La Sirada

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Título: La Sirada Autor: Chris J. Peake Portada: Nacho Cañete (2013) Publicación: 2013, 2021 Sinopsis: Si exi... Еще

Prefacio
El Árbol Consciente
El Rey Goromer, de Grrim
Teether, el gnomo amigo de U
Grorro, el Gigante, Último Rey de Vikinga
Las Piezas de Puzle
La celda subterránea
La hoja del árbol
Las Espadas Gemelas del Rey Reconquistador de Himn
El Árbol de las Mil Estrellas
La Corona Radiante
La Planta Triste
Retirada
La Flor más Bella del Mundo
El Payaso del Frío
El Atolón
El cofre cerrado
Dunluce, la Atalaya del Cuerno Marino
La Bruja del Mar
Caira, Señora de la Atalaya
Debajo de la mesa
La jaula esférica
La Morada del Viento
Las Alas
Metamorfosis
El Árbol de las Mil Ideas (Epílogo a La Sirada)

El trono vacío de Ëndolin (Prólogo a La Sirada)

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Los dos guerreros entraron al palacio y cerraron las grandes puertas tras ellos. Entonces se hizo la calma. Assul, rápido, colocó un gran madero que había para asegurarla por dentro, y se llevó la mano al brazo contrario, donde tenía una herida profunda. Los dos se miraron, sin verse entre la oscuridad rota por los relámpagos, cuya luz azulada se colaba por las vidrieras, destrozadas por los estragos del tiempo. Fuera habían quedado sus compañeros, los caídos y los que no habían logrado alcanzarlos. 

Llegar hasta allí había sido una hazaña terrible. Cruzaron los mares hacía semanas, desde las gélidas aguas del norte que azotan las costas de la Tierra Helada de Vikinga, hasta las cálidas aguas del Mare Nostrum Interioris. Aquellas costas los habían recibido bien, pues sus gentes estaban mal organizadas, ya que no existía gobierno por aquel entonces en el lugar, y encontrar el palacio derruido no había sido difícil. Llegar a él era lo que había costado más. El castillo estaba abandonado hacía ya muchos años, y se hallaba en el fondo de un hermoso valle. Las altas montañas que lo rodeaban estaban nevadas, y todos se reconfortaron con ello, recordando su hogar helado, el Reino de Grrim, en la lejana Tierra de Vikinga. A esta cordillera, tan lejos como estaban de casa, la llamaban las Altas Ered-Ilais, nombre heredado de los elfos en tiempos anteriores. La situación del valle entre estas montañas hacía de embudo para las corrientes de aire, y allí se arremolinaban continuamente oscuras nubes, que no cesaban en descargar una fuerte tormenta. En aquel momento llovía mucho, y terribles rayos caían incesantemente. Era un lugar desolador, donde la única forma de vida que podía crecer era aquel prado de helechos. Todo el Valle de Ëndolin, alrededor del palacio en ruinas, estaba cubierto por un manto de vivo verde, una alfombra de helechos. Era un lugar precioso, mágico incluso, con aquel castillo arruinado, cubierto de enredaderas, coronando el valle verde. Según decían las gentes que habían encontrado de camino, aquel lugar estaba encantado. Aquel castillo había sido una vez la capital del Reino de Himn, que desde las Altas Ered-Ilais, se extendía hacia el sur, hasta la costa del Mar Interior. Nadie había habitado el lugar en el último siglo, salvo, decían, los protectores del lugar, que cuidaban del castillo y hacían guardia ininterrumpida para salvaguardarlo de los invasores, que no habían sido pocos. En su interior, al parecer, se guardaba un poderoso tesoro, una reliquia de antaño, cuya historia se perdía en los anales del tiempo...

Rogho y Assul eran los únicos guerreros que habían sido capaces de llegar y entrar al palacio de todo el ejército vikingo. No sabían si aquel lugar estaba realmente maldito, como decían, o si aquella tormenta incesante era debida a la magia del lugar, pero desde luego, aquello no había sido normal. Los rayos que caían del cielo, incontables, parecían perseguirles, y muchos compañeros murieron electrocutados. Los vientos soplaban alejándolos, como un vendaval que parecía emanar del propio castillo, del que sólo algunos torreones aún lograban mantenerse en pie a duras penas. Pero la peor prueba para alcanzarlo había sido cruzar aquel prado de helechos, infernal por muy bello que fuese. Sintieron sus raíces agarrarles los pies, y algunos se quedaron ahí, hasta que apareció el ejército. La lucha había sido terrible. Los guerreros parecían surgir del mismo prado, haber estado esperándoles entre los helechos gigantes. Fue una matanza. El pequeño ejército de Grrim cayó sin poder hacerles frente, y ellos dos fueron los únicos en llegar ante aquellas puertas. Cuál fue su sorpresa al encontrarlas abiertas...

Ahora todo estaba en calma. El interior de aquel palacio estaba completamente silencioso, salvo por el murmullo de unas ratas al fondo, que rápido corrieron a ocultarse. Entonces se hizo la luz. Rogho chascó unas piedras de pedernal, y tras unas cuantas chispas, prendió su antorcha. Assul se le acercó y encendió la suya, y ambos fuegos iluminaron el gran salón. Era una estancia circular enorme, con una gran columna en el centro que alcanzaba un techo en forma de una gran cúpula que aún mantenía sus frescos. Eran figuras impresas en una escena de batalla. En ellas se veía a un formidable guerrero empuñando dos espadas iguales, y portando una corona que brillaba intensamente. A sus pies, un hombre ataviado de forma distinta, con un turbante en la cabeza y una espada curva, imploraba de rodillas al formidable guerrero de la corona. Los muros estaban cubiertos de tapices roídos, en diferentes tonos, aunque los granates y malvas resaltaban más, pues eran los colores de la casa de Himn. En aquel salón circular había sólo dos puertas enfrentadas, y ellos habían entrado por una. Estaban en el Palacio Encantado de Ëndolin, capital del Reino decadente de Himn, y no iban a regresar con las manos vacías.

Los dos se encaminaron a la otra puerta cruzando aquella estancia, y se maravillaron con el intrincado bajorrelieve que cubría la columna central. Toda ella estaba esculpida con figuras de hombres combatiendo, que ascendían en la forma de una inmensa batalla hasta el techo abovedado, donde se dibujaban los dos señores de ambos contingentes, con un claro vencedor.

–Él debe ser Belean, Rey Reconquistador de Himn, que fundó este Reino hace ya más de tres siglos. –Assul señalaba al techo, hacia el guerrero de la corona brillante.

–Sí –contestó Rogho–. Ese hombre derrotó a Golöel, el Demonio Resentido, ¿te das cuenta? Fue un gran héroe.

–Lo fue.

Se miraron, y continuaron hacia los portones, aún impresionados. Aquel hombre había construido ese palacio, y lo hubo habitado hasta su muerte, tanto tiempo atrás.

Allí, ya no se extrañaron de hallar la entrada a la siguiente cámara abierta. Estaba entornada, y Assul tomó una de las grandes hojas de madera abriéndola para mostrar la siguiente estancia a oscuras. –No puede estar aquí. Está todo a oscuras. Si estuviera dentro, emanaría una luz que iluminaría todo.

–Paciencia, Majestad, hallaremos la corona –le dijo Rogho dándole el brazo. Y ambos entraron, iluminando la cámara.

Era otra estancia circular, dispuesta como la anterior, pero esta vez con dos bellas columnas en el centro de una inmensa cúpula. Desde la entrada donde estaban, una alfombra granate, que antaño debía haber sido reluciente, les llevaba cruzando la cámara hasta un trono vacío, al fondo. Pero aquel camino, justo entre las dos columnas, estaba interrumpido por un obstáculo: un espejo. Éste estaba sustentado por un caballete dorado, dejándolo completamente perpendicular al suelo. Los dos caminaron rodeándolo, y vieron que el trono del fondo estaba protegido por dos armaduras que cruzaban sus alabardas frente él. Parecían sin vida, dos estatuas talladas hacía mucho. Pero lo que más les maravilló, fue ver lo que había sobre el trono vacío. Una corona carbonizada. Tenía una forma preciosa, pues una vez había sido bella en la cabeza de grandes héroes, pero ahora era negra y deprimente. Esa no podía ser la Corona Radiante...

Cuando se acercaban, se dieron cuenta de algo curioso. Sólo Assul se veía reflejado en el espejo. Rogho no aparecía en aquella superficie lisa que reflejaba todo salvo a sí mismo.

–No me veo reflejado, pero te veo a ti –le dijo a Assul.

–Yo sí me veo. ¿Por qué no estás tú en él?

–Ésta debe ser la última prueba, Príncipe. Y parece que sólo tú puedes aspirar a lograrla.

–Muy bien, Rogho. Has sido un gran compañero.

–Tú también, Majestad. Te espero fuera –Y los dos se dieron la mano, que acabó en un fuerte abrazo. Entonces Rogho regresó al salón de la entrada, y cerró las puertas, separándolos.

La única luz que iluminaba el lugar era su antorcha. Se acercó al trono dorado rodeando el espejo, y vio a las dos armaduras en pose segura, defendiéndolo. Sobre el mullido trono, estaba la corona. Era negra y estaba vieja. Si aquella era la Corona Radiante que había portado Belean al derrotar al Demonio Resentido, ahora no parecía más que una antigualla. Le impresionó la profundidad del negro en que estaba bañada, parecía que estuviera consumida, que hubiera ardido en el centro del infierno...

Decidió no tocarla aún. Podía cogerla y llevársela, sin más. Pero no podía ser tan fácil. Ahí había algo más. Se encaminó hasta el espejo, y se miró a sí mismo reflejado, y tras él, el trono en que una vez se sentaron los señores de aquel castillo. Entonces advirtió algo diferente. La figura que tenía delante, su alter ego reflejado, no tenía la herida que él sufría en el brazo. Y al darse cuenta, se miró, y el reflejo comenzó a tomar vida. Su propia figura, sin él moverse, pareció desenfundar su espada y tomar su escudo a la espalda. El Príncipe Assul, retrocedió unos pasos, pero su figura enfrentada, en lugar de retrocederlos también, los dio hacia delante, más despacio, hasta salirse del espejo.

Así comenzó a materializarse su propia figura, tomando forma física al otro lado del espejo. Y frente a él apareció otro guerrero idéntico a él, que no dudó en atacarle. Assul saltó hacia atrás, pasándose la antorcha al brazo herido, y con el liberado desenfundando su espada, la misma que empuñaba su contrincante. Éste lanzó en estocada, de la que el verdadero Assul logró zafarse. En cambio, le fue a golpear con la antorcha, tratando de ahuyentarlo con el fuego, pero éste le paró el golpe con el escudo, que casi apaga la antorcha. Por un segundo, la estancia quedó a escuras, momento que su enemigo aprovechó para lanzar un segundo embiste que hirió a Assul, haciéndole perder la espada. Pero el Príncipe, que supo reaccionar ignorando el dolor, se abalanzó contra él, amenazándolo con el fuego, logrando hacerle retroceder. La escena se detuvo un momento, que bajo la tenue luz de la antorcha, apoyada por su reflejo en el espejo, era tétrica. Estaba todo en silencio, salvo por los suspiros de ambos, que no tardaron en volver a enfrentarse. Su reflejo materializado atacó despiadadamente, y el verdadero Assul interpuso la antorcha al golpe, pero el otro le cercenó la mano por la muñeca, y el fuego rodó por la estancia. Entonces él cayó al suelo gritando, a punto de perder el conocimiento, y fue a parar junto a su espada. Fue entonces cuando reaccionó. La cogió con su única mano, como un reflejo, y la irguió amenazando al otro desde el suelo. En ese momento éste se lanzó a rematar al Príncipe Assul, pero su cuerpo fue a parar contra la espada, quedando incrustado en ella. El cuerpo del que antes había sido su reflejo cayó inerte sobre él mismo, escapándosele la vida. Y sus dos rostros se acercaron, tensando la situación. Eran completamente iguales, pero el Príncipe vio en su propio rostro enfrentado la expresión del dolor, al llevarse las manos al abdomen, justo donde la espada se enterraba en su vientre. Sus armas cayeron al suelo con un estruendo, y en ese momento el falso Príncipe Assul dijo algo al verdadero.

–Aún te queda la última prueba. –Su voz surgió desde su garganta dolorida, resonando con gran esfuerzo, el último aliento del que está perdiendo la vida... –¿Cuántas eran las Espadas Gemelas del Rey Reconquistador de Himn?

Assul, Príncipe de Grrim, se quedó mudo. ¿Las Espadas Gemelas? La vida de su enemigo no parecía esperar por la respuesta del acertijo. Se le iba por momentos.

–Dos –respondió.

–Lo siento Príncipe, no fueron dos... –alcanzó a decir, y su vida, si es que aquello alguna vez tuvo vida, se marchó al fin. La expresión de su propio rostro se perdió, y el cadáver no dijo nada más por esa noche.

Assul, dándose cuenta de la situación, se quitó a su propio cuerpo de encima, y se arrastró unos pasos en dirección a la antorcha, que amenazaba con apagarse. El dolor que sufría en la muñeca era tal que estaba a punto de perder el conocimiento. Fue incapaz de avanzar más, hasta que quedó ahí tendido, junto al cadáver y la antorcha, y fue perdiendo sangre, y el dolor nublándole la memoria, hasta caer completamente inconsciente.

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