Cuando regresé al departamento eran las diez y media de la mañana. «Nueve y media en Mérida», pensé. «Deben estar preparándose para ir a la misa de las diez de la mañana».
Coloqué mi billetera, mis llaves y una libreta de dibujo en mi mochila tipo mensajero que llevaba a Totoro impreso en la solapa. Luego tomé abrigo, bufanda y gorro, y salí corriendo del departamento. Cuando llegué al pasillo en el que estaban los teléfonos públicos, me encontré con que el señor del aseo estaba trapeando y el piso estaba mojado.
Me armé de valor y salí a la calle en busca de un teléfono público. Encontré uno a media cuadra del edificio, a las afueras de una tienda. El tono sonó varias veces antes de que la voz de mi mamá respondiera.
—¿Diga?
—Hola, mamá.
—¡Eva, hija! ¿Cómo estás? Escuché tu mensaje pero no tuve forma de comunicarme contigo.
Un nudo se formó en mi garganta al escuchar la alegría que le ocasionó mi voz.
—Todo muy bien... —Comencé a decir, estaba por contarle que había mucho frío, pero ella no me dejó terminar.
—¡Bendito sea Dios! Qué bueno que no tuviste ningún contratiempo. Hoy voy a rezar mucho por ti; le voy a pedir al Señor que las cosas te salgan muy bien este año.
—Gracias.
—¿Vas a ir a misa?
La pregunta me tomó por sorpresa.
—No sé, mamá. No conozco la ciudad y no sé dónde haya una iglesia.
—Preguntando se llega a Roma, hija. Aún estás a tiempo.
—Pero aquí ya son mas de las diez.
—¡Ay, Eva! Seguro en todos lados hay misa de mediodía.
Mientras ella comenzaba a darme razones para no faltar a misa en un día en el que tenía tanto que agradecerle a Dios, mis ojos comenzaron a explorar los alrededores. En la calle de enfrente había un banco, una vinatería y un enorme edificio departamental.
—...la hermana Fátima también te manda saludos, dice que desde que estabas en el catecismo se te notaba lo inquieta y que siempre supo que terminarías haciendo alguna locura...
Los saludos del clero entero se estaban volviendo cansados. Seguí explorando los alrededores con la mirada, mientras mi mente la magia de insertar algunos «ajá» y uno que otro «ah, ¿sí?» En partes de la conversación.
En el exterior de la tienda estaban pegados varios anuncios de bebidas energéticas y los carteles de tarifas que explicaban cuántos minutos ofrecía cada tarjeta telefónica. Cerca de mí, había un estante giratorio de metal que contenía tarjetas postales de varios puntos emblemáticos de la ciudad, como la Torre CN, Casa Loma y la Galería de Arte de Ontario. Entre ellas, había una de la Catedral de St. James, una iglesia con una hermosa fachada neogótica.
Si iba a ir a misa por deseo de mi mamá, lo haría bajo mis propios términos: aprovechando para apreciar una obra maestra de la arquitectura.
—Mamá...
—...y luego Renata le dijo que si no se calmaba, le iba a hacer lo que tú le hiciste a Camilo y se iba a mudar a Canadá por seis meses para que supiera lo que era estar sin ella.
Por un momento me arrepentí de no haber puesto atención al inicio de esa conversación. ¿Quería decir eso que mi hermana mayor me estaba tomando como ejemplo a seguir?
—Mamá... —Volví a intentar, pero ella seguía sumergida en su monólogo.
Miré el reloj, llevábamos más de diez minutos en el teléfono y mi cuerpo estaba comenzando a resentir esa clase de maltrato.
—Mamá, acabo de encontrar una iglesia, pero voy a tener que dejarte si quiero intentar llegar a misa porque está un poco retirada —Hice una pausa, esperando no haberla ofendido.
—¿Pues qué hora es? —El silencio me hizo sospechar que estaba consultando su reloj—. ¡Ay, Dios! Si no los apuro, no vamos a llegar a misa de diez. Cuídate, llámame la próxima semana y me cuentas cómo te ha ido —dijo tan apresurada, que apenas me dio tiempo de responderle que sí le llamaría; el «que Dios te bendiga» que me envío después, aplastó mis palabras antes de que colgara el teléfono.
Después del pequeño desencanto de nuestra despedida, me acerqué a las postales y tomé la de la iglesia. En la cara posterior estaba la dirección. En el mismo cristal en el que estaban los carteles había, convenientemente, un mapa del centro de la ciudad. Me acerqué a buscar el cruzamiento de calles en el que se encontraba la iglesia; estaba a poco más de tres kilómetros de distancia.
Hice un asesoramiento rápido de mi nivel de valor. ¿Me aventuraría a caminar? En cualquier otra circunstancia no lo hubiera dudado, pero cuarenta minutos caminando en ese clima feroz no era poca cosa. Aunque ¿qué más podía pasar? Si el frío me vencía, podía tomar el tranvía que corría por la calle King, en cualquier momento.
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Llegué a la iglesia con la nariz congelada y mis piernas cosquilleando como si un millón de hormigas estuvieran recorriéndolas, pero al encontrarme con tan majestuosa fachada, dejé de preocuparme de haber estado al borde de la hipotermia.
Temblando, me acerqué a leer los horarios para descubrir que en efecto, había misa de mediodía los domingos. Entré, caminé hacia las velas votivas y pagué dos dólares para tener derecho a encender una. Me persigné y di las gracias en silencio, repitiendo las palabras de mi mamá en mi mente, porque sinceramente no se me ocurrieron otras.
Faltaban unos minutos para que comenzara la misa, así que tomé asiento y levanté la vista para deleitarme en la belleza del interior del recinto, recorriendo con los ojos, lentamente, las altas columnas que culminaban en saturados pero bellos arcos apuntados que le daban un aspecto más antiguo de lo que en realidad podía ser. Éstos corrían transversalmente por las tres naves, sosteniendo preciosas bóvedas pintadas en un tono azul con adornos dorados. Finos vitrales adornaban las ventanas, también en forma de arco, de las naves laterales y los extremos de la nave central; el que se levantaba detrás del altar era enorme y simplemente exquisito.
Mi corazón se aceleró. Para entonces me había olvidado por completo del frío que hacía afuera.
Aquí cabe aclarar que la emoción que me provocan las iglesias antiguas dista mucho de la religión o la fe; lo mío con la Casa del Señor es netamente una admiración académica.
Cuando comenzó la misa, descubrí que, contrario a lo que creía, el cuerpo y desarrollo de ésta no son cosa universal, por lo que me encontré a medio ritual sin tener la menor idea de lo que estaba sucediendo o lo que se suponía que me correspondía hacer.
Más o menos a la mitad del servicio, me rendí y decidí dar rienda suelta a lo que había estado deseando hacer desde que había puesto el primer pie en el interior del recinto: abrí mi mochila, saqué un lápiz, la libreta de dibujo y comencé a trazar.
La eucaristía terminó sin que me diera cuenta; los feligreses fueron abandonando el recinto mientras yo estaba sumergida en mi labor.
—¿Es tu primera vez en una misa católica? —preguntó una voz masculina con acento irlandés, haciéndome dar un respingo.
Y no era para menos, había sonado casi de ultratumba al rebotar en las paredes del santuario que, a esas alturas, estaba prácticamente vacío. Levanté el rostro para encontrarme con el sacerdote sentando a mi lado, mirando mi libreta con gran interés. Era un hombre alto, de postura firme a pesar de que sus canas y las marcas de su rostro delataban que rondaba los setenta años de edad. Sus ojos eran los más azules que hubiera visto hasta entonces.
—Es mi primera misa en inglés —respondí, a falta de un mejor argumento para justificar mi aparente desinterés en su labor.
—¿De dónde eres?
—México —dije, con la pronunciación correspondiente en el idioma.
—¡Ah, México! —corrigió él, pronunciando en español—. Muy lindo —continuó en inglés—. Yo estuve en Oaxaca dando misa por un año. ¿Conoces Oaxaca?
—Sí, fui de vacaciones con mi familia alguna vez —Asentí, comenzando a cerrar mi libreta para darle toda mi atención.
El padre extendió la mano, impidiendo que la libreta se cerrara.
—¿Puedo? —preguntó, sosteniendo la mano en el aire.
—Por supuesto —Se la entregué.
Él comenzó a hojearla, regresando las cinco páginas de dibujos que había trazado durante la misa. Los examinó con tremendo cuidado, apreciando cada uno, haciendo comentarios arquitectónicamente adecuados mientras señalaba cada elemento capturado en el papel.
El padre procedió a contarme que estábamos en la iglesia más antigua de la ciudad, que había sido construida en 1845, y que el arquitecto William Thomas había estado a cargo de los planos, inspirándose en el estilo Gótico Inglés del Siglo XIV para diseñarla.
Al cabo de, mas o menos media hora, llegué a la conclusión de que aquel era, sin lugar a dudas, el sacerdote más interesante que hubiera tenido oportunidad de conocer, y eso que había conocido a muchos.
—Tienes mucho talento —dijo, cuando me devolvió la libreta. Su tono, su mirada y la pausa me indicaron que quería saber mi nombre.
—Eva —Extendí la mano.
—Eva... —Él asintió lentamente, sonriendo; mirándome con esa calidez que solamente se puede encontrar en los ojos de una persona llena de paz interior—. Soy el padre Carson.
—Mucho gusto —Estreché su mano.
—Espero verte por aquí la próxima semana.
Cuando el sacerdote se puso de pie, esperé escucharlo quejarse, como comúnmente sucede cuando las coyunturas o la espalda baja traicionan a la gente mayor, recordándoles que el paso de los años no es en vano, pero no hubo tal.
—Puedes quedarte el tiempo que quieras, si deseas seguir dibujando, pero no te distraigas tanto que olvides poner atención a los mensajes del Señor —Su dedo índice apuntaba al cielo.
Sonreí y asentí, pero permanecí en silencio.
—Que Dios te acompañe en todos tus caminos, Eva —dijo antes de retirarse.
—Gracias, padre.
El sacerdote se retiró un con paso lento que no se debía a que sus rodillas no pudiesen dar más, sino a la tranquilidad con la cual se notaba, que se tomaba la vida.
Lo observé marcharse y desaparecer detrás de una de las columnas, preguntándome qué era exactamente lo que tenía ese hombre, que me hacía querer cumplir mi palabra y estar ahí la siguiente semana para escucharle decir lo que sea que tuviera preparado en su sermón.
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—¿Lo hiciste?
—Sí —Eva asiente—. Cada domingo de ese año, con la marcada excepción de un mes en el que no tuve cara para poner pie en una iglesia, asistí a la misa del padre Carson.
—Jamás hubiera pensado que un argumento como las «señales del Señor» te convencería de ir a misa —dice Mauricio, con exceso de sinceridad.
—No fue el argumento, doc —asegura Eva—. Fue la paz que me transmitieron sus ojos.
Unos golpecitos en la puerta llaman la atención de ambos. Berta, la enfermera, entra cautelosamente.
—¡Ah! —Mauricio se pone de pie para facilitarle el paso—. ¡Hora de los medicamentos fuertes!
Berta sonríe sin responder.
—¿Mañana, misma hora y mismo lugar? —pregunta Eva.
—Cuenta con ello —Mauricio se retira.