Cómo resolver un asesinato (a...

By lacanciondeapolo

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El primer error que comete Mario es confiar en que Eric, su ex, no va a ir a las vacaciones que planearon ant... More

Presentación de la novela.
1. Etiquetas en el traje, copas sofisticadas y recordatorios del calendario.
3. Un reencuentro, muchos reproches y algunos recuerdos regurgitados.
4. Infartos sospechosos, suplantación de identidad y daiquiris de fresa.
5. Conversaciones con otros huéspedes, teorías frustradas y la gran apuesta.
6. La luz al final (o al principio) del túnel.
7. Cena détox (o cómo morirse de hambre en un hotel de cinco estrellas).

2. Un pódcast de true crime, tarifas de taxi negociables y correos sin abrir.

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By lacanciondeapolo

Es una verdad universalmente reconocida que lo peor que te puede pasar en un avión es tener a un niño sentado a tu lado. Más, si el niño en cuestión encaja los golpes como si hubiese recibido clases de artes marciales del mismísimo Bruce Lee.

Puede parecer que exagero, pero apenas han pasado diez minutos desde que el avión ha despegado y estoy a un golpe de que me salga un hematoma en la zona de las costillas. No tengo del todo claro qué hace el niño, pero me gustaría saber por qué le ha dado por usarme como saco de boxeo.

—Oye, ¿podrías tener un poco de cuidado? —le pregunto tras otro codazo, cuando mi paciencia se empieza a acabar.

Intento decirlo a un volumen lo suficientemente alto para que lo oiga su madre, que está al otro lado, pero ella está demasiado ocupada viendo una comedia romántica en su pantalla. Siento la tentación de apagársela para enseñarle cómo, mientras en la película Hugh Grant pasea por una tienda de libros, su hijo está en medio de una posesión infernal.

—Es que no se enciende —dice el niño, y resopla.

—¿El qué?

—La pantalla. Creo que ha perdido la... tactileza.

«Ah, que él también quiere ver una película», pienso. Es bueno aprender que la paliza que llevo recibiendo desde el inicio del vuelo no es por algo personal, sino que el crío tiene problemas motores severos que debería hacerse mirar.

—¿Y no le puedes pedir ayuda a tu madre?

Se encoge de hombros.

—Se enfada cuando la molesto.

«Ya, es mejor molestar al que está sentado a tu lado».

—Trae, anda. —Me inclino para acercarme a su pantalla, que, como era de esperar, funciona a la perfección, y busco en el catálogo de la sección infantil—. ¿Cuál quieres ver?

—Kill Bill —dice sin ningún miramiento.

Con razón. Ya sabía yo que esta capacidad de golpear donde más duele no era algo innato. Aunque sean accidentales, sus codazos a mis costillas sólo podían estar inspirados en las peleas de Tarantino.

—Sí... no sé qué va a pensar tu madre de eso. —Lo último que necesito es que la señora que está ignorando a su hijo de diez años me eche una bronca por ponerle desmembramientos—. ¿Qué tal alguna que no sea para mayores de edad?

—No, gracias. Esas son un coñazo.

Mi boca se abre unos centímetros al escuchar una palabra así saliendo de su boca. La madre sigue sin inmutarse, claro.

—No deberías decir palabrotas.

—Perdón. ¿Me pones Kill Bill, entonces?

Niego con la cabeza.

—¿Qué tal Kung Fu Panda? Es parecida.

—Bueeeno... —dice, poniendo los ojos en blanco.

Feliz de que se haya rendido —y con ganas de poder descansar—, selecciono la película en su pantalla. En cuanto sale el logo de DreamWorks, reclino mi espalda hacia atrás y recupero mis auriculares, que se habían caído al suelo.

Es hora de retomar el pódcast de true crime que llevo escuchando desde que anunciaron la puerta de embarque.

Me toma unos minutos adentrarme de nuevo en el episodio que narra el locutor, pero cuando lo hago, desaparece mi mal humor como por arte de magia. A pesar de que muchos no lo entiendan, aprender sobre crímenes reales es mi forma favorita de relajarme. Hay algo apasionante en dejarse llevar por las investigaciones policiales, en presenciar el juego al ratón y el gato entre las autoridades y el culpable.

Tiene su gracia, porque la única persona que conozco con quien comparto esta afición es Eric. De hecho, los programas de true crime eran una parte importante de lo nuestro. La relación tenía sus más y sus menos (como todas, supongo), pero había una gran complicidad entre él y yo en ese sentido.

Hay parejas a las que las une el amor por la gastronomía o el arte. A nosotros nos unía el amor por el crimen.

No al estilo de Bonnie y Clyde —no éramos nosotros los criminales—, sino en cuanto a todo lo relacionado con las investigaciones. Dicen que es el lado oscuro del ser humano, ese interés morboso por lo sórdido y lo atroz. Nos encantaba aprender sobre los límites de la maldad de la mente e, independientemente de que estuviéramos peleados, siempre podíamos contar con poner una serie policíaca al final del día y resolver nuestras diferencias con una dosis de crimen.

Por más que intenté odiar cualquier tema que me recordara a Eric después de la ruptura, no conseguí hacerlo con la criminología y la criminalística; prueba de ello es el entretenimiento que he elegido para el viaje. En mi defensa, tanto a él como a mí ya nos gustaba antes de conocernos, así que no puedo considerarlo como algo que surgiera de lo nuestro.

Aun así, es raro pensar en que, si estuviera aquí, haríamos lo mismo que estoy haciendo por mi cuenta.

Aunque ¿acaso no es ese el objetivo de estas vacaciones, acabar con este pánico irracional que me entra cada vez que algo me recuerda a Eric? Me encantaría dejarlo atrás.

Sólo espero que estos días me ayuden a conseguirlo.

No obstante, mi tranquilidad va a tener que posponerse hasta que llegue al hotel. Lo acepto cuando, ni diez minutos después, el niño me da dos toquecitos en el hombro.

Me veo obligado a pausar otra vez el pódcast.

—Me aburro —dice.

Esto es increíble. Voy a demandar a la madre por daños psicológicos. Y, ya puestos, a la aerolínea.

—¿Y qué quieres que le haga?

—No sé. ¿Estás escuchando música?

—No.

—Porfa, déjame escuchar una canción. Sólo una.

—Ya te he dicho que no estoy escuchando música.

—Ya. ¿Y por qué no te pones una peli?

—Porque el vuelo es de una hora. —Una hora que, tal y como augura mi sexto sentido, va a sentirse como si fuesen diez—. No me apetece dejar una película a medias sin saber el final. ¿Por qué no estás viendo tú la tuya?

Mira su pantalla y le dedica al pobre panda la expresión de asco más insultante que he visto en mi vida.

—Es un rollo. No se parece en nada a Kill Bill.

—Pues yo creo que Kung Fu Panda es genial. ¿De dónde ha salido esta obsesión con Kill Bill, de todas maneras?

—La vi a escondidas un día en casa de mis abuelos.

—Ya. Pues hoy toca volver a la programación infantil.

Resignado, el niño devuelve su atención a la película. Por dos milésimas de segundo, claro, porque apenas me ha dado tiempo a ponerme el auricular derecho cuando dice:

—¿Qué escuchas, si no es música?

Busco con la mirada a su madre, dispuesto a pedirle que o bien se ocupe de su hijo o bien me pague por estar haciendo de canguro, pero muy a mi pesar veo que está dormida.

—Un pódcast para mayores.

—¿Sobre Kill Bill? —quiere saber.

La obsesión que tiene no es ni medio normal.

Me planteo darle una respuesta imprecisa, pero sé que lo único que voy a conseguir es alimentar aún más su curiosidad. ¿Quiere saber lo que escucho? Se lo voy a decir.

—No, sobre un asesino en serie que asesinó brutalmente a un montón de mujeres en los ochenta y noventa.

Los ojos se le iluminan. Creo que no soy consciente de la situación en la que me acabo de meter. Sólo espero que a su madre no le dé por despertarse durante esta conversación.

—¿Me dejas un auricular? —suplica.

—Pero vamos a ver, ¿cuántos años tienes?

—Once. —Cuando, horrorizado, voy a decirle que la portada del pódcast tiene un «+18» escrito en grande, corrige—: Bueno, en realidad diez, pero este mes cumplo años.

Me rindo.

—Toma, anda. Si tu madre se despierta, espero que te saques el casco de la oreja como si te fuera la vida en ello.

—Gracias. Soy Iker, por cierto.

—Encantado, Iker. Yo soy el chico a quien no tienes que volver a molestar hasta que aterricemos.

Por poco ético que sea, permitirle escuchar el programa resulta ser de lo más efectivo: el niño no me incordia en absoluto durante los siguientes cuarenta minutos.

Así es como aprendo que una tal Sophia Fielding de Colorado descubrió este año que su tío favorito era en realidad un psicópata que la policía llevaba décadas buscando. A pesar de que el caso toma un giro grotesco muy rápido, Iker ni se inmuta mientras el narrador cuenta cómo el asesino se pasó años alimentando a los cerdos de la granja familiar con los restos mutilados de sus víctimas. Cerdos que luego almorzaban todos juntos el día de Navidad.

El único momento en que abre la boca es para decir:

—No he entendido lo de la prueba de ADN.

Decido recompensar su buen comportamiento dándole la información que me pide.

—En Estados Unidos se han puesto de moda empresas a las que puedes enviar una muestra de ADN para que te den datos sobre tu árbol genealógico —le explico—. La cosa es que esa información genética pasa a formar una base de datos a la que las fuerzas del orden pueden acceder, y entonces es posible que suceda lo que le ocurrió a esta chica.

—Que es...

—Que la muestra de ADN coincida parcialmente con una recolectada en una escena del crimen y acaben identificando al culpable. En este caso, resolvieron los homicidios de su tío, y ella no tenía ni idea de que había un asesino en su familia.

Sonríe.

—Mola.

—Ajá. Y ahora van a traer a la chica al pódcast.

Me hace una señal para que reanude el episodio y volvemos a estar en silencio, escuchando los atroces sucesos que tuvieron lugar en unas colinas de California.

Como siempre, el piloto avisa de que estamos a punto de llegar cuando quedan diez minutos. La madre de Iker no se despierta hasta el último tramo del descenso, con las ruedas del avión ya fuera. Él cumple su promesa y quita el auricular de su oído a la velocidad de la luz.

—Mi chiquitín, ¿qué has hecho durante el vuelo? —dice ella con un sonoro bostezo—. Te habrás portado bien.

Iker pone una expresión angelical —que para nada se corresponde con la de alguien que estaba emocionadísimo por oír qué partes de los cuerpos lograron recuperar—, y asiente.

—Por supuesto —asegura y, sin parpadear, señala la pantalla—. He estado viendo Kung Fu Panda.

Yo, claro está, me mantengo ajeno a la conversación. Miro por una de las ventanas de mi fila y observo el agua cristalina y los diminutos pueblos que bordean el Mediterráneo. Por ahí debe de andar el hotel; según su página web, es un oasis en medio de la nada, con el mar visible desde las terrazas.

En cuanto el avión aterriza, el primer impulso de la mayoría de los pasajeros es coger sus maletas de los compartimentos superiores cuanto antes, como si ser rápidos fuera a hacer que saliéramos antes. Yo permanezco sentado.

No soy el mayor fan de los impulsos ahora mismo. Después de todo, si estoy aquí es por culpa de uno de ellos. Por algún motivo, los argumentos de Pablo que anoche me parecían disparates comenzaron a cobrar sentido a las siete de la mañana. Lo lógico habría sido dar la vuelta a la almohada, apoyar mi cara en el lado frío y volverme a dormir. Pero por mucho que quisiera apagar mi cerebro, no lograba deshacerme del miedo a que, si no cogía el vuelo y aprovechaba para hacer las paces con lo relativo a Eric, nunca lo haría.

Y aquí estoy, a casi quinientos kilómetros de Madrid.

—En unos minutos podremos desembarcar. —La voz del piloto resuena por el interior—. La tripulación agradece su confianza, y esperamos que hayan tenido un buen vuelo.

Sí. El balance del trayecto ha sido positivo. Aun teniendo que aguantar a un niño que no era mi responsabilidad —doy gracias por tener un trabajo que me hace cultivar la paciencia día a día—, nada podía ser tan nefasto como para arruinar la buena noticia que he recibido poco después de despegar.

Eric no va a las vacaciones.

Lo confirmé al ir al baño; vi que no había ni un solo hueco libre salvo el que tengo a mi lado, el que separa el pasillo. Es evidente que era el de él, pues me suena que fue ese el que escogimos al hacer la reserva juntos.

Cuando las puertas del avión por fin se abren, veo el acto de dejar atrás ese asiento vacío como algo simbólico.

El primer paso en el camino hacia su olvido.

La temperatura del exterior me impacta sin aviso. Acostumbrado al aire acondicionado de dentro, que parecía recrear el clima invernal de Siberia, siento que hace cien mil grados. No obstante, sobrevivo hasta la puerta de Llegadas con mi pequeña maleta y la esperanza de que esto salga bien. No puedo volverme a Madrid con el mismo miedo que me he traído a la costa. Es hora de hacer los cambios que deberían haber ocurrido hace mucho... y planeo beberme la botella de champán nada más llegar como primer empujón.

Camino sin detenerme hasta la salida de la terminal.

—¿Taxi? —me pregunta un conductor. Tiene el maletero abierto y las llaves del coche colgando de la mano.

Me acerco a él.

—Eh... sí. ¿Cuánto para ir a The Coral Experience?

Me siento ridículo pronunciando el nombre del hotel. Jamás he entendido la moda de nombrar lugares con palabras inglesas sólo para denotar que son superexclusivos, como si no tuviéramos un diccionario lo suficientemente grande para expresar lujo. Es de esas cosas que no te parecen vergonzosas en los letreros minimalistas de la web del hotel, pero que pasan a serlo cuando tienes que decirlas en voz alta.

—¿Cuánto me pagas?

Parpadeo, confundido. ¿Cómo que cuánto le pago?

—No estoy seguro de que los taxis funcionen así.

No me transmite mucha confianza que el taxista esté dispuesto a regatear. Esto no es un mercadillo; es un medio de transporte. ¿Cómo va esto, provocará un accidente a propósito si le doy una cifra demasiado baja o...?

—Yo sí que funciono así —responde—. Ya no sé qué hacer para que no cojáis un Uber.

«Ah, o sea que es una cuestión de competencia».

—¿Veinte?

—Cincuenta —dice él.

Esto es estúpido. Estoy negociando un precio sin tener ni idea de dónde está el hotel; hasta que no llegue allí, no voy a saber si me está estafando. Quizá debería seguir bajando.

—Demasiado. Veinticinco.

—Treinta y cinco.

Treinta. Última oferta.

Se lo piensa.

—Bueno, treinta, vale.

La desventaja de pasar tus ratos libres escuchando historias de crímenes reales es que empiezas a volverte paranoico en cada situación de tu vida. Después de unos cuantos pódcast, te das cuenta de que hay al menos una persona a la que han descuartizado al ir al supermercado.

O al dar una vuelta por el paseo marítimo.

O al subirse a un taxi.

Algo de este taxi en concreto me da mala espina, y no es porque acabe de pactar una cantidad aleatoria con el conductor. No ayuda que el interior del coche huela demasiado limpio, como si acabara de frotar cada milímetro con lejía para eliminar los restos biológicos de su última víctima.

Cuando arranca, me doy cuenta de que el mismo cuidado con el que se han limpiado la carrocería y los asientos lo tiene al conducir por la autopista. Se mantiene a cinco kilómetros por debajo del máximo establecido en todo momento.

¿Y quién haría algo así? Alguien cuyo interés principal es que la policía no lo pare, porque eso supondría arriesgarse a que descubra los cráneos humanos que hay guardados en el maletero (cráneos de anteriores clientes que tampoco aceptaron pagar treinta y cinco euros e insistieron en treinta).

—¿Estás cómodo? —pregunta a mitad de trayecto.

—Sí, muchas gracias.

Intento sonar amable, para que —si mis sospechas son acertadas y nos dirigimos a una clínica ilegal de extracción y venta de órganos— empiece a cogerme cariño y se replantee abrir mi cuerpo como si fuese una bolsa de Doritos.

La media hora hasta el hotel la pasamos en silencio, con Mozart o uno de sus contemporáneos sonando por los altavoces. El oxígeno vuelve a mi organismo cuando veo una señal en la carretera con el nombre del resort. Estoy a salvo.

El taxista toma una salida que se abre en una curva inesperada y detiene el coche frente a una gigantesca verja verde. Nada más frenar, sale y llama al telefonillo. Me quedo en mi asiento. Por la puerta entra el calor húmedo y asfixiante del litoral y, en pocos segundos, ya me encuentro sudando.

Alguien del hotel abre con un mando a distancia la verja automática. Sin embargo, al contrario de lo que esperaba, el conductor no regresa a su sitio, sino que abre el maletero.

«Hora de saber si había cinta adhesiva ahí atrás», pienso.

—¿No me puedes acercar hasta la recepción? —pregunto.

El hombre saca mi equipaje y niega con la cabeza.

—No, lo siento. No sé qué cruzada tiene este hotel contra mi gremio, pero nunca me han dejado meter el taxi. Supongo que es por lo exclusivo que es. Tienes que ir a pie.

Algo me dice que es una excusa para no tener que dar la vuelta más tarde, pero no voy a enzarzarme en discusiones.

—Está bien, gracias.

—Disfruta de tu estancia. Y, en vez de pedir un Uber a la vuelta, mejor llámame a mí y te llevo al aeropuerto.

Me río, convencido de que bromea, pero saca una tarjeta con sus datos y me la tiende. La acepto y echo a andar.

De camino a la recepción, oigo dos sonidos detrás de mí: la verja cerrándose y el motor del taxi, que ya se aleja por la carretera. Me centro en lo importante: ya estoy aquí.

—A amortizar los setecientos euros —me digo.

Lo primero que noto es que la temperatura es diferente a la de fuera, como si existiese un microclima dentro del hotel. La vegetación y los motivos decorativos no son lo único tropical en el interior; parece que he entrado en la selva sin ser consciente de ello. El calor es más suave, aunque puede que se deba a la cantidad de sombra que proyectan los árboles.

Lo segundo es que este lugar es asombroso. Lo anticipaba por las fotos que me convencieron de hacer la reserva, pero uno siempre se pregunta si las panorámicas en HD que adornan los reportajes de Vogue son fieles a la realidad o si, por el contrario, han pasado por quince filtros distintos antes de mostrarse en la revista. No obstante, todo es igual de bonito en la vida real, desde el sendero de piedras blancas que estoy recorriendo —en el que no hay ni una sola piedra fuera de lugar— hasta la distribución de este paraíso.

Fascinado, intento captar con los ojos todos los detalles al mismo tiempo. Las palmeras están colocadas de tal manera que el sol sólo pueda colarse por los huecos que quedan entre ellas, creando un patrón geométrico en el suelo. A ambos lados del camino hay cascadas; una que forma una especie de lago, y otra bajo la cual ya hay huéspedes bañándose.

Sin importar cuáles fueran mis prejuicios iniciales sobre estas vacaciones, me invade una sensación placentera. En estos instantes, lo único que quiero hacer es rebuscar mi maleta en busca del bañador y unirme a ellos en la piscina natural.

Para mantener la concentración las últimas semanas, esas en las que el evento de la serie estaba casi preparado (pero el «casi» sólo añadía más estrés y presión), me recorrí YouTube en busca de sonidos de ambiente que me ayudaran a concentrarme. Resulta increíble que los pájaros que antes cantaban en mi pantalla estén ahora revoloteando por encima de mí, batiendo sus alas con el agua rompiendo de fondo.

Ni siquiera salgo de mi asombro al llegar al mostrador del hotel. La recepción es un moderno edificio de piedra por el cual también se han colado las enredaderas. La construcción es un milagro arquitectónico, diseñada para parecer una obra de la naturaleza a pesar de que, seguramente, quien la ideó se llevó unos cuantos millones de euros. Intuyo que no soy el primero en mirar todo boquiabierto, porque los recepcionistas se limitan a sonreír, como teniendo un déjà vu.

—Hola, buenos días —saludo—. Tenía una reserva.

—Mario Olivares, ¿no? —dice la chica, radiante.

Me pregunto si los dos empleados serán mellizos. Ambos son pelirrojos y tienen un sonrisa parecida, y hasta están parados de forma similar detrás del mostrador.

—Eh... sí. Sí, soy yo.

Me ha pillado un poco por sorpresa que sepa quién soy; aunque es cierto que sólo admiten parejas de cuatro en cuatro para sus «siete días en el paraíso», aprenderse los rostros de ocho huéspedes que van rotando cada semana tiene mérito. Supongo que se han fijado en las fotos de nuestros DNI.

—Bienvenido a The Coral Experience. —Esboza una sonrisa que transmite paz. Sigo pensando que hay algo etéreo en su expresión, como si estuvieran en otro plano existencial. El chico igual, a pesar de que todavía no ha hablado—. Nos alegramos de que al final hayas decidido venir.

Su frase hace que salte una alarma en mi interior. ¿A qué se refiere? Ciertamente no puede estar hablando de mis dudas de anoche, ya que nadie presenció mi conversación telefónica con Pablo. Y en ningún momento llegué a enviar un correo electrónico al hotel, así que tampoco puede ser eso.

—¿Por qué, ha cancelado mucha gente o...? —Es la única explicación racional que se me ocurre.

—La mayoría de los huéspedes llegaron ayer a mediodía —me explica su compañero—. El check-in era a partir de las doce. Por supuesto, no hay ningún inconveniente en hacerlo hoy, más allá de lo obvio: la ceremonia de bienvenida ya fue.

Algo no me cuadra. El vuelo estaba reservado para hoy, así que no hay forma de que me haya equivocado de día.

—¿Cómo? Cuando hice la reserva ponía que la experiencia comenzaba el sábado... que es hoy.

—Eso era antes del cambio. —No lo dice como un reproche, sólo me informa. Tampoco aporta más información.

—¿El cambio?

La recepcionista asiente y responde:

—Sí, hubo un reajuste en nuestras estancias para que empezaran los viernes por asuntos de mantenimiento. —Hace una mueca de desconcierto—. Mandamos un correo electrónico hace unos meses para informar a los clientes, ¿no lo recibiste? También lo publicaron en nuestra página web.

Saco el móvil de mi bolsillo, extrañado.

—Yo no...

No recuerdo haber recibido ningún correo del estilo, más que nada porque, de haberlo hecho, el pánico que me entró ayer habría aparecido antes y sí habría anulado la reserva.

Al abrir la aplicación de correo, introduzco el nombre del hotel en el buscador de la barra superior y, para mi sorpresa, veo un mensaje sin abrir. No me cuesta adivinar por qué no me percaté de su existencia: está prácticamente enterrado entre decenas de otros emails sobre el evento de anoche. Con el agobio de perseguir a los representantes, proveedores, etcétera, debí de pasarlo por alto. Gajes del oficio.

—No lo he visto hasta ahora, lo siento —confieso.

—No hay ningún problema. Podemos reembolsarte el dinero de la noche que te has perdido. Es culpa nuestra, deberíamos habernos asegurado de que todos lo sabían. —Mira a ambos lados, como buscando algo junto a mí. Algo que, lógicamente, no encuentra—. ¿No te acompaña el señor Lobo?

Quiero asegurarles que no hay ningún problema —que, si les soy honesto, ni siquiera tenía pensado aparecer por el hotel—, pero estoy demasiado ocupado sintiendo alivio por esta segunda confirmación de que Eric no está aquí.

—No, no viene conmigo —respondo—. Y no os preocupéis, me sirve con llegar a mi habitación para dejar las cosas.

La sonrisa del recepcionista se ensancha.

—Eso tiene fácil solución. —Rebusca en uno de los cajones que tiene delante y saca un diminuto objeto plateado—. Aquí tienes tu llave, cabaña número tres. También te permitirá entrar en la piscina climatizada, en el balneario y en los dos gimnasios. —Justo cuando voy a preguntarle por la ubicación de todos los servicios, me entrega un mapa—. En la parte derecha está la lista numerada de los edificios. El hotel no es grande y hay señales por doquier, pero es cierto que la vegetación puede complicar lo de orientarse el primer día.

Asiento.

—Gracias.

—Deberías haber recibido un correo con las actividades especiales de cada día y un enlace para añadirlo al calendario del teléfono, pero visto lo visto, te lo podemos imprimir por si no te ha llegado. Son las únicas actividades que tienen una hora específica. El resto de los servicios están abiertos las veinticuatro horas: las piscinas exteriores e interiores, el spa, las pistas deportivas... y, por supuesto, la recepción. Si quieres que te despertemos por las mañanas, sólo tienes que decirnos a qué hora te gustaría que te llamásemos.

—Entendido.

—Lo único: para los masajes, hay que reservar con al menos un día de antelación. Se puede avisar en persona o, si lo prefieres, está el teléfono en un listín en la mesilla de noche.

—Y ya sabrás la gran regla —añade su compañera.

Enarco una ceja.

—¿La gran regla?

—Sí, la de las puertas del paraíso.

Al escucharlo, recuerdo de pronto de qué me habla. Venía en negrita en el portal online del hotel, y fue algo que me casi me hizo echarme para atrás antes de hacer la reserva.

The Coral Experience peca de lo mismo que otros resorts de la competencia: enfatizan su originalidad a niveles absurdos. No les bastaba con anunciar su estancia como «siete días en el paraíso» que siempre tenían una lista de espera infinita, sino que han tenido que llevar el concepto mucho más lejos. Así es como una sección titulada «las puertas del paraíso», te avisaba de que, debido a las numerosas actividades disponibles dentro del hotel y el trato inmejorable de los empleados, se recomendaba no salir mientras duraba la experiencia.

—Eso es lo de no poder salir, ¿no? —confirmo.

Ellos sonríen, cómplices.

—Exacto... aunque no es tan estricto, como podrás imaginar. No es una regla per se. Nunca lo he comprobado, pero dudo que sea legal retener a los huéspedes dentro de los límites de un hotel. Es meramente una recomendación. —La chica baja la voz, como si me estuviera contando un secreto de estado—: Entre tú y yo, si pulsas el botón que hay junto a la verja, estarás fuera tan rápido como entraste, pero te invitamos a relajarte y dejarte llevar por el encanto de The Coral Experience. Nuestra imagen depende de que os queráis quedar dentro ... porque nadie querría irse del paraíso, ¿verdad?

—Claro —digo, más por contentarlos a ellos que porque este tipo de tonterías paradisíacas tengan impacto en mí.

Supongo que es la desventaja de ir a este tipo de hoteles: que inevitablemente están salpicados con prácticas como la meditación o el mindfulness. Me acuerdo de que cuando Eric y yo estábamos evaluando posibles hoteles, le pregunté qué le parecía esto. Al final, decidimos que si realmente te hacían sentir que estabas en el paraíso, merecía la pena tener que despertarse un par de días a las ocho de la mañana para acudir a una sesión de yoga grupal o a una clase de pilates.

—Perfecto, pues esperamos que disfrutes de tu estancia. Si necesitas cualquier cosa, aquí estamos.

Con la mano que tengo libre, cojo el mapa y las llaves.

—¿Para ir a la habitación...?

—El mismo sendero por el que has venido continúa hacia adelante. Luego se bifurca en dos, pero está señalado con flechas de madera. Ahí están las cabañas. No tiene pérdida.

Salgo de la recepción y me encuentro a una pareja de sexagenarios volviendo del balneario. Sólo me hace falta ver su expresión de tranquilidad para aceptar que, esta vez, hacer caso a Pablo ha resultado ser una buena idea.

«Pablo», pienso. Nunca llegué a escribirle para contarle el cambio de planes. Podría haberlo persuadido para que me acompañara —sé que se habría apuntado de buena gana sin importar la hora—, pero quiero hacer esto sin ayuda de nadie. Sin distracciones. Para convertir lo que iban a ser unas vacaciones de pareja en un retiro espiritual, necesito estar solo. A lo mejor tardo unas pocas horas en entrar en sintonía conmigo mismo, pero al calmarme y asimilar que estoy aquí, debería poder olvidar a Eric en un abrir y cerrar de ojos.

Ahora sólo tengo que encontrar mi cabaña.

Si no me supiese la página del hotel de arriba abajo, me asustaría que llamen «cabañas» a las habitaciones; no porque sea un esnob, sino porque, con lo que ha costado la reserva, uno esperaría algo más glamuroso que una simple cabaña. Pero en The Coral Experience, como cabría esperar, no son ni de lejos casuchas de madera en medio del bosque.

Sigo las flechas de las que me han hablado hasta llegar al área residencial y me quedo boquiabierto al ver las cabañas. Hay dos a cada lado del sendero, con varios metros de separación. Son construcciones modernas y ecológicas, un millón de veces más espectaculares que en las fotografías de la web. La madera hace que se integren con la naturaleza; las palmeras rozan las altísimas cristaleras que rodean las cabañas cúbicas y unas escaleras se abren hueco entre los matorrales.

Subo los escalones del porche y miro los peces koi que hay nadando en el pequeño estanque de la entrada. Son dos, un guiño que deja claro que este es un hotel de parejas.

En vez de arrugar la nariz, mi primer pensamiento es que son bonitos. Quizá esté evolucionando sin darme cuenta.

Acerco mi tarjeta a la puerta y, en cuanto esta se abre, mis ojos se ven recompensados con un panorama marrón (todo es madera: las sillas, las mesas, los suelos, las estanterías...) y verde (decenas de plantas adornan la estancia). Tomo una respiración profunda, feliz, y camino hacia el interior.

Sin embargo, el aire se pierde por el camino. No sé dónde va —de vacaciones como yo, a lo mejor— pero a mis pulmones no llega, eso está claro. Siento que me ahogo.

Mi peor pesadilla se ha cumplido: Eric está aquí.

En la habitación del hotel.

A menos de quince pasos de mí.

Parece ser que he malinterpretado las palabras de los recepcionistas. Cuando me han preguntado «si el señor Lobo no venía conmigo», no se referían al trayecto desde Madrid, sino desde la cabaña, supongo que porque él ya hizo el check-in ayer. Habría estado bien que mencionaran ese detalle, porque ahora no sé cómo salir de esta situación.

En tiempo récord, los siete días en el paraíso se acaban de convertir en una semana en el infierno.

El asa de la maleta resbala de mi mano y mi equipaje cae al suelo con una fuerza considerable, aunque ni siquiera me percato del estruendo que hace. A mis ojos les han dejado de importar los muebles de diseño, la cama con vistas a la vegetación o el hecho de que haya un segundo piso.

Eric, que tiene el cepillo de dientes en la boca, se sobresalta con el ruido y me mira con la misma expresión de asombro (y horror) que debo de tener yo.

Mi mandíbula se desencaja, incapaz de asimilarlo, y digo:

—Pero ¿qué cojones...?

¡Hola a todos!

¿Qué tal el capítulo?

¿Hay algún fan de los programas de true crime por aquí?

¿Tenéis ganas de leer el reencuentro entre Mario y Eric? 👀

¡Nos vemos muy pronto!

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