La ciudad vertical

By AvidaDollars

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La Ciudad Vertical nos transporta a un futuro distópico y aterrador en el que la historia y la capacidad crít... More

Nota del Autor
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Epílogo

Capítulo 1

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By AvidaDollars

 

La Ciudad debía engalanarse para la visita de Edouard Lapierre, presidente de la República Francesa de París. Hacía bastante más de tres siglos que no se habían registrado visitas internacionales en todo el mundo y esta iba a ser una ocasión única que tal vez tardase muchas generaciones en repetirse. Los ciudadanos se sentirían avergonzados si el presidente francés detectaba el mal olor de los pasadizos, la oscuridad de los pasillos y la falta de ventilación en la mayoría de los edificios de Madrid, pero al fin y al cabo corrían tiempos difíciles y poco más se podía hacer.


Antonio había oído que París llevaba quince años programando la visita a la Ciudad Vertical, por lo que dedujo que en realidad el viaje lo habría ideado el anterior presidente. Habían gastado una verdadera fortuna en la fabricación de un transporte aéreo cualificado, que se movía gracias a unos propulsores alimentados eléctricamente para el despegue y el aterrizaje, y que era capaz de autoalimentarse a través de la energía solar, la cual utilizaría para el camino que distaba del viejo París a Madrid.


Ese tal Edouard debía ser un verdadero héroe. Corrían los rumores de que había conseguido llevar la luz hasta las capas más bajas de la sociedad parisina, casi hasta los niveles veinticinco y veintiséis. Para ello no solo había invertido sumas multimillonarias, prohibitivas, sino que además había desempolvado algunos de los viejos libros de la Biblioteca Nacional de París (para lo cual debía haberse valido de algunos de los buceadores más distinguidos) en los que había podido aprender algunas de las arcaicas técnicas mestizas de tecnologías extrahumanas o suprahumanas. Desde que en el año 2569 se habían suprimido, por el Tribunal General de Nueva York, las antiguas fórmulas energéticas, como el petróleo o el carbón, nadie había osado poner en práctica alguno de estos métodos claramente antihumanos. Aunque lo cierto es que hacía siglos que aquel Tribunal no se había vuelto a reunir ante la imposibilidad de realizar un viaje tan largo.


Antonio, que como cualquier otro universitario había estudiado todas las reuniones internacionales del Tribunal de Nueva York, pensaba que desde luego no habían perdido el tiempo, y antes de encerrar a cada ciudadano en su país de origen y abolir el derecho a la mezcla, se habían preocupado muy mucho de que nadie tuviese en su mano poner en duda algunas de sus declaraciones.


De cualquier manera era innegable que los Nuevos Derechos Humanos, celebrados con el importante vídeo—mural grabado por Celestino Suárez, emitidos por el Tribunal General en el año 2572, no eran más que una carta magna encaminada al cumplimiento de los deseos de las Grandes Familias. Algunos de los nuevos derechos, en opinión de Antonio, se parecían más a deberes o prohibiciones que a cualquier otra cosa. El artículo 32/3, declaraba que «los ciudadanos y ciudadanas de cada uno de los estados que componen la Organización de Naciones Unidas —a la sazón el cómputo total de los países que aún seguían teniendo población— tienen el derecho irrevocable de permanecer en su nación de origen, sin perjuicio de poder caminar libremente por cualesquiera de las ciudades que componen dicho estado, siempre y cuando las condiciones de seguridad lo permitan». Lo que era igual a decir que nadie podía cruzar las fronteras de su Ciudad y a lo máximo que podía aspirar era a visitar, en algún momento concreto de la vida de una persona, alguna de las plantas superiores de su urbe; es decir, que cualquier ciudadano que no formase parte de una de las Grandes Familias perecería sin ver más allá de las sucias paredes de su barrio.


Madrid debía presentar un aspecto más triste que París, pensó Antonio. Había oído que antiguamente se podían conservar imágenes de los lugares del mundo, incluso de las personas, para más tarde visualizarlas en una pantalla y poder evocar la belleza de los recuerdos. Pero el Tribunal General también se había encargado de corromper los deseos y las ilusiones. Bajo la excusa de no proporcionar tentación alguna a los ciudadanos, había prohibido los aparatos encargados de tomar aquellas imágenes y había destruido los existentes, a través de complicados virus informáticos o por medio de acciones más violentas.


También había oído Antonio, a un compañero suyo de la universidad, que antes de esas imágenes que se visualizaban en pantallas, había otras imágenes que se materializaban en papel. Por desgracia, el papel era algo que escaseaba bastante además de ser muy caro, como cualquier otro producto procedente de un ser vivo. Antonio hubiese dado un brazo, tal vez los dos, solo por poder soñar con todos los lugares que jamás visitaría, las ciudades de oriente, la propia Nueva York e incluso Barcelona o París, lugares cuya existencia conocía por sus estudios en el colegio, donde los profesores hablaban de ellos como espacios míticos creados por la imaginación del hombre. Consideraba a Edouard Lapierre un privilegiado por el solo hecho de conocer dos Ciudades Verticales distintas, verlas y grabarlas a fuego en su memoria.


Soñaba con atisbar las famosas construcciones de las civilizaciones más antiguas, como lo que algunos llamaban Pirámides, construcciones de muy baja altura con forma triangular en tres dimensiones; las catedrales, con sus techos redondeados, los lagos, los mares, los bosques... Sus profesores hablaban de estos lugares como símbolos de lo impuro, el desorden y la asimetría: la mezcla al fin y al cabo. Pero para Antonio todas estas características solo podían ser beneficiosas, pues estaba más que aburrido de los tediosos bloques de hormigón de forma cuadrangular.


Hacía ya mucho tiempo, cuando solo tenía siete años, había conseguido alcanzar uno de los primeros niveles de uno de los edificios más altos de la ciudad. Se trataba de una torre de oficinas de más de doscientas plantas. Había sido construida por uno de los arquitectos más conocidos poco antes del famoso Tribunal de 2569.


El año 2569 debía ser muy distinto, pensaba el por entonces pequeño Antonio cuando, de la mano de su padre, subía en el ascensor a gran rapidez. El edificio no tenía mucho espacio para los conductos de ventilación que permitían oxigenar la zona, por lo que grandes tuberías se veían desde la cristalera del ascensor. Aquellos conductos subían de forma paralela al habitáculo que los elevaba y, en cada piso, brotaba otra gran tubería de forma trasversal, encargada de transportar el oxígeno al resto de la planta.


Los edificios construidos a partir del Tribunal estaban todos preparados para la autosuficiencia, por lo que aquellos conductos no eran necesarios, ya que producían su propio aire; evidentemente, Antonio eso no lo sabía, y su padre no tenía la mente ocupada en aquellas fatuas cosas en ese preciso instante. Samuel Pérez, un jefe de mucho mayor rango, había solicitado a Ginés, el padre de Antonio, que se personase en su despacho después de la comida, pues quería proponerle algo acerca de un ascenso.


Ginés trabajaba para una empresa de las Grandes Familias, como la mayoría de los ciudadanos y, aunque el pequeño Antonio no lo sabía, se ocupaba de la Seguridad y Mantenimiento de los edificios, un trabajo de máxima responsabilidad. Ginés tenía su puesto de trabajo en una de las plantas más bajas, la sesenta y dos; y la familia vivía en un nivel dieciocho, un poco más abajo.


Cuando las puertas del ascensor se abrieron Antonio calculó que debían estar aproximadamente en una planta doscientos, por lo que se encontraban en un nivel seis o siete, donde solo habitaban y trabajan los dirigentes estatales. El mayordomo que los acompañaba sacó unas gafas oscuras de un estuche de cuero que había en el cajón de una mesilla que soportaba una lámpara, y se las entregó a padre e hijo, haciendo un gesto para que las usasen.


Esperen. —Abrió una puerta a través de la cual solo se veía otra exactamente igual y desapareció.


—Antonio, no hables si no se te pregunta. No te separes de mí y... —Pero no pudo terminar la frase. De nuevo se abrió la puerta y apareció el mayordomo.


—Pueden pasar, el Sr. Pérez les espera.


Ginés cogió a su hijo de la mano, le colocó las gafas y se adentró tras la primera puerta. Intentó abrir la segunda pero estaba bloqueada. Tras un segundo intento, sudando por el nerviosismo, pensó que tal vez fueran unas de esas puertas que solo se abrían cuando la otra estaba ya cerrada. Escuchó el sonido metálico del cierre de la primera puerta y automáticamente comenzó a desplazarse la madera artificial que tenían enfrente. Después no pudieron ver nada. Una enormidad luminosa los cegó, pese a las gruesas y oscuras gafas que ocultaban sus ojos.


Ningún ciudadano de un nivel inferior al décimo quinto había visto nunca tanta luz, ni si quiera en un día de verano en alguna de las zonas más despejadas de la ciudad. Y desde luego, ni Ginés ni Antonio habían estado en lugar similar jamás.


—Por favor Pablo, cierra esas cortinas. —Oyeron entre el haz de luz. El sonido de los tiradores de unos enormes tapices les avisaron de que ya podían abrir los ojos, pese a lo cual aún tardaron unos segundos en recuperar la visión.


Cuando por fin se restituyó el orden, Antonio comprobó que estaban en uno de los espacios más grandes del mundo. El despacho del jefe de su padre era un salón enorme, cubierto por gruesos tapices en dos de sus lados. Las telas, de color escarlata, tenían bordados en cada uno de sus laterales, líneas sinuosas que se enredaban y serpenteaban. Antonio oyó un rumor de voces cerca de él, pero estaba totalmente ajeno a la conversación que un poco más arriba, a la altura de su padre, estaba teniendo lugar. Ginés lo empujó suavemente y se percató de que Samuel Pérez se dirigía a él. El jefe, el gran jefe a la vista del tamaño de su despacho, lo miraba sonriente bajo unos grandes bigotes. Se trataba de un hombre bastante mayor, unos cuarenta y cinco años aproximadamente, de piel morena y ojos oscuros. Destilaba pureza en cada uno de los rincones de su rostro, de sus movimientos.


Este debe ser el pequeño Antonio, ¿no?


—Sí, mi nombre es Antonio —contestó perplejo.


—¿Habías subido alguna vez hasta un nivel tan alto?


—No —aún permanecía obnubilado.


Samuel se dirigió de nuevo a Pablo, un joven alto, fuerte y moreno que estaba junto a la puerta.


—Por favor, descorre un poco la cortina del fondo. —El diligente y servicial Pablo hizo correr de nuevo uno de los tiradores y, al fondo del despacho, justo en la esquina, un tapiz se movió terso y fuerte, dejando pasar una gran ráfaga de luz.


Antonio quedó boquiabierto. Pero su sorpresa fue aún mayor cuando notó algo extraño en su cuerpo. Poco a poco el curioso sentimiento subió por sus piernas, por debajo del pantalón, por la cintura, el pecho, los brazos, el cuello y el rostro. Finalmente su pelo se agitó movido por el aire. Miró con los ojos fuera de las órbitas a Samuel. Este sonreía de oreja a oreja.


—Sí, la ventana está abierta.


—Hijo, en los pisos tan altos el aire es puro y puede respirarse sin miedo. Acércate a la ventana —le apremió.


Eran las primeras palabras que oía de boca de su padre desde que habían entrado. Caminó lentamente hasta la ventana, pero tenía miedo y estaba muy nervioso. Sus ojos se fueron acostumbrando a la luz natural y la carne se le puso de gallina; ningún compañero de colegio habría llegado más alto.


Cuando se encontraba a unos pocos metros el tapiz, agitado tal vez por el aire, dejó más ventana al descubierto. Se paró y miró atrás: su padre y Samuel estaban sentados, uno a cada lado del escritorio, hablando del ascenso, y Pablo, desde la puerta, le guiñó un ojo.


Continuó su camino hasta llegar a la ventana. La luz del sol lo ocultaba todo y se expandía por todas partes. El frío aire de otoño percutió suavemente sobre su rostro introduciéndose por su nariz y llenándole los pulmones del aire más puro que jamás había respirado. Cuando hubo experimentado tal sensación se dio cuenta de lo que a sus pies y sobre su cabeza se extendía: era la Ciudad.


El nivel siete era uno de los más altos. A excepción de las Grandes Familias nadie vivía en pisos tan elevados, solo se reservaban para los deportes y los negocios, las dos ocupaciones que más oxígeno puro demandaban; aptas solo para la más alta sociedad. Sin embargo, aún quedaban seis niveles, lo que suponían al menos unos ochenta pisos más, pero muy pocos edificios contaban con ese extra. Los niveles dos, tres y cuatro, unos treinta y cinco pisos, estaban destinados a la dispersión del aire, por lo que debían estar repletos de complicados mecanismos y enormes tuberías que filtraban el aire puro y lo hacían circular por todos los niveles de la Ciudad. El nivel cinco y el seis estaban desiertos en su mayor extensión, por motivos de seguridad, argüían las autoridades, y el nivel uno estaba totalmente ocupado por enormes placas solares que recogían energía para toda la Ciudad Vertical.


Antonio miraba a través de la ventana, pero no se atrevía a acercarse. De pronto, como si le estuvieran leyendo el pensamiento, la ventana se cerró lentamente. Miró de nuevo a Pablo quien, envuelto en su uniforme oscuro, le sonrió y le hizo un gesto para que se acercase.


La Ciudad que intuía desde la distancia creció enormemente al pegarse al cristal. Observando el entorno, descubrió en las cercanías cinco o seis edificios más altos, pero todos los demás eran más bajos. Las ordenanzas, que en el año 2756 habían prohibido construir más edificios, no habían impedido algún surgimiento furtivo, pero sí habían logrado que no hubiese equidad en las alturas de la Ciudad. Por eso reflejaba un aspecto tan irregular. Pero nada de aquello sabía Antonio entonces, pues en un nivel dieciocho como en el que vivía él, todo era regular geométricamente hablando.


Todos los edificios más bajos tenían casi el mismo aspecto. Eran enormes ortoedros de color negro coronados por una techumbre recta ocupada por un panel solar, pues incluso en aquella altura se podía obtener alguna energía en las horas principales del día. Le sorprendió ver que en ese nivel los edificios tenían grandes ventanas que permitían a la luz entrar sin miedo. En el lugar donde él vivía solo los edificios más viejos tenían grandes ventanas de cristal tintado; la gran mayoría disponía de pequeñas aberturas que normalmente estaban obstruidas. Allí no llegaba apenas la luz natural, solo el alumbrado eléctrico permitía la visibilidad, y las vistas desde la ventana de un nivel dieciocho no eran mucho mejores que las de un nivel veintidós: sencillamente no había nada que ver. Incluso algunos propietarios de casas con ventanas habían decidido tapiarlas. Pero arriba, en la cima del mundo para Antonio, todas las ventanas absorbían la luz natural.


Los pasillos que se articulaban alrededor de los edificios en cada una de las alturas y que, cada cinco plantas, comunicaban a un edificio con otro, estaban atestados a aquellas horas, pero el paisaje era bien distinto al que estaba acostumbrado Antonio. Todos tenían un aspecto mucho más puro, y en general los ciudadanos que por allí paseaban eran mucho más mayores que los chicos de su zona. Llevaban ropas caras y todos tenían mucha prisa. Los pasadizos eran ocupados por vehículos eléctricos que transportaban a los ciudadanos. Hubo un tiempo en que cualquiera podía tener uno de esos vehículos, pero ya por entonces, cuando Antonio era un niño, solo existía el transporte comunitario para la gran mayoría de los ciudadanos.


No le dio tiempo a ver demasiado, pero Antonio se sentía exultante. Más o menos como su padre. Salieron los dos juntos de la mano del ascensor en la planta ochenta y dos, en la que había trabajado, hasta ese día, Ginés. En la mente del niño se había quedado grabada su propia imagen reflejada en la ventana con la Ciudad Vertical al fondo, poco más podía recordar ya del resto de su existencia.


—Ven hijo. Tomaremos un refresco.


Se dirigieron hasta una cafetería, Ginés sacó su pase de acceso para nivel quince y lo acercó al lector de la puerta. Esta se abrió lentamente y padre e hijo entraron en la cafetería. Se sentaron y pulsaron el botón de «batido de chocolate» que había sobre la mesa.


La cafetería estaba bastante llena y había mucho ruido. Al cabo de un minuto vieron llegar sus batidos por una de las deslizaderas que comunicaban la barra con las mesas. Ginés introdujo unas monedas y la caja se abrió. Padre e hijo cogieron su batido, metieron la pajita y sorbieron. Ginés no podía borrar su sonrisa y miraba a Antonio como si llevase años sin verlo.


—Hijo, ¿te ha gustado la luz? —preguntó como si hablase con un fantasma.


—Sí, papá. —Antonio aún estaba maravillado con sus nuevos descubrimientos, y no veía el momento de contárselo a sus compañeros del colegio, por lo que no parecía hacer mucho caso a su padre.


—Pues tendremos que ir acostumbrándonos. A partir de ahora viviremos en el nivel nueve.


Antonio estaba casi tan anonadado como su padre. Samuel le había ofrecido un gran ascenso, subirían nueve niveles, algo realmente excepcional, digno de aparecer en todas las informaciones. En cambio, ni Ginés ni Antonio se imaginaban que aquello sería el principio del fin de sus vidas como las habían conocido hasta ese momento.


Salieron de la cafetería y caminaron por los diversos pasillos hasta llegar a un ascensor que les llevase hasta la planta cincuenta y tres en la que vivían. De nuevo caminaron por los pasillos. Se acercaba la hora de comer y Ginés quería darle la noticia a su mujer, por lo que empujó un poco a Antonio para que acelerase el paso.


Las máquinas de limpieza parecían vivir en las calles, siempre estaban allí y producían un ruido infernal, pero al menos mantenían limpios los pasillos de los objetos que caían de los pisos superiores. Las ordenanzas del año 2.756 también habían prohibido dejar caer objetos a través de las pasarelas y pasillos laterales, y a esos efectos se habían protegido muchos de los pasillos y pasadizos, pero aun así seguían cayendo desperdicios de los pisos superiores.

Ginés avanzaba sin preocuparse por las máquinas de limpieza ni los objetos perdidos. Sonreía ampliamente y se sentía enormemente gratificado. Había trabajado sin parar desde que había cumplido dieciséis años. Entró en el Ministerio de Administraciones Públicas como mensajero y fue ascendiendo poco a poco hasta convertirse en un agente de nivel quince, encargado de la vigilancia electrónica de los edificios, un trabajo que exigía cierta cualificación que él no poseía; a cambio tenía una amplia experiencia y gozaba de gran reputación como hombre honrado y generoso. Pero a partir de ese momento, sin él solicitarlo, había sido ascendido a vicedirector de Seguridad en el nivel nueve, con acceso permitido hasta nivel siete, donde se encontraba el despacho de Samuel Pérez. No se ocuparía de la seguridad de las maquinarias de los niveles superiores, donde sólo trabajaban los ingenieros más avanzados, que incluso estudiaban algunos libros en papel que habían llegado a los anticuarios hacía siglos, pues ya nadie bajaba a niveles donde hubiese papel ni subía de allí, excepción hecha de los buceadores. El Sr. Pérez le había dicho que debía ocuparse de los edificios, del mantenimiento de estos y de la seguridad de los que allí trabajaban, pues lo miembros de las Grandes Familias que habitaban en esos pisos tenían una seguridad privada.


Entraron en casa y Antonio fue corriendo a su habitación, sacó las gruesas gafas de un bolsillo de la cazadora y las metió en una caja de plástico que guardaba bajo la cama. Volvió al salón y apagó la luz; no se veía absolutamente nada. Ginés caminó a oscuras hasta la cocina donde María, su mujer, cocinaba unas verduras de invernadero.


—¿Te gusta la luz? —repitió la pregunta que le había hecho a su hijo.


—No lo sé; creo que nunca la vi —respondió ella sin mirar, con cierto sarcasmo.

Ginés sacó de su bolsillo las gafas y se las puso a su sorprendida mujer.


—Guárdalas. Puede que las necesites dentro de poco.


María, comprendiendo lo que quería decir, soltó las cebollas que estaba cortando y se echó a los brazos de su marido.

Antonio cruzó la casa desde su habitación hasta la cocina. Sus padres estaban abrazados y lo acogieron para abrazarse los tres. Comenzaba una nueva vida. Ya nada sería igual.

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