—Oh, oh —exclamó Julen de pronto desde la cabina.
—Oh, oh, ¿qué? —Eric se acercó a la ventanilla frunciendo el ceño, tratando de ver lo que sucedía delante de ellos.
Habían cruzado toda Suecia en un solo día, sin descanso y a la máxima velocidad que esos vehículos permitían; ni siquiera habían parado a dormir, iban relevándose para descansar y seguir conduciendo. No había posibilidad de perder ni un segundo de su tiempo, cuanto más tardasen en llegar, más Renegados podían ser trasladados a las Fuerzas Naturales, y entonces no habría posibilidad alguna de sacarlos de allí.
No habría posibilidad alguna de sacar a Aria y a Maitane de allí.
El crepúsculo había caído sobre ellos como un manto negro e inesperado que les dificultaba la travesía. Que no hubiese tráfico había hecho que atravesar Suecia no se hiciese tan largo, aunque las carreteras estaban deterioradas y en algunas partes Julen se vio obligado a reducir la velocidad para atravesarlas. Ya se había cabreado bastante, maldiciendo por lo bajo palabras malsonantes en francés. Tampoco se habían cruzado con ningún furgón del Escuadrón Fugitivo, por lo que habían tenido un viaje relativamente tranquilo.
—Tenemos problemas. —Julen señaló con el mentón la moto de Argus a lo lejos, que se detenía frente a una furgoneta blindada de color negro—. Genial, ahora no llegaremos nunca.
—Detén la furgoneta. —Eric mantenía la mirada fija en Argus, con el ceño fruncido.
Julen obedeció. Ian se acercó a él y observó en su misma dirección.
—¿Vamos a salir? —preguntó con voz inexpresiva.
Eric se volvió hacia él. Ian miraba a través del parabrisas con los ojos entrecerrados, como si estuviese analizando la situación y todos los resultados posibles.
—No se abandona a un miembro del comando. —Eric cogió una recortada del montón de armas y la cargó, lista para ser disparada.
—Por fin. —Heather dio una palmada, sonriendo—. Ya estaba comenzando a aburrirme de tanto viaje. Vayamos a por un poco de acción.
Abrió la puerta de la furgoneta y saltó al exterior.
—¡Heather, espera! —Eric estiró la mano para agarrarle el brazo, pero sus dedos solo se cernieron entorno al aire.
Ian observó cómo se dirigía hacia donde Argus había frenado la moto, ladeando la cabeza.
—Vigila la furgoneta. —Julen asintió y Eric, tras soltar un suspiro exasperado, salió al exterior con el arma en la mano.
Ian saltó del vehículo en pos de Eric y se acercaron a Heather de forma sigilosa; sus pisadas casi no emitían sonido alguno, como si se deslizase por el aire. Se dirigían sigilosamente hacia Argus; la carretera giraba hacia la izquierda haciendo una elipse muy pronunciada, gracias a eso y a los árboles que crecían en la linde de la carretera, la furgoneta y el resto del comité quedaban ocultos de Argus y la furgoneta del Escuadrón Fugitivo. Ellos podían verlos a través de la espesura del bosque, pero Argus y los soldados no, a no ser que prestaran especial atención, lo cual no parecía suceder.
Ian y Heather siguieron por la carretera, escogiendo el camino largo, mientras que los pocos Renegados que habían bajado de sus vehículos, liderados por Eric, atravesaban el bosque en línea recta hasta el punto donde la furgoneta y Argus estaban parados. Antes de doblar la curva, Ian se volvió hacia Heather.
—Prepara el arma.
—Pero... —trató de protestar, pero él la acalló elevando una mano.
—No hay peros. —Ian lanzó una mirada a su espalda para asegurarse de que no los veían—. El Escuadrón Fugitivo no debe saber que vamos hacia allí. Hay que acabar con este furgón de manera silenciosa, no podemos armar un escándalo.
Heather sacó su arma, cargando la recámara, y lo siguió a regañadientes.
Mientras ambos llegaban, Eric y el resto ya se habían ocultado detrás de los matorrales que bordeaban la linde de la carretera. Unos cuantos se pusieron a su altura, elevando el arma entre la espesura. Como no había suficiente armamento para todos, el resto de Renegados solamente esperó pacientemente a su espalda, alerta. Si algo se torcía, estaban preparados para cubrir a Argus.
La noche era realmente oscura, las grandes copas de los árboles creaban sombras serpenteantes sobre la carretera, entre las que Ian y Heather podían ocultarse y continuar avanzando. El cuarto creciente de la luna iluminaba en lo alto sus siluetas.
—Espera aquí —Ian se volvió hacia ella—, si ves que algo sale mal, no dudes en disparar. Desde aquí tienes un buen ángulo. Trata de no matar a nadie en la medida de lo posible.
—Eres un aguafiestas —comentó Heather, agazapándose y levantando el arma junto a uno de los árboles que hacían esquina—. Por si nunca te lo habían dicho, Ian Butler.
Él se volvió hacia Argus como si apenas hubiese escuchado ese comentario; mantenía una pequeña conversación acalorada con dos hombres de apariencia robusta y anchos hombros. Ian se volvió invisible al ojo humano, Heather elevó el arma, observando alerta. No se escuchó nada, no se veía movimiento alguno; de pronto, los dos hombres cayeron al suelo inconscientes, como si algo o alguien los hubiese derribado.
Heather sonrió.
—Hay más hombres dentro —susurró Argus al aire—. Al menos dos más.
Oculto para cualquiera, Ian se movió como un susurro hacia la furgoneta. Agarró las puertas dispuesto a abrirlas, cuando Argus se acercó a ellas y le retiró las manos.
—Yo abro, tú entras —le dijo.
Lo miró con extrañeza. ¿Podía verlo?
Argus tiró de las dos puertas y comprobaron que estaban en lo cierto, dos soldados más aguardaban en el interior. Ambos miraron desconcertados hacia el exterior.
—¿Teniente? —preguntó uno, mirando más allá de ellos, como si no supiesen que estaban allí.
Cuando el hombre se asomó y vio los cuerpos caídos de sus compañeros, retiró el seguro de su arma y la levantó, apuntando a la nada. Argus lo miró entrecerrando los ojos; negó con la cabeza unos instantes, como si le hiciese gracia la reacción del soldado, y después subió a la furgoneta haciendo el mínimo ruido posible.
Sí, era un Cinco. Solo los Cincos podían volverse invisibles al ojo humano, aunque no pudo comprobarlo porque llevaba puesta una chaqueta de cuero gruesa, casi tan negra como el cielo poco estrellado sobre sus cabezas, que le ocultaba el tatuaje del hombro.
Argus lanzó al soldado hacia atrás de un puñetazo. El otro elevó su arma, con la mano temblorosa. Sujetándola de ese modo no lograría resistir ni el retroceso. No parecía tener más de quince años.
Ian lo miró frunciendo el ceño y, sin decir palabra, agarró a Argus para salir de la furgoneta.
—Es un niño —le susurró—. Marchémonos.
—No pensaba acabar con sus vidas —le dijo Argus, e Ian supo que decía la verdad—. No les he dicho nada, ni siquiera saben que soy un Renegado.
Ian asintió, conforme con su explicación.
Argus cerró las dos puertas, levantó las manos y comenzó a cubrirlas de una fina escarcha, una luz plateada resplandecía alrededor de sus manos, del mismo color que sus ojos.
El joven soldado corrió hacia ellas y trató de abrirlas, sin éxito.
Argus le dedicó una corta mirada antes de dar media vuelta y regresar junto al resto de Renegados, que se habían mantenido ocultos detrás de la frondosidad del bosque. Ian ya estaba allí. Cuando estuvieron seguros de que el soldado del furgón no podía verlos, se hicieron visibles de nuevo.
—Regresemos a los vehículos, será mejor marcharnos cuanto antes —exclamó Argus. Aun mantenía la mirada clavada en ese furgón—. La escarcha no lo retendrá mucho tiempo.
Con el mismo silencio y la misma cautela con la que se acercaron, regresaron hacia la fila, al otro lado del bosque. Julen los aguardaba en la furgoneta con el rostro circunspecto. Cuando todos hubieron subido, arrancó y se puso en marcha sin hacer comentario alguno. Doblaron la curva y, dejando una distancia prudencial con la moto de Argus, atravesaron la frontera de Finlandia sin ningún impedimento.
—Demasiada calma para mi gusto —comentó Julen mirando a todos lados, conduciendo a poca velocidad.
—Siempre hay calma antes de la tormenta —murmuró Ian volviéndose a sentar contra las puertas con indiferencia.