Iracunda, al grado de haber sospechado que quizás me brotaba espuma por la boca, entré al edificio en el que se encontraba el despacho de mi papá. Irrumpí en su oficina del mismo modo, sin esperar a que su secretaria me anunciase.
Abrí la puerta violentamente, pero él no se sobresaltó; levantó la cara lentamente y pude ver satisfacción en su mirada.
Eso me confirmó dos cosas: la primera, era que mis sospechas no habían estado equivocadas, ésta había sido su idea; la segunda, era que la gente entraba de este modo a su oficina con bastante frecuencia.
—¿A esto recurres con tal de enseñarme una lección? —No había necesidad de darle el beneficio de la duda.
—Es muy simple —Dejó su bolígrafo sobre su agenda, la cerró y la colocó a un costado—. Tu preocupación por tu desempeño académico te estaba distrayendo de lo realmente importante, así que decidí quitarte esos obstáculos para que puedas ver la realidad —Su rostro se tornó casi malévolo.
Solo le hacía falta una sombra que le cubriera parte del rostro y una tenebrosa música de fondo, y entonces hubiera logrado la interpretación perfecta de cualquier villano de Disney.
—Primero me dejas sin casa y ahora me haces perder el semestre —reclamé—. ¿Hasta dónde estás dispuesto a llegar con tal de lastimarme?
—¿Estás tan ciega en tu pecado que piensas que quiero lastimarte? —Se burló, pero su risa irónica no lo hacía menos aterrador—. ¡Estoy intentando salvarte! —En un instante, se enfureció—. ¿Crees que estás sufriendo ahora? ¡Esto no es nada, comparado a lo que te espera entre las llamas eternas del infierno! ¿Por qué no puedes ver la realidad? Estás en las garras de Satán.
—Tú y el padre Molina viven en una fantasía —reclamé—; una caja de cristal que no pueden ver, tocar, oler, oír o degustar. Siguen reglas impuestas por un supuesto ser supremo que no ha sido otra cosa que un patrón ausente durante los dos milenios que llevan adorándolo.
—¡Cállate! —Se puso de pie, violentamente. Ahí estaba nuevamente esa pose de dragón nórdico.
—Tu dios es tan mítico como cualquiera de los que existieron antes que él —Le dije—, y tu ferviente creencia en él no puede materializarlo, porque no es otra cosa que una quimera...
—¡Deja de blasfemar! —Mi papá azotó su palma sobre la madera maciza de su escritorio. Todo su peso estaba sobre su mano y él se veía imponente como un gorila.
—...un delirio colectivo —Continué, por primera vez, sin miedo.
A esas alturas mi papá me había despojado de las únicas cosas que valoraba en la vida: mi familia y mis estudios. Ya no tenía nada que perder; y quien no tiene nada que perder, no tiene nada que temer.
Por primera vez vi con claridad que su mirada furiosa y su pose amenazadora eran solamente una fachada que intentaba proteger lo que en realidad había detrás: una estructura sin cimientos, tambaleante, que se caería con la cantidad adecuada de resoplidos.
—Tu dios no puede castigarme porque no existe.
Nos miramos en silencio. Su respiración, cada vez más agitada; la mía, perfectamente serena.
—¡Me das asco! —dijo, finalmente. La expresión en su rostro ilustraba a la perfección su sentir—. Nunca has sido motivo de orgullo para tu familia. Nunca has hecho nada que me haga sentir feliz de haberte dado la vida; pero ahora que te has dedicado a arrastrar mi apellido por la mierda, maldigo más que nunca el día en que fuiste concebida. Ojalá tuviera una puta por hija, eso sería mejor que una sucia lesbiana; una persona torcida, enferma de la cabeza y del alma —Su rostro estaba tan rojo y sus venas tan saltadas, que por un momento pensé que sufriría una embolia.
Hubiera querido dejar de escucharlo, desconectar mi mente de su torbellino de insultos, pero no pude. Escuché cada palabra con atención y cada una me laceraba una parte distinta del corazón.
—¡Te preferiría muerta, antes que desviada! —dijo con tanto odio y tanto volumen que el licenciado Oropeza, el otro dueño de la firma, irrumpió en la oficina escandalosamente.
—Gustavo, ¿has perdido la razón? —El licenciado Oropeza, al cual yo llevaba años sin ver, me miró con preocupación, luego regresó los ojos hacia mi papá—. Tenemos clientes importantes en la sala de reuniones de al lado y tú estás gritando como un maniático.
Mi papá abandonó su pose amenazadora de inmediato. Se aclaró la garganta y se acomodó el saco como si eso fuese a borrar mágicamente la mala impresión que acababa de causar.
—Eva —El licenciado Oropeza me miró una vez más—, ¿puedes esperar en mi oficina, por favor?
Asentí. Miré a mi papá para asegurarme de que supiera que ya no le temía, y luego me retiré. El licenciado Oropeza cerró la puerta y después pude escuchar su voz pero no pude entender lo que decía.
Me dirigí a su oficina y esperé.
Lupita, la asistente del licenciado Oropeza, me miraba con algo que quizás era compasión, pero bien podría haber sido lástima.
—¿Quieres algo de tomar? —preguntó.
Negué con la cabeza y le di las gracias.
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La oficina del licenciado Oropeza era idéntica a la de mi papá. Salvo por las fotografías y otros detalles muy pequeños que marcaban la diferencia entre su personalidad y la de su socio, uno podría haber jurado que era exactamente la misma oficina contemplada en el reflejo de un espejo.
—El comportamiento de tu papá el día de hoy es inexcusable —dijo el licenciado al cruzar el umbral de su oficina y cerrar la puerta. Tomó asiento y su silla de piel crujió—. Y ahora que lo confronté, confesó los pormenores de lo que hizo en conjunto con el rector.
El licenciado hizo una mueca, se retiró los lentes, se tocó las sienes. Luego abrió los ojos y los clavó en los míos.
—Mañana mismo voy a ir a la universidad y le voy a poner un susto al personal involucrado. Vas a ver cómo en cuestión de unos días tus calificaciones reales van a verse reflejadas en el sistema.
Me quedé en silencio, pero podía sentir a la perfección que mi rostro delataba dudas y sospecha. El licenciado Oropeza era un hombre bastante conservador que había estudiado con mi papá y había sido su amigo por casi treinta años. Él también era amigo íntimo del padre Molina.
—Esto que hicieron no tiene justificación, Eva. Y no voy a permitir que las creencias anticuadas de tu papá manchen el nombre de esta firma.
—Gracias —Me obligué a decir y sentí lágrimas llenando mis ojos.
Escribí mi número de celular en una libreta de notas que el licenciado tenía sobre el escritorio y la empujé hacia él.
—Sé que no es de mí de quien quieres escucharlo, Eva —dijo, aclarándose la garganta—. Pero no eres una desviada ni tampoco ninguna otra de esas cosas horrendas que te dijo tu papá.
Asentí, una lágrima escapó de mis ojos.
—Gracias —reiteré, antes de marcharme en silencio.
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En el camino hacia casa de la abuela Margarita, lo único que había en mi mente eran las palabras de mi papá: «¡Te preferiría muerta, antes que desviada!»
¿Pensaría lo mismo mi mamá? ¿Pensarían lo mismo las gemelas? ¿Mi familia me prefería muerta antes que lesbiana?
Cuando llegué a casa le conté a mi abuela lo que había sucedido, y mientras narraba esa última parte, comencé a llorar incontrolablemente. Mi abuela levantó mil injurias en contra de mi papá, luego levantó el teléfono para decirle otras cuantas a mi mamá, que no tenía idea de lo que había sucedido.
—¡El malnacido de tu esposo le dijo a Eva que la prefiere muerta, antes que gay! ¡MUERTA! —gritó mi abuela—. Si no le pones un alto a ese desgraciado, se lo voy a poner yo.
Mi abuela azotó el auricular inalámbrico en su base, aunque la llamada había terminado cuando presionó el botón que dice End en letras rojas; entendí la intención perfectamente.
La abuela Margarita me preparó un té de tila y se quedó conmigo el resto de la tarde, distrayéndome, asegurándose de que yo ya no pensara en lo sucedido. Yo respondía a sus temas de conversación pero ninguno de ellos llegaba a penetrar en mi mente, todos se quedaban en la superficie mientras le seguía dando vueltas a las palabras de mi papá.