Besos en La Boca · #1 Besos M...

By booksbyantheia

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¿Qué sentirías si tus besos causaran la muerte? Cuando la abuela de Lourdes murió, no solo le dejó un dolor i... More

Nota de autora
Agradecimientos
Introducción
PRIMERA PARTE: DON
Capítulo uno
Capítulo tres
Glosario argento.

Capítulo dos

27 6 4
By booksbyantheia

En las leyendas irlandesas, existe el espíritu de una mujer que anuncia la muerte. Les dicen banshees, y los mitos afirman que tienen un grito sónico, tan fuerte que aturde a todos alrededor. Es doloroso, y quien lo oiga es lleno de pena y dolor al instante.

No sé quién escribió los mitos irlandeses, no sé en que se basan, pero quien haya sido, estoy segura de que nunca se cruzó con un maldito Nuberus.

No tengo la capacidad de comparar, en realidad. Nunca escuché a una banshee, pero soy bastante cercana a la muerte, por lo que creo no me afectaría tanto.  No es la muerte lo que me daña, es el después, aquella sensación de ahogo, los sentimientos encontrados, el sabor amargo en la garganta. El dolor, por otra parte...

El dolor es completamente tangible y humano.

Apenas pude terminar de hablar cuando el Nuberus gritó. El sonido agudo viajó por el aire, y fue como si una pinza gigante me tomara por el cráneo, presionando. Creo que no hubiera sido tan malo si en realidad hubiera lanzado una maldición hacia mi cuerpo. El sonido se convirtió en veneno, y ese veneno se inyectó en mi torrente sanguíneo. Lenguas de fuego me trepaban por el cuello y golpeaban entre mis ojos. Dolía.

Pero ya había pasado por las suficientes torturas para saber cómo bancármela. Me obligué a aguantar, y miré a Marianela, que estaba bastante sorprendida por mi repentino actuar. La verdad, yo también. Si me hubiera detenido a pensar un poco esa idea estúpida, me habría dado cuenta que no era algo sincero, por lo menos no en ese momento. Era una cobarde, y necesitaba huir. Estaba intentando escapar. Resultaba menos doloroso tener que enfrentarme a la secundaria antes de que a las historias.

Después de todo, Juan Cruz ya no estaba, pero ellos sí. Todo el tiempo.  Por eso gritaba ese duende insoportable.

一¿De verdad? ¡Ay, que contenta me pones, nena! Es una gran oportunidad, seguro la señora directora no tiene problema.

La portera fue la última gotita en el vaso. ¿Cómo le iba a decir que no? Iba a quedar terriblemente mal. Estaba atada de pies y manos. Reprimí una puteada y sonreí, pasando.

No te vas a escapar tan fácil. Tenés cosas que hacer aún.

Una serpiente helada se arrastró por mi columna vertebral al escuchar esa velada amenaza. Me giré, pero en el lugar donde había estado parado el Nuberus, solo había vacío.

Tragué. Hasta yo sabía que era una solución temporal. Pero la puta madre, ni siquiera era una solución. Solamente me estaba escapando de nuevo. Cosa muy inútil si considerábamos que el cuaderno de mi abuela seguía en casa. 

«Sos boluda, Lourdes.»

La seguí a Marianela con mi bicicleta a cuestas, y aproveché para ver un poquito la escuela. No había cambiado mucho. Habían pintado de nuevo y las paredes parecían no tener humedad. La escalera al segundo piso tenía baldosas nuevas. Las ventanas no eran vidrios limpios, eran empapelados de colores, afiches, carteles. Faltaban las sillas que a veces estaban tiradas por el patio mientras yo cursaba. El murmullo constante de los pibes se volvió silencio. Pero incluso si podía reconocer ese lugar, era otro. Sobre todo, me daba la sensación de que faltaban... Emociones. La escuela, para bien o para mal, me había regalado muchas cosas. Y ahora no tenía ninguna.

La había abandonado y ya no era mía. ¿Me pasaría lo mismo con todas las leyendas?

Una idea cruzó mi mente.

¿Me pasaría lo mismo con todas las leyendas?

No pude seguir y masticar más la idea en mi mente. Marianela me obligó a dejar mi bicicleta y me distraje. Enfrente de nosotras, había una puerta barnizada que conocía bastante bien. No por mí, sino por Ludmila. Cuando yo cursaba, había un director, bastante copado. Ahora había una directora.

Es impresionante lo mucho que puede afectarte saber que el mundo siguió girando, cuando vos sentiste que se detuvo para siempre.  Era una estupidez, pero para mí fue un cambio doloroso.

—La señora directora es muy buena gente. Ella maneja todo lo que respecta a la secundaria y además colabora mucho con el programa de formación —me confesó Marianela, mirando con mucho respeto la puerta. La imité, y la golpeé.

Un suave "pase" y de repente me sentí catorce otra vez, nerviosa por entrar a la dirección y miedo de lo que podían decir. No tanto por lo que significaba un no, que ya lo tenía. Si no por lo que podía significar el sí.

Y María Marta Bianchi, directora, como rezaba aquel cartelito, me dio el sí, después de una charla que fue más guiada por la buena de Marianela que por mí. Con una sonrisa enmarcada en labial rosa, me dio la bienvenida, suave, mientras todos mis pensamientos eran rojos, y celestes. Ojos celestes. Como si el fantasma de Juan Cruz se peleara con todas las criaturas que vivían y me perseguían para ver cuál de los dos bandos me lastimaba más.

Marianela me saludó con mucha efusión. Comparada con mi cara de nada, parecía demasiado intensa. Pero yo siempre tenía cara de nada. Más ahora. No tenía ganas que nadie me preguntara razones. Aquella mini entrevista había acabado con mi animo de socializar, de hablar, de todo. 

Me fui pedaleando hasta mi casa. Tenía horas sola, pero no quería estar encerrada. Tampoco tenía ganas de estar afuera y arriesgarme a ver algo que no quería. Así que corrí al único espacio que era mío. O por lo menos lo parecía.

Nadie me había dicho nada cuando me adueñé de la terraza. En sí, era porque ahí por lo menos hacía algo. Cuidar las plantas, leer. Antes leía y escribía. Ahora, ni eso. Pero seguía siendo mi esfera. Podía ver el hormiguero arcoíris que era La Boca sin molestias, sin espíritus, sin criaturas ni leyendas que me persiguieran. Suspiré y me abracé, sentada sobre la mesa llena de plantas que ocupaba la terraza.

¿Por qué a mí? ¿Cuál era la lógica de ser así? Estuve segura que era un sentimiento de mierda, que todos tenían sus problemas y que estaba dramatizando, pero... Ya era demasiado.

«Ojalá estuvieras conmigo. Tendría respuestas y no me sentiría tan sola, abu.»

Suspiré. Tenía una posible solución en mente, pero parecía muy poco probable. Una parte de mí no quería. Si mi abuela era como yo, ¿hacerlo no significaría desprenderme de esa unión con ella? Tenía mucho miedo. Se me llenaron los ojos de lágrimas al pensar que estaba condenada a no poder amar en el futuro por vivir en el pasado. Puteé, y me giré.

Azucena se asustó cuando entré como una tormenta de verano a la pieza. Me puse a revolver mis libros, sacando uno que conocía a la perfección. Distinto a todos. Ese cuaderno azul era lo que había dejado la abuela para mí. Lleno de historias, leyendas. Su letra se mezclaba en el grafito negro de un lápiz, la tinta de distintas lapiceras, tinta correctora. Había sido un laburo enorme de su parte, y yo...

No estaba lista. Quería deshacerme de ellos, pero no de ella.

Me arrodillé, con el cuaderno pegado a mis manos, y dejé las lágrimas fluir con la libertad que nunca me daba. Odio llorar. Y dolía desgarrarse la garganta sola, dolía el saber que no había respuestas, que tenía más carga de la necesaria. Era un imán de energía negativa.

Me di un buen atracón de llorar esa hora. Para cuando sentí los ojos secos, estaba acostada en el suelo, y Azucena ya me había raspado la cara con su lengüita de virulana. Tosí para quitarme la sensación.

Cuando me levanté, tenía muy en claro lo que quería hacer. Supe que debía ser rápida. No fuera cosa de que mi indecisión me jodiera todo de nuevo. Casi no sentí las cerámicas frías bajo mis pies en camino a la terraza. Volé, por primera vez. Y como una desquiciada, cuando mi pelo se enredó en el viento al llegar arriba, lo hice.

Tiré a la mierda el cuaderno. Lo más lejos que pude. Y me giré para no ver dónde caía.

Sentí las manos calientes. Me temblaban las piernas. La serpiente de hielo que siempre recorría mi espina dorsal se detuvo por un momento y solo me percaté de la necesidad que tenía de reír y llorar al mismo tiempo cuando me empezó a temblar el pecho. Me cubrí la cara.

«Que funcione. Ay, Dios, que funcione.»

No quise mirar atrás. No me animé. Bajé despacio y me senté en la escalera un rato. Sentía el estómago revuelto, pero me negué a llorar. No quería sentirme mal. Había hecho lo correcto. ¿Lo había hecho?

«Perdón, abuela. Pero no puedo más. No puedo sola.»

Me encerré en la habitación. Azucena se me subió a las piernas cuando me acosté. Como si supiera que necesitaba apoyo. Y así, con los dedos enterrados en el pelaje azabache de mi gata y los ojos perdidos en un libro, me desconecté un rato del mundo. Tanto, que terminé dormida.

La alarma rompió esa burbuja de paz que era tan rara para mí. La voz inconfundible de la Gata Varela entonando el tango favorito de mi papá salía por el parlante de mi celular. Miré sin mirar, intentando no despertar con mucha brusquedad a Azu mientras me levantaba para ir a buscar a Priscila. Con cuidado, la bajé y estiré el brazo, apagando. Busqué mis zapatillas y después de un vaso de agua y un par de caramelos ácidos, salí.

No pude evitar ojear la calle cuando salí, pero el cuaderno no estaba. O por lo menos, era invisible a mis ojos. Eso me ilusionó un poco. Pedaleé una vez más, tomando el atajo por Caminito. Esquivé puestitos de feria, nenes jugando y turistas asombrados con cámaras que arriesgaban a perder en manos de los chorros si se descuidaban demasiado.

Estacioné del lado de la placita. Estaba con cero ganas de charlar, o actuar que me importaba lo que sea que me dijeran. Me quedé esperando, mientras la vida pasaba a mi alrededor. Los nenes estaban jugando. Los turistas descubriendo. Un chico sacando fotos, los padres que llegaban para pasar a buscar a sus hijos, los bondis pasando. Vida y rutina.

Nada extraordinario. Pero era increíble y raro para mí. Porque no veía mucho. No escuchaba a nadie.

La serpiente había desaparecido.

Apreté los labios para evitar sonreír como una pirucha, esperando paciente. Escuché voces en inglés, probablemente turistas negociando con el fotógrafo. No tuve mucho tiempo para chusmear. El portón se abrió, y Priscila salió en medio del hormiguero. Sonrió al verme, y cruzó con cuidado.

No era muy buena con los chicos, o con la gente en general, pero Pri era otra cosa. Era demasiado buena como para no quererla. Los cachetes redondos se le marcaron más cuando saqué dos barritas de cereal de mi mochila. Le di la de chips de chocolate, y casi se puso a saltar. Me reí.

—¿Y enana? ¿Todo bien, o te mandaste una macana?

Pri se rio, negando, mientras nos perdíamos entre la gente.

—¡No! Estuvo todo re bien —aseguró, abriendo la barra—. Tenía un hambre... ¿Qué vamos a merendar?

—Ah, bueno, vos sí que tenés prioridades bien puestas —la cargué. Mi mente se enfocó en ella por un ratito, mientras me contaba, con la boca llena de cereal, cuántos de sus compañeros de primaria se habían ido a otra secundaria, qué profesores tenía y más detalles de la técnica que la habían asombrado.

Me recordó a mí misma. Esa energía, esa curiosidad y creatividad. En lo más profundo de mi corazón, deseé que nunca perdiera esa chispa. Deseé que ella no fuera parte de lo inexplicable jamás.

Y lo deseé con todavía más fuerza al verla reír a carcajadas mientras merendábamos. Lo pedí con más anhelo al irme de su casa. Y lo rogué con lágrimas a la luna a la noche, de frente a mi ventana.

Con ese maldito cuaderno de vuelta en mi escritorio.

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