Las Jefas- (Adaptación Cache)...

By Pausa_vida

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Todos los derechos a su autor, esto es solo una adaptación. No estaba acostumbrada a oír la palabra «no». No... More

1- Calle
2- Poche
3- Calle
4- Poche
5- Calle
6- Poche
7- Calle
8- Poche
9- Calle
10- Poche
11- Calle
12- Poche
13- Calle
14- Poche
15- Calle
16- Poche
SEGUNDA PARTE
17- Calle
18- Poche
19- Calle
20-Poche
21- Calle
22- Poche
23- Calle
24- Poche
25- Calle
26- Poche
TERCERA PARTE
27- Poche
28- Calle
29- Poche
30- Calle
31- Poche
32- Calle
33- Poche
34- Calle
35- Poche
36- Calle
37- Poche
38- Calle
39-Poche
CUARTA PARTE
40- Poche
41- Calle
42- Poche
43- Calle
44- Poche
45- Calle
46- Poche
47- Calle
48- Poche
49- Calle
50- Poche
51- Calle
52- Poche
53- Calle
54- Poche
55- Calle
56- Poche
QUINTA PARTE
57- Poche
58- Calle
59- Poche
60- Calle
61- Poche
62- Calle
63- Poche
64- Calle
65- Poche
66- Calle
67- Poche
68- Calle
69- Poche
70- Calle
71- Poche
SEXTA PARTE
72-Calle
73- Poche
74- Calle
75- Poche
76- Calle
77- Poche
78- Calle
79- Juliana
80- Poche
81- Calle
82- Poche
83- Calle
84- Poche
86- Poche
SEPTIMA PARTE
87- Poche
88- Calle
89- Poche
90- Calle
91- Juliana
92- Poche
93- Juliana
94- Calle
95- Juliana
96- Poche
97- Juliana
98- Juliana
OCTAVA PARTE
99- Calle
100- Juliana
101- Poche
102- Juliana
103- Calle
104- Juliana
105- Poché
106- Juliana
107- Calle
NOVENA PARTE
108- Poché
109- Abi
110- Calle
111- Juliana
112- Abi
113- Poche
114- Poche
115- Juliana
116- Poche
117- Calle
118- Poche
119- Juliana
120- Calle
121- Juliana
122- Calle
123- Poche
Epílogo

85- Calle

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By Pausa_vida

Una reunión acabó mucho más tarde de lo que yo imaginaba, así que me quedé encerrada en el despacho terminando otros proyectos que no había tenido ocasión de completar.

Antes el trabajo era toda mi vida, pero ahora había pasado a ocupar un segundo lugar tras la mujer a la que adoraba. Antes el dinero significaba más para mí porque representaba
poder e independencia, pero ahora ni todo el oro del mundo significaba nada en comparación con María José. Mientras estuviéramos juntas, me daba igual que acabáramos sin
blanca.

Prefería estar en la cama con los labios de mi prometida por todo mi cuerpo.

El teléfono vibró en el escritorio blanco y su nombre apareció en la pantalla.

Yo respondí de inmediato.

―Hola.

―Hola, guapa. ¿Cuándo vas a venir a casa?

Me gustaba que considerase mi ático su hogar. No habíamos decidido dónde íbamos a vivir, pero no parecía que aquello importase. Ya fuese en su casa o en la mía, nos parecería
bien.

―Pues por desgracia me he liado en la oficina.

No me reprendió por ello porque sabía perfectamente lo entregada que estaba a mi trabajo.

―Acabo de salir de la ducha y estaba a punto de marcharme. ¿Quieres que nos veamos en el restaurante?

―Vale. ―Pasaría por mi casa a cambiarme, pero sólo tardaría unos minutos―. Te veo en media hora, más o menos. ¿Viene Valentina?

María José hizo una larga pausa antes de contestar.

―Lo dudo. Hemos hablado del tema hoy en la comida, pero no ha parecido muy entusiasmada con la idea. Me ha dicho que lo pensaría.

Era una situación complicada y sabía que no se le podía meter prisa.

―Espero que venga.

Su voz femenina estaba llena de pesar.

―Sí… Yo también.

A continuación se produjo otra pausa, pero sólo ocurrió porque queríamos permanecer al teléfono un poco más. Nos íbamos a ver en menos de una hora, pero parecía una eternidad.

Echaba de menos a aquella mujer siempre que no estábamos juntas, aunque la separación durase tan sólo unas horas.

Ella fue la primera en hablar.

―Me muero de ganas de verte.

―Yo también.

―Te quiero.

Ahora me lo decía cada vez que colgaba el teléfono y siempre era la primera en decirlo.

Se había convertido en una rutina entre las dos y esperaba que ese hábito no cambiase nunca.

―Yo también te quiero.

Colgó y yo volví a centrarme en el trabajo, aumentando el ritmo porque quería salir de allí lo antes posible. Ya no me quedaba en la oficina hasta tarde muy a menudo, normalmente
porque ya no estaba tan motivada. Pero si no me ocupaba de aquellos pedidos, me atormentarían al día siguiente.

Mi teléfono volvió a sonar y esta vez se trataba de Juan Carlos.

Activé el altavoz para poder seguir trabajando.

―Hola, Juan Carlos.

Su tono era más distendido que el de María José, pero sus palabras contenían la misma intensidad que parecían compartir todos los Garzón.

―¿Sabes? No voy a poder llamarte Calle mucho más tiempo. ―Su voz transmitía un toque de felicidad. Todavía no había hablado con él de la noticia. Había ocurrido la noche
anterior, así que en realidad no había tenido oportunidad de hablar con nadie del tema.

―Puedes llamarme Daniela. ―No tenía pensado cambiarme el apellido, pero sería raro que mi suegro se refiriera a mí por mi nombre de soltera.

―Es un nombre precioso.

―Gracias.

Hizo una pausa a través de la línea, prolongando el silencio como haría si estuviéramos sentados en mi despacho. María José debía de haber adoptado aquella costumbre de su padre sin darse cuenta siquiera.

―Mi hija no podría haber elegido a una mujer mejor con quien pasar su vida. Mi mujer estaría entusiasmada y yo también estoy muy ilusionado.

No había esperado una conversación emotiva, pero cada vez que se mencionaba a su difunta esposa, me embargaba la emoción. Yo nunca había conocido a mi madre. ¿Alguna
vez se había arrepentido de lo que había hecho? ¿Estaría orgullosa de mí? Si la madre de María José siguiera viva ¿habría sido la madre que yo nunca había tenido? Al parecer, había
sido maravillosa.

―Gracias, Juan Carlos, pero soy yo la afortunada. Tu hija es una mujer increíble y sé que pasará la vida haciéndome feliz.

―Yo tampoco lo dudo. No puedo apuntarme todo el mérito por su carácter, pero aun así estoy orgulloso de cómo es y también de su buen gusto. Cuando digo que no podría haber elegido a nadie mejor, lo digo de verdad.

Juan Carlos había ido abriéndose paso poco a poco en mi corazón y ya no lo veía sólo como el padre de María José. Me parecía mucho más, una sombra de mi padre. Me hacía sentir como
mi propio padre: especial y amada. Hacía mucho tiempo que no me sentía así.

―Gracias…

―Te veo esta noche. Jax tiene muchas ganas de conocerte.

―Yo también tengo ganas.

―¿Daniela?

―¿Sí?

―Ese anillo te queda muy bien.

* * *

Entré en mi ático y asalté mi armario de inmediato. El vestido negro que llevaba era bonito, pero era demasiado serio para una noche de diversión. Saqué un ceñido vestido
morado, unos zapatos a juego y un collar de diamantes. Me cambié rápidamente y me retoqué el maquillaje en el baño. Cada vez que me miraba en el espejo, el brillo del anillo siempre me distraía.

Había podido permitirme comprar mis propias joyas durante casi una década. Cada vez que quería algo bonito, podía comprármelo yo misma. Jamás había necesitado a nadie para nada y me enorgullecía de ello. Pero el diamante de María José significaba más para mí que cualquier otra cosa que pudiera comprar… porque no tenía precio.

Estaba a punto de salir por la puerta cuando me llamó Juliana.

―Hola. Estoy a punto de salir ―dije mientras cogía el bolso de la cómoda.

―¿Quieres que te recoja?

―Tengo al chófer en la puerta. Además, de todas formas yo estoy más cerca.

―Vale. Ahora nos vemos.

―Adiós.

Colgué y entré en el ascensor. Después de pulsar el botón, descendió lentamente hasta la planta baja. El anillo me pesaba en la mano izquierda; tenía un peso considerable en mi dedo esbelto. Siempre me decoraba el cuello y la muñeca con diamantes, pero casi nunca
llevaba anillos porque no me resultaba cómodo. El peso me distraía al teclear y cuando sujetaba un bolígrafo, la alianza siempre chocaba contra el metal.

Pero ahora era incapaz de imaginarme sin el anillo. Ya era parte de mí.

Era toda yo.

Las puertas se abrieron y crucé el vestíbulo vacío. Estaba decorado de forma lujosa, con sofás y mesas elegantes, una zona con cafetera y grandes buzones donde los inquilinos
recibían el correo. La puerta de cristal se abrió al entrar un hombre que, tras dar unos pasos, alzó la mirada hacia mis ojos.

Lo habría reconocido en cualquier parte.

Bruce Carol me miró directamente a los ojos con una callada hostilidad escrita en todo su rostro. Con un grueso abrigo negro y unos guantes del mismo color, parecía un hombre
que acabara de atravesar una tormenta. Noté un frío gélido en cuanto me miró y sentí que el terror se me acumulaba en la boca del estómago. El instinto tomó el mando y un subidón de adrenalina me corrió por las venas. El terror me atenazó el corazón.

Las alarmas saltaron en mi mente.

Sacó la mano del bolsillo sujetando una pistola negra. La levantó y me apuntó directamente al pecho.

Me quedé paralizada y cesó el repiqueteo de mis tacones en el suelo de azulejos. No había tiempo para sentir miedo, no cuando la muerte me estaba mirando a la cara de frente. Sólo podía pensar en sobrevivir, en cómo salir de aquella situación mortal. El portero que estaba apostado fuera del edificio estaba mirando hacia el otro lado y no había nadie más en aquel lugar. Los ascensores no estaban iluminados porque no había nadie bajando al
vestíbulo.

Sólo estábamos él y yo.

Dio otro paso hacia mí, apuntándome el arma directamente a la cara.

Ahora no era momento de ser obstinada, pero me negaba a levantar las manos por encima de la cabeza. Me negaba a permitir que el miedo apareciera en mi rostro. Me negaba a
hacer cualquier cosa que no fuera mirarlo con la misma ferocidad.

―Si sólo puedes derrotarme con una pistola, entonces no ganarás nunca.

Sus ojos azules no parpadearon mientras permanecían fijos en mí. No le tembló la mano cuando me apuntó con el cañón directamente al corazón. Mis palabras no parecieron tener
ningún impacto. Era como si no las hubiera oído en absoluto.

No tenía ningún modo de defenderme. No había ninguna mesa cerca, ni siquiera una lámpara. Lo único que tenía era el bolso en la mano. Podía lanzárselo a la cara, pero él dispararía primero. Sólo contaba con mis palabras. Había cámaras en los rincones del vestíbulo, pero sospechaba que no había nadie vigilando porque en ese caso ya estarían allí abajo.

―Todavía tienes a tus hijos. Si haces esto, también los perderás a ellos.

―Los he perdido por tu culpa. ―Puso el dedo en el gatillo.

No me avergonzaba admitir que tenía miedo, pero, si era así como iba a perder la vida, mantendría toda la dignidad posible. No le daría la satisfacción de rogarle ni disculparme.

No le daría absolutamente nada hasta que diera mi último suspiro.

Y mi último pensamiento se lo dedicaría a María José.

El silencio se intensificó. Podía oír mi respiración y también la suya. Esperé a que ocurriera algo, a que alguien entrase por las puertas y pusiera fin a aquella pesadilla.

Esperé a que bajara la pistola y entrara en razón.

―El dinero no significa nada. Tienes mucho más por lo que vivir.

―El dinero no significa nada para ti porque lo tienes. ―Dio un paso más adelante―. Pero ya no lo tendrás.

Y entonces me disparó.

Fue indoloro.

Sólo sentí la sacudida del impacto mientras mi cuerpo salía despedido hacia el suelo.

Choqué contra una baldosa, golpeándome la parte posterior de la cabeza con fuerza. El suelo estaba frío, pero mi sangre calentó la superficie de mi piel al salpicar por todas partes.

El corazón se me aceleró para compensar la falta de sangre.

Me sentí débil inmediatamente por la conmoción.

Me quedé contemplando las luces fluorescentes de arriba con mi precioso vestido destrozado por mi propia muerte. El bolso se me había caído al suelo en algún momento.

La vida se me estaba escapando de los ojos y me vino a la mente María José. No sobreviviría sin mí. Nunca volvería a conocer la felicidad. Tenía que sobrevivir, pero no sabía cómo
hacerlo.

Bruce caminó hasta mí con la pistola apuntándome directamente a la cara y con el cañón todavía humeando por la bala anterior. No había saciado su rabia con el primer disparo.

Obviamente necesitaba más para completar su venganza.

Quería rematarme, destrozarme la cara para que ni siquiera pudieran abrir mi féretro en mi funeral. No había podido soportar cómo lo había destruido con elegancia ni que María José se hubiera puesto de mi parte al proponer nuestro acuerdo. Bruce era un cerdo machista que sólo sabía jugar sucio. Estaba resolviendo aquel problema con el mismo mal gusto con el que se ocupaba de todos sus asuntos.

No podía permitir que aquello sucediera.

Desplazó el dedo hasta el gatillo.
En cuanto me moviera, aceleraría mi muerte. Pero prefería morir desangrándome en el suelo a permitir que aquel cabrón me disparase en la cara. Y prefería morir con su cuerpo
frío junto al mío para que María José no tuviera que sufrir en un juicio que se prolongaría durante años interminables.

Prefería llevarme a Bruce conmigo.

Antes de que pudiera apretar el gatillo, le di una patada en la rodilla y le aparté la mano de en medio al mismo tiempo.

La pistola se disparó y acertó a la puerta del ascensor.

Le di otra patada aunque estaba sangrando más aún. La vida se me escapaba y me sentía más débil por segundos. Sólo me quedaban algunos minutos, tal vez ni siquiera eso.

Bruce se tambaleó hacia delante y dejó caer la pistola.

Yo la cogí, la cargué y la apunté directamente a su cara.

―Parece que gano yo otra vez. ―Apreté el gatillo.

Pum.

Cayó al suelo y su cuerpo quedó inerte al instante.

Volví a apuntarle con la pistola al cuello.

Disparé otra vez. Pum.

Con el arma todavía caliente, la dejé en el suelo junto a mí y me quedé allí tumbada sintiendo cómo la oscuridad me envolvía. Morirse era exactamente igual que quedarse dormido. Lo único que tenía que hacer era cerrar los ojos y esperar a que pasara. El dolor
se acabaría. El sufrimiento llegaría a su fin. Había dejado mi huella en el mundo y sería recordada cuando ya no estuviera.

Ojalá pudiera quedarme.

Tenía más vida que vivir.

Tenía una mujer a la que amaba.

No había tenido hijos.

Surgieron unas voces a mi alrededor, las luces de una ambulancia empezaron a destellar a través de los ventanales y un hombre apareció sobre mí. Debía de ser un paramédico,
porque empezó a soltar palabras médicas. Me pusieron en una camilla y me empujaron hacia la ambulancia.

No podía aguantar más.

Miré al hombre que estaba sobre mí, un médico de unos cuarenta y pico años.

―¿Sabe quién soy?

―Sí. Vamos a llevarla al hospital, señorita Calle. ―Mostraba una calma profesional a pesar de la sangre que goteaba por la acera y la carretera.

―¿Puede hacer una cosa por mí?

Ayudó a los hombres a meterme en la parte trasera de la ambulancia. Bloquearon las ruedas, cerraron las puertas y cruzamos a toda prisa la ciudad de Nueva York.

―Lo haré si puedo.

Estaba perdiendo el conocimiento. Ya no sentía las manos y hacía un buen rato que había perdido la sensibilidad de las piernas. Apenas notaba mi anillo de compromiso en el dedo.

―Dígale a María José Garzón que la quiero.




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Maratón: (2/3)

Les pido ayudita si ven algún error para que me lo comenten y poder arreglarlo, porque aunque lea el cap como cinco veces siempre se me escapa algo...

Twitter: @joselinmarian19

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