Rodrigo Zacara y el Espejo de...

Od victorgayol

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Rodrigo está acostumbrado a que su amigo Óliver le meta en algún lío de vez en cuando, pero jamás hubiera pod... Viac

1. La Torre del Tormento
2. La salida secreta
3. Un lugar inesperado
4. La huida
5. La fortaleza de Gárador
6. El código secreto
8. La historia del Rey Garad
9. La premonición
10. La loba herida
11. En la enfermería
12. La carta de Balkar
13. El combate
14. El escondite de Dónegan
15. El torneo
16. La revelación del espejo
17. El traidor
18. El Espejo del Poder

7. El nombramiento de los escuderos

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Od victorgayol

Los días siguientes tuvieron bastante trabajo. Rodrigo y Óliver, que pensaban que lo que más echarían de menos en Karintia sería la tele, los ordenadores y los videojuegos, se dieron cuenta de lo equivocados que estaban.

—Si pudiera volver a nuestro mundo, aunque sólo fuera por unas horas, lo primero que me traería sería una lavadora —se lamentó Óliver, mientras escurría la vigésima túnica.

—Pues no sé dónde ibas a enchufarla —observó Rodrigo.

—Tienes razón, es que este trabajo me mata de aburrimiento. Con todos los que somos en la fortaleza, ¿es que no hay nadie con el don de hacer que la ropa se lave sola? A lo mejor eres tú. ¿Por qué no pruebas?

Rodrigo se colocó en posición muy erguida, extendió los brazos y comenzó a susurrar:

—Abracadabra, pata de cabra, quiero que la ropa aparezca lavada.

—No te lo tomas en serio —le reprendió Óliver—. Así nunca encontrarás tu poder.

—Bueno, ya nos queda menos —dijo Vega, que acababa de regresar con un cesto vacío—. Acabo de tender la última capa. Ahora sólo nos quedan las túnicas.

—Chicos, acabo de encontrarme a Adara —dijo Noa, que volvía con otro cesto—. Dice que cuando terminéis vayáis a buscarla al patio de las fuentes. Quiere hacer un ensayo de vuestro nombramiento como escuderos.

Después de tres días en la fortaleza Rodrigo ya sabía que había varios patios, cada uno de los cuales solía reservarse a diferentes actividades. El patio de las fuentes era el que solían usar los caballeros para practicar el combate a espada. La primera vez que lo vio se quedó muy impresionado porque parecían combates reales. Después se enteró de que utilizaban espadas sin filo y corazas de piel para no sufrir heridas graves.

—Ésta era la última túnica —dijo Darion, nada más colgar la prenda del enorme tendedero situado al pie de las murallas—. Ya podemos ir a buscar a Adara.

—Yo os esperaré en la sala de lectura —dijo Noa.

—¿Por qué no nos acompañas? —dijo Aixa—. No creo que a Adara le importe que vengas con nosotros.

—¿Tú crees? —titubeó Noa—. Sí que me gustaría...

—¡Claro que sí! —la animó Aixa—. Venga, vamos.

Noa se unió al grupo y todos juntos corrieron por los pasadizos abovedados que comunicaban las diferentes partes de la fortaleza. Al llegar al patio de las fuentes vieron que no era Adara la única que estaba practicando su destreza en el combate. Había seis parejas de contrincantes haciendo chocar sus espadas con una rapidez sorprendente. Además de la coraza de piel llevaban una cota de malla metálica que les cubría la cabeza, por lo que Rodrigo no consiguió saber quién era Adara hasta que ella misma dejó de combatir y se quitó la protección.

—Bueno, creo que ya ha sido suficiente por hoy —dijo, bajando su arma—. Me voy con estos pequeños a hacer un ensayo de su nombramiento.

—Sí, yo también lo voy a dejar —dijo su contrincante, que resultó ser Dónegan—. Tengo que llevar mi peto a Toravik para que me arregle unas hebillas.

Adara se quitó su coraza de piel y se acercó a los muchachos.

—Tendréis que acompañarme primero a la armería —dijo—. Tengo que dejar todo esto.

—¿Puedo ir yo también? —preguntó Noa, con su habitual timidez.

—Por supuesto, cariño —accedió Adara—. Venid conmigo.

Los chicos la siguieron entusiasmados. Ninguno de ellos había estado antes en la armería, aunque sí que habían oído hablar de ella: una sala con decenas de espadas, brillantes armaduras, lanzas, ballestas, arcos... Seguramente cuando fueran escuderos les tocaría visitarla a diario para hacer sus prácticas de espada y tiro con arco, pero de momento no habían tenido esa oportunidad y estaban deseando verla.

—Podéis entrar —dijo Adara al abrir la puerta—, pero ni se os ocurra tocar nada.

Tal como les habían contado, la sala estaba llena de armas y armaduras y era casi tan grande como la biblioteca.

—Estoy deseando aprender a manejar la espada —dijo Darion—. No pienso volver a esconderme de los hurgos.

—La sensatez es el arma más poderosa, Darion —le dijo Adara—. Hay que saber cuándo es mejor esconderse y cuándo es mejor luchar.

—Pues yo no tengo ninguna gana de aprender a manejar armas —dijo Noa—. Todo lo que deseo es que algún día dejemos de necesitarlas.

—Eso es lo que deseamos todos, cariño —dijo Adara, rodeándola con el brazo—. Ojalá algún día no tengamos que escondernos en esta fortaleza y podamos recorrer Karintia sin una espada colgando del cinto.

Cuando Adara terminó de colocar sus cosas dentro de un arcón de madera tallada indicó a los chicos que tenían que salir. Luego volvieron sobre sus propios pasos para volver a pasar por el patio de las fuentes. Desde ahí prosiguieron hasta el patio de armas, bordearon las columnas y se detuvieron ante un portón semicircular, rodeado de arcos de piedra finamente decorados.

—Bienvenidos a la sala del trono del Rey Garad —dijo Adara solemnemente al abrir el portón.

Por un momento Rodrigo pensó que se iban a encontrar a un rey allí esperándoles, con una gran corona de oro sobre la cabeza y una capa de terciopelo, pero enseguida cayó en la cuenta de que el rey Garad había muerto siglos atrás, y desde entonces ningún otro rey había ocupado su lugar. A pesar de saberlo, la visión del trono vacío le causó una extraña impresión. Era como ver un río sin agua o un árbol sin hojas. Ni siquiera la bella decoración de aquel asiento, completamente bañado en oro y con la figura de dos dragones a modo de reposabrazos, conseguía eclipsar esa sensación de vacío.

Adara los guió hasta el centro de la sala, mientras ellos no paraban de mirar alrededor. A cada uno de los lados había una fila de columnas de aspecto imponente, y detrás de ellas una serie de estandartes colgaban de la pared intercalados con unas lámparas de aceite.

—El día de vuestro nombramiento todos los caballeros de la fortaleza estarán aquí, en el espacio que queda detrás las columnas —indicó Adara—. Cuando yo os lo indique, entraréis de uno en uno y os colocaréis en frente del trono, de izquierda a derecha. Entonces Balkar se os acercará y... ¡¡QUIETO!!

El inesperado grito de Adara hizo que todos se quedaran petrificados, pero especialmente Óliver, que había sido sorprendido a punto de sentarse en el trono del Rey.

—Nadie se ha sentado en este trono desde que el rey Garad desapareció. Solamente un heredero del rey podría hacerlo sin morir en el intento. ¿Acaso tú lo eres?—Adara escudriñó al chico con expresión severa—. ¡Entonces procura no ser tan imprudente la próxima vez!

Durante varios minutos nadie se atrevió ni a abrir la boca. Rodrigo nunca había visto a Adara tan enfadada. Sin apartar en ningún momento la mirada de Óliver, les ordenó salir de nuevo al patio para ensayar la entrada en el salón y la colocación en fila. Tuvieron que repetirlo varias veces hasta que ella por fin se dio por satisfecha.

—De acuerdo —dijo—. Ahora pasemos al juramento. Cuando Balkar se acerque y se coloque aquí donde estoy yo, uno a uno os acercaréis e hincaréis la rodilla izquierda. Balkar os preguntará: «¿Prometes ser humilde, servir a los demás y proteger a los indefensos?». Entonces tenéis que responder «Sí, lo prometo», y él os dirá: «Entonces levántate y no te arrodilles más que para ayudar a un compañero caído. Con esta insignia te nombro escudero de los Caballeros del rey Garad, y espero que la honres con tu comportamiento y tu fidelidad». ¿Ha quedado claro? Entonces empecemos. De izquierda a derecha.

Uno a uno fueron acercándose para ensayar el juramento ante Adara. La verdad es que no era muy difícil. Simplemente tenían que hincar la rodilla, decir «sí, lo prometo», y levantarse cuando ella terminaba de hablar. Lo único difícil era permanecer quietos mientras esperaban a que terminasen los demás.

—Vuestro nombramiento será el próximo miércoles a las doce del mediodía —dijo Adara, mientras abría el portón para dejarlos salir—. Todos los caballeros estarán dentro del salón diez minutos antes, pero vosotros tenéis que entrar a la hora en punto. Ni que decir tiene que espero de vosotros limpieza y puntualidad.

—Vaya, ¡Cómo se ha puesto! —se quejó Óliver, una vez que Adara desapareció de su vista—. ¿Creéis que de verdad me habría muerto si llego a sentarme en el trono? Yo creo que es una trola. Lo dijo para meterme miedo.

—Yo por si acaso no probaría —le dijo Darion—. Si el rey Garad consiguió volver invisible la fortaleza entera, no creo que le costara mucho hechizar ese trono.

—¿Pero nadie tiene dos poderes, verdad? —insistió Óliver—. Quiero decir que si su poder era el de ocultar cosas, entonces no tendría el poder de convertir su trono en una trampa mortal.

—Puede que él no —dijo Darion—, pero los reyes juegan con una ventaja: todos los demás obedecen sus órdenes. Pudo pedir a alguien que hechizara su trono, alguien que sí tuviera ese poder.

Óliver no quedó muy convencido y siguió insistiendo en que todo era un cuento para asustar a los niños, hasta que se encontraron con Corentín y pensó que él podría sacarlos de dudas.

—Hola, Corentín —dijo—. Oye, tengo una curiosidad ¿Conoces a alguien que se haya sentado alguna vez en el trono del rey Garad?

—Afortunadamente no, de lo contrario ahora estaría lamentando su pérdida —respondió Corentín.

—Entonces, ¿es cierto que solamente...?—empezó a preguntar Óliver.

—Solamente el rey Garad o alguien que lleve su sangre podría sentarse en ese trono sin morir en el intento —terminó Corentín—. Lo cual es lo mismo que decir que nadie puede hacerlo, porque el rey Garad murió sin descendencia.

—¿Y cómo sabes que eso es cierto? —insistió Óliver.

—Lo dicen los libros de historia. El rey Garad nunca tuvo hijos.

—No, me refiero a lo del trono. Lo de que si alguien se sienta, morirá.

—Bueno, eso también está en los libros de historia. En ellos se cuenta cómo el trono fue hechizado para someterse únicamente a la sangre del rey, y cómo otros perdieron la vida al intentar ocupar su lugar.

Durante un buen rato Óliver permaneció con la cara pálida y un poco más callado de lo habitual, seguramente pensando en lo poco que había faltado para que su chiquillada le costara la vida. No obstante, la comida (un guiso de carne y verduras bien caliente) consiguió devolverle el color a sus mejillas y pronto volvió a ser el Óliver despreocupado y revoltoso que todos conocían.

—Esta tarde nos toca ir a la herrería —le dijo Rodrigo—. Yo que tú no tocaría nada sin permiso.

Eran casi las cinco de la tarde cuando los seis chicos atravesaban los terrenos situados entre la muralla y el castillo para llegar a la herrería, que estaba situada al lado de los establos. Su aspecto era bastante parecido al de una casa normal, aunque todas sus paredes eran de piedra. Lo primero que le llamó la atención a Rodrigo fue el fuerte olor que se sentía nada más atravesar la puerta. Parecía una mezcla de carbón, hierro y óxido. Era un olor penetrante, pero no le resultaba desagradable, más bien lo contrario. Tenía la sensación de que le recordaba algo, aunque no sabía qué. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra que reinaba en ese lugar, pudo distinguir a un hombre de gran tamaño que golpeaba una espada con un enorme martillo. Llevaba un mandil de cuero pero sus brazos, que lucían unos grandes músculos, estaban al descubierto. Tenía una tupida barba roja que parecía muy larga, aunque la llevaba metida por dentro del mandil. En cuanto los vio dejó de golpear.

—No podéis entrar aquí —dijo secamente.

—Pero nuestro horario dice que tenemos que venir a la herrería —dijo Vega.

—Eh, ya, bueno... en ese caso... venid por aquí.

El hombre dejó su martillo y sin dirigirles la mirada atravesó la pequeña sala hasta otra más grande que se encontraba en la parte de atrás. Los chicos se miraron unos a otros y le siguieron.

—Siempre he pensado que una herrería no es lugar para los niños —dijo el herrero—, pero el maestre se empeña en que aprendáis un poco de todo. Bueno, supongo que unas cuantas manos no me vendrán mal. Tenéis que limpiar estas armaduras, primero con un paño y luego con un cepillo. Cuando estén bien limpias las untaréis con aceite. Tenéis que ser muy cuidadosos. No se os tiene que pasar ni un centímetro.

—Perdone, señor... —dijo Óliver—. ¿Para qué las vamos a limpiar tan bien si luego las vamos a manchar con aceite?

—¡Manchar con aceite! —bramó el herrero—. ¿Acaso piensas que son vestidos para ir al baile? Lo único que se espera de las armaduras es que protejan al caballero que llevan dentro. El aceite sirve para proteger el metal, por supuesto.

—¿También hay que limpiarlas y untarlas por dentro? —preguntó Óliver.

—Pues claro —respondió el hombre—. ¿De qué nos serviría mantenerlas limpias por fuera si por dentro se las está comiendo el óxido?

—¿Y cómo nos metemos dentro? —insistió Óliver.

El herrero lo miró como si acabara de tirar tres armaduras al suelo.

—¡Tenéis que desmontarlas, no meteros dentro!

—¿Y cómo se desmonta? —volvió a preguntar—. ¿Tiene tornillos?

—¿Acaso tienen tornillos tus pantalones? —Vociferó el herrero, que ya empezaba a perder la paciencia—. Las armaduras tienen correas, cabezahueca. ¿Alguna pregunta más?

—Bueno, sí, una más, si se me permite... —dijo Óliver, suavemente. Rodrigo intentó hacerle gestos para que dejara de hacer preguntas. El herrero parecía a punto de salirse de sus casillas.

—¿Qué más quieres saber? —refunfuñó.

—Aún no nos ha dicho su nombre—dijo Óliver.

El herrero lo miró fijamente, y durante unos segundos no dijo nada. Seguramente estaba pensando si meterlo descalzo en las brasas o aplastarle la cabeza con su gran martillo.

—Me llamo Toravik —respondió por fin—. Y ahora a trabajar, que ya me habéis hecho perder demasiado tiempo.

—¿Pero en qué estabas pensando? —le dijo Rodrigo a Óliver en cuanto Toravik volvió a su fragua—. Ha estado a punto de estrangularte.

—¡Qué va! —respondió Óliver—. Si se nota a la legua que tiene ganas de charlar, lo que pasa es que tiene miedo de quitarse la coraza.

—¿Qué coraza?

—Pues el papel de hombre fuerte y rudo —respondió Óliver, como si estuviera explicando algo tan evidente como que el cielo es azul—. Estoy seguro de que en el fondo es un trozo de pan.

Las últimas palabras de Óliver fueron apagadas por un estruendo descomunal. El herrero había vuelto a su trabajo. Los golpes del martillo resonaban por toda la herrería y hacían temblar las paredes.

—Si, si, se le nota a la legua —bromeó Darion—. Basta ver con qué ternura maneja su martillo.

Después de unas cuantas risas los chicos se pusieron manos a la obra. Lo más difícil era desmontar las armaduras, porque tenían un lío enorme de correas y hebillas. Seguramente no serían capaces de volverlas a montar sin ayuda de Toravik. Algunas manchas estaban muy resecas y había que cepillar con mucha fuerza para quitarlas, pero ninguno se atrevía a dejar el trabajo a medias. Estaban todos muy concentrados en lo que hacían, y lo único que se oía era el retumbar del martillo de Toravik. De pronto, los golpes cesaron y se oyó una voz tan fuerte como un trueno.

—¡Maldita sea! ¡Por los cuernos de Arakaz!

Todos se quedaron como petrificados menos Óliver, que sin pensarlo un segundo atravesó la puerta que comunicaba con la fragua.

—¿Ocurre algo señor? —Su voz se oía a través de la puerta.

—Me ha saltado un ascua a la barba y se me ha prendido fuego. ¡Maldita sea! Cada dos días me pasa lo mismo.

—¿Y por qué no se la afeita? —preguntó Óliver—. Sería mucho más cómodo para su trabajo.

—No puedo hacerlo —respondió Toravik secamente—. Hice una promesa. No me afeitaré la barba hasta que haya derrotado a mil hurgos.

—¿Y por qué hizo esa promesa? —preguntó Óliver.

—Porque mil hurgos fueron los causantes de... ¿Y a ti qué te importa? ¡Ni que fuera asunto tuyo! Sal de aquí, no sea que te vayas a quemar tú también.

—Si, si, ya me voy. Sólo quería ver si había pasado algo.

El martillo volvió a resonar y unos instantes después Óliver apareció por el umbral de la puerta. Entonces se detuvo y miró hacia atrás.

—¿Puedo preguntarle cuántos hurgos ha derrotado ya? —voceó para hacerse oír entre los golpes de martillo. Al instante los golpes se detuvieron y durante dos segundos reinó el silencio más absoluto.

—Cincuenta y dos —respondió el herrero, y nuevamente se puso a trabajar.

—Creo que nuestro amigo Toravik llevará la barba hasta la tumba —susurró Óliver al volver con sus amigos.

Los seis volvieron a centrarse en su tediosa tarea de limpiar y cepillar las armaduras hasta que perdieron la noción del tiempo. No fue hasta mucho más tarde cuando los golpes del martillo de Toravik cesaron de nuevo y se oyó la voz de una mujer. Era Adara.

—Toravik, ¿Están aquí los chicos?

—¡Dama Adara! Bu... buenas tardes.

—Buenas noches, diría yo. ¿Están aquí o no?

—¿Quiénes?

—¡Pues los chicos! ¿Acaso no ha venido un grupo de chicos a ayudarte?

—Ah, sí. Están ahí detrás, con las armaduras.

—¿Y qué pasa? ¿Los has castigado sin cenar?

—Co... ¿Cómo dices?

—Son casi las nueve, Toravik. El hecho de que tú hayas prometido ayunar todas las noches hasta que hayas matado a Baldur no significa que los demás tengan que hacer lo mismo.

—Vaya, parece que el herrero tiene muchas cuentas pendientes —susurró Darion. Un momento después entró Adara y los llevó rápidamente al comedor.

—¿Habéis visto lo rojo que se puso Toravik? —les preguntó Vega nada más sentarse.

—¿Qué? —respondieron Darion y Aixa al unísono.

—Cuando entró Adara en la herrería —explicó Vega—. ¿No visteis la cara de Toravik?

—¿Y cómo íbamos a verlo? —protestó Óliver—. Te recuerdo que no todos podemos atravesar las paredes con la mirada.

—Ah, claro —se percató ella—. Pues estaba rojo como un tomate. Casi no se distinguía su barba de su nariz. Me parece que está enamorado de ella.

—Es lo que yo os decía —coincidió Óliver—. En el fondo es un sentimental.

Los días restantes hasta el de su nombramiento como escuderos estuvieron bastante ocupados con las tareas que les había asignado Adara en su calendario: dar de comer a los animales, limpiar los baños, ayudar en la cocina y hasta ordeñar las vacas. En esto último Rodrigo resultó ser bastante más torpe que el resto, porque Óliver se aprovechaba de su don con los animales y el resto ya lo habían hecho muchas veces.

La mañana de su nombramiento Adara los dejó libres de tareas. Lo único que les pidió fue que se bañaran y aguantaran con la ropa limpia hasta las doce. Rodrigo y Óliver nunca habían disfrutado tanto de la hora del aseo como lo hacían en la fortaleza. Allí no había duchas ni bañeras, sino algo mucho mejor: los baños consistían en una sala con una gran piscina termal en su interior y unos chorros de los que no paraba de manar agua caliente. Rodrigo, Óliver y Darion solían pasarse casi una hora al día en los baños, aunque sólo dedicaban cinco minutos a enjabonarse y a frotarse. Este era uno de los pocos momentos del día en que se separaban de las chicas, ya que tenían salas de baños separadas.

Cuando por fin empezaron a sentir que se les arrugaban las puntas de los dedos, se secaron rápidamente y se pusieron sus ropas recién lavadas. Al salir de los baños se reunieron con Aixa y Vega, que también lucían las pulcras ropas que la dama Porwena les había preparado. Noa no estaba con ellas porque precisamente ese día se estrenaba como aprendiz de la enfermería. Por eso les extrañó tanto verla aparecer por el pasillo.

—Os traigo un recado de Adara —dijo la muchacha, todavía resoplando por el esfuerzo—. Dice que tenéis que coger cada uno una espada para la ceremonia. Esta es la llave de la armería.

—¡Una espada! —exclamó Darion, cogiendo la llave de la mano de Noa con los ojos llenos de asombro.

—Venga, vamos —dijo Aixa, mientras Darion seguía mirando la llave embelesado—. No nos queda mucho tiempo.

—Yo me vuelvo a la enfermería —dijo Noa—. Mirena me está enseñando unas cosas increíbles. Suerte en vuestro nombramiento.

Dicho esto Noa se marchó por un lado y ellos por otro. Darion estaba tan emocionado que los obligó a ir corriendo casi todo el camino, a pesar de que a punto estuvo de caerse por las escaleras. Cuando llegaron a la armería sacó del bolsillo la llave que les había entregado Noa y abrió la puerta. Todos ellos fueron directamente hacia la pared donde estaban colocadas las espadas y comenzaron a observarlas con admiración. Algunas tenían piedras preciosas engarzadas en la empuñadura, otras tenían extraños dibujos grabados en el filo... La verdad era que todas resultaban fascinantes. Era sorprendente que Adara les hubiera permitido ir a cogerlas ellos solos.

—Esta será la mía —dijo Óliver, admirando una bella empuñadura dorada—. A fin de cuentas lleva el escudo de un caballo, y los caballos me obedecen a mí.

—Pues no pienses que la espada va a obedecerte también—le respondió Aixa—. Tendrás que aprender a manejarla.

En ese momento se escuchó un ruido sordo y todos se volvieron de golpe. La puerta de la sala acababa de cerrarse. Darion se acercó a abrirla pero no consiguió moverla ni un centímetro.

—No vas a poder abrirla —dijo Vega—. Kail la ha cerrado con llave. Ahora mismo está ahí fuera riéndose con sus amigos.

—¿Cómo lo...? Ah, ya, es verdad —dijo Darion, que seguramente acababa de recordar el poder de Vega—. ¡Malditos seáis! ¡¡¡Abridnos!!!

El chico se puso a aporrear la puerta con todas sus fuerzas, y no paró hasta que Vega le dijo que no servía de nada, que lo único que conseguía era provocar las risas de Kail y sus compañeros.

—¡Pero tenemos que salir de aquí! —dijo Darion—. Nuestro nombramiento es dentro de cinco minutos.

Estaba claro que Kail no iba a detener su broma a tiempo para permitirles llegar a la ceremonia. Seguramente su objetivo era impedir que los nombraran escuderos. Para poder salir de la sala iban a tener que engañarle. ¿Pero cómo? Ya lo habían engañado una vez, pero ahora parecía mucho más difícil. Por si fuera poco, no lo podía hablar con los demás, porque seguramente ese cerdo estaría escuchando... Se enteraría de todos sus planes en cuanto abrieran la boca. A no ser que...

A no ser que todo lo que dijeran fuera mentira.

La idea se formó en su mente tan rápido que Rodrigo se quedó sorprendido consigo mismo, pero no tenían tiempo que perder. Se acercó a la pared del fondo y dijo:

—¡Caramba! Creo que aquí hay algo, detrás de este armario. Parece un pasadizo. Ayudadme a moverlo.

Rodrigo confió en que sus amigos le siguieran la corriente. Para asegurarse de que todos se dieran cuenta, había puesto todo el énfasis posible en la palabra «caramba».

—Tienes razón —dijo Aixa—. Parece que hay un hueco en la pared. Vamos a mover el armario.

Entre todos arrastraron el armario hacia un lado, aproximadamente un metro. No consiguieron moverlo más porque pesaba como si estuviera lleno de yunques, pero con eso bastaba. Lo importante era que Kail oyera el ruido que hacían.

—¡Muy bien, Rodrigo! —dijo Darion—. Parece una salida. Al fondo del pasadizo se ve una luz.

Rodrigo sonrió a su amigo y alzó el dedo pulgar en señal de aprobación.

—Venga, id pasando —dijo—. No tenemos tiempo que perder. Yo saldré el último.

Seguidamente les indicó con gestos que le siguieran en silencio. Tenían que conseguir esconderse detrás de un gran arcón que había junto a la puerta. Cuando por fin lo consiguieron, Darion llevó a cabo la última parte del plan sin que Rodrigo tuviera que decírselo: hizo que sobre la pared del fondo apareciera la imagen de un pasadizo oscuro con una luz al fondo. Parecía tan real que tuvo que reprimir la tentación de levantarse y dirigirse hacia él.

Los cinco aguantaron durante algo más de un minuto en absoluto silencio, para hacerle creer a Kail que ya no estaban en la sala. Tal como Rodrigo había previsto, el muy idiota enseguida abrió la puerta para comprobar si era verdad que se habían fugado por un pasadizo.

—¡Maldita sea! Es cierto, mirad —dijo al abrir la puerta—. Han encontrado un pasadizo secreto y se han largado.

Los otros cuatro también se acercaron y todos juntos dirigieron sus pasos hacia la pared del fondo, observando perplejos ese túnel del que nunca habían oído hablar. Rodrigo y sus amigos esperaban con ansia el momento más apropiado para escapar, y ese llegó justo cuando Kail intentó asomarse por el pasadizo y se aplastó las narices contra la pared.

—¡Ahora! —gritó Rodrigo.

Los cinco salieron de su escondite y atravesaron el umbral de la puerta lo más rápido posible. Afortunadamente los amigos de Kail se habían quedado como paralizados por la sorpresa. Antes de que consiguieran reaccionar, Rodrigo había cerrado la puerta con llave.

—¡Abrid la puerta! —gritaron desde dentro.

—Lo siento, pero tenemos un poco de prisa —dijo Óliver, mientras los cinco echaban a correr hacia la sala del trono.

—Ha sido una idea genial, Rodrigo —dijo Vega, mientras atravesaban el patio de las fuentes.

—Tienes razón —se rió él—. Estoy seguro de que Kail se habrá quedado con un palmo de narices.


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La primera mujer de Adán. -Esta historia es propiedad de Wardoch.