DEVAFONTE: LOS DIARIOS DEL FA...

By Igelmo

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¿Cómo desprestigiar una falsa religión? Cómo, cuando se trata de la creencia más extendida del mundo. Contand... More

0. PRÓLOGO
1. EL FIN DEL HASTIO
2. ULTIMO DIA DE INFANCIA
3. UNA MISION POSTUMA, 1
4. UNA MISION POSTUMA, 2
5. ASKHAR
6. TERGNOMIDON
7. DOS DEMONIOS Y UN RISUEÑO LADRON
8. LA IMPACIENCIA DE TERG
9. LOS DIARIOS RECONGITOS
10. EL ASTUTO ZASTEO
11. HERENCIA
12. ARZON, EL CAZADOR
13. NO HAY CAMINO BUENO
14. CUÉLEBRE
15. EL PRECIO DE LA CONSPIRACION
16. ESPIRITUS DE VIENTO
17. UNA MAVE Y UN TRASGO
18. HUIDA
19. UN BREVE DESCANSO
20. ARENA
21. NEREDE ALETT
22. EL PARAISO DE LA FUNGO
23. "LA PERSONA QUE OS AYUDARA..."
24. UN REENCUENTRO INCOMODO
25. "EL ENGRANAJE"
26. UN DÍA ESPECIAL
27. SEPARACIÓN
NOTA DEL AUTOR

28. EPÍLOGO

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By Igelmo

EPÍLOGO: UN NIDO DE VÍBORAS

Kashall'Faer, Narvinia, 21 de avientu del 525 p.F


En Narvinia, las fiestas del solsticio de invierno habían sido canceladas por la muerte del rey Vermin Kholler'ar II. Su vida se había ido apagando poco a poco en los últimos meses, hasta que una noche, mientras dormía plácidamente, recibió la visita de la parca. El tirano, responsable de la muerte y penuria de tantas personas, abandono el mundo sin ningún sufrimiento. Su hijo Keinfor, en espera de ser coronado en un par de días, había decretado el luto nacional y para prevenir cualquier tipo de insurrección durante el periodo de trono de vacante, se instauró la ley marcial y el toque de queda.

Mientras el cielo lloraba a mares por la muerte del monarca, la población abandonaba la Catedral del Renacer, en la que habían rendido respetos a los restos del finado, y apretaban el paso para llegar a sus casas antes del alba.

En el salón del trono, Keinfor y su hija Kordie aguardaban de pie, frente al regio sillar.


—Padre —dijo la joven, distraída en revisar las correas de su armadura—, deje de dar vueltas. No da una imagen digna. ¿Por qué no les recibe sentado en el trono?

—No sería adecuado —respondió Keinfor, deteniendo su deambular: Keinfor se sentía enjaulado, obligado a permanecer en la ciudad, al menos hasta la coronación, y lo llevaba francamente mal—. Al menos hasta la coronación. —Observó el asiento hasta que la puerta se abrió—. Ya están aquí.


Ningún heraldo anunció la visita, pues se trataba de un encuentro secreto, fuera de todo protocolo. En la sala entró Neitas Sent'ar, el Sumo Sacerdote, acompañado de un Caballero Tenue cuyo yelmo estaba decorado por un llamativo penacho rojo: se trataba de Plinio Keneil'ar, la mano derecha de Keinfor en el ejercito, y con la coronación a la vuelta de la esquina, próximo general de los caballeros y el ejercito.


—Señor —saludó Plinio, levantando la visera y dejando a la vista un rostro viejo y lleno de cicatrices; su barba, mitad negra mitad cana, tenía multitud de calvas causadas por antiguas heridas. Esperó en posición de firmes hasta que Keinfor le indicó que descansase con un gesto de la mano.

—Mi príncipe —dijo Neitas, poniendo cierto énfasis en la última palabra—. Antes de empezar, he de decir que no es muy usual que el rey aun no coronado, haga llamar al Sumo Sacerdote a su presencia. Pero como me siento magnánimo ante vuestra perdida, he decidido acceder a dicha petición.

—Muy amable —respondió Keinfor, cruzándose de brazos—. No se trata de una llamada baladí. En sus últimos meses, mi padre tomó una serie de decisiones de gran calado en política exterior; no sé si lo hizo inducido por la enfermedad o si era consecuente, pero en la situación actual podrían convertirse en un problema si permitimos que se desarrollen por si solas.

—¿Hablas de la invasión de Gallendia? —preguntó el Sacerdote, cruzando las manos bajo las mangas—. Según tenía entendido, el asedio de Ferg marcha según lo previsto.

—Y así es salvo por algún que otro inconveniente.

—Es algo más que eso, según he oído —insistió, mientras en sus labios se dibujaba una sonrisa siniestra.

—Pues habrás oído mal —intervino Plinio, irguiendose para encarar al anciano al que superaba en varias cabezas—. El único problema es un grupo de rebeldes dirigido por un tal Letharian o algo así. Unos cuantos campesinos no van a evitar que el Senado Gallendio se rinda.

—Leth Llaren'ar —concretó Keinfor: mientras hablaba, la puerta se abrió de nuevo y esta vez si entró el heraldo, que esperó de pie en silencio a que le invitasen a hablar—; un viejo veterano de la guerra contra Estoria al que no debimos liberar...,—Meneó la cabeza, y añadió para zanjar el tema—: es solo una pequeña molestia, ya nos ocuparemos de él a su debido tiempo. En realidad, de lo que quería hablar era del acantonamiento de tropas en el este, además de ciertos diarios de temática comprometida. —Les pidió que esperasen, levantando un dedo—. ¿Heraldo?

—El embajador de Sajania espera para ser recibido, mi señor —respondió el aludido, inclinándose en una profunda reverencia.

—Dile que se espere. —El muchacho abandonó la estancia, tras hacer otra reverencia, y cerró la puerta sin hacer ruido.

—¡Ja! —bufó Plinio, con desprecio—. Se dan prisa para besarle el culo al nuevo rey.

—Más bien —objetó Neitas—, parece que ese ejercito del que hablaba Keinfor les esta poniendo nerviosos.

—¿Acaso el rey Vermin planeaba atacar a nuestros únicos aliados? —preguntó Kordie, que hasta ese momento había pasado desapercibida tras su padre.

—Plinio —intervino Keinfor, elevando la voz para cortar la conversación—. ¿Hay noticias de Norden?

—Sí señor —contestó el aludido, inclinando levemente la cabeza: un signo de disculpa por hacerle perder el tiempo con su última intervención—. Esperaba para contarselo... —Keinfor atajó las explicaciones sacudiendo el brazo—. Nuestro hombres llegaron hace unas horas. Al parecer les costó bastante, pero encontraron una habitación secreta, tal y como usted dijo. Y tal y como temíamos, encontraron al caballero Lerar muerto, con una flecha clavada en el ojo. El lugar estaba plagado de libros, pero no encontraron el que buscaba. Ni tampoco la espada.

—Era de esperar. Al parecer nos llevan la delantera.

—Unos mocosos han matado a tu hombre de confianza —dijo Neitas, burlón—, y ahora te dan esquinazo.

—Lerar siempre pecó de exceso de confianza.

—Los buscaremos, señor —intervino Plinio, con entusiasmo—. Peinaremos el continente si...

—No sera necesario —le interrumpió Keinfor, antes de volverse hacia el sacerdote—. Neitas, ¿tendré qué suplicarte?

—Dada la situación, no sera necesario —negó el anciano, tras resoplar—. Conozco mi lugar y con el rey muerto carece de sentido seguir ocultándotelo. Por orden de tu padre, los monjes han estado buscando referencias a los diarios en los libros de nuestra biblioteca: creen haber descubierto la localización de varios.

—¿Creen? —pregunto Keinfor, con una ceja enarcada.

—Su trabajo no es sencillo. Pocos escritos hacen referencia a ellos y menos aún son de utilidad, sin embargo, podemos dar por confirmada la localización de uno de los diarios en Grezlandia. Un antiguo tratado de historia sitúa a Erín en Bredonth.

—¿Eso es todo? —intervino Kordie: el anciano asintió mostrándole las manos vacías y ella continuó—. Las ciudades grezs no paran de moverse. ¿El diario estará entonces en una galería abandonada hace quinientos años, o en la propia ciudad? ¿Y serán conscientes lo grezs de su existencia? ¿Lo defenderán?

—Los grezs suelen destruir sus galerías al abandonarlas —le explicó su padre—. Así hacen más difícil localizar sus ciudades. Dudo que Erín dejase el diario en un lugar del que nunca podría ser recuperado: sin duda, los grezs tienen que conocer su existencia.

—Si habéis terminado, tengo importantes asuntos que atender —interrumpió Neitas, tras carraspear—. Mañana he de dar sepultura a un rey.

—Por favor —se disculpó Keinfor, que aunque realizó una reverencia respetuosa, le dedicó una mirada que distó mucho de serlo.

—Hemos conseguido ubicar otros dos diarios, uno en Ciudad del Fin y otro en Hestor. Aunque, al igual que el tomo de Bredonth, no conocemos el lugar exacto.

-—Perfecto —dijo Plinio—; buscaremos un par de libritos en una ciudad enorme y en un país atestado de faesters. Pues en este caso yo digo: que se quede ahí. Dudo que ningún loco se adentre en esas tierras por tan poco premio.

—Eso es porque no conoces a los locos adecuados —dijo Keinfor—, y porque subestimas el valor de esos diarios. Sin duda, las tropas agrupadas en el este tienen que ver con esto...

—Es posible... —asintió Neitas, poco interesado en las cuestiones militares—. Aunque, personalmente, creo que un ataque directo contra Hestor es un suicidio. Es imposible saber cuantos de esos monstruos habitan allí. Y así se lo hice saber al rey en su momento, aunque el no me escucho y no guardo ninguna esperanza de que tu lo hagas.

—Es un conflicto inevitable: si permitimos que sigan reforzándose, terminarán por atacarnos ellos. Pero tienes razón, ese ejercito que mi padre reunía en el este será insuficiente.

—¿Cuáles son las ordenes, señor? —dijo Plinio, recuperando la posición de firmes: a partir de ahí, ya le sobraba cualquier clase de dialogo.

—Envía un grupo de infiltración a Ciudad del Fin. Su misión sera buscar el diario, pero también quiero que estén atentos a cualquier señal del hijo de Sallen. Dadles una descripción precisa de la espada. En cuanto a los grezs: que la octava división ocupe la región y traten de localizar la ciudad.

—¿Y qué pasa con los faesters, padre? —preguntó Kordie, avanzando para poder mirarle a la cara—. ¿No deberían ser nuestra prioridad?

—Necesitaremos más fuerza para semejante operación —respondió Keinfor, posando la mano en su brazo con dulzura—. Aprovecharé la visita de los Sajanos para exigir que su ejercito se una al nuestro. Por nuestra parte —continuó dirigiendose a Plinio—, cuando los gallendios se rindan, desvía dos divisiones hacia la zona de acantonamiento. Y que el ejercito Estorio empiece a movilizarse hacia allí también. Nos libraremos del problema faester de una vez con toda la fuerza de Geadia...,



***



A cientos de kilómetros de allí, en una oscura torre construida en una solitaria cima, dos figuras contemplaban la escena, reflejada en un espejo de pie. Cuando Keinfor pronunció la última palabra, una de la figuras, una criatura indefinida que ocultaba sus rasgos bajo oscuros ropajes, hizo desaparecer la imagen pasando el brazo por delante.


—Como puedes ver —le dijo a su acompañante, con una horrible voz rasposa—, los acontecimientos se adelantan a nuestros planes. Narvinia se inmolará ella sola en el caldero de Hestor; algo que complacerá, y mucho, al Emperador de los Huesos. Y todo ello, sin que tengamos que mover un solo dedo. Sin embargo, no obtenemos nada de ti salvo promesas, Tergnómidon.

—No tienes de que preocuparte —contestó Terg con un sonrisa, sin embargo, sus ojos advertían a su interlocutor que no admitiría otra amenaza—. Mis planes marchan tan bien como los tuyos, solo que más lentos.

—Eso me tranquilizaría si tuviese la certeza de que tus planes coinciden con los nuestros. El "elemento clave"..., ¿recuerdas?

—Claro que lo recuerdo. Y puedes decirle a tu maestro que no tiene de que preocuparse. El "elemento clave", está bajo control —finalizó el demonio, convirtiendo su típica sonrisa sardónica en una mueca cruel.



***



De vuelta en Kashall'Faer, faltaban escasos minutos para el atardecer y ya casi nadie caminaba por la calle, salvo los soldados que iniciaban sus patrullas nocturnas. Pero por la avenida principal avanzaba una figura embozada en una túnica negra: mantenía el paso firme en dirección a la puerta de la ciudad, ignorando la lluvia y el toque de queda: ningún soldado se atrevería a importunar a una sacerdotisa de Arzon. Lo que ellos no sabían, es que aquella túnica no era más que un disfraz: durante los dos últimos años, esas vestiduras le habían permitido pasar desapercibida en la ciudad y le dieron acceso a archivos vedados para el común de los habitantes de Geadia.

Pero eso ahora quedaba atrás: ras años de búsqueda, al fin tenía lo que buscaba. La ubicación de un lugar olvidado, tanto, que ni los propios dueños de los documentos lo conocían. La mujer sabía que este solo era otro pequeño paso en la larga búsqueda que había ocupado los últimos diez años de su vida. Se alegraba de poder perder de vista la vida monacal, harta de fingir devoción ante las mentiras de la iglesia.

Por ello, aceleró el paso, salió de la ciudad justo antes de que cerrasen las puertas y puso rumbo a su destino: Recongia.





CONTINUARÁ...

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