Las luces de febrero #4

By JoanaMarcus

12.1M 1M 3.3M

CUARTO LIBRO DE 'MESES A TU LADO' [Disponible en librerías a partir del 2 de noviembre] Todos los demás está... More

SINOPSIS (+ preguntas y respuestas)
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Epílogo

Capítulo 1

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By JoanaMarcus

CUARTO LIBRO DE 'MESES A TU LADO' ya disponible en librerías 

***

Siempre llego tarde a todos lados. Es algo que deberías saber antes de empezar todo esto.

Confirmo.

Por eso, en cuanto me desperté y miré el móvil, experimenté ese pequeño momento de pánico que sientes cuando sabes que estás a punto de cagarla a lo grande.

O, mejor dicho, llegar tarde el día de las pruebas del único equipo de baloncesto de tu ciudad.

Me levanté de golpe, presa del pánico, y por poco me caí de bruces al suelo por tropezarme con la ropa que había dejado tirada el día anterior. De alguna forma, me las apañé para encontrar el uniforme de pruebas que tendría que ponerme —en serio, ¿por qué no podía preparar las cosas el día anterior?— y salí corriendo de mi habitación.

Y... sorpresa. La puerta de mi cuarto de baño estaba cerrada. Y podía escuchar el ruido de la ducha.

Empecé a aporrear la puerta al instante.

—¡Jay! —grité, furiosa—. ¡JAY! ¡SAL DE AHÍ AHORA MISMO!

Pero él no parecía muy por la labor. De hecho, lo escuchaba cantar a todo pulmón bajo el chorro de agua. ¡Estaba fingiendo que no me oía!

—¡Abre de una vez! —Solté la ropa para aporrear con las dos manos—. ¡JAAAAYYYY!

—¡Déjame en paz! —protestó por ahí dentro—. Saldré en cinco minutos, exagerada.

—¡No tengo cinco minutos, necesito ducharme ahora mismo!

—Pues mala suerte. —Y empezó a cantar otra vez.

Miré a mi alrededor, desesperada, y por suerte vi que en ese momento papá salía de su habitación. Por el bostezo que estaba dando, deduje que acababa de despertarse. No era el mejor momento del día para hablar con él, pero no me quedaba otra.

—¡Papá! —Me acerqué corriendo, y él me miró con sorpresa—. ¡Dile a tu hijo que salga del cuarto de baño!

—¿A cuál de los dos?

—¡Al que está dentro!

—Ah, claro.

Se acercó a la puerta con una parsimonia que casi hizo que me desesperara y, por fin, llamó con los nudillos.

—¿Jay? ¿Estás molestando a tu hermana?

—No, se molesta ella sola.

—¡Mentira! —grité.

—¡Solo me estoy duchando!

—¡En mi baño! ¡Tiene el suyo propio, no necesita invadir el mío!

—¡Era el que me pillaba más cerca!

—A ver, en esta casa hay baños de sobra —me aclaró papá, impaciente. Apenas había llegado y ya parecía estar harto de nosotros—. ¿Por qué no te vas a otro y lo dejamos estar?

—¡Porque mis cosas están aquí! ¿Sabes cómo se me pone el pelo si no uso mi...?

—Ellie, no compliques las cosas.

—¡Pero no es justo! ¡Él es quien...!

—¿No tienes que hacer unas pruebas? Pues vas a sudar. Ya te ducharás después.

Y, así de fácil, papá ya había dado la discusión por zanjada. Me dio una palmadita en el hombro y se marchó felizmente a desayunar.

Como no me daba tiempo a esperar que el idiota de mi hermano mayor dejara de cantar bajo mi ducha, opté por vestirme directamente y bajar las escaleras.

Ojalá se resbalara y se cayera de culo.

El salón olía a comida recién hecha, y al llegar a la cocina vi que mamá, como de costumbre, estaba hablando por teléfono. Ella ya estaba vestida, no como el resto de nosotros, e incluso había ido a la ciudad a por un desayuno para todos. De hecho, estaba comiéndose una tostada mientras escuchaba lo que le decían.

Mamá siempre hacía todo como por arte de magia. Ojalá yo pudiera ser igual.

En cuanto me vio aparecer, me sonrió y me lanzó un beso a modo de buenos días, pero esa sonrisa se evaporó en cuanto se dio cuenta de que estaba recogiendo mis cosas para marcharme.

—Un momento —le dijo al del móvil, y luego se dirigió a mí—. ¿Dónde te crees que vas?

—A las pruebas, te dije que...

—Ya sé dónde vas, era una pregunta retórica. Lo que quiero decir es que de aquí no sales sin desayunar.

—¡Mamá, ya llego tarde por culpa de Jay!

—Pues que te esperen. Ven aquí y come algo.

—¡No tengo...!

No me dio opción a réplica. Mientras retomaba la conversación con el móvil, me puso un bollo en la mano y me empujó la mano hacia la boca. La miré con mala cara mientras seguía metiéndolo todo en mi bolsa de deporte y, a la vez, trataba de comérmelo a toda velocidad.

Esperaba no ahogarme, porque ya era lo que me faltaba para llegar tarde.

Grandes prioridades.

Papá llegó en ese momento a la cocina y, aunque se acercó a mamá para darle un beso, ella le clavó un dedo en la frente para detenerlo. Estaba muy enfrascada en su conversación, y parecía algo irritada con su interlocutor. Papá se limitó a encogerse de hombros y robar una bolsa de comida.

—¡Ya estoy lista! —grité con la boca llena—. ¡Adiós!

—¡Pásatelo bien! —escuché que gritaba papá mientras corría hacia la entrada.

Sin embargo, me encontré un obstáculo justo delante de la puerta principal. Y ese obstáculo era mi hermano pequeño, Tyler. Estaba de pie frente a ella con los brazos cruzados.

—No tan rápido —me advirtió, levantando la barbilla—. ¿No se te olvida algo?

—¿Qué quieres? ¿Un besito en la frente? ¡Apártate de una vez!

—¿Para qué?

—¡Para que pueda subirme al autobús, Ty! ¡Voy a perderlo!

—El autobús salió hace dos minutos. Lo he visto desde mi habitación.

Abrí la boca, pasmada. Tenía que ser una puñetera broma.

—¡¿Y no me dices nada?!

—¡Te lo acabo de decir!

Intenté no soltar una palabrota delante de él —porque era un chivato y seguro que se lo contaba a mamá— y salí corriendo de nuevo hacia la cocina.

Mamá seguía al teléfono, y papá estaba sentado en la barra zampándose un cruasán con mantequilla y mermelada.

—¡Necesito que me llevéis en coche a las pruebas! —les dije atropelladamente.

Mamá negó enseguida.

—Lo siento, Ellie. Tengo que coger un avión a las nueve, y me lleva Daniel. No le da tiempo a acompañarte y volver.

Daniel era nuestro conductor, un tipo bastante simpático que había contratado papá hacía algunos años. Solía llevarnos a todos donde necesitáramos ir, pero el problema radicaba en que él era uno y nosotros cinco, y a veces lo necesitábamos todos a la vez.

Aquella era una de esas veces.

—Si voy andando, no llegaré a tiempo —le supliqué con la mirada.

—Cielo, sabes que cualquier otro día te ayudaría, pero esto es importante.

—¿Y tú? —le pregunté a papá—. ¿Por favor?

Él, que seguía llevando mermelada en las comisuras de los labios, me frunció el ceño.

—Tengo que estar en la ciudad dentro de diez minutos. No me da tiempo, Ellie.

—Entonces, ¿nadie me va a ayudar?

Intercambiaron una mirada entre ellos y, solo por sus expresiones, deduje la respuesta.

—¡Pues muchas gracias por nada!

—Ellie...

Me daba igual. Salí de casa por la puerta trasera y la cerré con fuerza. Quería dejar bien claro lo enfadada que estaba, solo por si acaso.

Crucé el patio trasero junto a la bañera de hidromasaje, el muelle y la terraza, y fui directa a la pequeña edificación que había junto a nuestro patio trasero: la casa de invitados.

Mi tío sería mi última esperanza.

Vivía en una casita no muy grande, pero muy guay. Su patio trasero consistía en una barbacoa con tumbonas y flamencos de esos de plástico, y el delantero en un garaje en el que siempre estaba su coche rojo. Subí los escalones principales y abrí la puerta sin llamar antes, como siempre.

Si algo sabía de él, es que si hacía algo que no pudiera verse, cerraría con pestillo.

Su casa por dentro era un poco desastrosa, como mi habitación. Había ropa por todas partes, cajas de pizza y de hamburguesas, platos sin fregar en la encimera... y a él no parecía molestarle en absoluto, porque limpiaba una vez al año y ya se daba por satisfecho con el resultado.

Lo encontré en el salón. Se había dejado la televisión encendida el día anterior en un canal de esos de adivinas y se había quedado dormido viéndolo. La cosa era que parecía que se había caído boca abajo en el sofá —solo en calzoncillos— y se había quedado dormido en esa misma posición.

Carraspeé ruidosamente y vi un movimiento por el rabillo del ojo. Un hurón pequeño y larguirucho, con el pelaje entre el marrón y el blanco, se acercaba dando saltitos por los montones de ropa.

En cuanto llegó a mi altura, se quedó sentado en la cabeza de su dueño y me miró felizmente.

—Hola, Benny. ¿Te importa que despierte a tu papá con un cubo de agua helada?

Benny asumió que ahí sentado iba a salir perjudicado, y dio un saltito hacia la salvación, que era el otro sofá.

—¡Oye! —Empecé a sacudirle el hombro a mi tío, porque sino no se iba a enterar—. ¡OYEEEEEE!

Él abrió los ojos muy lentamente para mirarme. No entendía cómo podía dormir con tanta paz.

—¿Mmmm...?

—Tengo un problema y necesito ayuda urgente.

—¿Es un embarazo?

—¿Eh? ¡Claro que no!

—Ah, bien. Menos mal.

Con toda la calma del mundo, se incorporó con un suspiro y se quedó mirándome con expresión adormilada.

—¿Y qué es, si puede saberse? Estaba soñando con... Bueno, ya no me acuerdo. Pero sé que era algo bueno.

—Tengo las pruebas de baloncesto y empiezan en cinco minutos. ¿Crees que podrías llevarme en coche?

—¿Qué hay de tus padres?

—Han pasado de mí. Por favor, ¿puedes llevarme tú?

Él sonrió y se puso de pie. De pronto, parecía encantado con la idea.

—¡Pues claro que sí! Por mi sobrina favorita, lo que sea.

Aplaudí enérgicamente mientras él se agachaba para buscar entre sus montones de ropa. Empezó a olisquear una camiseta y, al poner una mueca de asco, deduje que esa no sería la elegida.

La lanzó a un lado y aterrizó sobre el pobre Benny, que soltó un chillido y salió corriendo al otro lado del salón.

Apenas unos segundos más tarde, se colocó encima del hombro de mi tío. Él ya se había puesto una vieja camiseta sin muchas manchas. Mientras se ajustaba los pantalones, Benny le olisqueó cariñosamente la mejilla.

—¿Y dónde se hace eso? —me preguntó, abrochándose el cinturón. Iba tan desorientado que casi perdió el equilibrio.

—En el polideportivo que queda aquí cerca.

—Ah, sí, sí... ¿y no hay bus?

—Sí, pero... me he quedado dormida y lo he perdido.

Si alguien no iba a juzgarme por algo así, era él. Se limitó a sonreírme y a calzarse unos zapatos.

—No te preocupes, yo te llevo.

—¡Gracias, tío Mike!

Unos minutos más tarde, estábamos los dos en su coche. Me había puesto el cinturón de seguridad y lo miraba fijamente mientras él intentaba acertar con el suyo. Ya llevaba cinco intentos fallidos.

—¿Estás seguro de que puedes conducir? —pregunté, dubitativa.

—Sí, sí, sí... Vas a llegar a tiempo, no te preocupes.

Por fin consiguió encajar el cinturón y arrancó el coche. Mientras los acelerones y frenazos —habituales en él— empezaban, no pude evitar agarrarme discretamente del asidero del a puerta. Ya no estaba tan segura de que aquello hubiera sido una buena idea, pero al menos alguien se había ofrecido a ayudarme.

Por suerte, no hubo trágicas muertes durante el trayecto. Solo insultos varios a otros conductores, pero al menos eso no ponía en peligro la vida de nadie.

En cuanto detuvo el coche delante del polideportivo, le agradecí efusivamente haberme traído y me bajé del coche a toda velocidad.

—¡Mucha suerte! —escuché que me gritaba, e hizo que todo el aparcamiento se girara hacia nosotros—. ¡Y si tienes que patear a alguien, apunta siempre a los huevos!

Para cuando entré en el edificio, ya estaba más roja que el uniforme.

¿El problema que me encontré? Para cuando por fin llegué al gimnasio, las pruebas ya habían terminado.

Encontrarme con un grupo de seis chicos gigantes y sudorosos corriendo alrededor de su entrenador fue, cuanto menos, intimidante. Las camisetas de las pruebas —justo como la que llevaba yo puesta— estaban en el suelo, junto a uno de los banquillos, y lo único que quedaba de ellas eran los números que los participantes se habían ido arrancando a medida que habían sido rechazados.

Oh, no. ¿Ese iba a ser mi destino? ¿Un papelito arrugado en el suelo?

Chica, qué profunda estás hoy.

El gimnasio no era tan grande como para que una recién llegada no destacara. Cruzando la entrada te encontrabas con un pasillo con un vestuario y un despacho, y después llegaba la puerta de jugadores. La sala principal estaba compuesta por la cancha, varios banquillos a un lado y las gradas en el contrario con su propia entrada. No era de lo más espectacular, pero no estaba nada mal.

Pero, como iba diciendo, todo el mundo se dio cuenta de que había llegado. Me aferré un poco más a mi bolsa de deporte, nerviosa, cuando vi que los jugadores pasaban por delante de mí y me miraban de reojo entre sonrisitas burlonas y codazos mal disimulados.

—¡Oye! —escuché que gritaba el entrenador, y di un respingo cuando me di cuenta de que me lo decía a mí—. ¡No puedes estar aquí, estamos entrenando!

¿Es que no veía mi uniforme de prueba?

¿Es que no ves que las pruebas han terminado?

Ah, sí. Verdad.

Pese a que no me había invitado, crucé el gimnasio troteando y llegué a su altura. Era un señor de unos cincuenta años, con las patillas largas y grises, abundante papada y barriga, y un gorrito de béisbol puesto —¿por qué demonios llevaría uno de esos para entrenar a un equipo de baloncesto? —. Transportaba una libreta en la mano y, por la forma en que me miró, supe que no estaría muy interesado en esforzarse conmigo.

Me miró de arriba a abajo. Varias veces. A cada vez, su ceño se iba frunciendo más.

Y, finalmente, llegó a una sólida y robusta conclusión:

—Eres una chica.

El esfuerzo que tuve que hacer para no soltarle algo sarcástico fue monumental.

—Pues... sí.

—¡Este es un equipo de chicos!

—Y también es el único equipo en toda la ciudad.

Mientras hablábamos, los chicos habían dejado de dar vueltas al gimnasio y se habían congregado a nuestro alrededor. No necesitaba mirarlos para saber que se estaban burlando de mí.

—No podemos jugar con una chica —opinó uno de ellos, y los demás no tardaron en unírsele.

—Va a hacer que nos eliminen.

—¡Mira lo baja que es! No podría bloquear a nadie.

—Además, ¿por qué no se forma su propio equipo de chicas?

—Eso, ¿por qué tiene que molestar aquí?

Vaya, qué simpáticos eran todos.

A mí el método de tu tío Mike cada vez me parece más viable.

—Mira, monada, lo siento mucho —me dijo el entrenador, encogiéndose de hombros—, pero no pod...

—Para empezar —lo detuve, levantando un dedito—, me llamo Ellie, no monada.

Se escuchó un uuuuuuuuhhhh general y burlón a mi alrededor, pero lo ignoré.

El entrenador, por cierto, pareció de todo menos complacido.

—Muy bien, Ally...

—Ellie.

—Eso. No podemos hacer excepciones. Las normas son las normas y si las incumplimos podrían echarnos de la federación.

De nuevo, mis queridos compañeros hicieron sonidos de mono en celo para indicar que estaban de acuerdo con él.

—¿Y en qué parte pone que una chica no puede participar?

—En el código.

—¿Qué código?

—El de baloncesto.

—¿Dónde está?

—En... un sitio.

—¿Qué sitio?

—¡Búscalo en Internet!

—Lo hice hace una semana y no ponía nada de todo eso. De hecho, ponía que, en caso de que en una ciudad solo hubiera un equipo activo, la federación podía aceptar excepciones. ¿No le parece que este es el ejemplo perfecto de una excepción?

Se había quedado sin argumentos, y eso le molestó mucho. Me miró con las mejillas enrojecidas por la rabia y sacó su libretita, fingiendo que leía.

—No estás en la lista, no puedes hacer la prueba.

—¡Sí que estoy! ¡Soy la número 42!

—No estás, ¿lo ves? Nada.

—En realidad —un chico se asomó por encima de su hombro y señaló el papel—, está justo ahí, entrenad...

—¡Silencio, Tad!

Tad, un chico relativamente bajo en comparación a sus compañeros, de piel olivácea y ojos alargados, dio un paso atrás y se aseguró de no volver a abrir la boca.

—Vale, estás en la lista—me concedió el hombre, muy serio—, pero esto no es tan fácil como llegar y ponerte a exigir cosas. Tenemos pruebas. Pruebas muy duras que tendrás que superar.

—¿No era solo jugar uno contra uno? —preguntó otra voz confusa. La de un chico bastante alto y corpulento, con la piel de color bronce y una generosa mata de pelo oscura.

—¡Oscar, no interrumpas!

—Pero...

—¡OSCAR!

—¡Vale, vale!

—¡Tú! —El entrenador me señaló—. ¿Quieres participar en las pruebas? Pues, ya que has llegado tarde, dejaremos que el equipo vote. Si alguien te quiere dentro, te dejamos hacer las pruebas. Si no, te vas a tu casa y nos dejas en paz.

No era justo. ¡Estaba claro que todos me odiaban! Intenté no poder mala cara, pero no me salió del todo bien y, al final, vi que él esbozaba una sonrisita triunfal.

Será puñetero.

—Muy bien, chicos —anunció, muy satisfecho consigo mismo—. Si hay alguien que quiera que esta señorita haga la prueba, por favor, que levante la mano.

—O que calle para siempre —susurró alguien, y todo fueron risitas.

Miré a mi alrededor, a los que se suponía que iban a ser mis compañeros. Tad, el más bajo, rehuyó mi mirada y se frotó las manos de forma un poco ansiosa. Oscar, el musculitos de la mata de pelo, parecía estar pensando en sus cosas. Un chico de pelo castaño y mandíbula cuadrada me devolvía la mirada sin ninguna compasión. Otro de pelo rubio se reía disimuladamente de mí. Y el último, un pelirrojo, tenía la cabeza ladeada y parecía estar analizándome.

Un momento.

Revisé mejor a ese último. Alto, esbelto, piel paliducha, pelo pelirrojo, pecas en la cara y ojos dorados.

Mierda.

Víctor.

¡¿Qué demonios hacía ahí?!

Debió ver el momento exacto en que lo reconocí, porque, muy lejos de sonreírme o darme ánimos, me entrecerró los ojos con cierto desafío. Y yo le hice exactamente lo mismo.

Ese sí que era un puñetero.

Oye, no me robes los insultos.

Habíamos sido grandes amigos de pequeños. De hecho, formábamos un grupo genial junto con su hermana, Rebeca, y una gran amiga nuestra, Livvie.

El problema llegó cuando cada uno tomó su camino y yo, como la estúpida que soy, pensé que sería una buena idea declarar mi amor por él en una preciosa carta llena de corazoncitos y purpurina que le dejé en la taquilla.

La cosa es... ejem... que quizá, después de eso... mmm... saliera corriendo lejos del instituto y no quisiera volver a saber nada de él.

¡En mi defensa diré que entré en pánico!

Todo habría sido mejor si no fuera porque él fingió no haberla leído, y eso que lo había hecho. Lo sabía perfectamente. Se dedicaba a mirarme de reojo en los pasillos o en clase, pero no me dirigía la palabra.

Hasta que, el muy puerco, se lo contó a sus amigos.

Siendo honesta, las bromas solo duraron unos días, y se murieron porque me enfadé tanto que le metí la cabeza en el cubo de basura a uno de los pesados.

¿Me arrepiento? De eso no, pero de la regañina de papá y mamá un poco sí.

Víctor y yo nunca habíamos vuelto a ser amigos, y sabía que no íbamos a volver a serlo en un futuro cercano.

Él era el polo norte, y yo el polo sur. Y si el equipo tenía que ser el continente entre nosotros, solo lo pisaríamos para darnos guerra.

—¿Y bien? —preguntó el entrenador, devolviéndome a la realidad—. ¿Alguien que quiera que se quede?

Nadie levantaba la mano. Miré de reojo a Víctor. El rubio se había acercado a él y le dijo algo al oído. Soltó algo parecido a una risa perezosa mientras me miraba de arriba a abajo.

—¿Nadie? —El entrenador usó el tono de sorpresa más exagerado que encontró, provocando risitas—. ¡Qué lástima, vamos a tener que...!

Silencio.

Tad había levantado la mano.

Me quedé mirándolo, pasmada, mientras todo el equipo se giraba hacia él. Su cara se volvió roja de golpe, pero no bajó la mano que tan tímidamente había subido para ayudarme.

—A mí me parece simpática —dijo, como si tuviera que dar explicaciones—. Además, les hemos hecho la prueba a todos, ¿por qué no a ella?

—Bueno, eso es verdad —opinó Oscar, que por fin había vuelto a nuestro planeta—. Todos deberían poder intentarlo. Es lo más justo.

—Pues a mí no me parece justo —opinó el guaperas de pelo castaño—. ¿Qué es esto? ¿Un club de integración? ¡Es una chica! ¿Cómo nos van a tomar en serio si se pone a corretear entre nosotros?

—Yo no correteo —protesté, pero nadie me hizo mucho caso.

—¡Estoy de acuerdo con Marco! —exclamó el rubio enseguida.

—¿Pero tú alguna vez has tenido opinión propia, Eddie? —quiso saber Oscar.

El rubito se puso furioso en cuestión de segundos.

Me gusta la capacidad de Oscar de hundirlos sin apenas usar palabras.

—¡Yo tengo mucha opinión propia!

—No me digas.

—No estamos aquí para discutir vuestra opinión propia —recordó el entrenador, perdiendo la paciencia—. ¡Sino para que la chica haga la prueba! A ver, ¿quién será el listo que quiera hacerla con ella?

En esa ocasión, no hubo ni un solo momento de titubeo. Una mano se alzó al instante. Y supe quién era antes incluso de darme la vuelta.

—Deja que yo me encargue de la novata—sentenció Víctor, mirándome fijamente.

Cinco minutos más tarde, estábamos los dos cara a cara en medio de la cancha con todo el equipo mirándonos desde unos metros de distancia.

—El juego es sencillo —declaró el entrenador—. Se trata de que el novato empieza con la pelota en la mano, y tiene que intentar encestarla. Tienes cinco intentos. Si fallas tres, has perdido. Si encestas tres, has ganado.

—Oh, venga, entrenador. —Por la forma en que Marco lo dijo, ya supe que no iba a ser nada bueno—. ¿La has visto? Vas a tener que dejárselo más fácil.

Cuando todos empezaron a burlarse, estuve tentada a protestar. Pero apenas había abierto la boca cuando noté, justo a mi lado, que Víctor negaba con la cabeza.

—No te quejes.

¿Y él quién demonios se creía que era para decirme eso?

—Me quejo de lo que me da la gana.

—¿Y no prefieres que te dejen el reto más fácil? —preguntó, poniendo los ojos en blanco.

Bueno... eso era cierto.

¡Pero todavía tenía que preservar mi orgullo!

—No necesito que me lo pongan más fácil, ¿te enteras? Puedo contigo y con diez más como tú.

Él se limitó a encogerse de hombros.

—Cada uno se complica la vida como quiere.

Supe que no iba a decirme nada más al instante y el entrenador aprovechó el momento para señalarme, también bastante divertido.

—Nos conformamos con que encestes una vez. Tienes tres intentos. ¿Qué te parece, Ally?

—Ellie. Es Ellie.

—Nos da igual. ¿Sí o no?

Si decía que sí, lo tendría más fácil para ganar y entrar en el equipo por el que tanto me había esforzado. Si decía que no, podría demostrarles que no necesitaba ayuda para ganarles.

Yo siempre elijo lo fácil.

Sí... En ese momento, quizá me convenía.

—Sí, vale —dije, simplemente.

—¡Perfecto! —El entrenador aplaudió una vez—. ¿Estás listos? ¿No? Me da igual. ¡Adelante!

Hizo sonar un estridente silbato que hizo que Eddie, que estaba sentado justo a su lado, se lanzara hacia un lado como si acabara de explotarle algo junto a la cabeza.

Mientras tanto, yo miraba fijamente a mi oponente, que esperaba mi primer movimiento. Él me devolvió la mirada y, pese a que detecté cierta burla en sus ojos, su expresión permaneció impertérrita.

Víctor era más alto y fuerte que yo, así que se trataría de evadirlo lo máximo posible. No podía competir en defensa. Lo probé un poco, moviéndome hacia un lado y otro, y vi que me seguía con la misma suavidad que había usado yo.

Mmm... Iba a ser más difícil de lo planeado.

Lo tanteé un poco en posición defensiva, a lo que sus compañeros empezaron a gritar que nos dejáramos de tonterías e hiciéramos algo.

En cuanto por fin me atreví a moverme, conseguí cruzar su primera barrera. El momento de confusión y pánico absolutos me hizo reaccionar antes de tiempo y, aunque lancé a encestar, Víctor apareció de la nada para bloquear el lanzamiento y lanzar la pelota al suelo otra vez.

Vale. No iba a ser nada fácil.

Aunque así era mejor, ¿no? En un equipo normal, nadie iba a ponérmelo fácil. Los rivales iban a intentar aprovecharse de cada una de mis debilidades. Lo mejor era que me acostumbrara desde el principio, porque sino iba a llevarme una muy desagradable sorpresa.

Volví a colocarme en posición defensiva delante de Víctor, y él hizo lo mismo. Consistía en doblar un poco las rodillas, apoyarte en las plantas de los pies e inclinarte ligeramente hacia delante. Y el contraste entre nosotros era espectacular. Melena larga y castaña contra cabello pelirrojo y cortito, ojos marrones y medio entrecerrados contra ojos grandes y dorados, cuerpo grueso y con curvas bastante pronunciadas contra cuerpo esbelto y delgado, estatura media contra bastante altura, piel bronceada contra piel paliducha, marcas de antiguo acné contra pecas...

No, no nos parecíamos en nada.

Solo en que siempre queríamos ganar.

Hice un ademán de lanzarme hacia la derecha, pero ya me tenía bloqueada. Lo mismo pasó con la izquierda. Nuestros zapatos rechinaron contra el suelo del gimnasio, interrumpiendo el denso silencio que se había formado a nuestro alrededor. Él seguía cada uno de mis movimientos con la mirada, controlándome y procurando no dejarme ni un solo respiro. Y lo peor es que lo estaba consiguiendo a la perfección. No podía moverme sin sentir su presencia pegada a mí.

Me lancé hacia delante cuando lo vi seguro, pero enseguida tuve su brazo en medio de mi camino. Intenté detenerme antes de tocarlo, pero fue inútil y choqué contra él. Tuve la intención de, al menos, lanzarlo al suelo, pero Víctor me sujetó la cintura con la mano y me devolvió a mi lugar sin siquiera parpadear.

Cuando volví a mi posición, ya estaba alterada. Podía seguir sintiendo sus dedos en mi cintura, y eso me estaba distrayendo mucho. En cambio, su expresión era de burla. ¡¿Se estaba riendo de mí?!

—Eso ha sido falta —recalqué, haciendo botar el balón mientras seguía tanteándolo.

—Díselo al árbitro. Ah, no... que no hay ninguno.

—¿Y en entrenador qué?

—¿Te parece que el entrenador está por la labor de hacer nada?

Lo miré de reojo. Estaba sacándose un moco con cara de concentración, completamente ajeno a nosotros.

Y Víctor, claro, aprovechó ese instante para darle un golpe al balón y arrebatármelo de las manos.

Cuando empezó a botarlo con media sonrisita engreída, todos sus compañeros empezaron a aplaudirle entre risas y vítores. Yo solo quería darle la patada que me había recomendado mi tío Mike. Lástima que fuera a provocar que me echaran incluso antes de entrar en el equipo.

—Dos fallos —me recordó Víctor con tono burlón—, solo te queda uno.

—Dame la dichosa pelotita.

Me la lanzó y, por suerte, la atrapé y no hice el ridículo. Mientras volvía a botarla, los dos nos colocamos otra vez en posición defensiva. Él seguía teniendo media sonrisita engreída en los labios, y me estaba dando mucha rabia. Solo quería quitársela.

Quítasela con un beso.

Mejor con un balonazo.

También es una opción.

—Eso ha sido juego sucio —le dije, sin perderlo de vista. No iba a cometer el mismo error dos veces.

—Si quieres entrar en el equipo, tendrás que acostumbrarte a que se burlen de ti.

—Quiero entrar para jugar, no para estar con vosotros.

—Me rompes el corazón.

Hice un ademán de pasar por su lado y volvió a bloquearme.

—Si en esas estamos —le dije—, podría darte una patada y pasar por tu lado.

—Podrías intentarlo, sí.

No parecía muy preocupado.

Otro intento de pasar. Otro bloqueo.

—Por estas cosas siempre me has parecido insoportable —mascullé.

La reacción fue inmediata. Víctor soltó un resoplido burlón, mirándome.

—¿Tengo que recordarte la carta que...?

—¡No! Cállate.

—Eso me parecía.

—No la escribí yo. Fue una broma. Y te la creíste.

—Lo que tú digas, Ally.

Genial, ya me hervía la sangre por la rabia. ¡¿Cómo podían ser todos tan inaguantables?!

—¡Sabes perfectamente que mi nombre es Ellie! —le espeté, irritada.

—Y tú sabes perfectamente que esa carta no era ninguna broma. Pensaba que se trataba de decir mentiras.

No quería seguir con esa conversación. Me lancé hacia uno de sus lados sin pensarlo y, por su cara de sorpresa, supe que lo había pillado con la guardia baja.

Y conseguí cruzar.

¡Toma esa, zanahorio!

Sin embargo, volvió a bloquearme apenas dos segundos más tarde. Los vítores del grupo cada vez eran más ruidosos, y enseguida me di cuenta de que se debía a que el partido se había puesto interesante. No dejaba de intentar pasar a Víctor, moviéndome de un lado a otro, mientras él me bloqueaba —ahora con expresión concentrada—. Lo miré a los ojos unas cuantas veces y, pese a que él me devolvió la mirada, me convencí de que solo quería distraerme y lo ignoré completamente.

Y, entonces, lancé a canasta. Pero él ya había aparecido para detener el lanzamiento.

Suerte que, en el último momento, aproveché que él ya estaba en posición para pasar por su lado, apuntar y lanzar.

La pelota pasó por el aro a la perfección.

¡Esooo!

Durante unos instantes, lo único que se escuchó en todo el gimnasio fue el sonido de la pelota rebotando contra el suelo, cada vez más seguido, hasta que rodó hacia las gradas, donde todos mis compañeros me miraban con la boca abierta por la impresión. Incluso el entrenador se había sacado el dedo de la nariz, impresionado.

Llegó un punto en que el silencio se hizo tan incómodo que pensé en decir algo solo para romperlo, pero entonces alguien me interrumpió. Miré a Víctor, sorprendida, cuando me di cuenta de que se había puesto a aplaudir lentamente.

De forma un poco incómoda, los demás se le unieron y me aplaudieron durante unos segundos. Parecían más confusos que contentos. Y, mientras dejaban de hacerlo, Marco, el capitán del equipo, se me acercó y me ofreció una mano.

—Bienvenida, supongo.

Miré su mano con desconfianza y luego lo miré a él. No parecía tener malas intenciones, pero era mejor no fiarse del todo.

Pero, al final, acepté su mano. Era bastante más grande que la mía y, a diferencia de mi piel perpetuamente helada, la suya estaba cálida. Cuando apretó los dedos entorno a mi mano, tragué saliva y traté de no cambiar mi expresión a una intimidada.

Y, justo cuando pensaba que iba a soltarme, me dio un tirón tan fuerte que me dejó plantada justo delante de él y se inclinó para hablarme junto al oído.

—Si te crees que a partir de ahora será más fácil, es que no tienes ni idea.

Tras eso, me soltó, me dedicó media sonrisa encantadora y volvió con el resto.

○○○

Mi primer día resultó ser un poco caótico. No entendía la mayoría de cosas que hacían para entrenar y nadie se molestaba en explicármelo. Cuando teníamos que hacer parejas, nadie quería ponerse conmigo. Si había actividades en las que tuviéramos que hacer dos equipos, yo siempre era la última en salir elegida. Y lo peor era que me daba la sensación de que me complicaban las cosas continuamente, pero no podía decírselo al entrenador porque era obvio que buscaba cualquier excusa para tratarme de debilucha.

¿Lo peor? Al final del día, no había vestuario en el que pudiera cambiarme de ropa.

Podía usar el de chicos, sí, pero no me apetecía verles las colitas, y mucho menos que me vieran las amiguitas. Lo que me faltaba.

Mi única alternativa era cambiarme en el despacho del entrenador y, aunque sospechaba que él iba a estar tan centrado en explorarse las fosas nasales que ni iba a enterarse, no era el mejor escenario posible.

Así que ahí estaba, de pie junto a la parada del bus que había frente al gimnasio, con mi uniforme todavía puesto y una chaqueta encima. Intenté ignorar el pelo sudado pegado a la frente. Ya me ducharía al llegar a casa. ¿Qué remedio?

Mientras seguía esperando, mis compañeros empezaron a salir del gimnasio y a meterse en el aparcamiento, que estaba justo al lado. Tenían que pasar por delante de mí sí o sí, así que recibiría algunas miraditas de burla, pero fingiría que no veía ninguna.

—Quizá podrías ir andando a casa, Ally —me dijo Marco mientras pasaba junto con Eddie—. Así entrenas un poquito las piernas y corres más rápido.

Mientras los dos empezaban a reírse, les dediqué la sonrisa más irónica de mi vida.

—Gracias por tu generosísima preocupación, Marco, pero tengo las piernas perfectamente entrenadas. A lo mejor tú podrías hacer un sudoku para entrenar el cerebro y pensar más rápido.

—¡Oye, eso es una falta de respeto! —me chilló Eddie, muy indignado.

Mientras se alejaban parloteando entre ellos, negué con la cabeza y seguí esperando el autobús. Oscar también pasó por delante de mí, y él sí que me asintió con la cabeza a modo de despedida.

Tras él llegó Tad, que tenía la bicicleta aparcada justo al lado de la parada de bus. Mientras se ponía el casco, me sonrió con cierta timidez.

—¿Qué tal tu primer día?

—Maravilloso... —murmuré, apartando la mirada.

—Oye, las cosas mejorarán, ya lo verás. Conmigo también fueron muy duros al principio.

—¿Y ya no lo son?

Por su cara, deduje que la respuesta no era la mejor.

—Se burlan entre todos —me aseguró—. No te lo tomes a personal.

Solté un suspiro y vi que Víctor también salía del gimnasio. Al pasar por mi lado, me miró automáticamente y yo, también automáticamente, aparté la mirada.

Mientras arrancaba su coche, me pregunté si podría irme con él. Después de todo y pese a que nosotros vivíamos en una zona bastante apartada, Víctor y su familia vivían justo al lado. Podría llevarme a casa perfectamente.

Pero iba a rebajarme a pedírselo, claro.

—Seguro que para la semana que viene ya te tratan como a una más —me aseguró Tad, que ya se había subido a su bicicleta roja—. Tienes más mala leche que yo. Aprenderán a respetarte.

Aquello sí que me sacó una pequeña sonrisa.

Mientras sonreía, el coche gris oscuro de Víctor pasó por delante de nosotros. En cuanto vio que lo miraba, me hizo un gesto de despedida y yo le saqué el dedo corazón. Me pareció ver que se reía antes de desaparecer carretera abajo.

—Oye, Tad —lo llamé justo antes de que se marchara—. Casi se me olvida... Te agradezco que hayas levantado la mano. He entrado gracias a ti.

Para mi sorpresa, Tad se quedó mirándome con expresión de sorpresa y, después, de culpabilidad. ¿Qué sucedía?

Justo cuando iba a preguntar, él se me adelantó:

—En realidad... No lo he hecho yo.

—¿Eh? Claro que lo has hecho tú. Has levantado la mano.

—Sí, porque Víctor me había dado cinco dólares para que lo hiciera.

Me quedé mirándolo, pasmada, mientras él se ajustaba el casco y se colocaba sobre la bicicleta.

—Pero me gusta mucho que estés en el equipo —añadió enseguida—. Me alegro de que hayas conseguido entrar. ¡Eres mucho más simpática que todos ellos juntos! En fin, nos vemos mañana, ¿eh?

Y me dejó ahí, de pie, completamente perpleja.

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