El secreto de la Corte ©

Da GuillenFM

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«Los duraznos floreciendo la lluvia hizo caer los pétalos me miro al espejo y no me reconozco.» María Guillén... Altro

Sinopsis
Contexto histórico + Advertencias
Prólogo
Capítulo 2
Capítulo 3

Capítulo 1

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Da GuillenFM


Octubre, 1839

En algún punto del Mar de Filipinas.


El suelo bajo los pies de Sara se tambaleaba, pero el Sophia Elizabeth¹seguía un curso favorable a horas del mediodía. Sara se agarró fuerte de la barandilla tras de ella, partes de la madera astillada perforaban sus palmas, acostumbrada a la sensación, apenas se crispó, porque no era comparado con la incomodidad que sentía en el estómago por el bamboleo del barco.

Pero, aunque, su centro de gravedad se había sentido inestable y no había podido mantener las dos comidas enteras, Sara no había perdido la sonrisa que había tenido los últimos meses.

Porque capaz no podía mantener dos comidas, pero ahora era capaz de comer papilla sin vomitarla.

Por otro lado, ella tendía hacer demasiado optimista.

Sara miró a su padre, sentado en el medio de marineros y comerciantes, con su biblia en la mano, y su sonrisa creció. Porque su padre estaba cómodo en medio de las preguntas y el recelo de algunos.

El viento estaba fresco y saboreo el salitre en sus labios. Sara se abrigó más y apretó más su velo alrededor de su cabello. Era un hiyab², que le había regalado una mujer en el puerto de Batavia³.

Al principio, cuando la mujer, musulmana por su vestidura, la abordo en pleno puerto, Sara se había mostrado insegura, ya que la manera de hablar había sido rápido, y apenas había podido entender una que otra palabra en árabe.

Sara reconoció que, de su familia, todos escolarizados, era la que menos oído tenía para las lenguas.

Pero, pase a la inseguridad de no entender, la mujer había sido firme al darle la tela, y Sara se había distraído solo un segundo, viendo lo que había sido arbitrariamente colocado en sus manos, pero había sido tiempo suficiente.

Porque la mujer aprovecho para desaparecer entre el tumulto de gente.

Era oscuro, no gris, pero tampoco marrón, hecho de lino, media aproximadamente un metro, y Sara envolvió su cabeza. Ni siquiera pensó antes de hacerlo, solo lo hizo.

Su padre, misionero⁴ desde hacía veinte años, la vio, sonrió bajo su barba rubia y espesa, y le dijo en tono afable:—Creo que ese color no te favorece, Sara.

Y no, no lo hacía, pero combinaba muy bien con el color de su vestido, que era gris. Su madre había insistido en que usara los colores más apagados posibles, colores que la hacían ver enfermiza, y aunque Sara quería refutar, lo había concedido sin una palabra.

Por muy buenas razones.

Era la mayor de dos hermanos y dos hermanas, tenía veintidós años y era consiente que había tenido toda la libertad que una mujer de su edad no tenía. Pero cuando su padre había llegado de la iglesia, diciendo que se embargaría con los neerlandeses, en su ruta comercial, para repartir la palabra, Sara había saltado, queriendo más de esa libertad.

Porque quería ir.

Nunca había salido del pueblo, de la isla, su padre había repartido la palabra a cada lugar al que podía ir, en su juventud, incluido las Colonias, pero luego de casarse, se había mantenido en la isla, a pedido de la iglesia.

Para Sara, era una oportunidad en un millón.

No era ortodoxo, que ella, como mujer y a su edad, acompañara a su padre a su misión, pero nadie estaba preocupado por eso. Y solo el capitán y la tribulación del Sophia Elizabeth estaban al tanto.

Porque había una cosa más importante para la iglesia que un misionero con su hija, viajando; el estado de guerras constantes que se había desarrollado en todo el país, durante los últimos nueve años, por la regencia de María Cristina de Borbón. Y aunque Sara, con su familia, estaban lejos de los conflictos de la península, se sentía.

Mayoritariamente, en la comida y la cantidad hombres jóvenes que se embarcaban en los buques para marchar a tierra firme.

Por la noche, en su pequeña casa, podía escuchar a su madre a través de las paredes, orando, para que no se llevaran a sus hermanos varones. Sara se unía, porque aunque al día siguiente estuvieran correteando por la playa y lanzándose tierra e insultándose entre ellos, se amaban.

Y no deseaba, bajo ningún concepto, que sus hermanos fueran a luchar guerras en nombre de ninguna corona. Cosa que todos en su familia estaban de acuerdo, aunque no fuera dicho en voz alta.

Su padre había aceptado con poca lucha, pero su madre había sido un hueso duro, y solo después de mucho pedir, suplicar y rogar, había aceptado con la condición de que se vestiría lo más tapado posible, y que estaría junto a su padre en todo momento, que no se apartaría de su lado.

Y habían pasado varios meses desde eso.

Los neerlandeses habían parado solo por breves días en la isla para descansar, antes de seguir su ruta comercial, que iría a las Indias Orientales⁶ y seguiría hasta acabar en Japón. Y hasta ahora, Sara estaba maravillada con la cantidad de personas que habían conocido.

Tu padre es diferente a otros misioneros que he conocido.

Sara saltó ante la repentina voz que vino desde su izquierda en inglés, giro y miro al señor Antoon, uno de los marineros que los habían acompañado en cada momento fuera del barco, a petición del capitán, desde que habían embarcado. Era alto, con cabellos rubios como el trigo y piel quemada por largas horas al sol, sus ojos eran marrones y miraban a su padre con suspicacia.

¿Por qué? ¿Por qué no agita la cruz en sus caras? —. Pregunto Sara en voz baja

Y aunque las tuvieran, no lo harían, según su madre, era de mal gusto y Sara estaba de acuerdo. El señor Antoon negó y le dio un vistazo de reojo. —Porque no quiere que nos convirtamos.

Sara suspiró y trato de pensar la mejor manera de explicar, porque aunque eran católicos para todos en su comunidad, su padre les recordaba que también eran buenos cristianos. Y como buenos cristianos, cargar la cruz encima, que era un recordatorio del dolor que Jesús había pasado por ellos, era desagradable. Que tratar de convertir a alguien nunca había traído buenas consecuencias.

Su padre estaba más de lado de los protestantes de lo que jamás podría admitir en voz alta.

Ustedes creen en Dios, y creen en Jesús. Es suficiente para mi padre. —Lo explico de manera sencilla. El señor Antoon entrecerró el ceño, y Sara continuo: —Mi padre es un hombre de conocimientos, señor Antoon, y mucha fe. Nunca se negaría aprender sobre usted, y lo que crees, si le hace una buena persona.

¿Qué me dices de los Santos?

Sara abrió la boca, pero la cerró con la misma rapidez, porque el barco subió lo suficiente para que sus pies casi se despegaran del piso de madera, y se puso rígida, agarrando la barandilla, pero no fue suficiente para su estabilidad, así qué, el señor Antoon, sin respetar su espacio, la tomo por el brazo, anclándola hacía bajo.

Tardo varias respiraciones en calmar su estómago, mientras el barco volvía a mantener su bamboleo suave.

¿Estás bien?

Sara asintió, se alejó un poco del señor Antoon y este la soltó. Despegando sus manos rígidas de la barandilla, se arregló el cabello bajo su hiyab, seguido de eso, se alisó el frente de su vestido solo por costumbre. Sara enfocó su mente en los Santos, alejando sus pensamientos de su estómago, y tampoco tenía una respuesta fácil.

Su padre no creía en ninguno de ellos, pero su madre en varios. Era un tema delicado en casa. Así que contesto de la única manera que su padre le había enseñado: —¿Has visto algún hombre cometer actos santos?

El señor Antoon bufo, diciendo algo en su neerlandés entre dientes, que Sara no necesitaba entender para saber que era una mala palabra. Ya había pasado tiempo suficiente entre los marineros para entender el tono.

El hombre se apoyó con la barandilla, mirando el mar extenso que los rodeaba.

No, pero pareciera que muchos de los tuyos han visto a hombres y mujeres cometer actos santos, para creer con tal vehemencia.

Sara asintió, mirando a su padre, que estaba feliz y dichosos hablando entre marineros, la biblia ya había sido olvidada. Su padre, mucho más culto y experimentado, si entendía mucho más el idioma que ella.

Lastimosamente, no tengo una explicación sobre la fe de algunas personas.

Antoon, apoyando su barbilla en su mano, miro a Sara, intenso, haciendo que esta se removiera incómoda. — No importa, has satisfecho mi curiosidad sobre ustedes y por qué el capitán permitió que vinieran con nosotros.— Hizo una pausa, mirándola de arriba y abajo, evaluándola, y Sara trato de parecer lo más tranquila posible. El señor Antoon continuo. — Pero le advierto, señorita Sara, cuando lleguemos a Dejima, van a tener que mantenerse cerca del barco. No son tan amigables como los otros con gente como ustedes.

Y Sara había escuchado historias en su camino y mucho antes de partir por parte de su padre. De cómo y por qué ya los misioneros no eran bienvenidos en la isla de Japón, y también del estado de reclusión que mantenía el emperador en el país.

Desde hacía doscientos años.

Sara se había escandalizado cuando se había esterado de esto último. ¿No poder salir o recibir personas del mundo? Para Sara, que había vivo toda su corta vida en Canarias, y había conocido y visto tantas personas del mundo, tal cosa era... Inconcebible.

Ella asintió con gravedad, captando la advertencia.—Mi padre ya me ha informado que no bajaríamos del barco.

El señor Antoon frunció el ceño.

No tiene que ser vista por ninguno de ellos, señorita Sara. Ni un solo cabello de usted, ¿entendió? No podremos hacer nada en sus tierras y menos en la situación en la que se encuentra usted y su padre.

La «situación» era delicada porque Japón solo permitía que cierta cantidad de extranjeros atracase en el puerto de Nagasaki, y evaluaban todas las veces que se les era permitió. A los neerlandeses solo se les consentía dos barcos por año, donde los tiempos de dichos barcos también eran estipulados por los Japoneses.

No podría de haber más diez hombres, neerlandeses, en el puerto de Dejima, para subir las cajas al barco, y si necesitaban descansar también sería en su barco, lo único permitido para los neerlandeses era la compra de provisiones para el viaje de regreso, y aun así, estarían siendo vigilados por los guardias o samuráis del señor de Nagasaki.

Y era un acuerdo que se había mantenido por años, pero el capitán Johan van Linschoten había sido amigo de su padre, por unos treinta años, y era una de las razones de por qué ambos estaban en la embarcación. Ambos habían sido jóvenes, indomables por la aventura cuando se conocieron, y en palabras de su padre, el capitán Johan le debía muchos favores.

Pero, si los japoneses sospechaban que los neerlandeses estaban siendo deshonestos con los acuerdos estipulados, estos perderían el negocio de la seda y la porcelana, que muchas personas de alto status social codiciaban, y...

Sara no podría, ni quería, imaginar que clases de cosas violentas podrían hacerles. Se rodeó con sus brazos, tratando de suprimir el frío que la embargo de repente.

No bajaré del barco, señor Antoon. —Le aseguro Sara.

Y el señor Antoon debió encontrar la respuesta de Sara apaciguadora, porque ambos se quedaron en silencio, solo escuchando el mar, la conversación y la risa de los marineros. Con la llegada en pocas semanas a Nagasaki en el horizonte, ambos apreciaron la calma.




Contexto histórico:

¹El barco Sophia Elizabeth sí existio, pero en 1838. El barco holandés partió de los Países Bajos hacia Dejima y tardó aproximadamente cinco meses y medio en llegar a Nagasaki.

En general, los holandeses enviaban una flota anual de barcos a Dejima para comerciar con Japón. En promedio, durante la segunda mitad del siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX, llegaban a Dejima alrededor de dos o tres barcos al año. 

²Un hiyab  es pañuelo para cubrir la cabeza, cuello y parte del pecho utilizado por las mujeres musulmanas con un valor cultural y religioso.  (Aunque existen varios) 

³ Batavia fue el nombre dado por los holandeses a la ciudad de Yakarta, la capital de Indonesia, durante la época colonial holandesa.

En general, los misioneros católicos no podían casarse en el siglo XIX, incluyendo en la década de 1800. La normativa de la Iglesia Católica establecía el celibato obligatorio para los sacerdotes y misioneros, y esta norma se mantuvo en vigor durante la mayor parte del siglo XIX.

Sin embargo, existen algunas excepciones. Por ejemplo, en algunas misiones católicas en el Nuevo Mundo, se permitió a los misioneros casados en algunos casos especiales, como por ejemplo cuando se trataba de misioneros que se habían casado antes de su ordenación o que habían sido ordenados en la Iglesia anglicana y que se habían convertido al catolicismo.

Las Guerras Carlistas fueron una serie de conflictos armados que se desarrollaron en España durante el siglo XIX, entre 1833 y 1876. Estos conflictos enfrentaron a los partidarios de Carlos María Isidro de Borbón, que reclamaba el trono español, contra los partidarios de la regente María Cristina de Borbón, que gobernaba en nombre de su hija, la reina Isabel II.

Para mediados 1839, los holandeses tenían una amplia red de rutas comerciales en todo el mundo, gracias a su poderosa flota y su presencia en colonias y territorios en Asia, África y América. Algunas de las rutas comerciales más importantes para los holandeses en ese momento incluían:

Ruta comercial de las Indias Orientales: esta fue una de las rutas comerciales más importantes para los holandeses durante muchos años. Los barcos partían de los Países Bajos y navegaban hacia las Indias Orientales Neerlandesas (Indonesia) a través del Cabo de Buena Esperanza. En Indonesia, los holandeses comerciaban principalmente en especias, café, té, porcelana, seda y otros bienes.

Ruta comercial de Japón: Como mencioné anteriormente, los holandeses mantenían una factoría comercial en la isla de Dejima en Japón. Desde allí, comerciaban principalmente en seda, porcelana, lacas y otros bienes japoneses.

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