—Te voy a contar una historia, Tristan. Érase una vez, un niño que tenía muchos animales, gatos, perros, conejos… A todos quería y todos le querían. Pero entre todos su favorito era, sin ninguna duda, un precioso pájaro cantor de muchos colores. Pero el pájaro no era un animal fácil y se golpeaba una y otra vez, intentando liberarse. Al niño eso le ponía muy triste. Le daba la mejor comida e intentaba acariciarlo tras los barrotes y, luego, se quedaba horas y horas viéndolo dentro de su jaula, pensando si tendría el valor de abrir la puerta. Si el pájaro le quería tanto como él lo hacía, volvería. Pero los días pasaban y él no conseguía reunir el valor. ¿Y si no volvía? ¿Y si volaba lejos de él? Al final, consiguió la suficiente seguridad para abrir la jaula y el pájaro voló. El niño se quedó muy triste, pero no pasaron ni tres días que el ave regresó a su jaula. Los pájaros enjaulados no saben vivir en libertad, pero tienen que volar solos para averiguarlo por sí mismos.
—Yo me sé otro final —dijo Tristan—. El niño abrió la jaula, el pájaro voló, y los gatos se lo comieron.