Treasure || KazuFuyu

Per Iskari_Meyer

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En medio de la noche, Chifuyu recibe una llamada que hiela su sangre y abre heridas del pasado. Después de di... Més

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Epílogo

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Per Iskari_Meyer

Kazutora sostuvo a Mimitos en brazos, dándole besos en la frente y en la punta de la nariz. Reía con las mejillas rosadas y una expresión de felicidad insaciable, mientras el animal le lamía intensamente, sosteniéndole de las sienes con sus zarpas negras.

—¡Mira! Se parece a ti, Kaku. —Le puso el gato prácticamente en la cara. —Pero, tú eres más como mi hermano mayor.

Kakucho sonrió y aceptó tomar al felino en brazos únicamente porque le pareció tierno. Era negro y su pelaje ligeramente largo, muy suave. Olía a hogar y se escondía en el calor que despedía el cómodo hueco de su cuello. Un iris ciego y el otro ambarino.

No respondió a su amigo, no quería hacerlo.

En una ocasión había recogido un gato de la calle, años atrás, pero había muerto a los pocos meses. Realmente, desde la muerte de Izana nunca tuvo nada a lo que poder aferrarse. La pérdida del animalillo le había dolido tanto. Recordaba el pelo blanco y repleto de manchas tricolores, le había puesto de nombre Dahlia, aunque no era nada original ni tenía un significado profundo. Y, como todo lo que alguna vez estuvo en su vida, se quedó plasmada en las polaroids del cajón de memorias y otras heridas.

Tal vez estaba sintiendo a Kazutora como alguien a quien cuidar. Le había agradado conducir con él bajo las estrellas, sentir cómo se quedaba progresivamente dormido sobre su hombro, en la caravana que le había servido de hogar a Hanma. Familia. La palabra era extraña.

—¿Podemos volver a lo de antes? —Preguntó, sin querer destrozar la infantilidad del momento. Estaban sentados sobre la cama, y precisamente había interrumpido para poder hablar con él. —Como te decía, Takeomi ordenó a ese chico matarte, a pesar de que ya estaba intentando hacerlo por su cuenta. Es peligroso, no podemos salir de aquí hasta que lo de fuera se haya solucionado.

Hasta que Sanzu eliminara a quien tuviera que eliminar, quiso decir, pero no mencionó que se había puesto en contacto con él. Sabía que, si se lo contaba, entonces Kazutora también querría llamarle, se empezaría a preocupar por sus antiguos compañeros de crímenes y querría regresar con ellos en cuanto se enterara del verdadero estado de los Haitani. No podía dejar que aquella empatía que tenía le costara abandonar a Chifuyu.

O, peor aún. Que le costara la vida.

Wakasa se encontraba incomunicado y ni siquiera él sabía si Takeomi tenía a más gente detrás. Puede que yakuzas contratados por esa víbora lo estuvieran buscando en el caso de que Wakasa fallara. Salir del apartamento era arriesgado, debía esperar a que Sanzu le diera una señal. Solo esperaba que estuviera haciendo un buen uso de su jodida cabeza de arriba por una vez en su asquerosa vida.

—Recuerdo haber escuchado su nombre... —Reflexionó el menor, con un tono extraño. Pasó la mano por el lomo de Mimitos, que revoloteaba alrededor de ambos alegremente. —Shinichiro y él eran muy amigos, ¿verdad?

—Los historiadores los llamarían así, sí. —Se encogió de hombros, dándole vueltas a la cola del animal con un dedo. El gato maulló en su dirección, apoyándose en sus muslos y, posteriormente, en su pecho, para chocar el hocico contra su barbilla.

Entonces, Kazutora se incorporó y se estiró hacia arriba, poniéndose de puntillas. Un bostezo le cruzó la expresión somnolienta y su espalda se quejó. Aún llevaba aquella camiseta blanca y holgada que olía a Chifuyu, y se había puesto los pantalones repletos de bolsillos y armas. Puso los brazos en jarras, mirándole con decisión, teñido en rayos de amanecer.

—Quiero conocerlo.

Ni siquiera pudo detenerlo. Chifuyu, que fumaba apoyado en la ventana para calmar el estrés, sólo se quedó quieto, intentando descifrar a su amigo. Kakucho salió tras él y lo agarró del hombro cuando estuvieron en el pasillo, presionándolo un poco cerca de la pared en un gesto que denotaba protección. No necesitaba conversar con ningún tipo sediento de, precisamente, su sangre; Wakasa irradiaba ira y odio, todas las plantas se pudrían a su lado.

Y tenía que mantenerlo a salvo, en la cama y descansando, con un montón de agua para que no se deshidratara. Podría marearse y perder el equilibrio de un momento a otro.

—Por supuesto que no. —Determinó, a punto de arrastrarlo hasta la cama de nuevo. Podía apreciar un ápice de confusión en aquellos ojos de miel, más suaves que los de días atrás, más decididos que nunca.

—No me digas qué hacer. —Gruñó el chico, apartando el tacto de su hombro. Frunció el ceño, más bajo y visiblemente pequeño que él.

Lo esquivó y siguió su camino, dejando una estela de tensión bajo sus pies con calcetines navideños. No dejó de sentir su presencia a la espalda, la seguridad de que no iba a pasar nada, hiciera lo que hiciera. Todo el mundo merecía un perdón, ¿cierto?  Tal vez llegara el día en que pudiera perdonarse a sí mismo, también.

Cuando abrió la puerta de la cocina y encendió la luz, se quedó quieto bajo el umbral. Aquellos ojos tristes no parecían rabiosos, estaban surcados de lágrimas que hacía no demasiado que se habían derramado. Hacía años que Wakasa Imaushi había dejado de ser el legendario Leopardo Blanco, para convertirse en un hombre atado en el suelo de la esquina de la cocina de unos desconocidos, cubierto de cicatrices.

Tragó saliva, viendo los labios resecos y cortados, las manos atadas con cinta americana a la espalda. La postura debía de doler, miró a Kakucho como si buscara alguna clase de aprobación —que nunca le daría, era consciente—, pero el mayor no supo adivinar qué era lo que pretendía. Por eso, Kazutora aprovechó la confusión para tantear la navaja de uno de sus bolsillos.

—No te acerques, escoria. —Escupió Wakasa, girando levemente el rostro.

Reconocía la forma de su cuerpo esbelto y hambriento. A fin de cuentas, lo había visto colgado en el almacén abandonado, cuando Sanzu le llevó al lugar por primera vez. Siempre se había mantenido distanciado del hombre que colgaba de las cadenas del techo, suspendido a más de cinco metros del suelo.

Había escuchado sus gritos a lo lejos cuando su compañero lo dejaba caer desde la altura, las veces que lograba despertar de los estados de inconsciencia a los que le habían sumido con drogas y torturas. La ropa hecha jirones, las muñecas llenas de sangrientas laceraciones hasta que el hueso se volvía visible entre la masa carnosa, por las rozaduras de grilletes y cuerdas de esparto. Todo había sucedido durante el primer mes que estuvo en Bonten, cerca de septiembre.

Se arrodilló en el suelo, dubitativo, observando las quemaduras que bajaban por su cuello. La camisa abierta dejaba ver la piel arrugada y de un color antinatural.

—¡¡No me mires así!! —Chilló el mayor, echándose hacia atrás como un animal acorralado. Tenía las pupilas dilatadas, alternaba la vista con miedo hacia Kakucho. Estaba rememorando todo al sentirse acorralado. —¡Joder! —Se revolvió, haciendo el amago de echarse hacia delante y arrancarle un globo ocular con los dientes. —... te voy a matar...

Gasolina por todo el suelo, y un desconocido de cabello blanco y deshilachado tirado en ella, intentando levantarse en vano; sangrante y con una puñalada en la pierna, la visión perdida por la falta de vitaminas y alimento, desmayándose sin poder arrastrarse un centímetro más. Sólo podría haber sido Wakasa.

«Todo aquel que no encaje en Bonten debe ser eliminado». Fue Kazutora quien dejó caer la cerilla. Quizá luego había hecho rebotar a Sanzu en su polla, en los asientos traseros del Maserati de Kokonoi, que se había enfadado demasiado por cómo dejaron su coche.

Si pudiera volver atrás, sería capaz de hacer exactamente lo mismo para llegar al punto en el que se encontraba en aquel instante. Quizá por ello no podía evitar sentirse vacío, completamente despojado de humanidad y sentido. ¿Por qué? ¿Por qué había dejado caer la cerilla? Parecía una venganza, el karma le estaba siendo devuelto y todo lo malo que había hecho le estallaría en la cara algún día. Kazutora sólo había querido ser feliz. Y había acabado convirtiéndose en gasolina, incendiando todo lo que pudo llegar a alcanzar.

Y Shinichiro...

—Lo siento. —Sonrió, risueño, aún si Wakasa no le recordaba. Estaba siendo sincero, sabía que no debería de haberlo hecho. —No puedo arreglarlo.

—Tú lo mataste. —Siseó el antiguo capitán de la unidad de ataque especial de Black Dragons, respetado por todo Tokio, hasta que su nombre fue borrado por la arena del reloj. Todos los que habían sido sus amigos estaban muertos, había sido el juguete de Bonten durante mucho, intentando escapar en vano, sobreviviendo por capricho de otros. —Dilo, tú mataste a Shinichiro Sano.

Aquella noche se había tatuado para siempre en sus memorias. Las lágrimas le nublaron la visión y parpadeó varias veces, con el tono roto. Se había ido a dormir teniéndolo todo, y había despertado perdiendo un mundo entero. El roce de las sábanas contra su piel aún desnuda, aquellos brazos que le rodeaban la cintura y que huyeron de la cama, atraídos por los ruidos de la planta baja.

Creía haber sentido un beso sobre su hombro cuando Shinichiro se levantó de madrugada. Apenas unos minutos más tarde, toda su vida se había roto. Todos los planes de futuro que hicieron entre risas y caricias, todos los dulces que compartieron en la boca del contrario, todos los paseos en motocicleta.

Kakucho tragó saliva, analizando la forma en que la mirada de Wakasa se desviaba en ocasiones por encima del hombro de Kazutora. La mano que éste último mantenía cerca de sus bolsillos, el bulto que creaba la Beretta en la cinturilla del pantalón. El vello de su cuerpo se crispó de golpe al percibir el brillo del filo de la navaja y aplastó contra el suelo la mano del menor, que ya sujetaba el arma con fuerza.

Kazutora lo miró con una súplica en las pupilas brillantes de abstinencia.

—Kakucho, suéltame. —Pidió, intentando sacar su mano y la navaja de debajo de su bota.

—¡¡Dilo!! —Chilló Wakasa, revolviéndose hacia delante en un intento de morderle. Sus vértebras sonaron con un chasquido desagradable cuando hizo fuerza en sus muñecas atrapadas. —¡¡Tú lo mataste!! ¡¡Le reventaste el cráneo sin motivo alguno, joder!!

—¡No quería hacerlo! —Se defendió, girándose hacia él, con una presión insoportable en el pecho. Hiperventiló, tirando de su mano, tratando de sacarla y empuñar la navaja. Ansiedad. —¡No quería! ¡No quería...!

Wakasa se echó hacia delante y sus frentes chocaron con brusquedad. Kazutora se tocó la zona, dolorido y lloroso, sintiendo que, por fin, la bota había dejado de aplastarle las intenciones. Se dejó caer sentado de culo al suelo, con las rodillas en alto y las piernas patéticamente abiertas. Dolía.

—No eres más que un asesino.

Entonces, Kakucho comprendió que Kazutora había querido liberarlo de las cintas. La navaja relucía en el suelo y el hombre la miraba con hambre, como si quisiera comérsela. Agarró a su amigo de la camiseta y lo obligó a levantarse y alejarse de ese salvaje, de hecho prácticamente lo arrojó contra Chifuyu, que hundía con nerviosismo un cigarro en el cenicero.

Estaban haciendo demasiado ruido. Tenía el olor a nicotina puesto bajo las fosas nasales. Las exclamaciones del mayor llenaban la estancia, resonaban por las paredes con su voz rota, la garganta raspada por la falta de agua. Se agachó para tomar el arma y Wakasa le escupió saliva ensangrentada en la cara, ganándose una bofetada que le giró el rostro. La pálida mejilla se volvió rosada y el tipo le miró con odio, respirando con fuerza.

—Acércate un poco más, y te arrancaré un puto ojo con los dientes. —Mechones de cabello blanco se ondulaban por su frente como nieve, le faltaban pestañas, tenía la piel seca y las heridas se le notaban más al hablar. —Suéltame, te juro que te voy a romper las costillas una por una y...

Le tapó la boca con cinta americana, ahogándole las palabras e insultos. Apartó el cabello de sus ojos para poder verle mejor, varios hilos blanquecinos se quedaron entre sus dedos, se le caía el pelo por la falta de vitaminas y comida. Estaba loco. Dudaba de que parte de los cortes que le cubrían los antebrazos fueran únicamente de torturas. Alguien tan destructivo como él jamás podría convivir consigo mismo.

Suspiró, atusándose el jersey que le iba pequeño. Quizá deberían darle algo de ropa, al menos una manta, pero sería imposible mantenerlo tranquilo hasta el final. ¿Y después? Ni siquiera sabía qué podían hacer con él. Le daba la impresión de que nunca se rendiría hasta cumplir con sus fantasías sangrientas. ¿Entregárselo a Sanzu? ¿Mandarlo a una muerte segura?

—Las cintas le hacen daño. —Se quejó Kazutora, apartando un brazo que quiso rodearle los hombros. —Necesita agua...

—Necesita tenerte lejos, Tora. —Suspiró Chifuyu, comprendiendo a la perfección lo que Wakasa sentía, incluso el tono podrido de voz. Buscó su mano, estaba tibio. —Déjalo.

Pero, Kazutora no quería tenerle encerrado y amordazado en el suelo de la cocina, y mucho menos en esas condiciones. Hacía frío, sabía que la calefacción de la estancia se encendía pocas veces porque la ventana solía estar abierta para que el aire con olor a aceite y comida escapara. Wakasa no había hecho nada malo, merecía una segunda oportunidad, entendía tan aterradoramente bien el odio que le tenía.

Estaba seguro de que tendría hambre y sed, sus labios se veían tan dolorosamente secos y cortados. Además, no le importaría darle ropa suya, ni dejarle acariciar a Mimitos. Acariciar animales siempre le calmaba y estaba seguro de que Wakasa sólo estaba enfadado porque no le conocía. Si tan sólo pudieran hablar con calma, sin amenazas, sin ataduras...

Incluso podrían ser amigos.

—No vuelvas a hacer una tontería así. —Habló Kakucho, minutos más tarde, cuando las cosas se calmaron y se reunieron los tres en el salón. —¿Para qué demonios querías soltarle?

—Es inhumano tener a alguien amordazado así, lo sabes. —Fue bajando el tono de voz progresivamente, hasta que sólo se quedó con un hilillo. —Deberíamos dejarle ir.

—No dudará en matarte.

Silencio. Sus manos temblaron al escuchar a Chifuyu abriendo la persiana, sin interrumpir la conversación. Abrió la boca para contestar, con un nudo en la garganta, pero no pudo argumentar nada. Apretó los puños sobre sus muslos, bajando la mirada. Kakucho lo tomó de la muñeca y se disculpó por su brusquedad, asumiendo que se había enfadado demasiado.

Descansó la cabeza en su hombro, dudando. ¿Con qué moralidad lo decía? Él también lo había convertido en eso. Le había destrozado la vida una vez, y el cuerpo y la mente a la siguiente. Cerró los ojos y restregó la mejilla contra el blando jersey del otro, que rodeó su cintura y lo atrajo hacia sí, como si de verdad fuera un hermano mayor.

El sofá se hundió bajo el peso de Chifuyu, que lo tomó de la mano con delicadeza, haciéndole saber que estaba ahí. Mentiría si dijera que no se sentía apartado. La falta de sueño, el estrés y la incertidumbre eran lobos hechos de sombras que acechaban en su cabeza.

—Necesitamos descansar. —Kakucho tomó la palabra, acariciando el costado de su amigo. —Como no podemos salir, lo mejor será dormir y recuperar fuerzas.

Puede que hablara por su herida de bala. Había sido un milagro que no se infectara cuando las suturas se abrieron en medio de la madrugada, mientras cargaba con Kazutora. Sus bíceps se sentían cansados, sus párpados pesaban como piedras, y creía que era capaz de dormirse en aquella misma postura, notando el tenue calor del chico a su lado.

Extrañaba su vacía cama de matrimonio, en el enorme ático que hacía un par de años que había comprado. Kokonoi le había insistido tanto en que invirtiera en inmobiliarias que no le quedó más remedio que hacerlo. También tenía una casa de campo, donde Izana y él deberían de estar plantando tomates, muy lejos de allí.

—Puedes dormir en mi habitación, Kaku, yo usaré el sofá.

De fondo se escuchaban quejidos. A Kazutora se le encogió el corazón, cohibido. Entonces, se dio cuenta de la forma de que Kakucho había dejado de acariciarle, y de que Chifuyu le apretaba la mano. Su cuerpo se tensó, sin saber qué demonios había hecho. El mayor le dedicó una mirada extraña cuando los dejó a ambos a solas, antes de retirarse a la que había sido su habitación en verano. Kazutora tragó saliva, repentinamente nervioso.

Entrelazaron los dedos, un tic de inquietud atacó su pierna y su rodilla tembló. Chifuyu subió el tacto por su antebrazo lleno de gasas, pegándose a él lentamente, hasta suspirar, exhausto.

—Duerme conmigo. —Susurró, notando a la perfección la rigidez de sus músculos. No olía como lo había hecho, había un suave perfume de melocotón debajo del aroma a carburante, asfalto y sangre. —¿No quieres?

Se sacó la Beretta del pantalón por seguridad, dejándola sobre el sofá. Llevaba un pequeño revólver en uno de los bolsillos grandes, navajas; un tantō de emergencia adherido a la parte interna del muslo, por el interior de la prenda, y una finísima varilla de acero con múltiples usos. Temblaba tanto que durante un instante creyó que todo empezaría a chocar y a crear un sonido metálico.

No hizo otra cosa que encogerse de hombros.

—No sé, ¿te apetece? —Preguntó, al borde de un ataque de lo estúpido que sonó aquello. Era obvio. —Es decir... ¿me aceptas en tu cama?

—Claro que sí.

Chifuyu parpadeó, apartando la angustia de su mirada. La última noche que había pasado con él había sido en una manta al aire libre, cerca de un lago. Los fuegos artificiales explotando con miles de colores en el cielo, algún que otro beso travieso, la lluvia empapando sus yukata. Parecía tan jodidamente lejano en el tiempo. Todo se había roto después de eso. Aquella fue la primera vez en la que pensó si decirle que le quería, y acabó solo, de nuevo.

La última vez que habían dormido juntos se habían besado como dos idiotas enamorados, esperando a superar lo que había flotado incómodamente entre los dos. Y, como si el otro pudiera leerle los pensamientos, sucedió.

—... siento lo de Baji...

—Baji no importa porque está muerto. —Lo cortó, antes de que soltara una retahíla de disculpas que, desde luego, no necesitaba escuchar. —Y lleva así más de una década. Ahora importas tú, Kazutora.

Lo tomó del rostro, observando los rasgos endurecidos por los meses, la mirada ciertamente vacía. Seguía siendo tan bonito como siempre. Acercó su nariz a la ajena y la rozó con la punta, cerrando los ojos. Sintió que se agarraba a su ropa con ansia, como si quisiera comprobar que era real.

Estaba reprimiendo el impulso de llorar, porque, mientras que él se había pasado días y noches llorando en la comodidad de su apartamento, Kazutora había tenido que sufrir y sufrir. El estúpido bucle de infelicidad en el que los dos habían caído era profundo, pero podían volver a salir, juntos.

—La noche de tu cumpleaños hice un trío. No me acordé de qué día era hasta que salió el Sol, y...

Le tapó la boca, impidiéndole hablar. Alzó las cejas, intentando fingir que aquello no dolía en absoluto. Llevaba varias flechas clavadas en el pecho, pero aquella no era una de ellas, o al menos no era la que más le hacía sangrar. Estaba tratando de entenderlo, de tomarse el tiempo de hilar situaciones y sentimientos para poder comenzar de nuevo.

Kakucho le había contado lo que había hecho todos aquellos meses. Trabajar en tareas domésticas del lujoso apartamento de uno de los miembros de Bonten, hasta dejarse la piel en ello; buscar traidores y torturarlos hasta hacerles morir de las formas más horribles que pudieran ser imaginadas; realizar encargos, entregas de paquetes con drogas, conducir camiones con prostitutas para cambiarlas de distrito, tráfico humano; negocios con mafias chinas, reuniones llenas de papeleo.

Estaba intentando asimilar que ese chico, aparentemente inocente y esbelto, de altura promedio y cariñoso con los animales, fuera capaz de aquello. Un trío. Siempre había creído que Kazutora rechazaba todo lo relacionado con el sexo, por la forma en que reaccionó la vez en que la situación se calentó demasiado. Las lágrimas bajando por sus mejillas rosadas mientras le decía que le traía malos recuerdos.

Destapó su boca, deslizando el tacto hacia su mejilla.

—¿No te importa? —Musitó el chico, angustiado. —Me arruiné por completo. Ya ni siquiera me siento suficiente como para estar a tu...

—No pasa nada. —Aseguró, cometiendo el error de pensar que llevaba el pelo largo. No había mechones que pudiera esconder tras su oreja, así que sólo tocó uno de ellos, moviéndolo de sitio. —Eres suficiente, para mí siempre lo serás. —Quiso acortar los escasos centímetros para atrapar su boca, pero se detuvo. —¿Puedo hacer algo?

—Lo que quieras...

Kazutora esperaba un beso, no una bofetada.

Se tocó la mejilla, confuso. Realmente era merecedor de aquello, aceptaría las bofetadas que fueran, su mejilla marcándose con la sombra rosada de sus dedos. Sin embargo, no ocurrió más veces. Chifuyu se apartó de su lado, incorporándose y sacudiéndose la ropa de pelos de Mimitos, que revolotearon en el aire. Un rayo de luz matutina se reflejó en sus ojos azules.

—Te dije que no anduvieras solo por ahí. Te lo prohibí explícitamente y no me hiciste caso. —Lo señaló con el índice, un tono de reproche del que cualquier madre tendría envidia. —Mentiste a Inui, me mentiste a mí, y acabaste en el hospital por un estúpido teléfono que no valía ni la mitad de lo que vales tú. Así que no vuelvas a hacerlo, ¿te queda claro?

—Lo siento. —Bajó la cabeza con obediencia, aunque pronto sintió que le tiraba de la camiseta. Se puso en pie, sin atreverse a mirarle a la cara. —No más mentiras a partir de ahora. —Prometió, buscando su mano, sintiéndose horriblemente culpable.

Chifuyu no le dio la mano, en vez de eso, lo abrazó. Lo abrazó como tantas noches en las que escondieron sus emociones en el hueco del cuello del contrario, acariciándose la espalda.

Horas más tarde, Wakasa desapareció de la cocina.

—... ah... —Kazutora arqueó la espalda con una súplica en la boca, los ojos cerrados.

Aquello pudo ser un gemido, pero no lo fue. Chifuyu se había apoyado accidentalmente en el lugar equivocado, presionando una herida de su costado que aún seguía dando problemas. No sabía cuánto había pasado desde su prueba de fidelidad, las heridas continuaban doliendo y su cuerpo se sentía débil con frecuencia. Realmente le habían destrozado y no ayudaba el hecho de que hubiera comido poco durante los últimos días.

Parpadeó un par de veces, tocándose la zona, quejumbroso. Chifuyu lo miraba con preocupación, apoyado sobre su codo y con una expresión somnolienta.

—Lo siento, no pretendía hacerte daño. —Se disculpó, arrepentido de haber querido pegarse más a su cuerpo. —¿Te duele mucho?

—Bueno, podría ser peor. —Rio en voz baja, dejando que le levantara la camiseta de pijama. La gasa que cubría el corte de su costado no tenía sangre, milagrosamente, con lo que las suturas estarían bien. —No mires, es desagradable.

Sostuvo su rostro cuando accedió a quitarse la prenda, negando lentamente para persuadirle. La grotesca cicatriz del centro de su pecho, sombras de dientes alrededor de uno de sus pezones —ni siquiera recordaba cuándo había sucedido aquello—, los surcos rojizos de latigazos y laceraciones superficiales que se estaban curando pausadamente. Se preguntó si ya habría visto el tatuaje que llevaba en el centro de su espalda, entre los omóplatos.

Sin embargo, Chifuyu depositó un beso en sus labios resecos por el calor de la calefacción, y observó su torso desnudo con curiosidad. El chico se tumbó a su lado, apoyando la cabeza sobre su hombro, y Kazutora se estremeció al sentir que deslizaba los dedos por la piel de su cuerpo, comprobando las gasas, tanteando las marcas de sus abdominales nacientes.

Tocaba los bordes de la enorme cicatriz, que tenía relieve y se notaba bajo la yema de sus dedos. Quiso arquear la espalda para evitar el contacto, pero sólo apretó la mandíbula y dejó que siguiera hacia arriba, por los trazos del felino tatuado.

No hacía frío bajo las sábanas. Habían perdido la cuenta de cuántas horas habían dormido y fuera comenzaba a anochecer. Las horas de luz eran escasas en invierno y Kazutora se ilusionó porque, al día siguiente, sería Navidad. Su primera Navidad con Chifuyu. Su primera Navidad libre.

—Te eché mucho de menos. —Susurró, sonriendo hacia el techo blanco. Rodeó su cuerpo y lo atrajo más hacia sí, inhalando la esencia de su cabello negro. —No te imaginas cuánto.

Su compañero se apartó de su brazo para inclinarse sobre él, buscando su boca. Kazutora ronroneó en la dulzura de su beso, disfrutando de la característica forma carnosa y suave de sus labios, húmedos y reconfortantes. Alzó las manos y desplazó el tacto a su mandíbula, arrastrándolo hacia su cabello. Enredó los dedos en los mechones negros, sintiendo su lengua lamiéndole con delicadeza, como si quisiera estar seguro de que no había heridas allí.

Sonó un chasquido y ambos sonrieron, acariciando la punta de la nariz con la ajena. Un pequeño beso más, bajando por su mandíbula hasta llegar a la curvatura de su cuello. Kazutora presionó su nuca contra el lugar, a punto —al borde— de pedirle que lo marcara. No era ningún secreto que a Chifuyu le atraía su tatuaje y quería tener aunque fuera solo una mancha de su propiedad en el lienzo de su piel para compensar el resto.

No lo hizo, no lo pidió porque sonaría muy fuera de lugar. De hecho, el mero hecho de pensarlo le llenó el rostro de rubor, le daba una vergüenza horrible sentirse tan expuesto. Chifuyu se incorporó y se arrancó la camiseta, arrojándola al suelo casi con desprecio.

—Yo también te he echado de menos, Tora. —Gimoteaba, apartándose las lágrimas de sus ojitos azules, como si aún no pudiera creer que estuvieran juntos. —¿Sabes? Yo pienso que... —Carraspeó, medio sentado, su voz tembló. —Opino...

—¿Hmm? —Presionó su pecho hacia el colchón y rodaron con suavidad. Atrapó su cintura y lo pegó hacia sí, evitando que cayera de la cama. —¿Qué opinas?

—No es desagradable. —Señaló el otro, oscilando entre la cicatriz y sus labios empapados de miel. —Tu cuerpo no es desagradable y... —Rodeó su cuello con los brazos, abrazándolo para esconder su rostro tan rojo como un tomate. —Pues...

—Por el amor de Dios, Chifuyu, deja de balbucear, que no tienes nada en la boca. —Gruñó, aferrándose a su espalda como si de ello dependiera su vida. Pasaron unos segundos hasta que se dio cuenta de lo que había dicho y se quedó rígido. Un hilillo de voz. —Perdón.

Kazutora se quedó en silencio, notando cómo temblaba de risa entre sus brazos. Chifuyu alzó la cabeza con lágrimas de felicidad y confusión, la nariz graciosamente rosada. No le quedó más remedio que sonreír también, al borde de un ataque de nervios, porque no había querido decir algo como aquello.

Aceptó aquel beso inocente y mimó su espalda, recostándose el uno frente al otro, tocándose la carita con restos de estupefacción.

—Eso fue gracioso. —Admitía el chico, apartando mechones rubios y cortos a un lado. —Iba a decir que te quiero mucho.

Fue como si una jarra de agua fría cayera por su cuerpo. Tragó saliva, a sabiendas de que, si hablaba, tartamudearía como todo un idiota enamorado. Sin embargo, necesitaba corresponderle e intentarlo.

—Yo también te quie... —Un par de toques en la puerta cortaron de golpe sus palabras y ambos se incorporaron, descubriendo que las camisetas estaban esparcidas por el suelo. —¿Kakucho?

—Kazutora, sal un momento, ¿quieres? —Habló el hombre, al otro lado de la puerta.

Asintió a pesar de que no podía verle y se puso en pie. Tomó la prenda y se la puso con un gran bostezo, sus pies descalzos se enfriaron contra las tablas del suelo. La cesta de Mimitos estaba vacía porque el gato había dormido con su amigo. Agradeció aquello enormemente, aunque le hubiera gustado dormir con su bola de pelo favorita.

Tuvo que fingir que no había visto, a través del reflejo del espejo, la forma en que Chifuyu se quedó mirando su espalda. El tatuaje de Bonten seguía ahí, como un constante recordatorio de quién era, y quién estaba destinado a ser, como si hubiera sido marcar el libro de su vida con un futuro aún no escrito.

Se disculpó con un gesto y salió al pasillo. Kakucho le esperaba en el salón, apoyado de brazos cruzados junto a la ventana. Miraba hacia fuera de reojo, los colores del atardecer le pintaban el rostro de dorado e iba vestido con el jersey color crema que le habían prestado.

—Lo hiciste. Me has desobedecido, Kazutora.

Sólo cuando sintió que el ambiente se tensaba, se dio la vuelta para encararle. El chico bajaba la cabeza en señal de sumisión, pero no había arrepentimiento alguno en su mirada. Kakucho había ido a por un vaso de agua durante la tarde, y se había encontrado con la cocina vacía, trozos de cinta americana en la basura.

En un principio había sido inocente, había pensado que Wakasa habría encontrado alguna forma retorcida de liberarse, como rompiéndose a sí mismo los huesos, o algo similar. Pero, entonces, había recordado lo que su compañero había querido intentar horas atrás. Aún no podía creerse que estuviera frente a él, vivo y sin un solo rasguño de violencia.

—Merecía una oportunidad. —Acabó por decir el menor, como si hubiera estado dándole vueltas al tema hasta encontrar una respuesta que no le inspirara a pegarle. —Estaba mal tenerle de esa forma, se encontraba muy herido por las cintas y tenía mucha hambre, no...

—¿Se puede saber por qué demonios no estás muerto? —Sabía demasiado bien lo violento que era Wakasa, tenía las marcas de sus dientes en el dorso de su mano. Había visto aquellos iris de animal salvaje, lágrimas perladas de un dolor incurable. Silencio. —¿Es que no vas a decir nada?

Kazutora negó, jugueteando con sus manos a la altura del regazo. Kakucho suspiró con fuerza, apreciando cómo el rubor que había cubierto sus suaves mejillas desaparecía progresivamente. Volvió a mirar por la ventana, tocándose la frente, con la cabeza hecha un desastre.

—¿Cómo dormiste? —Preguntó su amigo, poniéndose a su lado. La calle se vaciaba a medida que la noche avanzaba. —Estás cubierto de pelos de Mimitos.

No contestó, pero dejó que se quedara junto a él. Había logrado recuperar horas de sueño y se sentía mejor de la herida de bala.

Nada de aquello servía cuando tenía un vacío en el corazón.

¿Cómo podía seguir fingiendo? ¿Fingiendo que no había escuchado cómo se hablaban y se besaban? Inicialmente se había mantenido despierto, llorando, obligándose a escuchar lo que él nunca pudo tener. Un beso suave, una caricia de más, dormir entre los brazos de un amante casi prohibido.

Se agarró del pecho y respiró profundamente, ahuyentando de alguna forma las lágrimas, el dolor de cabeza. El cielo estaba nublado y estaba seguro de que hacía frío, mucho frío ahí fuera. Desearía poder estar con Izana, desearía que Kazutora y Chifuyu fueran Izana y él.

Al final, todo eran ilusiones egoístas e inalcanzables. ¿Y cuál era el propósito de soñar con algo que nunca iba a ser real?

Kakucho fingió durante horas y horas que no estaba enfadado consigo mismo, que no se odiaba y se detestaba. Decidieron que no saldrían hasta el día siguiente y el tiempo pasó hasta que el reloj dio las diez de la noche.

Estaban decorando juntos el árbol de Navidad.

—Salud. —Kazutora hizo un gesto de alegría cuando su novio, o lo que demonios fueran aquellos dos, estornudó al sacar una guirnalda.

Cajas polvorientas adornaban el suelo del salón y la calefacción daba una temperatura agradable y hogareña. El gato revoloteaba de un lado a otro, robándole bolas de Navidad a su dueño, o quitándolas directamente del árbol.

Sanzu no contestaba al puto teléfono. Comenzaba a desesperarse, tenía migraña.

Se sentía fuera de lugar en aquella casa. Desplazado emocionalmente, a pesar de que trataba de disfrutar, como los anteriores meses de su vida. Sin embargo, seguía habiendo tensión entre Kazutora y él. ¿A dónde demonios habría ido aquella bestia que era Wakasa? ¿Por qué no le había cercenado la nariz de un jodido mordisco? Las miradas eran cortas y fugaces, apenas hacían contacto físico.

¿Y todo por qué? ¿Porque Kazutora quería sentir que no era una persona de mierda? ¿Porque necesitaba alimentar su estúpida autoestima?

Para colmo, seguía enfadado con él por haberle desobedecido, porque había roto todo el plan que cuidadosamente había elaborado. Si Wakasa llegaba hasta Takeomi, ¿qué sería de ellos? La puerta sería derribada y todo se iría elegantemente a la mierda. No tenían munición suficiente y no estaban en condiciones de luchar cuerpo a cuerpo.

Se preguntó si Wakasa sería capaz de hacerlo, de regresar con alguien a quien odiaba. O si, por el contrario, esperaría su oportunidad de oro, como todo buen felino paciente.

—¿Qué te apetece de cenar, Kaku? Chifuyu hizo una compra grande hace un par de días, así que hay muchas cosas.

Estaban sentados en el suelo, con las manos llenas de purpurina. Hacía rato que Chifuyu se había ido a la cocina, preocupado en exceso por la situación, incapaz de soportar la extraña sensación de premonición que le había atacado sin aparente motivo alguno.

Lo miró largo y tendido, en silencio, analizando sus ilusionados ojitos. Miel, calidez, quizá amor. Nada que ver con lo que había en el negro de sus pupilas. Puro vacío.

Creía que estaba enfermo. Kazutora estaba insanamente obsesionado con ser lo que él consideraba una buena persona. No había dejado de repetirlo antes de caer inconsciente, cuando había estado delirando de abstinencia. Una buena persona, una buena persona.

«Tú eres más como mi hermano mayor»

—No voy a quedarme, lo siento. —Se disculpó, pasando el tacto por el lomo del gato, que se acercaba para restregarse contra su rodilla. Finalmente, se incorporó con un suspiro.

—¿A dónde vas? —El chico se puso en pie, mareándose por el repentino cambio de postura. Su cuerpo aún no se había recuperado y tuvo que sostenerse del brazo que le ofreció el mayor. —Fuera está frío, no puedes...

—Esta noche es para Chifuyu y para ti, no tengo un lugar al que pertenecer ahora. —No dejó que se apartara, aterrado de que se desmayara por la pérdida de equilibrio que estaba sufriendo. —Iré a dar un paseo, o a cualquier lado. Da igual.

Kazutora parpadeó varias veces, hasta que el suelo volvió a sus pies y sus pies dejaron de flotar. Comenzó a sudar, ahí estaba la abstinencia otra vez. Necesitaría tomar algún ansiolítico para calmarse.

La estancia se había quedado a oscuras. Las luces del árbol brillaban intermitentemente con colores vivos y alegres que le teñían la piel, las mejillas pálidas. Mimitos se deslizó por el suelo, jugando con una pelota.

Uh... gracias. —Se tocó la frente, agradecido por que le hubiera sostenido. Sacudió las ideas en su mente. —¿Por qué? Hay espacio de sobra, podemos hacer galletas y...

—¿Qué demonios pretendes? —Lo cortó, sin arrepentirse de la brusquedad con la que habló. —Sabes lo que va a pasar, deja de molestarte en hacer todo esto. No sabemos dónde está Wakasa, Sanzu no contesta a mis putas llamadas; no hay nada que hacer salvo esperar y no quiero estar aquí.

Todos sus intentos de volver a tener una vida normal habían fracasado. Siempre había asumido que debería de suicidarse para acabar con la molestia que comenzaba a ser su presencia y no necesitaba tomarle demasiado cariño a ese chico, a pesar de que había sido el primero en hacerle reír en meses.

—¿Llamaste a Sanzu?

Ah, cierto, no se lo había contado. Abrió la boca, pero no fue capaz de decir nada. La mandíbula del contrario se desencajó, como si le hubieran traicionado. Kazutora se alejó de él, tambaleándose y apoyándose contra el sofá.

Indignación, sorpresa, enfado. Había tantas expresiones en los dulces rasgos de su rostro que ni siquiera supo con cuál quedarse.

—Es nuestro único contacto en el exterior y la única persona en la que podemos confiar. —Argumentó, manteniendo la calma que había creído perder. —Lo llamé cuando estabas inconsciente.

—¿Y por qué no dijiste nada?

—Porque sé que eres capaz de volver sólo para saber si están bien. Y, si lo haces, nunca podrás salir otra vez, Kazutora. Asume de una vez que esa gente está perdida, vales mucho más que eso. —Ladeó el mentón, adivinando que eso podría haber ocurrido. —Y no te atrevas a echarme las cosas en cara, cuando tú te has negado a hablar sobre Wakasa.

El chico se quedó quieto, apretando los puños y arrugando la tela de los pantalones negros, impotente. Los bolsillos habían dejado de tener bultos de armas, su cabello se veía descolocado. Apenas acertaba a peinarse bien.

Kakucho se sentó a su lado, sin saber qué más decir. Se le habían acabado las ideas desde que había visto las cintas cortadas en el cubo de la basura. Sentía que había hecho suficiente, a pesar de que nunca lo sería.

—Me preguntaste qué pretendía. —Susurró su amigo, con la vista clavada en la más absoluta nada. Podía escuchar a Chifuyu haciendo cosas en la cocina, platos, vajilla. —Yo sólo quería tener una familia y celebrar la Navidad, ¿vale? Perdona...

—No soy tu familia.

—¿Crees que no lo sé?

Alargó el brazo para acariciarle la cabeza, tal y como Izana había hecho tantas veces con él —y Shinichiro anteriormente con Izana, como si ese gesto fuera una cadena de cariño que perduraba en el tiempo—. Le colocó los mechones rebeldes, y pudo ver cómo tragaba saliva y lágrimas.

Conocía el sentimiento. Sin embargo, no quería quedarse para autodestruirse más. No podía hacerse eso. Chifuyu y Kazutora estaban bien juntos, sin nadie más interrumpiendo la felicidad de su Nochebuena, sin nadie imaginándose en su lugar.

—Te acompañaré a donde sea que vayas, no quiero que estés solo por el camino. —Determinó el menor, poniéndose en pie con cuidado. —Espera, necesito ansiolíticos.

Y esperó.

Recuperó su ropa negra y dobló con delicadeza el jersey que le habían prestado. Pasó por la cocina para despedirse brevemente de Chifuyu, mirándose a sabiendas de lo que tendría que hacer cuando todo acabara. Las cintas estaban guardadas a buen recaudo, su legado en el mundo también.

Se sentó al borde del escalón del recibidor para ponerse las botas. Las suelas estaban algo gastadas. Dejó la mochila. No tenía nada importante más que una manta que había tomado de su habitación. Se le había olvidado la bufanda de Izana, pero lograba conformarse con el hecho de que estaría en su armario, a salvo.

—Oye, Fuyu, voy a acompañar a Kakucho, ¿vale? Volveré pronto.

No quiso mirar atrás para curiosear lo que ocurrió después de aquellas palabras. Escuchó el beso y su corazón se rompió un poco más. Ran Haitani y una noche llena de alcohol y lágrimas se coló entre sus pensamientos, y todo se volvió peor.

Por su parte, Chifuyu asumió que Kazutora había cambiado y que ya no pedía permiso para salir.

Cerraron la puerta del apartamento y esperaron al ascensor. Bajaron cuatro pisos en completo silencio, sin mirarse a través del espejo, sin intercambiar una sola impresión o palabra. El portal del edificio estaba helado, metió las manos en los bolsillos de su cazadora.

Salieron a la calle. La ventisca le azotó el cabello y, de pronto, se dio cuenta de que extrañaba el calor del hogar. Aún si no era suyo.

—Siento haberme comportado como un crío. —Habló Kazutora, su aliento se congeló en el aire mientras caminaban calle abajo. —Siento haberte tomado demasiado cariño en tan poco tiempo... —Tragaba saliva, con un nudo en la garganta. —Toma, no quiero que pases frío.

Se quedó perplejo cuando el chico sacó unos guantes de lana azules y se los tendió. Los aceptó con melancolía, eran suaves y parecían cómodos. Muy cómodos, de hecho, se los puso con rapidez, añorando el suave pelaje de Mimitos al tacto. Alzó la mirada, confuso, buscando algo de la tensión o el enfado anteriores. Encontró dulzura.

Entonces, un disparo cortó el aire.

—¡¡Te dije que te arrepentirías, mocoso hijo de puta!! —Los mechones blanquecinos enmarcaban sus iris de lirio sumidos en locura, ojeras marcadas, heridas y cicatrices.

El sonido de unas botas rompió la calma de la noche, Wakasa Imaushi dejó de agazaparse detrás de un coche para salir de su escondrijo, despeinado y sonriente. El potente retroceso del revólver ni siquiera le afectó. Una, dos, tres veces. El cañón ya humeaba para cuando todo terminó.

Fue automático.

Y, sobre todo, inevitable.

El cuerpo de Kakucho abrazado al de Kazutora para protegerle, pegándole la carita al pecho, acariciándole la nuca mientras su cuerpo se estremecía. El frío acero de las balas doradas atravesando su piel, perforándole los órganos en una sensación aterradora.

La sangre salió a borbotones por su boca, mientras se perdía en el sabor metálico. Vomitando espesos coágulos, sus rodillas cediendo al suelo de hormigón duro que le raspó la piel.

—¡¡Kakucho!!

Ambos cayeron al suelo con aplomo. Escuchaba a Kazutora gritando. ¿Gritando qué? ¿Su nombre? El chico sostenía su rostro, negando, llorando con el enorme peso de la soledad a sus hombros. Quiso reír. Él también se había sentido solo durante toda su vida. Durante sus miserables veintiocho años de su vida. También anhelaba la familia que una vez tuvo.

Quizá en eso se parecía a él y al gato negro y medio ciego.

—Kakucho, no... —Suplicaba, observando el charco de sangre que se estaba formando a sus pies, la ropa empapada de rojo, sus propias manos. Todo. —No puedes, ahora no puedes... Espera... ¡Kakucho!

Negó, sonriéndole a la caprichosa Muerte. Las pequeñas piedras del camino se clavaban en las palmas de sus manos, el chico estaba tirado, con su cuerpo encima. Intentó sostenerse en vano para seguir cubriéndole, respirando con dificultad.

La imagen de su amigo se volvió borrosa, dejó de sentir las suaves palmadas que le daba en la mejilla y, lo último que pudo hacer antes de que todo se volviera negro, fue sostenerle de la mandíbula para no extrañar su rostro.

De alguna forma, quería quedarse. Las lágrimas salieron sin dudarlo, recorriendo sus mejillas y tiñendo sus quejidos de agonía, desangrándose. Se agarró al cuerpo de Kazutora, resistiéndose una vez más, intentando alcanzar el fino hilo de la vida. Sus nudillos se volvieron blancos bajo los guantes.

Otro disparo atronó en su espalda. Su corazón dio un espasmo de dolor.

Quería decirle que había cambiado de idea. No quería morir, quería ser su hermano mayor. Conocerle, entenderse, regalarle alguna tontería por Navidad. Pero, al igual que todos los pensamientos al borde del precipicio, aquel llegó demasiado tarde.

—¡¡Kakucho!!

Una tímida y diminuta mota blanca cayó del cielo nublado, revoloteando por la ciudad hasta llegar a él.

Ah, nieve.

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Cuando Kakucho abrió los ojos, todo se había vuelto negro.

Sin darse cuenta, había comenzado a correr. Seguía lo único que podía perseguir en una situación en la que no sabía qué estaba ocurriendo. Sus piernas se sentían pesadas, sus dedos hormigueaban incómodamente. La luz parecía lejana, tan lejana que incluso aumentando la velocidad de su carrera, no podía alcanzarla.

Al contrario, se hacía más pequeña e intocable, allí a lo lejos de aquel extraño túnel sin forma aparente, sin aire que se moviera, sin un solo sonido que le perturbara. Su cabeza daba vueltas, sentía la garganta extraña, como si tuviera la necesidad de toser, pero no le salía. La angustia corrió por sus venas, alzando la mano hacia aquel brillante punto y atrapándolo con los dedos.

El tiempo era un mito, no había agujas del reloj que señalaran durante cuánto estuvo persiguiendo lo único a lo que podría aferrarse, jadeando, llorando como si le hubieran roto el corazón.

—¡Kazutora! —Gritó, pero no hubo sonido alguno que saliera de su boca, tampoco nadie para escuchar. Se derrumbó en el suelo inmaterial, cubriéndose el rostro. —¡Está bien, me rindo! —Sollozó, incorporándose con dificultad, sus hombros tenían acero encima, le costaba caminar. —No quiero morir, no quiero... ¡Podemos ser la familia que tú quieres! ¡No quiero volver a estar solo! ¡No quiero...!

Y pensar que lo último que habían hecho había sido discutir y mirarse de mala forma le hundía en un pozo de arrepentimiento extremo. Se abrazó a sí mismo, su aliento se congeló en el aire y el frío le impedía mover los músculos hacia la luz, que se hacía más y más diminuta con el pasar de los minutos imaginarios. Una nada infinita donde no había ser vivo alguno.

Se limpió las lágrimas con la manga negra, ahogándose. De todas las veces que intentó volver a empezar, aquella era la que más había desperdiciado. El cruel destino que él mismo había sellado se había vuelto en su contra, y no había dudado un solo instante en proteger a su amigo con su propio cuerpo.

—¡Yo también quiero ser tu hermano! —Gritó, tocándose la cara, deslizando las uñas por sus mejillas, dejando surcos pálidamente rosados. —¡Quería dar más paseos en motocicleta, y conocerte mejor, y...!

Alguien se abrazó a él. Algo pequeño se apegó a su espalda con cariño y un ronroneo.

—Te estaba esperando.

La vida se escapó en su aliento, tocando las manos de piel morena que se habían entrelazado a la altura de su abdomen. Se dio la vuelta, rompiendo el abrazo con brusquedad y ansia.

Izana sonrió, risueño, igual que la última vez que lo había visto. Todo hecho de canela y cabello blanco y corto; el uniforme de la antigua Yokohama Tenjiku se ceñía a su cintura, y el abrigo rojo escondía la forma esbelta de su cuerpo. Pestañas escarchadas, rasgos suaves y ciertamente infantiles.

— Tú... —Aquello no era real, ¿cierto? Tenía que ser un juego de su mente, una puta broma. Sin embargo, pudo sentir a la perfección sus manos frías tomándole de las suyas, como si fuera un compromiso imperecedero. —... ¿Izana?

Su voz se rompió, sus iris se vidriaron de lágrimas y se lanzó a abrazarlo por primera vez en doce años, doce años en los que se había sumido en algo peor a la muerte: la soledad. Rio por lo bajo, tambaleándose al notar cómo correspondía con fuerza y se apegaba a su pecho, sonriendo. Su antiguo amigo de la infancia se alzó sobre las puntas de sus pies para rodearle el cuello, feliz.

Muy feliz.

—Te esperé durante mucho tiempo, Kakucho... —Un hipido le cruzó el tono e Izana sorbió por la nariz, oscilando la mirada por aquellos rasgos familiares. El ojo ciego, la cicatriz que causaba todos los males sobre su autoestima. Ahuecó su mandíbula, llorando. —... pensé que me habías abandonado aquí...

—Lo siento.

—... me sentía muy solo... —Sonreía por encima de todas las lágrimas, dejando que se las limpiara. Buscó su boca en el cuadro de su bonito rostro, y dejó caer una mano por su pecho, acariciándole. —¿Puedes entenderlo? ¿Entender lo que es?

—Lo siento, lo siento... —Se disculpó, a sabiendas de que esa sensación les había atormentado desde que eran unos críos, en el orfanato. Los huérfanos siempre tenían problemas como aquellos, no era ninguna sorpresa que Izana lo hubiera mantenido a su lado toda la vida, extrañándole cuando se iba. —No pude hacer nada por ti, nunca pude...

Aquel beso supo a nieve. Gélido, con una llama que sólo ellos supieron encender.

Kakucho sostuvo su rostro, probando de sus labios finos, enredando los dedos en los mechones blanquecinos. Escuchaba cómo lloraba contra su boca, separándose únicamente para apartarse las lágrimas y tomarle de la mano.

—Volvamos a casa. —Propuso Izana, con sus ojitos de lirio aún temblorosos por el llanto. —Kakucho, volvamos a casa, ya has hecho suficiente.

Miró hacia atrás, donde la luz al final del túnel se había cerrado para siempre, dejando a dos amantes encerrados en la eternidad. Y ambos se quedaron con su Reino inmaterial, en algún lugar de las estrellas.

Continua llegint

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