espada. Después del desayuno se despidieron de Noa, que pasaría toda la mañana haciendo sus prácticas de enfermería. Cuando los cinco se presentaron en el patio de armas ninguno se imaginaba que su maestro iba a ser precisamente el caballero Dónegan.

—Muy bien. Aquí tenéis vuestras armas —dijo, lanzándoles unas espadas de madera para que las cogieran al vuelo. Los cinco se sintieron muy orgullosos de conseguirlo, pero Dónegan no parecía muy satisfecho.

—Mal empezáis, muchachos —dijo.

—¡Pero si todos hemos cogido nuestra espada al vuelo! —protestó Óliver.

—En efecto, y si esto hubieran sido espadas de verdad ya os habríais cortado la mano en dos. Tenéis que aprender a coger la espada siempre por la empuñadura, salvo que realmente no os quede otro remedio. Vamos a empezar por ahí. Quiero que os pongáis por parejas y os lancéis las espadas el uno al otro hasta que seáis capaces de hacerlo.

Rodrigo se acercó a Óliver y se colocaron el uno enfrente del otro, mientras que Aixa se ponía delante de Vega. Darion se quedó sin pareja y miró a Dónegan sin saber qué hacer.

—Tú te pondrás conmigo, muchacho —dijo el caballero.

Durante un buen rato estuvieron lanzándose la espada unos a otros. Al principio lo único que conseguían al intentar cogerla por la empuñadura era que se les escapara de las manos, pero poco a poco los cinco fueron cogiendo habilidad hasta que por fin Dónegan pareció satisfecho con los resultados.

—Está bien —dijo secamente—. Seguiremos practicando, pero ahora quiero que os pongáis en fila, cada uno con una espada, y me ataquéis uno a uno.

El caballero tiró su espada de madera y se puso delante de ellos con los brazos abiertos.

—Vamos, que no tenemos todo el día —insistió.

Óliver fue el primero en decidirse. Cogió carrerilla y dirigió la punta de su espada contra el pecho de Dónegan, pero el caballero se apartó ligeramente a un lado y dejó que Óliver se cayera de bruces al no poder frenar a tiempo.

—Demasiado impulsivo —dijo Dónegan, sin preocuparse por la caída del muchacho—. Tienes que aprender a controlar tus emociones.

Vega se acercó a ayudar a Óliver a levantarse y el caballero eligió a Aixa para el siguiente ataque. Ella optó por acercarse despacio y atacar con un movimiento repentino de espada, pero Dónegan consiguió quitarle la espada de las manos sin apenas apartarse.

—Nunca conseguirás sorprender a tu contrincante si fijas tu mirada en el punto al que vas a dirigir tu espada —le dijo.

El siguiente turno fue para Rodrigo, que intentó hacer un amago de ataque a la pierna para hacer un giro en el último momento y dirigir la espada al hombro. Sin embargo perdió el equilibrio al hacer el giro y terminó cayendo al suelo.

—Tienes que controlar siempre tu centro de gravedad, muchacho —le dijo Dónegan—. Si inclinas demasiado tu cuerpo hacia delante luego no te será posible rectificar.

La siguiente en intentarlo fue Vega, pero se quedó como paralizada delante del caballero. Éste aprovechó su indecisión y con un rápido movimiento le quitó la espada y le apuntó con ella al pecho.

—Yo que tú no dejaría a mi adversario tanto tiempo para pensar, sobre todo si está desarmado —le dijo.

Finalmente llegó el turno de Darion, que intentó rodar por el suelo para atacar a Dónegan desde abajo, pero el caballero esquivó su ataque y le inmovilizó los brazos contra el pavimento.

—Al tirarte al suelo te colocas en una posición de desventaja frente a tu adversario. Lo que tienes que conseguir es que sea él el que termine en el suelo, no tú.

—¡Tal vez lo haríamos mejor si primero nos enseñara cómo hacerlo! —protestó Darion.

—No necesito que ningún muchacho de doce años venga a decirme cómo tengo que hacer las cosas —respondió Dónegan—. Seguiremos así hasta que uno de vosotros consiga alcanzarme con su espada.

Y así siguieron durante dos horas más, descargando su rabia contra el caballero rubio mientras él desdeñaba sus esfuerzos y les recriminaba fallos que ellos no podían saber. Al final de la clase ninguno había conseguido alcanzarle con la espada, así que les dijo que volverían a intentarlo el próximo día.

—Ahora llevad las espadas a la armería —les dijo—. Aquí tenéis la llave. Dejadla en mi despacho cuando terminéis.

Rodrigo cogió la llave y cada uno con su espada salieron correteando hacia la armería.

—¡Vaya una clase! —se quejó Darion en cuanto Dónegan ya no podía oírles—. ¿Cómo pretende que hagamos las cosas bien si no nos enseña primero?

—Yo creo que disfruta humillándonos —dijo Aixa—. Lo que él quiere no es enseñarnos, sino restregarnos nuestros fallos.

—¡Y que lo digas! —coincidió Óliver—. Yo para esto prefiero no volver a hacer entrenamientos de espada.

—No os quejéis tanto —dijo Rodrigo—. Al menos nos ha dado una oportunidad estupenda de registrar su despacho.

—Es verdad, pero yo no me fío ni un pelo —dijo Óliver—. Apuesto a que sospecha de nuestras intenciones y nos quiere tender una trampa. Seguro que quiere pillarnos con las manos en la masa.

—Pues no nos va a pillar —dijo Vega—. Yo puedo vigilar a través de las paredes y las puertas. Es imposible que se acerque sin que me dé cuenta.

—Aún así será mejor que nos demos prisa —dijo Rodrigo—. Cuanto antes lleguemos a su despacho más tiempo tendremos para registrarlo.

Los cinco se apresuraron a dejar las espadas en la armería y corrieron a dejar la llave en el despacho de Dónegan. Según se iban acercando Vega empezó a utilizar su don para asegurarse de que el caballero no estuviera cerca.

—Por aquí no hay nadie —dijo finalmente—. Podemos estar tranquilos.

El despacho de Dónegan no tenía más que una pequeña librería, un armario y una mesa con tres cajones, así que no les costaría mucho encontrar el libro que buscaban. Rodrigo se acercó a la librería y empezó a revisar todos los ejemplares uno a uno, empezando por los de más abajo.

—Está aquí —dijo Vega.

—¿Dónde? —preguntó Rodrigo.

—Dentro de este cajón —respondió ella—. Pero está cerrado con llave.

—¡Mierda! ¿Y no ves la llave por ningún sitio, verdad?

Vega escrutó con su mirada todos los rincones del despacho y terminó negando con la cabeza.

—No, la llave no está en este despacho.

—Entonces será mejor que salgamos de aquí —dijo Rodrigo—. Ahora mismo no tenemos forma de abrir ese cajón.

—Tienes razón —dijo Vega—. Vámonos antes de que venga alguien.

Los cinco salieron apresuradamente del despacho de Dónegan y recorrieron el largo pasillo hasta las escaleras. Justo allí se encontraron de frente con Balkar.

—Buenos días, chicos —dijo el maestre—. Precisamente con vosotros quería yo hablar. Esta tarde quiero empezar a enseñaros a perfeccionar vuestros poderes. Os espero a las cinco en mi despacho.

—¿A perfeccionar nuestros poderes? —preguntó Darion—. Pero si ya los controlamos perfectamente.

—Todo es mejorable, pequeño. No hay más ignorante que el que cree que ya lo sabe todo.

El maestre les sonrió y se alejó por el mismo pasillo del que venían ellos.

—Pues no sé qué más espera que hagamos con nuestros poderes, la verdad —dijo Darion.

—Yo me conformo con que me ayude a encontrar el mío —dijo Rodrigo.

La incertidumbre les duró hasta las cinco de la tarde, cuando por fin descubrieron lo que el maestre les pretendía enseñar. Por lo visto tenía unas expectativas muy altas.

—Dime, Aixa. ¿En qué consiste tu don? —preguntó.

—Tengo telepatía. Puedo comunicarme mentalmente con los demás.

—Vaya, eso es algo realmente útil. Hazme una demostración.

Aixa se quedó mirando unos segundos al maestre, que tampoco apartó la mirada de ella.

—¿Has oído mi respuesta? —preguntó finalmente Balkar.

—¿Cómo? No, no puedo. Mi don me permite hablar a los demás con la mente, pero ellos no pueden hablarme a mí.

—¿Quién te ha dicho eso? —preguntó el maestre.

—Siempre ha sido así.

—Claro, porque nunca has aprendido a escuchar, y has llegado a la conclusión de que no puedes hacerlo. Pero te equivocas. Lo que tienes que hacer es proyectar toda tu mente hacia la otra persona, no solamente tus palabras.

—¿Proyectar mi mente? —repitió Aixa.

—Exactamente. Así podrás captar sus pensamientos. No esperes que su respuesta llegue a tu cabeza por sí sola, porque eso no va a ocurrir. Tienes que salir a buscarla.

—Lo... lo intentaré.

—Ahora que sabes que puedes hacerlo seguramente te será más fácil, pero tendrás que esforzarte y practicar mucho para conseguirlo.

—Así lo haré, señor —respondió Aixa.

—Bien. Ahora tú, Vega —dijo el maestre—. Cuéntame lo que puedes hacer.

—Puedo ver a través de cualquier objeto —respondió la chica.

—Muy bien —dijo el maestre, que cogió un libro y lo colocó delante de Vega—. ¿Podrías leerme la página cien?

—Eso... no, no puedo hacerlo. Yo sólo puedo ver a través de él.

—Claro que puedes —dijo el maestre—. Simplemente tienes que ver a través de las noventa y nueve primeras páginas. Así podrás leer la página cien.

—Pero eso...

—Eso es más fácil de lo que piensas. Sólo tienes que practicar. Empieza por leer la primera página, luego inténtalo con la segunda y así sucesivamente. Llegará el día en que puedas leer un libro entero sin abrirlo.

En cuanto Rodrigo oyó esto pensó en el libro que tenía escondido Dónegan en el cajón de su mesa. Si Vega fuera capaz de leerlo sin abrirlo, podrían por fin conocer la última estrofa de la profecía.

—¿Y tú, Rodrigo? —dijo el maestre, volviéndose hacia él—. ¿Has descubierto ya tu don?

—No, señor. Todavía no.

—¿Y lo has intentado?

Rodrigo asintió, aunque en el fondo sabía que no se había esforzado lo suficiente.

—Está bien, pero tienes que seguir haciendo pruebas. Cuanto antes lo descubras, antes podré ayudarte a utilizarlo.

El siguiente que fue interrogado por el maestre fue Óliver.

—¿Recuerdas lo que te dije sobre tu poder? —le preguntó.

—Sí, me dijo que no necesitaba usar las palabras para controlar a los animales, que podía hacerlo con mis pensamientos.

—Así es, pequeño. ¿Y lo has intentado ya?

—La verdad es que casi no he tenido ocasión —respondió Óliver.

—Pues ahora la tienes —dijo Balkar—. Inténtalo con Kepi. A ver si consigues obedezca a tus pensamientos. Recuerda que tienes que desearlo profundamente y estar convencido de que puedes hacerlo.

Óliver se quedó mirando al hurón y poniendo caras extrañas, mientras el maestre se volvió hacia a Darion, que enseguida le explicó al maestre en qué consistía su don.

—¿Eres capaz de hacer varias ilusiones a la vez? —le preguntó el maestre.

—Sí, señor.

—¿Y puedes hacer varias ilusiones separadas? ¿Una a tu izquierda y otra a tu derecha, por ejemplo?

Darion volvió a asentir, todo orgulloso.

—Entonces no tengo nada más que enseñarte, muchacho. Parece que ya controlas tu don sobradamente bien. Los demás seguid practicando. Espero que para la próxima clase ya hayáis hecho algún avance.

—Señor, ¿puedo hacerle una pregunta? —interrumpió Óliver.

—Claro, muchacho, siempre puedes preguntar, aunque no puedo prometerte una respuesta.

—¿Qué don tiene usted?

El maestre se quedó pensativo, como si estuviera dudando si responderle o no.

—Puedo adoptar el aspecto de otra persona —respondió finalmente.

—¡Qué pasada! ¿Puede transformarse en mí, por ejemplo? —Óliver parecía entusiasmado.

—Podría hacerlo, pero para eso necesitaría un poco de tu sangre, así que prefiero que nos ahorremos las demostraciones.

—A mí no me importa —insistió Óliver—. Puedo hacerme un corte en el dedo.

—Puede que a ti no te importe, pero a mí sí —rió Balkar—. Además, ahora tengo que ocuparme de otros asuntos. Seguiremos practicando la semana que viene.


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