Camino de Tiza

By MarinaGolondrina

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Había una vez una Torre que lo dominaba todo y una tierra vuelta cenizas. Allí se encontraron un homúnculo si... More

II. La niña que miró atrás
III. El hombre que tenía precio
Intermedio: Protagonista
IV. Biblioteca de secretos
V. La amistad improbable
VI. Preguntas, secretos y mentiras
VII. La última voluntad de un hombre condenado.
VII. Canciones de cuna y pajaritos de papel.
Intermedio II : Hermano
Capítulo IX: La razón detrás de las decisiones.
Capítulo X: Bello y valioso

I- El homúnculo sin nombre

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By MarinaGolondrina


Tiza, como todos los homúnculos, carecía de un nombre propio. Tenía un número de serie asignado como todos, el 786, pero eso no era en ningún caso un nombre, solo señalaba el orden de producción. Sin embargo, para referirse a él con comodidad, su amo, el maestro Datreus, lo llamaba Tiza. Decía que era por como su ropa, en especial sus mangas, solían estar cubiertas por el polvillo blanco de estas. Como fuera, era la única prueba de su identidad como individuo, y por eso el homúnculo tenía cariño al apelativo. No hubiera podido de ninguna manera ponerlo en palabras, pero era una pequeña satisfacción saber que incluso su maestro tenía la necesidad de diferenciarlo de otros. De remarcar que de entre todos él era único, aunque esto fuera a través de un apodo banal.

De todas formas era cierto. Tiza no era como el resto de los homúnculos. No en el sentido de que como sujeto fuera obviamente diferente de otros sujetos separados de él, si no también en el sentido de que había sido concebido y creado de una forma específica. Según el maestro Datreus era, de hecho, su mejor creación.

— Tiza, ven – ordenó su amo. Pese a su avanzada edad y el tono tranquilo, casi frío, con que hablaba, su voz se notaba vibrante y enérgica. El joven homúnculo, que estaba de pie junto a la puerta del aula, tardó unos segundos en reaccionar. Sintió una momentánea reticencia, no tan fuerte o duradera como para que los presentes o él mismo la notaran.  Aún así avanzó hacia el Maestro Datreus, que se encontraba de pie ante una inmensa pizarra en una pequeña tarima elevada. Al frente había unos quince jóvenes sentados en sus pupitres dispuestos en semicírculo. Tiza se quedó de pie, con la vista clavada en la pared del fondo y una expresión imperturbable.

—Lo importante al fabricar un homúnculo es pensar en su diseño con cuidado. ¿Qué queremos de él? ¿Cuál va a ser su función? Todo se debe tener en cuenta —empezó a explicar el alquimista Mayor delante de los jóvenes. Estos, no bien comenzó a hablar, hundieron la nariz en sus cuadernos y comenzaron a tomar apuntes con diligencia. Eran todos hombres, de entre veinte y veinticinco años. Algunos mostraban semblantes sombríos, otros parecían encogerse sobre sí mismos, como buscando ocupar la menor cantidad de espacio posible, pero todos escribían de la misma forma mecánica. Parecía que no fuera un gesto nacido de la voluntad, sino incorporado a la fuerza, a base de repetir, como un perro amaestrado que se sienta cuando se lo ordenan.

Normalmente la Torre reclamaba a los candidatos a alquimista durante su adolescencia basándose en sus resultados escolares, y era de hecho con el fin de encontrar a futuros alquimistas que se habían dispuesto numerosas escuelas por todo sus territorios. Cuando los muchachos llegaban pasaban por un duro proceso, llamado "el Umbral", que buscaba, entre otras cosas, cortar sus lazos con un mundo exterior al cual rara vez volverían. Muchos no lo soportaban y quedaban descartados con la cordura quebrada.

Los que lo superaban eran como los que tenía delante. Tiza había aprendido a reconocer las características de los alquimistas que acababan de pasar el Umbral. Miradas un tanto perdidas a veces, y huidizas otras, actitud corporal encogida, encorvada, y, sobre todo, comportamientos mecanizados.

—... Por ejemplo —seguía explicando el Maestro Datreus, mientras tomaba la cara de Tiza con una mano y con la otra señalaba sus ojos amarillos —Tiza es mi asistente, un ayudante de investigación. Por tanto, es importante que sus ojos estén adaptados a leer con poca luz. De esta manera podrá estudiar largas horas por la noche sin gastar demasiado aceite en las lámparas.—El Maestro Datreus soltó a Tiza y comenzó a caminar detrás de él de un lado a otro de la tarima. — Memoria eidética, altas capacidades logicomatemáticas y lingüísticas, talante observador y paciente, perfeccionista, pensamiento divergente, carácter crítico, escéptico... Las características de un buen científico. Todo esto sumado, por supuesto, a las características de todo buen homúnculo, como una lealtad inquebrantable, y tendencia a la obediencia y a la sumisión — enumeró mientras sus alumnos tomaban nota. Tiza por su parte no se movió, permaneciendo impávido frente a las miradas de los estudiantes que, de vez en cuando, levantaban el rostro por unos segundos de sus cuadernos para observarlo.

Datreus habló aún durante unas dos horas más. A veces se acercaba al homúnculo y enseñaba partes de su cuerpo para explicar alguna característica en particular, otras se dedicaba a anotar fórmulas en la pizarra, o caminaba de un lado a otro por la tarima, haciendo gestos contundentes con sus manos. Tras un par de horas  por fin dio la clase por finalizada y, después de que los estudiantes abandonaran el aula, ordenó a Tiza que borrara la pizarra dejándolo solo. Este dejó escapar un tenue suspiro de alivio que nadie pudo oír. Estaba muy cansado.

Tardó un rato en borrar la inmensa pizarra, y después, como era su deber, se dedicó a hacer una limpieza rápida en el aula y, más tarde, en el laboratorio contiguo donde el Maestro Datreus realizaba sus investigaciones. Este constaba de dos habitaciones.  La primera era un despacho donde se encontraba el escritorio de Datreus, el de su ayudante Adasviel y el del propio Tiza, más pequeño. Contra las paredes había varias estanterías llenas de libros, sobre todo tratados de biología creacional, alquimia orgánica y antropoquímica, y muchísimos cuadernos con las valiosas anotaciones del Maestro. También había una buena colección de frascos de formol que contenían flotando en su interior las más diversas muestras: desde criaturas enteras (entre las que destacaban un embrión de dragón y una pequeña dama libélula) hasta órganos. Tiza por alguna razón evitaba mirarlos si podía. En una esquina de la misma habitación se encontraba el pequeño camastro que usaba todas las noches para dormir, salvo aquellas que debía pasar en vela trabajando o en que su maestro lo reclamaba en su cuarto.

La sala contigua era mucho más grande. Había más frascos de formol y más bibliotecas, esta vez exclusivamente con las carpetas de investigaciones recientes. Tenía también una mesa de trabajo donde poder escribir y una pizarra, varios utensilios de laboratorio y dos tablas de operaciones de las cuales colgaban, no exentas de cierta crueldad, unas correas de cuero con hebillas para sujetar a quien fuera que corriera la desgracia de acabar allí. También había unos fogones en una esquina con una tetera para hervir agua, y encima de estos, colgado de la pared, una estantería lleva de frascos con varias hierbas con las que preparar infusiones. A un lado estaba el cuarto de baño donde todas las mañanas Tiza se aseaba antes de comenzar el día. 

Sin embargo lo más notorio, y que dominaba la vista nada más entrar, era una jaula de un tamaño considerable que se encontraba contra la pared del fondo. Esta, por el momento al menos, permanecía vacía. Tiza se alegró de esto mientras ordenaba algunos papeles en sus correspondientes carpetas. Cuando la jaula estaba ocupada limpiarla era un verdadero fastidio, y, dependiendo de lo que fuera que estuviera encerrado en ella, hasta peligroso. Pero más que eso lo que incomodaba a Tiza eran sentir los ojos de alguna criatura clavados en su cuerpo mientras se movía por el espacio atendiendo sus trabajos. Ojos hambrientos, ojos tristes... Ojos que día a día se apagaban más.

Sacudió la cabeza para disipar el nudo que se había formado en su garganta mientras ordenaba las últimas carpetas y dejó escapar un suspiro largo al colocarlas en su sitio. Miró el reloj en la pared y comprobó que pasaban de la media noche. Parecía que no, pero mantener el orden y la limpieza en el laboratorio llevaba mucho tiempo. Masajeó uno de sus hombros, que sentía agarrotado, y fue apagando las lámparas de rocaluna que resplandecían blanquecinas en el laboratorio para dirigirse de nuevo al despacho. Se sacó su ropa, que dejó doblada sobre una silla, y se dispuso a meterse en la cama desnudo como estaba.

Por alguna razón sus pensamientos volaron a las palabras que empleaba el maestro Datreus para describirlo a sus alumnos. Términos como: eficiente, práctico, útil. Todo mientras enumeraba sus cualidades, como el hecho de que no precisaba ingerir muchos alimentos, lo cual era conveniente para ahorrar, o que tuviera memoria eidética. Sin embargo había muchos detalles de los cuales no hablaba. Nunca explicaba el porqué de que sus ojos, su rostro, su cuerpo o su pelo fueran como eran. Podría haber sido una criatura fea, como lo eran los homúnculos de trabajo, con la piel correosa y gris, y hubiera sido lo mismo. Podría haber cumplido sus obligaciones sin problema alguno aún teniendo una apariencia repulsiva o anodina. No hubiera dejado de ser eficiente, práctico y útil. 

La verdad es que su propio aspecto siempre le había llamado la atención, desde que fue consciente de él. Cuando era niño no entendía por qué los homúnculos se veían tan diferentes de sus amos de pieles pálidas, pelo rapado y túnicas grisáceas. Los homúnculos como Tiza pocas veces tenían ocasión de ver su reflejo, porque había pocos espejos o superficies reflectantes en la torre, y también sabían que no debían perder el tiempo con ese tipo de cosas. Por eso Tiza era mucho menos consciente de su propia apariencia que de la de cualquiera de los otros. Sin embargo algunas veces se había podido observar, así que hizo el esfuerzo de recrear su propia imagen en la mente.

Tiza se observó, se imaginó, se pensó. Era hermoso, estaba hecho para serlo. Su pelo era blanco y caía en ondas suaves, y su piel era de un color azul profundo, sobre el cual destacaban sus ojos, amarillos y felinos con sus pupilas verticales, y sobre sus pómulos, cuello y hombros, tenía salpicadas varias pecas de color turquesa . No era alto tampoco, para nada, apenas mediría un metro cincuenta, y la mayoría de los homúnculos eran más altos que él, incluso cuando en general eran más pequeños que los alquimistas.

"Nos hacen bellos para poder mirarnos" le había contestado hace tiempo Compás, cuando Tiza le había preguntado al respecto "Creo que nuestro aspecto es una expresión de su deseo y a la vez una afirmación de su poder. No solo nos fabrican hermosos, si no que nos dan un aspecto irreal, de fantasía. Somos bellos, y ellos son nuestros creadores. Quieren tener cosas bonitas y las tienen porque pueden hacerlas"

Recordar esa conversación lo puso incómodo, así que apagó la lámpara de aceite que tenía en la mesa de noche, y se tapó hasta la nariz.

A Tiza normalmente le costaba varias horas quedarse dormido. No siempre había sido así. En el tiempo en que convivía con Compás, Tiza no había tenido problemas en conciliar el sueño, a pesar de que los dos tenían que compartir esa misma cama y tenía mucho menos espacio. Pero ahora era difícil quedarse dormido, incluso si ya hacía mucho que Compás se había ido. Exactamente 3 años con 2 meses y 27 días.

Se giró en la cama, quedando en posición fetal, y subió las mantas hasta taparse completo. La fugaz imagen de una larva en su crisálida pasó por su mente y cerró los ojos, listo para permanecer despierto unas cuantas horas más.

Compás había sido hermoso, como todos los homúnculos, claro, con la piel de un color verde oliva, los ojos de un azul pálido, pecas blancas, y el pelo de un negro tan oscuro que casi parecía azul. Tiza en realidad no era del todo consciente de su propia belleza porque si quiera terminaba de entender ese concepto, pero siempre le había gustado el aspecto de su mayor. No obstante, Compás había sido alto, de un metro setenta, y el Maestro Datreus solía comentar, chasqueando la lengua, que aquello se debía a un error de cálculos durante su creación. Cuando alguno de estos comentarios surgía Tiza solía desviar la vista hacia su mayor solo para encontrar una mirada inexpresiva que siempre lo había turbado.

— Tú le gustarás más – le había dicho una vez Compás cuando era muy niño, una mañana mientras ambos se vestían – Te ha hecho pequeño, le agrada eso.

— ¿Tú no le gustas?

— Le gusto. Pero tú le gustarás mucho más. — reafirmó mientras se agachaba para ayudarlo a pasarse la túnica por la cabeza. Al hacerlo tocó levemente una de sus mejillas, y por unos segundos Tiza pudo vislumbrar una pequeña sonrisa en los labios verdes. Los homúnculos rara vez sonreían y siempre era por instantes breves. En el caso de Compás todas sus escasas sonrisas iban dirigidas hacia él, y Tiza no sabía por qué, pero eso le gustaba, así que sonrió también.

Hacía tres años (con 2 meses, 27...No, ya 28 días) el Amo Datreus había llamado a Compás a parte tras una de las clases. Tiza, mientras borraba la pizarra y barría el aula solo pudo escuchar algunos fragmentos de la conversación.

"Ya es hora"

"Está listo"

"Es joven, pero eficiente."

"Prepárate"

"Sí, Maestro Datreus"

"Mañana"

"Se hará como ordene"

"Ven esta noche"

Tras el corto intercambio de palabras el maestro Datreus se marchó y Compás se acercó a Tiza para quitarle la escoba de las manos.

— Déjame a mi

— Pero...

— Por favor – insistió, y Tiza creyó sentir un temblor en su voz que le apretó el pecho, así que se apartó, mirándose los pies.

No hablaron más durante todo el rato que duró la limpieza. Compás ya no era el de antes. Los homúnculos no tenían signos externos de envejecimientos como los humanos. A los veintiún años alcanzaban la madurez y el aspecto definitivo que conservarían desde entonces, pero eso no impedía que llegado el momento su cuerpo empezara debilitarse. Los ojos veían menos, el pulso fallaba, las fuerzas los abandonaban y otro sin fin de síntomas.

Hacía ya unos meses que Tiza había tenido que asumir las tareas de Compás que requerían precisión y desde hacía un año que su asistencia era más frecuente. Por eso cuando el homúnculo mayor tomó una pila de libros y sus brazos fallaron dejándolos caer, Tiza no se asombró y corrió a socorrerlo. Recogió los libros en silencio mientras que Compás, tambaleante, se sujetó del borde de la mesa. Por un momento dejó escapar un suspiro quebrado que el joven, alarmado, identificó como un sollozo, sin embargo, cuando se dio vuelta hacia él, tenía la misma cara inexpresiva de siempre .

—Hoy el amo me requiere en su cuarto – le dijo tras un momento.

—Bien.

—No me esperes, llegaré tarde.

—Bien.

Pero lo esperó, acurrucado en la cama, inquieto por alguna razón que era incapaz de identificar. Pasada la una de la madrugada escuchó como Compás se colaba en el despacho sin hacer ruido, y el rumor de su ropa cayendo al suelo. Sintió su peso en el colchón, y aunque no lo veía porque estaba de espaldas a él, notó como lo miraba largamente en la oscuridad.

—Tiza, ¿estás despierto? — preguntó al final, aunque sabía la respuesta. —Ven, voltéate. Mírame. —pidió. El adolescente le hizo caso. Ambos homúnculos podían verse en la oscuridad gracias a sus ojos ideados expresamente para ello, y el más pequeño se sorprendió a descubrir que los del mayor estaban húmedos.

—Mañana dejaré de funcionar —Le dijo entonces. No estaba seguro de cuantos años tenía Compás, pero Datreus lo había creado cuando aún era joven y no lo llamaban maestro, era un milagro que su vida útil no hubiera acabado antes, en realidad. La noticia no debería haber tomado por sorpresa a Tiza, pero lo hizo. 

—Mañana —repitió sin reconocer su propia voz, y se sorprendió al darse cuenta de que sus ojos también estaban húmedos. Se tocó la cara con incredulidad y miró a Compás como si estuviera diciendo que el cielo era verde o la tierra un disco plano, un disparate, una barbaridad.

—Oh, mi Tiza —se quebró entonces el mayor, y lo envolvió con sus brazos. El pequeño sintió un temblor, y no supo si era suyo o de Compás, o quizás de ambos. Esa fue la primera y última vez que Tiza, en aquellos quince años de convivencia, recibió un abrazo de su parte.

Esa noche hablaron mucho, o más bien, Compás habló y Tiza le escuchó. Se sentaron en la cama, con las piernas cruzadas, uno frente al otro. El mayor le dijo muchas cosas:

"A veces te llamará a su cuarto. No te preocupes, no hace lo que otros alquimistas. Puede dar miedo, pero no te hará daño."

"No te olvides de recargar las lámparas del laboratorio una vez al mes"

"Procura no quedarte a solas con Adasviel, sabes que a veces se vuelve violento"

"No te saltes comidas"

"Procura que él no se salte las comidas"

"Si cometes un error en los cálculos no te pongas nervioso. Vuelve a empezar despacio"

Le pasó la manta por los hombros: —Y no cojas frío.

Tiza se quedó en silencio. Sentía que quería decir alguna cosa pero no sabía el qué, y la mañana se acercaba cruel. Bajó la mirada, pero Compás buscó sus ojos y le regaló una de sus pequeñas y escasas sonrisas.

—Quiero darte algo. —Se agachó hacia un costado de la cama y metió la mano en una pequeña abertura que tenía el colchón en la que el más joven nunca había reparado, de donde sacó un cuaderno viejo y ajado. —Lo encontré hace años, antes de que te fabricaran. Los homúnculos no tenemos nada Tiza, nada. Pero esto le pertenecía al que lo escribió, a pesar de todo, y me perteneció a mí también. Quiero que lo tengas. Cuando... Cuando estés solo, léelo. —le dijo, y tras eso guardó silencio un instante que al menor de los dos se le antojó una eternidad. —Nunca dejes que lo vean. Que sepan que lo tienes.

—¿Qué es? —No reconocía su propia voz.

— Lo escribió un homúnculo hace muchos años. No sé exactamente cuántos, pero el cuaderno debe tener por lo menos un siglo. —su mirada se clavó en Tiza, y sus pupilas eran grandes, redondas y negras como la noche misma —Lo encontré en la biblioteca, escondido. Quiero que lo leas. Tienes... No, no. Tú debes decidir si lo lees o no. No podemos elegir muchas cosas, nosotros, pero esto tienes que elegirlo. Porque cuando lo leas las cosas cambiarán, y quizá eso duela. Seguro que va a doler, pero no siempre es malo que duela. Cuando estés solo Tiza, piénsalo bien. Y no dejes que lo vean, nunca.

Compás tomó aire y lo dejó salir lentamente. Tiza le miraba con los ojos desorbitados, sosteniendo el cuaderno en sus manos ejerciendo tal fuerza que sus nudillos palidecieron. El mayor levantó su mano y la puso en su mejilla, y el pequeño contacto lo arrastró de nuevo a la realidad.

—Lo siento

—¿Por qué?

—Por irme. Lo siento. Por dejarte solo.

—No es tu culpa.

—Aun así, lo siento.

Cuando llegó la mañana ambos se vistieron, como siempre lo hacían, en silencio. A Compás le temblaban las manos, así que fue Tiza quien se encargó de abotonar el cuello de su túnica, ceñirle el cinto y trenzarle el largo cabello negro. Mientras lo peinaba a ambos, otra vez, se les humedecieron lo ojos.

—No te saltes las comidas...

—Lo sé, ya me lo has dicho – respondió Tiza con un hilo de voz. — ¿Puedo ir contigo?

Compás negó con la cabeza. —Prefiero que no —respondió —Y tienes trabajo que hacer. 

Se dio la vuelta hacia él y le paso la mano por el pelo, mientras le regala otra de sus sonrisas. Pero esta era muy distinta, porque también le corrían lágrimas por la cara. Varios minutos después de que el mayor se fuera, Tiza seguía clavado en el mismo lugar mirando fijamente la puerta, y al llevarse las mano a las mejillas descubrió que estaban mojadas.

A partir de ese día, Tiza limpió el laboratorio, asistió al maestro y durmió solo.

Pasaron un año, cinco meses y veinticinco días para que se atreviera a sacar, una noche, el cuaderno que Compás le había dado. No sabía que esperaba, pero definitivamente no eso. Apenas pudo leer una sola frase, escrita con una letra enmarañada y difícil de entender:

"Soy una homúnculo, soy una mujer, y me llamo Antar. Yo soy, y estoy aquí"

Cerró el cuaderno de golpe y lo soltó como si quemara, como si no soportara tenerlo un segundo más entre sus manos. Las palabras que acababa de leer retumbaron en su mente con insistencia. El cuaderno estaba allí, frente a él, en el suelo y no podía dejar de mirarlo, con los ojos desorbitados y la respiración agitada.

"Yo soy, y estoy aquí"

"Yo soy..."

"Soy una mujer..."

"Me llamo Antar..."

"Me llamo, yo me llamo, yo soy, yo estoy aquí"

Un crujido en algún lugar de la noche lo trajo de vuelta a la realidad, y conmocionado y asustado, volvió a tomar el cuaderno entre sus manos, para ponerlo de vuelta en su escondite. Después se acurrucó en la cama y se tapó completamente con las mantas, como si quisiera ocultarse de por vida. Sentía que había violado alguna regla trascendente, y recordó las palabras de Compás: "cuando lo leas las cosas cambiarán, y quizá eso duela" y "No dejes que lo vean, nunca".

Dolía. Dolía y daba miedo. ¿Por qué no debería dejar que los amos supieran de el cuaderno? Parecía peligroso, era peligroso. Debería decirles que eso existía, decirles que había un cuaderno cuyas palabras amenazaban la realidad.

Pero no les dijo nada. Ni al día siguiente ni ningún otro. No volvió a tocar el cuaderno tampoco. Realizó sus rutinas con normalidad y antes de dormir, mientras pasaba largas horas mirando el techo, o encogido sobre sí mismo, era dolorosamente consciente del secreto que se ocultaba en el relleno del colchón.

A veces sentía rabia hacia Compás, por haberle dado aquella cosa tan peligrosa. Pero nunca duraba demasiado, porque enseguida recordaba su sonrisa discreta y se le pasaba. Por el día era fácil lidiar con estos sentimientos porque sus tareas mantenían su mente ocupada en otros asuntos, y no se daba el tiempo de sentir. Pero las horas de insomnio eran diferentes, y mientras más se alejaba de la realidad envuelto en la oscuridad del despacho, más ensordecedor se volvía el ruido de su mente. Frascos en formol con criaturas que lo miraban, la jaula, el cuaderno, la sonrisa de Compás, la sonrisa que ya no estaba.

Esa noche, 3 años con 2 meses y 28 días después de quedarse solo, cerca de las tres de la mañana, Tiza se quedó dormido por fin. Pero como casi siempre no era un sueño reparador, si no más bien un abismo negro y profundo. Como si cayera en una de esas fosas abisales pobladas por monstruos que había leído que existían en el mar del norte. Por la mañana despertaba cansado, siempre. Pero cumplía su rutina como una pieza de maquinaria eficiente y precisa, porque su propio cansancio no era relevante. No como las tareas que sí o sí tenía que cumplir.

Despertó un par de horas después.

Las mañanas siempre eran ajetreadas. Tiza se levantaba a las cinco, se aseaba y se vestía con diligencia, y luego se dirigía a las cocinas, donde los homúnculos que trabajaban allí le daban un trozo de pan blanco y un vaso de leche, que comía con rapidez para luego recibir una bandeja con el desayuno del Maestro Datreus. El, por ser el homúnculo de quien era, tenía cierta preferencia en la fila.

Tal y como había prometido a Compás, procuraba que no se saltara las comidas.

Después asistía al Maestro Datreus junto con su aprendiz, Adasviel, en investigaciones diversas, y tal como Compás le había dicho, intentaba no quedarse a solas con este. Había algo ominoso en él, y Tiza le tenía miedo. Recordaba una vez, cuando tenía diez años, que sin querer había derramado la rocaluna líquida de las lámparas de laboratorio, ensuciando la túnica del alquimista, y Adasviel lo había abofeteado con tal brutalidad que lo había lanzado al suelo del golpe.

—¡¡¡Engendro inútil!!! —había vociferado. —¡Estúpido! ¡Torpe! ¡¿Con qué vas a limpiarlo ahora?! ¿¡Eh?!

El joven alquimista le dio una puntapié que hizo que Tiza gimiera y rodara un poco sobre sí mismo, y luego volvió a alzar la mano para golpearlo cuando Compás, visiblemente agitado se interpuso entre los dos.

—Yo tomaré la responsabilidad joven maestro, fue culpa mía por asignarle una tarea que no podía cumplir.

Tiza observaba a Compás con los ojos abiertos. Por un momento, creyó ver cruzar el terror por su rostro, pero fue solo un instante, y enseguida volvió a exhibir su expresión inexpresiva de costumbre, y su voz habló con serenidad flemática.

Adasviel era enorme, mediría cerca de un metro noventa, y tenía un rostro que podría haber sido hermoso si no fuera por la palidez cenicienta de todos los alquimistas, y por las marcas de la viruela en sus mejillas. Estaba rapado, como todos los humanos en la torre, y bajo las prominentes cejas oscuras destacaban un par de ojos azules enmarcados en profundas ojeras. El hombre sonrió frente al homúnculo, y Tiza sintió que se mareaba producto del golpe que se había dado en la cabeza.

—Tienes razón. Es tu culpa —concedió. Y abofeteó a Compás una vez, haciéndolo trastabillar, y luego volvió a hacerlo, esta vez haciéndolo caer. Alzó la mano una tercera vez cuando una voz le interrumpió.

—¿Qué crees que haces, Adasviel? —En la puerta estaba el Maestro Datreus, erguido cuan alto era. Sus ojos destellaban de furia.

—Derramaron rocaluna sobre mi —El joven empezó a hablar muy convencido pero al mirar al Maestro se dio cuenta de que algo iba mal, porque fue llenando su voz de cada vez más dudas. —Estaba castigándolos.

El Maestro Datreus se acercó a los homúnculos, y los observó detenidamente, primero a Compás, y luego a Tiza.

—¿Puedes ponerte de pie? —preguntó al mayor

— Si, señor.

— Bien. Llévatelo y asegúrate de que no esté dañado. —Le ordenó, y luego se volvió hacia Adasviel —Son mis homúnculos, no tienes derecho a castigarlos.

—Pero... —No pudo terminar la frase porque el Maestro Datreus abofeteó a su aprendiz. No fue, ni de cerca, un golpe tan brutal como el que este había propinado a Tiza y Compás, pero sí lo bastante sonoro como para retumbar por el laboratorio. Adasviel dirigió a su maestro una mirada incrédula y dolida.

— ¡Son mis homúnculos! — bramó entonces imponiéndose ante el joven, que pese a su gran tamaño se encogió sobre sí mismo —¿Tienes idea de cuántos recursos cuesta hacer a uno solo como ellos? No son como esas muñecas de las cocinas, son especímenes de primera. La creación de cada uno de ellos cuenta más dinero de lo que nunca valdrá tu miserable vida, ¿entiendes eso? —Su voz sonaba fría y cortante, y aunque no la elevaba mucho, parecía ensordecedora, como si llenara toda la habitación. —Tiza ha llevado décadas de investigación y ensayo y error. Es mi mejor creación y probablemente irrepetible. ¿Cómo lo arreglarías si lo rompieras, eh? Sería algo irrecuperable, y años y años de trabajo perdidos. Y Compás es MI ASISTENTE desde hace décadas. En su cerebro hay más información sobre mi trabajo que en toda la biblioteca de la Torre. ¿Qué harías si dañaras eso? Cuando tengas tu propio homúnculo golpéalo si quieres, tortúralo para tu diversión o fornica con él como hacen otros. Pero no toques mis cosas, Adasviel. Nunca más.

Tanto Compás como Tiza habían estado mucho tiempo con los rostros magullados. A parte, Compás tuvo una lesión en el cuello y Tiza obtuvo dos costillas rotas producto de la patada que había recibido. Cuando escuchó por parte de su asistente el recuento de los daños Datreus fulminó a su aprendiz con la mirada y lo tuvo alejado del laboratorio dos meses, ocupándose de tareas reservadas para los aprendices de menor rango.

Desde entonces, ambos homúnculos habían procurado mantener las distancias de Adasviel, y Compás se las había arreglado para que el menor nunca tuviera que quedarse a solas con el hombre. Cuando Tiza se quedó solo fue inevitable, y Adasviel se complacía haciéndole la vida más difícil de una u otra forma, aunque nunca volvió a agredirlo físicamente otra vez. De todas formas, se lo hubiera dicho o no Compás, Tiza hubiera buscado estar lo más lejos posible de él, aunque no siempre fuera posible.

Después del periodo de investigaciones Tiza bajaba al almacén de criaturas del Maestro Datreus para revisar el estado de los diversos animales que guardaban ahí, a la espera de ser utilizados en alguna investigación o para la creación de un encanto. Algunos podían pasar meses, incluso años, en ese lugar antes de ser llevados al laboratorio. Cuidaba de que ninguno estuviera enfermo, de que estuvieran bien alimentados y las jaulas en condiciones higiénicas. El homúnculo se alegraba de que no hubiera ninguna criatura humanoide por el momento. Si hubiera una persona encerrada allí, no sabría como lidiar con ello. 

Luego venían las clases de la tarde con los alquimistas jóvenes y, para terminar, poner las cosas en orden en el aula y el laboratorio, y a veces, acudir al cuarto del Maestro si era llamado a este. Era un secreto a voces que otros alquimistas metían a los homúnculos en sus camas. En teoría, una de las razones por las cuales los homúnculos se fabricaban asexuados era, de hecho, para evitar eso, ya que según las doctrinas de la Torre, los alquimistas debían preservarse en el celibato. Sin embargo, la androginia de los homúnculos no había evitado que muchos fueran utilizados de esa forma, y hasta cierto punto se toleraba porque después de todo solo se trataba de homúnculos. Más grave era cuando se descubría a dos alquimistas copulando entre ellos. En esos casos los castigos eran en extremo severos.

Pero el Maestro Datreus no era así. Tiza no entendía muy bien lo que sucedía, pero cuando lo llamaba a su cuarto, el hombre se limitaba a quitarle la camisa, recostarlo en sus rodillas y acariciarle el pelo, los hombros y la cintura. Nunca hacía nada más. Algunas veces invertía la posición, y era la cabeza del hombre la que quedaba en el regazo del homúnculo. Otras veces hablaba también, en un tono febril muy alejado del que usaba fuera de esos momentos.

"Eres hermoso Tiza. Yo te hice así, ¿sabes? Oh, qué pelo más suave tienes. Qué precioso. Sois perfectos. Eres perfecto Tiza. Se puede confiar en ti, porque no eres como los seres humanos, predispuestos a fallar. ¿Sabes que basé tu comportamiento en relación a la lealtad en el de un perro? Eres un perro y eres un genio. Un genio con la lealtad de un perro es un ser infalible. Que precioso eres."

Tiza nunca decía nada, se quedaba en silencio, pasivo, y quizás incluso (aunque ni el mismo ni el alquimista lo notaran) renuente. Pero a veces en esas ocasiones, sobre todo cuando le hablaba así, no podía evitar evocar el rostro inexpresivo de Compás cuando el Maestro comentaba que su altura había sido un error en los cálculos durante su creación. Cuando esto sucedía sentía una oscura turbulencia moverse en su pecho, y entrecerraba los ojos confuso, dejando pasar el tiempo hasta que se le permitiera marcharse de allí.

Ese día empezó igual. Se aseó, se vistió, y se dirigió a las cocinas para tomar su desayuno y la bandeja para su amo. Sin embargo, cuando llegó al cuarto de este, el hombre estaba levantado y vestido ya.

—¿Ya estás aquí? Bien, bien. Deja esa bandeja en la mesa, no hay tiempo para esto —lo apresuró señalando el escritorio de madera que había al lado de la cama, en su austero cuarto. Tomó un trozo de pan de su bandeja y comenzó a comerlo mientras abandonaba el lugar dejando atrás a un Tiza confundido. —¿Qué haces? Deja eso ahí, ya lo recogerá algún limpiador. Vamos, tenemos trabajo que hacer.

Tiza siguió al hombre sin entender muy bien qué era lo que pasaba, trotando para mantener el paso de las grandes y enérgicas zancadas de su amo. Caminaron por los pasillos, esquivando a otros alquimistas y a los homúnculos de servicio que los transitaban, hasta que salieron del recinto interior de la torre y quedaron bajo la luz del sol. El homúnculo parpadeó, porque no solía estar bajo la luz natural. De hecho no recordaba cuándo había sido la última vez. En el patio empedrado estaba Adasviel que esperaba a su maestro con un gesto serio en el rostro.

—¿Aún no llegan? —preguntó el anciano nada más alcanzar a su aprendiz. Se podía notar el entusiasmo que emanaba su voz. El joven negó con la cabeza.

—Deberían estar al caer.

Datreus se frotó las manos —Esto es fantástico —sentenció.

Tiza por supuesto no entendía lo que pasaba, pero no se alarmó. Nadie tenía por qué informarle de los bienes que intercambiaba la Torre con el exterior, y tarde o temprano se enteraría de que era lo que estaba pasando si se consideraba necesario que lo supiera. Aún así, no pudo evitar sentir curiosidad, y clavó sus ojos amarillos en los gruesos portones de madera que separaban a la Torre del resto del mundo.

No pasó ni un cuarto de hora hasta que desde lo alto de la muralla exterior dio la señal y los homúnculos de trabajo comenzaron a empujar las palancas que abrían la entrada. Eran muy diferentes a Tiza. Tenían cuerpos enormes y en extremo fuertes, mientras que su inteligencia era la mínima como para comprender comandos sencillos y balbucear unas pocas palabras. No necesitaban más.

La puerta se fue abriendo y a través de ella pasó una procesión de carromatos con jaulas montadas en la parte trasera. Encerradas en ellas había varias criaturas, y el maestro Datreus junto con su aprendiz fueron pasando la vista por todas ellas, caminando a lo largo de la hilera de carros, como si buscaran algo en concreto. Tiza pensó que debía haber llegado algo muy especial si habían salido a recibirlo en persona. El también fue mirando las criaturas que se amontonaban en los carros, y sintió un apretujón en el estómago al distinguir a un hombre mono sentado junto a una jaula llena de salamandras aladas. Solamente una vez en su vida Tiza había tenido que lidiar con la presencia de un humanoide en el almacén, hacía dos años, y había sido de la misma especie. Una hembra, casi una niña.

El hombre levantó la vista y clavó sus ojos en él, con una expresión que no supo descifrar, para luego echar la cabeza hacia atrás suspirando mientras cerraba los ojos. Pensó que quizás este era el espécimen que tanto entusiasmo causaba en su amo. Los hombres mono eran escasos, y la vez pasada la mujer mono había muerto antes de que pudieran hacer nada con ella. Pero Datreus se limitó a pasar de largo tras dedicarle una mirada desinteresada.

Entonces llegaron y la vio. Una niña humana, al menos en apariencia, de unos 10 años. Estaba acurrucada en el carro, llevaba un vestido bordado que alguna vez había sido blanco y tenía las mejillas y el pelo castaño cubiertos de suciedad. Sus ojos aterrados estaban muy abiertos, y Tiza pudo apreciar lo mucho que su pequeño cuerpo temblaba.

Fue así como conoció a Calíope

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