Estoy al borde, al límite tanto que aún puedo sentir mis piernas temblar por lo reciente.
Cierro los ojos y suspiro tratando de tranquilizarme, de no tener un colapso ahora mismo por e miedo, no puedo ni hablar, ni siquiera soy capaz de razonar algun pensamiento coherente que me de ha entender que es lo que esta pasando. Escucho a lo lejos la voz de mi mejor amigo preguntándome si estoy bien, una y otra vez.
No puedo moverme, mi mirada sigue fija en la pantalla que nos enseña que es lo que está pasando afuera a unos kilómetros.
Necesito sentirlo de vuelta, necesito estar al borde con el.
Necesito volver a reírme como cuando Carlos nos descubrió en el elevador del hotel, besandonos y desesperados, abrazada a el, o cuando Max exploto por su falta de valentia como el lo había llamado y había aterrizado un buen puñetazo en su perfecta sonrisa.
Me encantaba, estaba tan enamorada de él que no había manera de negarlo.
Mis ojos se inundan de lagrimas y en dos segundos estoy llorando mientras dejo los auriculares y me dispongo a correr fuera de la entrada de boxes, no me importa que un auto me arroje a más de 325 kilómetros por hora, necesito saber si esta bien, necesito sentirlo, lo necesito a él.
El corazón se me encoge cuando veo como la bandera roja se alza frente a mi y después se pone en pausa la carrera mandando a todos a los pits, escucho la voz de Toto llamarme desde atrás pero no me importa cuando brinco la valla y corro lo más rápido que puedo después de escuchar la ambulancia.
Todo se vuelve borroso cuando llego, mis lágrimas no me dejan ver nada, y entiendo rapidamente que él no ha salido del monoplaza, los brazos de Toto Wolff se abrazan a mi y maldigo por ser tan chiquita comparando el 1.97 de mi padre, no veo nada más que su cuerpo lastimado cuando lo ponen en la camilla, grito lloro y le rezo a un Dios si es qué hay que lo guarde siempre y si lo hace le prometeré que lo demás será historia.