Treasure || KazuFuyu

By Iskari_Meyer

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En medio de la noche, Chifuyu recibe una llamada que hiela su sangre y abre heridas del pasado. Después de di... More

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Epílogo

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By Iskari_Meyer

Domingo. Otra vez allí, con él.

—¡Le he dicho mil veces que no coma tan rápido! Luego, se marea y parece que va a vomitar. —Rió, pasándose una mano por el pelo negro azabache. El flequillo cayó con suavidad sobre su frente. —Tiene otras costumbres extrañas que estamos intentando quitar...

Chifuyu hizo una pausa para sorber fideos de peyoung yakisoba. El cementerio estaba tranquilo, aguardado por las pequeñas estatuas, las varillas de incienso encendidas y el humo que subía al cielo con lentitud. El Sol de verano brillaba con intensidad en el cielo y la brisa acariciaba sus mejillas con forma de dedos esqueléticos. Nostalgia y melancolía era lo que habitualmente le invadía en aquellos momentos.

El sonido de las pisadas por el camino de gravilla, a sus espaldas, era lo único que lo acompañaba. Y, quién sabía, tal vez sí existía un Más Allá desde donde Baji lo estuviera observando. Desde donde estuviera velando por él.

—Al principio apenas dormía y se levantaba a las ocho de la mañana. —Contó, jugueteando con las especias y los palillos. —Creo que está durmiendo más, ahora ya tiene habitación propia y un futón. Mitsuya le compró ropa el primer día, así que todo su armario está ordenado.

Apretó la mandíbula. Se arrepentía de haberlo tratado tan mal durante la tarde que habían visitado el centro comercial. Mirándolo en perspectiva, se había comportado como un completo idiota. Kazutora había intentado seguir adelante una vez puso un pie fuera de prisión, y él no había hecho otra cosa más que arrastrarlo hacia atrás.

Tamborileó los dedos contra la madera suave de los palillos y cerró los ojos, cómodo. Abrió la boca y exhaló un suspiro de aire cálido. Era la primera vez que no lloraba. ¿Por qué no estaba llorando?  Se tocó el rostro, las nubes paseaban por el inmenso azul del cielo en su camino al Monte Fuji, una libélula revoloteó cerca de la lápida, con sus intensos colores. Su corazón latía tranquilo, parpadeaba y las lágrimas no acudían.

—A veces jugamos al parchís o al ajedrez. Esta mañana me ha pedido permiso para salir... Le he dicho que no tiene por qué pedir permiso cuando quiera hacer algo. —Tragó saliva, un nudo comenzó a cerrar su garganta. —Ha hecho un amigo, con el que ha quedado. Se llama Inui, creo que tú nunca lo conociste, pero está bien. Se llevan bien y tienen bastante en común.

Sonrió, recordando el rubor que había cubierto las mejillas de Kazutora cuando se había asomado a la puerta del baño, donde estaba atusándose el traje, para preguntarle si podía salir con Seishu. Todo despeinado porque se despertaba con la más mínima perturbación del aire, con marcas de sábanas cruzando su suave expresión adormilada.

Las cosas habían cambiado. Había abandonado toda repulsión hacia su cercanía, lo tomaba de los hombros y lo apartaba cuando estaba en medio del estrecho pasillo de los animales, en la tienda, en vez de darle una mirada hostil. Mientras echaba y removía los fideos en la olla, a fuego lento, el otro cortaba verdura sobre la tabla de madera de la cocina. Ponían la mesa, esperaban a que la cena o la comida estuviera lista y, mientras tanto, hablaban de cualquier cosa que se les ocurriera. Se sentaban el uno frente al otro y comían.

Kazutora había prometido enseñarle repostería.

—Creo que... —Sorbió por la nariz, sus iris titilaron y se desbordó en emoción, cubriéndose el rostro. —Creo que soy un poco más feliz.

Chifuyu se encogió, dejando el tupper de yakisoba sobre la hierba. Abrazó sus rodillas contra su pecho y sollozó, con recuerdos besando sus huesos. Vestido de negro, las anémonas del viento a un lado, súplicas entre los labios.

Varios hipidos escaparon entrecortadamente, esquirlas de cristal se deslizaron por el invierno de su corazón y cortaron la escarcha. Sus facciones se volvieron rojizas, su cuerpo temblaba, ansiando un abrazo, volver a oír su voz pidiéndole que se quedara cinco minutos más en su cama, por la noche.

Sabía que Baji no volvería. Estaba aprendiendo a vivir con ello, estaba aprendiendo a separar su vida de la de los pájaros del cementerio, que incluso se habían habituado a su presencia. Un gorrión se posó sobre lo alto de la tumba y lo miró, ladeando su pequeña y plumosa cabeza, antes de echar a volar. Hiperventiló, intentando calmarse. Todo había ido tan bien durante aquella semana, no podía terminar así, de la misma forma que siempre: llorando frente a alguien que no podía rozar siquiera.

Al menos no llovía, como el día de su funeral. Porque, entonces, dejaría que la lluvia volviera a calar su ropa y descubriría que no había avanzado nada.

Se había quedado tantas veces al otro lado de la puerta de la habitación de Kazutora, intentando averiguar si él también lloraba. Si él también sentía que era difícil avanzar. Lo había escuchado hablar dormido, sollozar cuando despertaba y revolverse cuando no podía conciliar el sueño.

Ambos eran vulnerables.

—Ojalá tú también estés feliz allí... —Se limpió la cara con la manga de su camisa, sin importarle que se humedeciera o arrugara. Perlas adornaban sus pestañas negras, sus dedos se habían aferrado en torno a su propia ropa. —Baji...

Se incorporó como un muñeco de cuerda roto, de sus manos pendían los recuerdos que mantenían a Baji vivo. Dejó las flores y el tupper de yakisoba junto a la lápida y se alejó un par de temblorosos pasos. Se cubrió de la luz del Sol, esperando verlo sonreír una vez más.

No había nadie.

Un suspiro. Chifuyu salió al camino de gravilla, tomando un pañuelo de su bolsillo para sonarse la nariz. Sus dedos tropezaron con las llaves de la motocicleta que había heredado de él. Su tesoro más preciado. Caminó con lentitud, sus zapatos quedando manchados de polvillo blanquecino, una pequeña piedra se coló en su interior y se detuvo para sacarla.

Ensimismado, sus ojos se cruzaron con unos iris de ámbar rabioso. Se levantó, dejando la piedra caer al camino, cuidadoso. Aquel hombre, esa mirada.

El desconocido estaba frente a una tumba, en medio de otras tantas. Se había incorporado y se dirigía al camino, apretando los puños con hostilidad. Pero, aquella ropa, las gafas. Le parecía conocerlo de algo. Se quedó quieto cuando el tipo pasó de largo, sin decir absolutamente nada. Un lunar bajo el ojo derecho.

Frunció el ceño e inevitablemente pensó que se parecía a... Kazutora.

Un escalofrío recorrió su espalda, recordando la vez que el chico le había hablado de sus padres. Realmente no contaba mucho de su vida, sólo algunos detalles que sabía que lo hacían sentir mal. Era preferible vivir el presente sin tener atrapados todos esos momentos dolorosos entre pecho y espalda.

—Mi padre era un hijo de puta. No creo que me haya tenido algún tipo de aprecio... Disciplina, disciplina. Para él los golpes eran eso, disciplina.

¿Cuántas probabilidades había de que aquel fuera su padre? Intrigado, echó un vistazo hacia atrás. El tipo había desaparecido como si de niebla se tratara.

Miró a ambos lados. No había demasiada gente, sólo una niña y la que supuso que sería su madre frente a una lápida, no demasiado lejos de donde estaba. Con una nota de valor y tóxica curiosidad en el corazón, decidió abandonar el camino y dirigirse hacia la tumba en la que el hombre había estado.

La hierba rozó con cariño sus tobillos y varios gorriones surcaron el cielo hacia un gran roble que daba sombra a aquella parte del inmenso lugar. Se detuvo frente a la piedra y leyó el apellido de la familia, con sus latidos alterándose.

«Familia Hanemiya»

Chifuyu tragó saliva con tristeza al ver que no había flores ni incienso, incluso estaba algo sucio de musgo. ¿Es que ese hombre no tenía respeto por nada? Se agachó y arrancó una margarita para dejarla sobre la fría piedra.

Dedicó una corta oración antes de irse. Sabía que no era de su incumbencia, pero la próxima vez la limpiaría. No podía dejarlo así.

—¿Me ayudas a terminar una etapa?

El cabello rubio había caído por mechones al suelo. Se había deslizado entre sus dedos como la seda, mientras cortaba, y sentía que su pecho se alteraba con el sonido de las tijeras.

Pero, Inui parecía feliz. Mucho más feliz que los días anteriores, con el pelo tan corto como lo había llevado años atrás. Le daba un aspecto más juvenil y seguía siendo terriblemente guapo con cualquier cosa que se hiciera o pusiera. Sus ojos de verde oliva buscaron los suyos con algo de complicidad y el chico lo tomó de la muñeca, arrastrándolo calle abajo.

Kazutora se dejó llevar por la brisa que comenzaba a oler a playa, con una inevitable sonrisa en el rostro.

—Abren pronto por las mañanas y cierran como a las ocho de la noche... —Contaba su nuevo amigo, visiblemente entusiasmado. Recién duchado, olía a vainilla y perfume masculino. —¡Te prometo que está todo muy bueno!

Una risa escapó de su boca y se puso a su altura. Se sentía bien estar fuera de casa, distraído con los pétalos de las flores que adornaban los balcones de las ventanas de los edificios.

La ciudad era tan grande que comenzaba a percibirse pequeño, como una mota de polvo en medio de una multitud. Las calles estaban tranquilas, pues todo el mundo abría sus locales o iba a rezar. Nadie prestaba atención a dos adultos —aquella palabra dolía, pero no quería pensar en ella— que correteaban por la acera. Los domingos solían ser días apacibles, sin mucho que contar.

Y era la primera vez que estaba a solas con alguien que no era Chifuyu.

—Podemos tomarlo dentro del local, o en la playa, ¿qué prefieres?

Se detuvieron frente a la cristalera de una tienda. Era extraño ver a Seishu sin tacones y vestido con ropa informal. Los pantalones verde militar llegaban a sus rodillas, plagados de bolsillos, y llevaba un crop-top negro que arrebataba la imaginación de los demás y dejaba a la vista su abdomen marcado. Una riñonera violeta se ajustaba a su cuerpo en diagonal, pasando por su hombro, y su pelo corto era como un soplo de aire fresco.

Jugueteó con sus propias manos, nervioso. Los no tan agradables treinta y dos grados se pegaban a su piel en forma de sudor. La venda que atrapaba su muñeca izquierda pedía a gritos ser arrancada. La camisa de tirantes parecía ser un jersey de lana y había tomado la fatal decisión de llevar las piernas al aire.

Mierda, su piel relucía y sentía que se iba a quemar de un momento a otro.

—Eh... ¿La playa? Lo que tú quieras.

Una motocicleta pasó rugiendo por la carretera y el vello de su cuerpo se erizó con miedo. Echó un vistazo hacia atrás. El semáforo estaba en verde y un borrón ruidoso se apreciaba a lo lejos. Dio un paso hacia un lado con sus pensamientos quebrándose en la misma idea una y otra vez.

Inui supo lo que estaba pensando. Dio un ligero apretón en su hombro, comprensivo.

—Todo estará bien. No has vuelto a encontrarlo, ¿verdad? —Ambos se dirigieron hacia la puerta del local. —Seguro que fue una coincidencia...

Los dos eran conscientes de que aquello era imposible, pero creer en aquella mentira era lo único que podía dejarles ser felices durante el tiempo que estuvieran juntos. Y, para bien o para mal, Hanma no había vuelto a aparecer en su vida. Era mucho mejor fijarse en la enorme cartelera de la entrada, en el pizarrón con dibujos y en el rosa pastel del lugar. Había un expositor con sabores de todo tipo y gusto. Menta, chocolate, fresa, vainilla, naranja, melocotón...

—¿Qué desean? —Una amable dependienta los recibió tras el mostrador, vestida de colores pastel y con un delantal verdoso.

Fue entonces cuando Kazutora se dio cuenta de que no podía tomar una decisión él solo. De que siempre había tenido a alguien que lo hiciera por él, de que ni siquiera recordaba qué había sido lo último que había hecho por su propia cuenta.

No pudo evitar quedarse paralizado. El sudor se volvió frío, su corazón estalló en sus oídos al tiempo que la daga de la incertidumbre se clavaba entre sus costillas. Escuchó a Inui hacer su pedido y no podía hacer realmente nada, más que esperar a... Algo. No sabía qué demonios estaba haciendo.

La dependienta le estaba mirando, su amigo también y ya tenía su pedido en la mano. Y él no podía articular una puta palabra. El tiempo pasaba demasiado despacio y cada segundo de las agujas del reloj era una lágrima que ardía tras sus párpados.

—No sé. —Alcanzó a tartamudear, resistiendo la tentación de salir corriendo. Estaba haciendo el ridículo, estaba estropeando el momento, justo cuando todo iba bien. ¿Por qué? —... lo siento...

Su estómago se revolvió y una exhalación de vergüenza escapó de su boca reseca. Alzó la mirada, esperando ver a su amigo decepcionado, pero un atisbo de esperanza llenó su pecho al igual que una nube se apartaba del Sol.

—Lo mismo que yo, por favor. —Pidió Inui, sacando su cartera y dejando el dinero sobre el cristal. La mujer le dio otro helado igual al suyo. —¡Gracias! Quédese con el cambio. —Se volvió hacia el otro, lo asió del brazo y lo sacó de allí.

El aire fresco llenó sus pulmones y la brisa se coló entre su camiseta de tirantes, lamiéndole la piel como un animal ansioso. Tenía los brazos entumecidos, sus dedos dejaron de temblar cuando Inui le tendió su helado y una sonrisa le dijo que no pasaba nada, en completo silencio.

Agradeció que no le gritara que se calmara, como había sucedido años antes, con los primeros ataques. Agradeció que caminara junto a él, aunque a una distancia prudencial para no atosigarle con su presencia. Agradeció que no le pidiera que dejara de hacer drama por todo, que no le juzgara o le mirara con asco.

Aún recordaba un ataque en particular, si es que podía llamarlo como tal. A media noche, en su celda compartida, hiperventilando, dando vueltas en la dura cama; llorando a viva voz, bajando de la litera a trompicones y agarrándose a los barrotes en un vano intento de sacudirlos, gritando que le dejaran salir, que se estaba ahogando. Su compañero se había despertado de muy mal humor, le había agarrado del pelo y le había estrellado la cabeza contra el duro metal, hasta que su voz se rompió y cayó al suelo, sollozando.

Seishu era una buena persona y lo trataba bien. Era su amigo.

—¿La tienda de motocicletas no abre hoy? —Preguntó, esforzándose en apartar lo anterior y empezar algo nuevo. —Lo digo por el tiempo que tenemos, no me importa la hora a la que tengamos que irnos...

—Draken se ocupará. Iré después de comer. —Se encogió de hombros, no le había dicho a Ryuguji que iba a quedar con alguien aquella mañana. Tampoco había recibido mensajes suyos en el último día. Sólo miradas cargadas de tensión en la tienda, durante el tiempo de trabajo.

Ambos bajaron las escaleras que llevaban a la playa. Kazutora no pudo evitar echarle un vistazo de reojo, la sonrisa que el rubio había llevado se había esfumado por completo y de ella solo quedaba un atisbo que se perdía en el horizonte. La marea estaba baja y se sentaron en la arena, en una zona no muy concurrida, lejos de todos los niños que corrían de aquí para allá, con cachivaches para construir castillos y más tonterías que él nunca había tenido. De hecho, no sabía nadar, siempre había preferido quedarse alejado del mar.

Miró su helado. Un cucurucho de dos bolas, fresa y chocolate, con una galleta encima. Era el favorito de Inui.

—Estos días te veo un poco decaído. —Acabó por decir, después de unos cuantos segundos dándole vueltas. Unos iris de verde oliva se posaron en él con inquietud. —¿Estás bien?

No era aquella la pregunta que estuvo a punto de hacer, pero no quería incomodarlo. Era muy perceptivo, sabía que algo pasaba entre Draken y el chico, que instantáneamente sonrió con nerviosismo. Un gracioso rubor se extendió por las pulcras mejillas, los mechones rubios que caían por los lados de su frente se ondulaban ligeramente hacia arriba.

Desde tan cerca podía apreciar la textura de aquella cicatriz. La piel estaba arrugada y rosa, tal vez un poco rojiza, incluso. Era la marca de una quemadura. Se preguntó si alguna vez había querido hacerla desaparecer con maquillaje.

—¿Tengo que decir la verdad? No demasiado. —Suspiró, con los labios manchados de chocolate y los dedos llenos de surcos de fresa derretidos. —Pero, ahora estoy bien. Estoy contigo, me distraigo y nos divertimos juntos.

Kazutora se había percatado de ello al entrar a su apartamento. Más que un apartamento, era un estudio, lo suficientemente grande para una persona, aunque tenía cama de matrimonio. Todo había estado hecho un puto desastre, los pedazos de una botella de alcohol rota en el recogedor de la escoba, platos sucios por fregar, desorden incluso en las sábanas de la cama deshecha.

Como si un jodido huracán hubiera pasado por allí.

No había comentado nada al respecto, porque no sabía si era una persona desorganizada de por sí. Pero, joder, era Seishu, el mismo Seishu que tenía los zapatos ordenados cuidadosamente en las baldas inferiores del armario —lo único que no había sido tocado por el huracán—, el mismo que tenía una cesta con lápiz de ojos y eye-liner en el baño. Era tranquilo, apacible y relajado, alguien como él no viviría en un desastre constante.

—Bueno, si necesitas desahogarte, aquí me tienes, ¿vale? —Ladeó la cabeza con una sonrisa. La brisa hizo ondear su cabello y un mechón se pegó a su boca llena de chocolate. Maldijo por lo bajo.

Su amigo rio y le tendió un pañuelo que se le escapó de las manos. Ambos se precipitaron por la arena hasta que lograron atraparlo, entre sudor de verano y risas. Se dejaron caer sentados, algunos metros más alejados que con anterioridad, jadeando por el sofocante calor.

Se miraron. E Inui confesó todo.

—Fui yo solo a una fiesta para buscar a alguien en concreto. —Dijo, tragando saliva. —Me emborraché, me drogué y me acosté con mi ex.

—¿Qué...? —La mandíbula de Kazutora se desencajó de sorpresa, y se acercó un poco más cuando el chico bajó el tono.

—Y no me acuerdo de una mierda. —Añadió, como si la historia no fuera ya de por sí lo suficientemente dañina y grotesca. —Ese es el tema, yo... Fue a propósito, fui solo para encontrarlo y hablar, pero... —Se dio una palmada en la frente. —Soy un puto desastre. No sé qué ocurrió. Sé que lo hicimos, yo quería hacerlo con él, pero no lo recuerdo porque estaba jodidamente inconsciente.

Kazutora frunció el ceño con curiosidad, pero no dijo nada. Se mantuvo callado, con los ojos muy abiertos, viendo cómo su amigo gesticulaba y suspiraba con dolor.

Ambos pudieron sentirlo. Esa conexión que sólo tienen los amigos de verdad. Esa sensación de seguridad, la confianza de poder contarse las cosas sin miedo o pudor.

Kazutora se apresuró por la calle, mientras le daba vueltas y más vueltas a todo.

Llegaba pronto. Estaba seguro de que Chifuyu estaría bajándose del autobús y de que se verían en la puerta, tal y como habían acordado. Sinceramente, deseaba verlo. Incluso lo había echado un poco de menos durante la mañana.

Se había despedido de Inui en la calle de la heladería. Se habían dado un abrazo. Había sido corto y cálido, lo justo para hacer que su corazón titilara de felicidad como una vela en medio de la oscuridad.

Aún recordaba sus palabras, las lágrimas que estuvo a punto de derramar mientras le contaba cómo Draken había entrado a su apartamento y lo había encontrado dormido, tal vez inconsciente. Cómo se habían peleado, cómo le había echado cosas en cara que nunca debió decir o insinuar; heridas que su ex pareja había abierto en un encontronazo, meses antes y después de diez años sin verse, al enterarse de que posiblemente se había vuelto a enamorar.

Me dijo que Draken sólo estaba conmigo porque me parezco a una chica de su pasado. Y eso tuvo sentido, ¿sabes? Tenía miedo...

Kazutora no podía ponerse de parte de ninguno, pero le parecía que había sido ciertamente temerario salir de fiesta sin decirle absolutamente nada a nadie, a solas y, peor aún, emborracharse rodeado de extraños. Inui era así, impulsivo, autodestructivo, lleno de inseguridades que habían renacido por culpa de ese chico.

¡Pero no es de su incumbencia, Kazutora! Insistió e insistió como si yo fuera un puto niño que le debiera explicaciones y, ¿sabes que dijo cuando se lo conté? ¿Lo sabes? Dijo que Kokonoi... Mi ex, me drogó y se aprovechó de mí.

—Seishu, eso tiene senti...

—¡Es mi puto problema! ¿¡Y qué si lo hizo!? ¡Ya le había dado mi permiso! Me da igual... Mierda. Draken es un completo idiota, joder. Se preocupa... ¿¡Por qué demonios tiene que preocuparse!?

Suspiró, metiendo un mechón rubio tras su oreja y esperando a que un semáforo cambiara a verde. Caminó con prisa entre algunas personas, niños que aprovechaban sus vacaciones y padres que regresaban a trabajar.

Y había hecho lo mismo que hacía Chifuyu cuando él se ponía mal. Había rodeado los hombros de Inui, ambos sentados en la arena, y lo había atraído hacia sí, invitándole a apoyar la cabeza en su hombro.

Había querido compartir aquel gesto porque le parecía bonito.

—Concéntrate. —Se dijo, agarrándose del pecho y arrugando la tela de la camiseta de tirantes. Tenía que trabajar, no podía estar distraído con ese tema.

Se le escapó una sonrisa al entrar en la calle donde estaba la tienda. Pudo ver a Chifuyu, a lo lejos, apoyado contra la pared. El chico miraba su teléfono y estaba escribiendo algo.

Su mala suerte se encontraba allí mismo, cuando pasaba frente a un callejón. Una garra enfundada en cuero salió de la sombra para agarrarlo del brazo y lo arrastró a la sombra con fuerza.

Kazutora cayó contra el suelo y sus manos se rasparon. La sangre manó lentamente de las heridas y alcanzó a levantarse con un quejido de dolor. Su cuerpo se tensó al verse acorralado contra la pared de ladrillo viejo. Su respiración casi se detuvo. Un contenedor de basura apestaba a su lado y una exhalación de miedo huyó de su boca.

Hanma lo observaba con una gran sonrisa de lobo y pocas intenciones de dejarle marchar.

—Si gritas, te saco las putas tripas.

El cañón de la pistola se pegaba con fuerza a su abdomen, amenazando con devorarlo.

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