Capítulo 2

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CUARTO LIBRO DE 'MESES A TU LADO' ya disponible en librerías 

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Dos paradas más tarde, el autobús por fin frenó en la carretera de casa. Estuve a punto de rodar escaleras abajo por mi incapacidad absoluta de mantener el equilibrio con un poco de peso encima —como la bolsa del gimnasio, por ejemplo—, pero por suerte conseguí recuperarlo a tiempo.

Escuché la risita del conductor a mi espalda y, para cuando me giré con los otros entrecerrados, él se apresuró a fingir que no había pasado nada.

Será maldito.

La carretera a casa era muy bonita, o al menos lo era el trozo que me tocaba recorrer a pie. Estaba bordeada de dos hileras de arbolitos verdes y arbustos bastante bien cuidados. En primavera había algunas flores y olía bien. Tyler solía pasarse a recoger un ramo —tras asegurarse fervientemente de que no haría daño a la planta, por supuesto— y dárselo a mamá.

Era un pelota.

Para entrar en nuestra urbanización teníamos que pasar por delante de una cabina de seguridad en la que uno o más guardias comprobaban que, o bien eras un residente, o estabas invitado. A mí me daba un poco de pereza, pero papá y mamá lo preferían porque nos daba cierta intimidad, así que tampoco iba a quejarme.

Tras pasarlo, recorrí la perfectamente cuidada carretera de la urbanización y pasé por delante de una casa igual de grande que la nuestra, pero al tomar el desvío a la derecha ya solo había lugar para dos casitas más. La nuestra, que era la del fondo, pegada al lago...

...y la del puñetero Víctor.

Nuestras casas tenían un aspecto muy similar, con fachada de estilo mediterráneo, ventanas oscuras y rectangulares, muros blancos, techos rojizos... Ambos teníamos en común el jardín perfectamente cuidado, la casa de invitados —aunque supuse que la suya estaría vacía, no como la nuestra—, la piscina —en nuestro caso era un lago—, la cantidad indignante de habitaciones y cuartos de baño...

En fin, una pequeña mansión.

Qué envidia.

En realidad, no solía ver a Víctor muy a menudo en su casa. Era de esas personas que pasan más tiempo fuera que dentro. Solo nos cruzábamos para ir o volver del instituto. Otras pocas veces lo veía desde la ventana del salón, o cuando sus padres venían a comer con nosotros o nosotros con ellos, aunque lo cierto era que, cuando eso sucedía, él no estaba en casa y yo no me molestaba en bajar a saludar.

Pero, claro, justo ese día tuve que encontrármelo justo al lado de mi camino.

Maldita sea.

¡Bieeen!

No había forma humana de que no lo viera, así que me fijé en lo que hacía y enseguida divisé que había sacado un coche grande y rojo del garaje, seguramente de sus padres, y estaba frotando una esponja llena de espuma sobre la capota.

Las luces de febrero #4Donde viven las historias. Descúbrelo ahora