Sofía y yo pasamos juntas el resto de ese sábado y también el domingo. Cuando el retiro acabó, ella ofreció llevarme en su auto de regreso a Mérida. Yo había utilizado el transporte que la escuela había rentado para quienes no teníamos otra forma de ir, así que me resultó muy conveniente regresar con ella a la ciudad.
—Me la pasé muy bien —Le dije cuando íbamos a la mitad del camino.
—Entonces, ¿quieres que sigamos viéndonos? —ofreció, su tono sugería que le daba igual si aceptaba o le daba una negativa.
—Sí, pero nadie puede enterarse.
—Cuenta con ello —respondió.
—Entonces, mientras estemos en la escuela será como si no nos conociéramos —dije, más para mí que para ella, intentando visualizar la mecánica de la situación—. Afuera, cuando estemos a solas, será distinto.
—Precisamente —Sofía asintió sin dejar de mirar la carretera.
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Llevaba un poco más de dos meses saliendo con Sofía, cuando Ana aprovechó un viaje de regreso de la escuela para interrogarme.
—¿No me vas a contar? —preguntó, de la nada, sin darme preámbulo, pero yo sabía exactamente por dónde iba.
—No puedo, si lo hago, tendría que ponerte a dormir con los peces.
—¿Desde cuándo te la pasas citando películas? —preguntó, usando un tono disimuladamente despectivo—. Me cansa escucharte hablar así.
—Eso es porque nunca sabes de qué película viene cada cita —dije, jugando.
Ella hizo un sonido que bien pudo haber sido una risa contenida, un pujido o una queja.
—Tal vez, pero es nuevo y no puedes negar que es algo que alguien más te contagió.
Encogí los hombros.
—¿Por qué no me dices? —insistió, usando un tono chillón que me causó escalofríos.
—Porque se lo prometí.
—¿Entonces sí hay alguien? ¡Lo sabía! —Cerró el puño derecho y lo apretó con fuerza en señal de victoria.
—Por supuesto que hay alguien —respondí—. Y por supuesto que lo sabías, siempre sabes. No hay nada que pueda ocultarte.
—Entonces, ¿por qué te empeñas en mantener el secreto? Soy tu mejor amiga... si no me lo dices a mí, ¿a quién?
—Ana —comencé—, eres mi única amiga. Es literal que si no es a ti, no tengo a quién más decírselo.
—¿Lo ves? —insistió—. ¡Cuéntame!
Así fue como finalmente me rendí y le conté sobre Sofía, la naturaleza casual de la relación que llevábamos, el prometido que tenía en Aguascalientes, sus planes de regresar a su ciudad natal al finalizar su carrera y las razones más que obvias por las cuales preferíamos mantenerlo en secreto. Pero especialmente, me aseguré de que supiera que desde que estaba con ella, Maléfica había dejado de imperar en mis pensamientos, y que eso me hacía extremadamente feliz.
Como cualquier buena amiga lo hubiera hecho, Ana me advirtió que tuviera cuidado. También me encargó mucho que no permitiese que nadie saliera lastimado, especialmente yo.
Le prometí que todo estaría bien, que no tenía nada de qué preocuparse y dejé la conversación ahí. Si le hubiera contado sobre las constantes ocurrencias y locuras de Sofía, ella hubiera puesto el grito en el cielo y me hubiera prohibido terminantemente continuar con esa relación.
Y es que a veces, Sofía era demasiado divertida; al punto de lo peligroso. Afuera de la universidad, su búsqueda constante de aventura podía llegar a asustarme. Sin embargo, la inyección de adrenalina que derivaba de sus locuras, era una de las mejores partes de pasar tiempo con ella. Y a pesar de que todas las señales indicaban que el asunto acabaría mal, yo decidí ignorarlas hasta que las consecuencias fueron inevitables.
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Corría la primera semana de mayo cuando llegó el día en que finalmente nos metimos en problemas. El final del semestre estaba a quince días de distancia, después vendrían los exámenes ordinarios, y si todo salía bien, Sofía tendría su fiesta de graduación en la primera semana de julio.
A pesar de que aún faltaban semanas para «el gran día», ella estaba ya en busca del vestido que llevaría para la ocasión, así que recorrimos varias de las tiendas departamentales más costosas de la ciudad en busca del vestido perfecto. Cuando nuestras posibilidades se agotaron, acabamos en la más costosa de la ciudad.
Ahí, Sofía encontró cinco posibilidades, eso era más que en todas las tiendas que habíamos visitado con anterioridad, juntas. Tomó los vestidos y nos fuimos al área de probadores.
Como escena de comedia romántica americana, Sofía comenzó a modelar cada vestido para mí, mientras yo estaba sentada afuera del área de probadores, en un mueble gigantesco y bastante cómodo. Si hubiera podido escoger una canción de fondo para complementar el ambiente, hubiera sido Closer de Nine Inch Nails.
Todos los vestidos se le veían perfectos; en cada uno de ellos se veía simplemente bellísima. Si hubiera dependido de mí, la hubiera sacado de ahí desde el primero, pero ella no desistió hasta llegar al último.
—¿Eva? —preguntó desde el probador, cuando se estaba quitando el último vestido, con un tono que delataba un tanto de preocupación y otro más de urgencia.
—¿Sí? —Me puse de pie enseguida y me acerqué a la cortina del probador.
—Me atoré en el vestido, necesito ayuda.
Miré hacia un lado y hacia el otro, no parecía haber nadie en las cercanías; ni un alma. Nunca se me ocurrió ver detrás de mí.
Corrí la cortina apenas y entré al probador con ella. El vestido estaba colgado en su gancho, y ella estaba en ropa interior, sonriendo con esa mirada endemoniadamente irresistible que me hacía perder la razón.
Me empujó sobre el espejo y comenzó a besarme. Yo no opuse resistencia. Ambas nos olvidamos por completo del mundo, ignoramos cualquier regla escrita por ley divina, moral o lógica. Mi espalda contra el espejo, su cuerpo contra el mío; una de sus manos dentro de mis jeans, y las mías resbalando por su espalda baja peligrosamente.
Nos reíamos entre besos y caricias, sabiendo que estábamos retando a cualquier vendedora de piso a descubrirnos.
Y así de inesperado como suelen ser: el payaso cuando te carga, la bruja cuando te chupa o el chahuistle cuando te cae, fue como el karma pasó a cobrarnos la factura de las docenas de veces que habíamos salido bien libradas de haber retado a nuestra suerte.
La cortina del vestidor se abrió violentamente; Sofía y yo pegamos un brinco, seguras de que estábamos en graves problemas, pero mis ojos se desorbitaron cuando descubrí que del otro lado de la cortina no estaba una vendedora de piso sino Camilo.
Él se quedó sin palabras, con la boca abierta y los ojos saltones. Me miró de pies a cabeza, analizando que el botón y la bragueta de mis jeans estaban abiertos y que mi cabello estaba un poco revuelto.
Sus ojos se nublaron, luego se llenaron de ira. En segundos, el rostro se le puso color carmesí.
—Camilo... —Comencé a decir, sin tener la menor idea de cómo lograría convencerlo, en primer lugar, de que no hiciera un escándalo; y en segundo, de que no podía decirle a nadie lo que acababa de presenciar.
Camilo se dio vuelta, furioso, caminando a pasos agigantados para alejarse de nosotras. Yo salí corriendo detrás de él, cerrándome el pantalón. Sofía cerró la cortina del probador y pude escuchar que comenzaba a vestirse.
Mientras perseguía a Camilo por el pasillo, miré en todas direcciones para asegurarme que nadie mas había presenciado lo sucedido. Metí mis dedos en mi cabello, intentando acomodarlo un poco.
—¡Camilo! —Lo llamé de nuevo, con intensidad, pero con un tono que apenas era más alto que un susurro—. ¡Espera, por favor!
Él se detuvo en seco y dio un giro de 180 grados para mirarme. Un escalofrío provocó que los vellos de mis brazos se pararan en punta. Nunca le había visto tan furioso.
—¿Para qué quieres que me detenga? ¿Para que me expliques lo que acabo de ver?
—Escucha... —dije, pero él no me dejó pronunciar la siguiente palabra.
—¿Qué es lo que quieres que escuche? ¿Que eres una desviada? ¿Que me dejaste para estar con una pinche vieja? ¿Que decidiste tirar tus valores y nuestro futuro a la basura para esto? —Me dio la espalda y se marchó.
—¿Estás bien?
La mano de Sofía sobre mi hombro me asustó tanto, que pegué un brinco.
—No. No sé qué va a pasar ahora —dije, desconcertada.
Sofía estaba consternada por mí, ese era su único predicamento; el bienestar de Camilo no le importaba, del mismo modo que en realidad nunca había parecido importarle el de Victor.
Sofía me dio unos segundos para recuperar la compostura. Yo estaba hecha un manojo de nervios.
—¿Nos vamos? —Me tocó la espalda.
—¿Qué hay de tu vestido? —pregunté, alejándome.
—No importa —aseguró—. Vengo por él mañana. Te voy a llevar a tu casa.
—No —Sacudí la cabeza efusivamente—. Ese es el peor lugar al que podría ir en este momento.
Sofía me miró sin decir palabra. Yo sospechaba que estaba enojada, quizás bajo la impresión equivocada de que era Camilo quien me preocupaba.
—No estoy lista para que Camilo vaya por ahí diciéndole a todo mundo lo que acaba de ver —Le dije—. Y no quiero estar sola con mis pensamientos, creándome escenarios que quizás no sucedan.
—Vamos —dijo, con una actitud completamente distinta—. Te voy a llevar a comer un helado y luego al cine; eso va a distraerte.
No estaba de humor para ninguna de las dos cosas, pero tampoco tenía una mejor propuesta, así que asentí y la seguí hacia la salida.
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Eran más de las once de la noche cuando llegué a casa, y aunque me pareció extraño que las luces de la sala estuvieran encendidas, jamás sospeché lo que me esperaba al otro lado de la puerta.