Sólo a ella | #PGP2024

By mpasos

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(LGBT) Eva siempre ha creído tener el control absoluto de su vida, un equilibrio aparentemente perfecto entre... More

Introducción
Prólogo
Novena sesión con el doctor Cantú
Capítulo 1: Camilo
Capítulo 2: Eva y el gusano infernal de la curiosidad
Décima sesión con el doctor Cantú
Capítulo 3: El Clan De los Llanos
Capítulo 4: La telenovela de nuestras vidas
Undécima sesión con el doctor Cantú
Capítulo 5: Ana
Capítulo 6: La infame fiesta en Telchac
Capítulo 7: El libro de Salmos de doña Ninfa
Capítulo 8: En territorio enemigo
Duodécima sesión con el doctor Cantú
Capítulo 9: El gato negro
Visita de Ana
Capítulo 10: La abuela Margarita
Capítulo 11: Tres gorditos bigotones
Capítulo 12: Toronto
Decimocuarta sesión con el doctor Cantú
Capítulo 13: Doña Lourdes y sus lentes bifocales
Capítulo 14: El padre Carson y las «señales del Señor»
Decimoquinta sesión con el doctor Cantú
Capítulo 15: Alex y Sebastián
Capítulo 16: La chica de los cabellos eléctricos
Capítulo 17: El terror y el regocijo
Capítulo 18: Circunferencia en el gaydar
Decimosexta sesión con el doctor Cantú
Capítulo 19: La galleta de la fortuna
Capítulo 20: Cicatrices y miradas sostenidas
Decimoséptima sesión con el doctor Cantú
Capítulo 22: El monstruo de los ojos verdes
Capítulo 23: Segunda opinión
Decimoctava sesión con el doctor Cantú
Capítulo 24: El piso de vidrio
Capítulo 25: La amazona candente y el río hirviente de Tártaro
Capítulo 26: La resaca, la libélula y los mariscos
Decimonovena sesión con el doctor Cantú
Capítulo 27: Amor robótico
Capítulo 28: Sólo a ella
Vigésima sesión con el doctor Cantú
Capítulo 29: Caminando a China
Capítulo 30: Virus de amor
Capítulo 31: Scrooge + Grinch = Eva
Vigesimoprimera sesión con el doctor Cantú
Capítulo 32: Un whisky con la abuela Margarita
Capítulo 33: Flores en el suelo que tocan sus pies
Visita de Hope
Capítulo 34: La sirena de los ojos cafés
Capítulo 35: El retiro en Celestún
Capítulo 36: El chahuistle
Capítulo 37: El cura y el psiquiatra
Vigesimotercera sesión con el doctor Cantú
Capítulo 38: Un té de tila con la abuela
Capítulo 39: Intervención a gran escala
Visita de Camilo
Capítulo 40: El gemelo malvado del Botija
Capítulo 41: A la derecha del padre
Vigesimoquinta sesión con el doctor Cantú
Capítulo 42: Trapeando las banquetas
Capítulo 43: Altamente improbable
Capítulo 44: La venganza del padre
Capítulo 45: La represalia de la hija
Visita de Sofía
Última sesión con el doctor Cantú
Epílogo
Lista de reproducción

Capítulo 21: Manzana + Eva = Catástrofe apocalíptica

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By mpasos

Las semanas previas al concurso, fueron altamente demandantes. Como resultado de la presión del tiempo, Hope y yo consumíamos cantidades malsanas de café y disfrutábamos de escasas horas de sueño.

Nuestra lista de pendientes era larguísima y contábamos con muy pocos días para terminarlos. Pasábamos casi todas las horas del día juntas, pero nuestras conversaciones se limitaban a temas netamente de trabajo; el tiempo no nos alcanzaba para más.

Primero tuvimos que crear la hipótesis del diseño, después la zonificación y más adelante, el esquema. Después nos dimos a la tarea de elaborar el juego de planos en los que presentábamos el edificio en planta, alzado, con cortes y perspectivas. Finalmente, después de arduos días de colaboración, pudimos comenzar la elaboración de la maqueta.

Entre semana, le dedicábamos varias horas a nuestro proyecto después de clases, y los sábados, el día entero; pero nunca los domingos. Ella trabajaba a tiempo parcial en una tienda departamental para contribuir en el pago de sus estudios, pero dadas las exigencias del concurso, había solicitado un permiso especial para laborar únicamente los domingos hasta que lográsemos concluir el proyecto.

Las horas a su lado se iban muy rápido; demasiado rápido. Y aunque nuestras conversaciones fuesen limitadas a decisiones sobre le proyecto, yo disfrutaba cada mirada sostenida, cada sonrisa de complicidad y cada roce involuntario de nuestras manos cuando ambas intentábamos tomar el mismo lápiz o el mismo escalímetro.

El resto del tiempo se me iba lento en la espera casi subconsciente de volver a verla. Los domingos, después de terminada la misa del padre Carson, el tiempo parecía convertirse en una cuenta regresiva extremadamente lenta hacia el lunes.

Algunos domingos los aprovechaba para ponerme al corriente con tareas que había dejado atrasadas; otros, los utilizaba para recuperar horas de sueño. Pero hiciera lo que hiciese, una cosa era segura: si Hope venía a mi mente, no se iba.

Fue precisamente uno de esos domingos que mi subconsciente decidió, por fin, ponerme al corriente de todo lo que había estado acumulando por meses.

Me había acostado a dormir alrededor de las siete de la noche, con la intensión de dormir doce horas seguidas antes de tener que levantarme para ir a la escuela, pero mi mente tenía sus propios planes.

Recuerdo estar soñando que yo era dos personas: una que iba de la mano de Camilo, caminando por el Parque de las Américas en Mérida; la otra observaba desde lejos a la primera. La Eva que estaba con Camilo sonreía, compartía un helado con él, le embarraba helado en la nariz y luego le limpiaba la cara.

Así, desde lejos, parecía plena, feliz y realizada. La Eva que observaba, sentía envidia de lo que veía. La Eva que estaba con Camilo volteaba de repente, como si alguien la hubiese llamado, se agachaba y abría los brazos para recibir a un niño que venía corriendo hacia ella. Luego, se ponía de pie con el niño entre sus brazos y Camilo se acercaba para abrazarlos a ambos. La Eva que observaba, tiraba la colilla de un cigarro en el suelo, lo pisaba y se iba.

Después vino un sueño bastante ajetreado en el que yo cargaba un sobre que contenía documentos muy importantes. Corría por escenarios que parecían réplica de las mejores películas postapocalípticas que había visto hasta entonces: calles vacías, autos incendiados, edificios a medio derrumbar.

Entré a un estacionamiento queriendo esconderme de lo que sea que me perseguía, pero no pude escapar del ataque de una marejada de zombis. Lo último que vi fue el sobre cayendo al suelo, antes de que la oscuridad se apoderase de mí.

Después de la oscuridad vino una luz muy tenue y entonces la vi. Hope lucía tan hermosa como sólo puede hacerlo un ser humano en las fantasías de alguien más. Su piel desprendía un brillo irreal, como si la luz no le tocase el cuerpo; como si rebotara al acariciar su aura.

Yo no conocía la habitación en la que nos encontrábamos, pero me sentía cómoda. Nuestras sombras danzaban sobre las paredes al compás de las velas aromáticas que desprendían un olor, casi empalagoso, a vainilla. Yo me acercaba a ella para besar su cuello y entonces sorbía el olor de su piel, que iba llegando de a pocos a mis papilas gustativas, mezclándose con el de las velas. Era simplemente embriagante, y yo quería beber más.

Su sonrisa, nada menos que perfecta, se ausentaba por instantes cuando se acercaba para besarme, cuando enterraba el rostro entre mis senos, cuando se perdía acariciando el resto de mi cuerpo con sus labios.

Sus suaves cabellos dorados mezclados con fucsia, resbalaban entre mis dedos; mi piel se erizada bajo los suyos. Mis manos temblaban de ganas de recorrer su desnudez completa.

Hoy en día sé que mi mente tiene una capacidad extraordinaria de embellecerla más allá de lo que es saludable, pero ese sueño: el primero, desbordó en lo irracional.

Se sentía todo tan real, que al abrir los ojos no supe ni en dónde estaba. Algunos segundos, y múltiples parpadeos después, respiré con menos nerviosismo al identificar mi habitación. Mi corazón recuperó su ritmo normal, pero mi agitación no se desvaneció y tampoco las reminiscencias del sueño.

Me incorporé a medias, frotando mis ojos. Los números rojos del radio despertador anunciaban que eran apenas las cuatro de la mañana.

Me dejé caer sobre la almohada, parpadeando repetidamente, como quien descubre que tiene una mano entumida y comienza a mover los dedos con la intención de despertarlos. El estupor aún estaba presente, pero no tenía ganas de volver a dormir.

Después de unos instantes de indecisión, me reí de mí misma y me convencí de que volver a dormir no implicaba que regresaría a ese sueño tan escandaloso; claro que, tampoco estaba deseando regresar a ninguno de los otros dos.

Me acomodé y cerré los ojos, pero entonces las imágenes más provocativas del sueño regresaron, fragmentadas, como si mi mente estuviese censurando lo que había encontrado demasiado aburrido y estuviera dándome solamente las mejores escenas. Abrí los ojos y sacudí la cabeza, intentando ahuyentar las imágenes; no funcionó.

Respiré pausadamente, concentrándome en cada inhalación y cada exhalación; intentando forzar a mi mente a quedarse en blanco... o en negro o en rojo, en el color que quisiera, siempre y cuando eso significase olvidar la figura desnuda de Hope.

Cuando mis intentos de dejar la mente vacía probaron ser tan infructuosos como las técnicas anteriores, me di vuelta y hundí la cara en la almohada. Si no me dormía por las buenas, me sofocaría hasta desmayarme, quizás así dejaría de pensar en ella.

Alrededor de las cinco y media de la mañana, sufrí un ataque de impotencia ante la ferocidad con la cual mi mente se aferraba a repasar las escenas más escandalosas del sueño. Decidí entonces que si ya estaba despierta, no me costaba nada ir a la escuela y hacerme de utilidad.

La sala de proyectos en la que se encontraban las maquetas de todos los equipos, se abría por medio de una tarjeta electrónica, garantizando acceso las veinticuatro horas del día a quien así lo requiriese, así que, ¿por qué no aprovechar el tiempo trabajando en el proyecto?

Cuando llegué a la escuela, aún faltaba poco más de una hora para la primera clase. Mientras caminaba hacia la sala de proyectos, descubrí que en realidad no estaba de humor para trabajar; no podía hallar ni un ápice de inspiración en mi mente. Entonces temí pasar ese tiempo mirando la maqueta sin saber qué hacer con ella.

Colosal fue mi sorpresa al abrir la puerta para encontrar a Hope inclinada sobre nuestro proyecto, añadiendo detalles a la fachada.

Me quedé ahí, en el umbral, debatiéndome si entrar o salir huyendo; temiendo que fuese a descifrar en mis ojos, las cosas tan indecentes que había soñado. Antes de que pudiera tomar una decisión, mi mano derecha perdió la fuerza, dejando caer mi mochila al suelo.

El eco escandaloso llamó la atención de Hope, pero su expresión fugaz de terror se convirtió en alivio al verme.

—¡Hola! —Sus ojos se iluminaron—. ¿Qué haces aquí tan temprano?

—Podría preguntarte lo mismo —recogí la mochila y me acerqué.

—Yo pregunté primero —Ella dejó el material que tenía en las manos sobre la mesa de dibujo y me dirigió su atención completa.

—No podía dormir —Intenté disimular el rencor absurdo que sentía hacia ella. Todo esto era su culpa por ser tan irresistiblemente bella; era su culpa por meterse en mis pensamientos y en mis sueños, pero no había necesidad de que lo supiera—. Así que decidí venir a ver si podía avanzar algo —La señalé—. Tu turno.

—En la madrugada se me ocurrió una idea, y ya me conoces: las ansias no me dejaban en paz, así que vine antes de que se me fueran la inspiración o las energías —Hope tomó de nuevo la pieza que había dejado sobre la mesa de dibujo—. De hecho, es como si te hubiese llamado con el pensamiento, porque no quería avanzar demasiado sin discutirlo contigo —Con un movimiento de su dedo índice, me pidió que me acercara.

Mis rodillas tardaron en responder, y mis pies en lograr separarse del suelo. Cuando estuve a su lado, Hope señaló el costado izquierdo de la maqueta.

—Mira esto: con un cambio simple en la estructura interna podemos lograr una mejor canalización de la luz y si adaptamos esto —Sostuvo la pieza a la altura de una ventana—, podríamos reducir la absorción de calor y también disminuir el uso de aires acondicionados.

Mientras desmenuzaba los detalles, Hope hacía diminutos contactos físicos: rozándome la mano, tocándome el brazo, dando algún golpecito a mis costillas con su codo; enviando sin saberlo, un choque eléctrico que recorría mi piel, trayendo de nuevo las escenas del sueño que había protagonizado su cuerpo desnudo.

Intenté concentrarme, pero sus palabras se desvanecían con cada contacto, y mis rodillas también. Al final de su explicación, yo me sentía al borde de un desmayo.

—¿Qué te parece? —preguntó, con la alegría y el orgullo de quien ha presentado una idea que le parece especialmente buena.

—Bi... bien —tartamudeé—. Está perfecto —dije, y ya no pude encontrar más palabras. El color miel de sus ojos era especialmente exquisito a esa hora de la mañana.

—Estás pálida —dejó la pieza sobre la mesa de dibujo—. ¿Te sientes mal?

—No —mentí—. Estoy cansada porque llevo varias noches de insomnio —mentí más, con tal de justificar el sudor excesivo que estaba provocando al acercarse tanto y tocarme la frente, el cuello y las manos.

—Ven —Me tomó de la mano y me condujo fuera del aula.

—¿A dónde vamos? —pregunté, siguiéndola sin oponer resistencia.

—Yo creo que se te bajó la presión; estás sudando frío. Una soda te hará bien.

—No creo que esté abierta la cafetería.

—Claro que no, por eso no vamos a ir a la cafetería.

A un par de cuadras al sur del campus se encontraba el edificio de la CBC, la televisora canadiense más famosa. En el primer piso de éste, se encontraba un minisúper que daba servicio las veinticuatro horas del día.

—Descubrí la existencia de este minisúper hace unas semanas y desde entonces me había sacado de varios apuros —dijo, mientras caminábamos hacia allá.

—¿Cuántas veces has venido a la escuela de madrugada?

—Varias —respondió, quitada de la pena, como si fuese perfectamente normal.

—¿Por qué no me habías dicho nada? —reclamé, mirándola mientras caminaba a su lado; admirando de cerca la finura de su rostro.

—No te sientas culpable —Ella me miró brevemente, pero sentí como si eso le bastase para adivinar mis pensamientos—, no todas mis visitas a deshoras son para trabajar en nuestro proyecto.

—¿Nunca duermes? —Desvié la mirada únicamente porque temí que seguirla mirando rayase en el acoso.

—Me basta con cuatro horas —dijo, sosteniendo la puerta abierta—. Pasa.

El lugar era diminuto pero perfectamente suministrado, ofreciendo desde frutas y verduras frescas, hasta medicamentos.

Mientras me tomaba unos instantes para absorber los colores del lugar, que parecía más un elegante mercado que una insípida tienda, Hope se apresuró hacia los refrigeradores y sacó una soda. Luego, al pasar por las frutas, tomó una manzana verde. Pagó y regresó hacia mí.

—¡Vamos! —Me tomó de la mano nuevamente y me llevó fuera del minisúper.

—¿Y ahora a dónde me llevas? —pregunté, dejándome conducir.

—A que te relajes mientras bebes esto.

A un costado del edificio, encontramos un amplio jardín con mesas de picnic. El sol comenzaba a salir en el horizonte y el ambiente ya no se sentía tan frío como treinta minutos atrás. Tomé asiento donde Hope me señaló con el dedo. Ella se sentó a mi lado.

—¡Bebe esto! —Abrió la lata de Pepsi y me la entregó.

Obedecí.

Minutos después ya me sentía mejor, lo que me hizo pensar que quizás en verdad se me había bajado la presión, y que tal vez ese episodio tan extraño no estaba relacionado con mi sueño ni con mi enamoramiento.

¿Enamoramiento? ¿Era eso lo que estaba sucediéndome? No. Imposible. Solamente era una confusión pasajera.

Mientras tanto, Hope disfrutaba de su manzana verde a grandes mordidas, y yo estaba absorta en cada movimiento de su boca; en la forma en que sus venas se marcaban en el dorso de su mano derecha cuando la sostenía con fuerza; en el vaivén de su mandíbula cuando arrancaba un pedazo de la fruta; en el modo en que sus labios se separaban, se posaban sobre la manzana, y después de la mordida, regresaban a estar juntos.

La ironía bíblica no escapó a mi atención; aquella catástrofe de proporciones apocalípticas se anunciaba sin censura.

—¿Te sientes mejor? —Hope me tocó la frente, el cuello y las manos del mismo modo que lo había hecho cuando estábamos en la escuela—. Ya te regresó el color al rostro.

—Sí, muchas gracias —respondí. Luego señalé la lata—. ¿Cuánto te debo?

—No me insultes queriendo devolverme lo que me costó tu soda.

—No es sólo la Pepsi —admití—, es todo el gesto.

—Si lo que quieres es recompensarme —respondió con una sonrisa—, entonces mejor espera a que entreguemos el proyecto y después, me invitas a una cerveza.

—Es un trato —Extendí la mano y la sostuve en el aire.

Si hubiera sabido lo que derivaría de esa promesa, quizás no hubiera sonreído del modo tan plácido que lo hice cuando ella estrechó mi mano para cerrar el trato.

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