—¿Dónde estás? —pregunto nerviosa al ver mucha gente en el aeropuerto.
—Estoy entrando —responde entre risas. Resoplo molesta mientras me ajusto la falda verde con cuadrados rojos y añiles.
—No tardes mucho o me voy.
—Cielo, te orientas fatal —deseo con todas mis fuerzas gritarle, pero me contengo. No quiero montar un espectáculo y encima tiene razón.
—Explícame entonces cómo consigo llegar siempre a tu corazón —comento con picardía y escucho silencio por el otro lado de la línea telefónica—. ¿Estás sonrojado?
—No —eleva un poco el tono y no puedo evitar reírme. Ya vuelve a gimotear como los niños.
Después de esa conversación hablamos de banalidades: qué tal nuestro día, cómo nos encontramos, qué hemos desayunado. Lo típico para rellenar una conversación y no dar paso a un silencio incómodo. Sin embargo, todo es agradable cuando hablas con la persona indicada.
—Aelia —exclama una voz grave a mis espaldas, haciendo eco con el teléfono. Me doy la vuelta y sonrío al observar que es Angel.
—Que gusto verte, —Se ríe al sentir mis dedos rozar sus cosquillas repetidamente— llevaba mucho tiempo con ganas de hacer esto.
—Ah, solo querías conocerme para esto —coge mis manos, me echa una mirada y cuando hacemos contacto visual muerde su labio inferior.
—No, pero es una de ellas. —Me deshago de su agarro y le toco la nariz. De nuevo abre sus ojos sorprendido; adoro hacer cosas que no se espera, al final todas sus expresiones son bellas.
Me imagino que esta debe ser una de las razones por la que le gusto. Para mí él es tan bello y maravilloso como un ángel, además tiene un acento hermoso cuando habla italiano; es paciente y siempre ha sido muy amable cuando me ha enseñado su idioma natal.
Caminamos fuera del lugar y el ruido de la maleta junto al ruido hecho por los turistas que visitan Venecia nos envuelve de lleno. Mi corazón late con fuerza mientras caminamos sujetos de la mano. A veces me siento en un sueño cuando estoy con él; en uno donde siempre deseo continuar.